"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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sábado, 31 de diciembre de 2011

CUESTIÓN DE FE

José Antonio Nisa

 “¿En qué creer hoy día? ¿Por qué creer?” Suenan estas preguntas como las cadenas arrastradas de un fantasma ululante que inquietan a la Razón y al que sólo podemos vencer con la palabra, aunque no es fácil agarrar palabras para lograr creer que lo vencemos. Sin embargo, nos conformaremos con creerlo.
No hay que haber vivido demasiado para comprobar que la fe del hombre no pertenece al terreno de la voluntad. El hombre no puede plantearse si creer o no creer; el individuo, sencillamente, cree o no cree, como un hecho que surge de las profundidades de su alma. Pensar que la fe es un acto de voluntad es caer en la tópica ilusión de que el hombre controla sus impulsos, sus deseos o sus sueños.
El hombre tiene la necesidad de creer en algo, como máxima expresión de lo único que lo mantiene vivo a pesar de todo: la Esperanza. Todas las personas confían en que un Algo que no depende de ellos los salve de la angustia existencial congénita: Dios, la Ciencia, la Razón, la Magia, la Justicia, el Socialismo,… sin embargo, estos dioses nunca se han podido mantener solos, sin una moral o doctrina que lo sustente, basada en unos valores que respondan realmente a lo que el hombre necesita. El paso del tiempo ha demostrado, no obstante, el fracaso de estas doctrinas, y, en definitiva, de estos dioses, porque ni el catolicismo ni el socialismo ni la ciencia ni el ateísmo, supieron responder a las necesidades del hombre, al deseo de ser amparado en la tierra por una patria, por una especie de Humanidad pura, porque todas ellas clavaron alguna vez la espada en la tierra para proteger su oro. Todas las creencias que alguna vez predicaron la salvación de la Humanidad fracasaron y ahora el hombre vaga por el mundo sin una clara idea siquiera de que la Humanidad exista, buscando ese sentimiento de fraternidad por algún sitio, la calidez humana, algún lugar al que pertenecer. La fe es para el hombre la posibilidad de una patria, un lugar donde depositar sus más profundas raíces humanas sin avergonzarse, una nueva patria para superar la decepción del Hombre.
Pero ¿hacia dónde camina el hombre errabundo? ¿Y cuál es la creencia que podría salvar a la humanidad? Más allá del debate, más o menos artificioso, que se establece hoy en día entre los diferentes dioses o religiones, entre las no-creencias y las creencias más consolidadas, existe en cada hombre una fe íntima que bien se cuida de guardar en su cuarto más oscuro.
Aun siendo consciente de su poder sobre la naturaleza, aun ostentando los principios más sólidos que caben en su consciencia, todo hombre en algún momento ha sucumbido a la imploración irracional: “Ojalá”, “Dios mío”. Aunque no crea en nada, aunque crea firmemente en el poder de la Razón, en la Ciencia, en el orden social y universal que ha construido, el hombre lanza su “Ojalá” en ese anhelo de que exista esa Voluntad universal que atienda a sus deseos, que sea capaz de perdonar, de hacer olvidar, de imponer una Justicia verdadera, que no es más que la justicia que desea para sí. Porque ¿quién no cree merecer algo que el mundo no le ha dado? ¿quién no cree que la Justicia de los hombres es injusta y espera que algún dios le resarza?
Calvero, el protagonista de Candilejas, lanzaba retos al destino con su “¡Viva la vida, viva sin esperanzas!”. Y, sin embargo, llegó el día en que tuvo que entregar su amor a una triste bailarina, y allí se encontró estragado tras las bambalinas, lanzando con toda su alma las palabras a algún rincón del universo “Por favor, dale fuerzas para que baile”. ¿Y no era aquello una oración? ¿Qué es la oración sino la expresión de un deseo? El hombre desea, y a veces el deseo egoísta le lleva a dotar a esa Voluntad que rige el mundo de una personalidad antojadiza, cruel y caprichosamente benévola, y una naturaleza egoísta, tanto como la suya propia, y así, según esa misma lógica, piensa: “Para que la Voluntad actúe a nuestro favor, es necesario entregarle algo a cambio. Como compensación, haré un Sacrificio”. Qué burda esa creencia de que el dolor compensa al placer. Quizá Dios se haya reído de nosotros al vernos prosternados durante horas en las iglesias, o al vernos sacar el corazón al cordero, o cumpliendo estoicamente las normas más severas de la moral, quizá ni siquiera haya dios que se ría de nada y sólo sea esto nuestra risa imaginada.
No deja de sorprender la vigencia que tienen aún hoy los dilemas filosóficos sobre esta cuestión que creaba el escritor Feodor Dostoievski a través de sus personajes. En todas sus grandes obras aparece la figura de ese individuo con “ausencia de juicios” o con una “comprensión absoluta” de todos los actos humanos. Aliosha, en Los Hermanos Karamazov, Marcar Ivanovich, en El adolescente, o el príncipe Mishkin en El Idiota, son personajes que encarnan ese arquetipo de ser humano: hombres absolutamente ridículos en una sociedad urgida por los valores materiales y por una moral llena de hipocresía. Cuando estos personajes se aferran a la divinidad como único modo de salvarse están declarando al mismo tiempo el fracaso del hombre como ser racional, el fracaso del hombre como individuo más allá de su animalidad. Toda la construcción social que hace el hombre para poder convivir con sus semejantes se basa en la razón y en la ciencia, y al frente de esta artificiosa construcción, como fin último que mueve y dirige al hombre por los caminos de la vida, se encuentra la idea de la conservación y prosperidad de la especie humana (el patriotismo y los ideales políticos no son sino las caras más perceptibles de esto). Sin embargo, el ser moral, resultado de esa construcción social del hombre, no sobrelleva muy bien sus impulsos más irracionales y, consecuentemente, hace el mal, mata, roba, difama,… Parece que en este sentido el hombre moral ha demostrado no tener remedio. La moral rígida ha generado odio entre los seres humanos, guerras, malquerencias, horrores; la bondad ha quedado como algo meramente formal, como una licencia para ser reconocido y aceptado, pero muy lejos de ser una bondad auténtica, emanada del alma. El amor es un concepto que queda en el ámbito de lo privado, de las pasiones amorosas, o de los afectos familiares, pero casi siempre es algo ajeno a toda ley moral. Así, esos personajes de Aliosha o Makar Ivanovich encarnan ese pensamiento rebelde con el que Dostoievski quiere romper la moral basada en la razón y en la ciencia, y en el que desea con todas sus fuerzas que el mundo deje de juzgar y comprenda que lo único que nos puede salvar de este tormento de la vida es el amor incondicional, al día de hoy un amor ridículo a los ojos de la moral establecida, como los mismos personajes que lo encarnan. Para Dostoievski ahí es donde interviene Dios, ese es el sentido de la fe: el hombre no puede anteponer ninguna idea al amor incondicional, a la compasión, el valor de la bondad cristiana como bondad que nace de un puro sentimiento humano es el valor que coloca por encima de todos los demás valores de los hombres a través de estos personajes. Todo lo cual le lleva, además, a realizar una dura crítica a la institución de la Iglesia como institución que ha aniquilado los verdaderos valores del cristianismo e instaurado una moral basada en el miedo y cuyo objetivo último siempre fue la conservación de su poder.
En un mundo en el que ya quedan pocos lazos humanos por romperse, existen almas que han perdido la fe en todo, y a las que sólo queda entregarse al presente y a lo material, porque la vida los ha convencido de que todos los deseos se pueden satisfacer con ello. Los esfuerzos de un alma así cincelada se obstinan en el placer y el dinero, los dioses bien avenidos del siglo, mostrando el síntoma de una enfermedad: la pérdida de la Esperanza. ¿En qué creer? ¿Por qué creer?, suenan las cadenas de nuevo. Cuando el hombre ha muerto ya tantas veces, a causa de los fracasos de tantos y tantos dioses, cuando el calor humano le ha abandonado, ya no le queda más remedio que entregarse a sí mismo y al puro hedonismo.
Y sin embargo, a lo largo de la historia de los hombres, al final de la tragedia, en el último episodio, siempre surgió aquella fe que salvó de la ruina a la especie humana. Una fe tan ancestral como el arrullo de una madre, de la que se quiso impregnar el cristianismo, o el socialismo, o las primeras almas cándidas que volaron hasta la mano de Charles Manson. Aquella fe que movió al hombre hacia el alma del otro e hizo que se apoderara de su tristeza, de su alegría, y poder conocer así el dolor ajeno, aquella fe siempre estuvo ahí, esperando para salir al rescate.
Pero eso sólo al final de la tragedia. Mientras tanto seguiremos mejorando Facebook.




miércoles, 28 de diciembre de 2011

A PIG ON THE ROAD

José Antonio Nisa
            Al fondo de la carretera la noche era cerrada, la oscuridad opaca. El halo de luz que la ciudad proyectaba en el cielo ya había quedado atrás, oculto tras las negras montañas, y ahora tan sólo las consumidas luces de los faros de la vieja furgoneta iluminaban un suelo en el que no brillaba nada. Sin líneas, sin ningún elemento reflectante, sus ojos se agrietaban al intentar encontrar los límites de aquella carretera desdibujada. Más allá sólo se veían tinieblas.
Había bebido algo más que de costumbre, razón por la cual su mente mezclaba lo real y lo imaginario, los hechos pasados y sus deseos más recónditos. Aquella noche había cerrado el bar demasiado tarde y ahora, aprovechando la flaqueza del cansancio, el sueño empezaba a hacer estragos en su mente. Las imágenes del día se le agolpaban una tras otra: su debilidad, su falta de coraje para afrontar la realidad con valentía, aquellos tres tipos... poco a poco iba sumergiéndose en aguas nauseabundas. Ahora acudían a su mente sus días en el matadero, y echaba de menos aquellas horas de tedio degollando y destripando animales. Su padre fue quien le había colocado en aquel lugar sangriento: “cuando aprendas a manejar el cuchillo entonces sabrás manejar a los hombres”, le dijo el día en que con tan sólo dieciséis años lo llevaba en el coche para presentarlo al encargado del matadero. Pero él no nació para manejar a los hombres.
Siempre evitaba los conflictos, porque tenía demasiado miedo al dolor. Su corazón nunca quiso exponerse a la tiranía de la fuerza, y por eso, cada vez que pensaba en esa debilidad que su padre siempre le había reprochado, se humillaba. “Los hombres tienen que pelear para ser respetados”. Él era un tipo bajo, ancho y sus ojos entristecidos sobre unas permanentes lívidas ojeras estaban hechos para aguantar la imposición de los fuertes, para resistir los envites del destino que su padre tan bien supo capear con su arrojo y valentía. Nunca quiso pensar en ello, y se respondía que aferrarse a la vida no significa tener miedo. Fuera lo que fuere, el temor a la inquina y desprecio que vislumbraba en algunos ojos humanos le habían hecho, con el paso de los años, envolverse en una profunda indiferencia en su modo de ser y de comportarse.
Aquel día que se agotaba en la oscuridad de la noche fue un día de infortunio, el final de una historia que había comenzado dos semanas antes, en una mañana de la que no se esperaba más que su final. Era poco más de mediodía cuando cuatro hombres entraron en el bodegón distraídos entre risas, y se colocaron al fondo de la barra. A tenor de sus vestimentas, le parecieron obreros de la construcción que quizá hacían un receso en su jornada de trabajo. Los atendió con su voz tenue y ronca. Sus movimientos parecían estar dominados por una inseguridad congénita, aunque él se sabía válido para aquella profesión, era servicial y se había ganado el reconocimiento de su clientela complaciendo más de lo que el servicio exigía.
Los cuatro hombres bebieron sin prisas, riendo y elevando a veces el tono de voz. De pronto, ocurrió algo desagradable, como así indicaban todas las caras del lugar que miraban con rictus de sorpresa al rincón donde se encontraban aquellos individuos. Uno de ellos, un tipo alto, delgado y de cabeza oblonga, tenía agarrado por el cuello a un vagabundo asiduo del bar que solía acudir todas las tardes a tomar su plato de comida, y le espetaba a voz en cuello: “No quiero verte por aquí nunca más, ¿entiendes?...¡Escoria!” Acto seguido se sacudió las manos y, escupiendo al suelo con un gesto de repugnancia, sentenció: “Una limpieza de esta escoria, eso es lo que hace falta en este país.” Pedro se acercó al grupo de hombres a interesarse en lo que había ocurrido, pero nadie quiso aclarar exactamente lo que había pasado; el desprecio aún permanecía latente en la cara de aquel individuo iracundo y ahora la emprendió contra el camarero: “¿Que si me ha molestado, me pregunta? Esta escoria molesta a cualquier persona decente. Si usted es una persona decente debería poner un poco de orden en su negocio.”
Pedro entendió que toda razón estaba de más en aquel momento y se volvió hacia el otro lado de la barra después de susurrar una disculpa. Ahora, sin embargo, mientras sacaba los vasos del lavavajillas y los secaba de cara a la ventana opuesta a aquellos tipos, sentía que las miradas se cernían sobre su espalda. Las palabras que saltaban de aquella conversación a su espalda llegaban a sus oídos como bolas de plomo cargado. Había notado el diálogo hostil y comenzaba a mirar el reloj con la esperanza puesta en que aquello acabara cuanto antes.
Pasada algo más de una hora, saltó la voz de uno de aquellos hombres pidiéndole la cuenta. Pedro acercó un enorme cuaderno en el que anotaba todas las consumiciones que acumulaban los clientes, pero el alcohol ya vibraba en la voz y guiaba las razones de aquellos hombres:
- ¿Cómo que cinco rondas? Han sido cuatro –interrumpió bruscamente el tipo alto del altercado.
- Mire, yo he apuntado cinco rondas –contestó con prudencia el camarero, enseñándoles el cuaderno.
- ¿Pero usted quiere cobrarnos una ronda de más? ¿Quiere engañarnos? ¿Cree que no nos damos cuenta de lo que tomamos? ¿Qué se cree usted?
- Yo no engaño a nadie.
Pedro no quiso dar terreno a la agresividad de aquel individuo, pero ya no había forma de parar la afrenta.
-¿Así trata usted a todos sus clientes? Mire, le voy a decir una cosa. Nosotros somos gente de bien y no vagabundos, y a personas como nosotros son a las que usted tendría que hacer volver procurándoles respeto. Le he dicho que han sido cuatro y usted sigue en sus trece, ¿qué nos insinúa con esa insistencia? ¿Eh? Dígame. –Entonces miró a los compañeros y con desaire dijo:
-Vámonos.
Y volviéndose de nuevo al camarero, insinuando una sonrisa maliciosa:
- ¿O querrá que, después de llamarnos ladrones, le paguemos lo que nos pide?
Pedro quedó completamente abrumado con aquella reacción y con cómo aquel individuo le había hablado y sólo atinó a balbucir: “No le voy a discutir si me he equivocado o no, sólo les he dicho lo que tengo apuntado. Ustedes hagan lo que quieran.”
- Sí, eso es lo que hacemos. –Y el tipo soltó una carcajada completamente impostada para salir de aquel escenario, buscando la mirada cómplice de los otros tres hombres. Los demás lo siguieron lanzándose miradas de soslayo sin ocultar al camarero una simple cara risueña de incomprensión. Antes de salir, el tipo alto se volvió de nuevo hacia Pedro y, apuntándose con el dedo la sien, apuró su salida: - No lo olvide.

“No le dije nada, te lo aseguro. Sólo los miraba porque se encontraban frente a mí, no puedo evitar mirar a la gente. Pero no les hice nada, Pedro. Créeme.”
El tono lastimero de Julio, el vagabundo del incidente, ocultaba quizá alguna verdad, pero Pedro no quiso insistirle porque ya lo había olvidado y esperaba que aquellos tipos no aparecieran nunca más por allí.  
Sin embargo, estas esperanzas ya incluso olvidadas se vieron desmoronadas cuando a los dos días de aquel primer incidente aparecieron por la puerta dos de aquellos cuatro tipos. Uno de ellos era el larguirucho que arrojó a Julio a la calle, el otro era un joven rubio con la cara encendida y picada de viruela. Cuando Pedro los vio entrar sintió que una especie de provocación insistente comenzaba a cernirse sobre él. Los miró de reojo y esperó que lo llamaran. Entonces el tipo alto lo hizo. El camarero acudió y les recordó que tenían una cuenta anterior sin abonar. El tipo lo miró fijamente y le contestó con una especie de furia reconcentrada en los ojos, con intimidación, pero sin alterar un ápice el tono de voz: “Le vuelvo a repetir, camarero. Pónganos dos cervezas.” Los cuatro ojos apuntaban seriamente al camarero, esperando una reacción hostil para saltar en pedazos y estallar en algo imprevisible. Pedro estuvo entonces a punto de romperse por dentro y no ceder a aquella cara de insidia contenida ni a aquella amenaza impronunciada, pero el coste le parecía demasiado alto, tanto más cuanto que no confiaba nada en su capacidad para frenar un brote violento en su terreno. Se volvió entonces y les colocó lentamente las dos jarras de cerveza sobre el mostrador.
Se volvió de nuevo frente al ventanal opuesto y calló. Su cara estaba tensa, sus movimientos eran torpes, sensibles, se encontraba atenazado ante la posibilidad de un escándalo. Nunca había sufrido escándalos de aquel tipo en su local. Más tarde, puso la segunda copa a los individuos, que entre la conversación que mantenían en voz tranquila y baja, no despegaban la mirada del camarero. Después de apurar la segunda bebida, los dos hombres se apartaron de la barra y salieron sin pronunciar palabra. Pedro vio cómo escapaban y, a pesar de la tensión que había mantenido, sintió cómo su dignidad era pisoteada: “¡Eh, oigan!”, les gritó. Pero los dos hombres hicieron oídos sordos y salieron. Cuando el camarero se disponía a cruzar la puerta tras ellos, no sabía muy bien con qué intención, en aquel mismo instante, inoportunamente,  topó de frente con Julio. Una mezcla de pensamientos desagradables le hizo pararse.
- Tienes mala cara, Pedro. ¿Te ha ocurrido algo?
El vagabundo tomó su plato de comida mientras escuchaba a Pedro declarar que era la última vez que pisaban aquel lugar.
Y sin embargo, ocurrió como estaba escrito en el destino, su destino. Lo percibía con total nitidez a medida que la furgoneta, con su maquinal ronroneo, ayudaba a aumentar sus ganas de dormir. La carretera ya había dejado las curvas y ahora todo era una enorme recta infinita y eterna, y sus recuerdos volvían sobre sus pasos. Lo ocurrido esa tarde le había invadido las vísceras de una maligna inquietud y todo su deseo era borrar aquel día de su memoria.
Aquella misma tarde lo había vuelto a ver: había entrado acompañado de dos hombres desconocidos imbuidos de alguna conversación que parecía impedirles mirar el lugar donde entraban. Ya apostados en el mismo rincón, el tipo paró la conversación, se volvió hacia la barra y esperó la presencia del camarero. Había adelantado los hombros y ahuecado el pecho sobre la barra, ocultando un billete de cincuenta euros. Los otros dos hombres callaron por un momento y comenzaron a percatarse de lo anodino de aquel recinto, mientras esperaban para proseguir la conversación. Entonces surgió delante de él el camarero, con rictus tenso y mirada indescifrable, que ojeó a los dos individuos expectantes y vio en sus caras alguna señal de no saber nada. Entonces comprendió que el escenario en el que se desenvolvía aquel individuo era muy distinto al de días anteriores. Aquellos hombres iban vestidos de traje y tenían aires de ejecutivos.
-Oiga, acérquese, hombre –dijo, mostrándose sonriente y falso. Pedro no podía entrever ninguna sinceridad en aquellas palabras. Le acercó entonces el billete que ocultaba en la mano y le dijo, tocándole el hombro:
- Se lo debo, quédese lo que sobre.
Se volvió hacia los otros y pidieron.
Por un instante Pedro miró aquel billete y vio en él el vil reflejo de un cúmulo de nuevas deudas, nuevos equívocos, nuevas humillaciones, nuevas licencias para matar y agredir, todas pagadas por adelantado. Se dijo que no iba a tolerar nada de aquello. Sin embargo, introdujo el billete en la caja.  En aquel momento tenía la convicción de que nada bueno podía resultar de la disposición de los astros que había creado aquel escenario.
La cruel conciencia que se burlaba de su miedo le llevó a la cocina, cogió el primer cuchillo de más de una cuarta que encontró y se lo metió bajo la cintura, atándolo con la cinta sobrante del delantal; lo tapó y volvió a la tarima de la barra a servir. Sus ojos se volvieron entonces hacia la mesa que había bajo la ventana que quedaba detrás de aquellos hombres. Allí Julio se despachaba jugando a las cartas con otro mendigo, un tipo despelucado y astroso con la cara enrojecida por alguna enfermedad. Habían ingerido dos botellas de vino tras el almuerzo y ahora parecían tranquilos e impermeables a todo lo que había alrededor, así que se olvidó de ellos. Seguramente caerían dormidos sobre la mesa.
No pasaron, sin embargo, más de veinte minutos cuando, de repente, se rompió la tranquilidad del recinto. En el ignominioso rincón ocupado por los individuos, el camarero pudo contemplar cómo el mendigo que acompañaba a Julio se encontraba de pie frente al mostrador, al lado de aquel grupo de hombres, y el tipo alto le gritaba a voz en cuello, blandiendo el dedo frente a su cara: “¡Me has faltado al respeto y eso no lo consiento!”. Los otros intentaban tranquilizarlo tomándolo por el brazo. Entonces, de la forma más inesperada, irrumpiendo en la escena, Julio se levantó de su silla y, apoyándose en la mesa para no caerse, cogió una de las dos botellas vacías, dio un golpe sobre el respaldo de la silla e hizo del cristal roto un arma con el que dio dos pasos en dirección a aquel individuo amenazante. Un cliente logró retenerlo por detrás e inmovilizarlo, cuando la ira del tipo alto salía de su boca en unos rugidos templados pero letales.
-¡Dejadme, voy a hacer limpieza! ¡Esto es lo que este país necesita! ¡Dejadme, sólo le voy a abrir la cabeza!
Pedro actuó rápidamente: salió fuera del mostrador y, con un par de palabras apaciguantes, logró sacar del local a los dos vagabundos. Cuando volvió a entrar, los dos acompañantes sacaban al tipo iracundo del bar, intentando tranquilizarle y dejar la revuelta tal como había quedado. Sin embargo, el tipo se desprendió de los otros dos y, al pasar por el lado, agarró por la camisa a Pedro.
- Esto es lo que me tenías preparado, ¿no? ¿Es esto lo que me he de encontrar la próxima vez? ¡No, no quedará esto aquí! ¡No lo dudes!
Pero el camarero no sabía de qué hablaba, no sabía nada de lo que había motivado el altercado, no había visto nada, ni oído nada, y así lo quiso decir, pero de su boca no salió ninguna palabra cuando el tipo lo tenía prendido de las ropas.
La policía llegó no más de media hora después. Unos clientes declararon a la policía que uno de los vagabundos había atacado con una botella rota a un cliente. Los agentes se llevaron a los dos indigentes en el coche.

Ahora, después de recordar ligeramente y una vez más la escena del día, se sentía de nuevo humillado. ¿Para qué había cogido el cuchillo de la cocina?, se preguntaba, y se enojaba consigo mismo al pensar que aún lo llevaba bajo el pantalón.
La noche ya se le hacía demasiado larga. Por un momento, miró por un momento hacia arriba: no había estrellas en el firmamento. Entre las luces del salpicadero vio que, tal vez por efecto de la somnolencia, había disminuido la velocidad e intentó pisar el acelerador a fondo sin éxito. Intentó mover la cabeza para despabilarse, pero justo en aquel momento algo surgió en la carretera. Frenó de golpe y, tras un momento de conmoción, se quedó observando, atónito sobre el volante, allá en el cono de espacio que proyectaban los faros de la furgoneta, lo que parecía una enorme masa de animales de pelo ralo. Metió una marcha y dejó caer el vehículo hacia el arcén.
Eran cerdos. El gruñido de los animales era nervioso, en el centro de la carretera se movían todos alrededor de algo que no dejaban ver, como si esa presa o lo que fuera les impidiera dispersarse y seguir su camino. Pedro tomó una correa de la guantera de la puerta de la furgoneta y, un tanto temeroso, bajó del coche. Se acercó, dio un grito, blandió la correa y el grupo de animales se abrió apartándose  hacia el otro lado de la carretera; de pronto la oscuridad ocultó tímidamente a los gorrinos. En medio del asfalto quedó al descubierto un cerdo moribundo que movía la cabeza en intermitentes espasmos. Una sangre espesa y renegada brotaba lentamente de una brecha en la testuz. Todo apuntaba a un atropello. Tras un minuto contemplando el animal, obnubilado, reaccionó e intentó arrastrarlo hacia el arcén tirando de las patas, pero el animal se removió bruscamente en un arrebato nervioso e hizo que se cayera hacia atrás. Se repuso rápidamente e intentó sosegar al animal. A pesar de su inconsciencia, el animal se aferraba a la vida con todo su instinto.
-Tranquilo. Tranquilo. No te voy a hacer nada. –dijo Pedro al animal, mientras lograba prenderlo por las patas derechas y mandarlo a la cuneta en dos empellones.
La piara seguía gruñendo sordamente en la cercana oscuridad del otro lado de la carretera. Pedro acercó la cara a la herida del animal, de repente vio sus ojos brillantes y negros, y por primera vez en su vida, a pesar de los cientos y cientos de puercos que había degollado en tantos años en el matadero, sintió a través de aquellos ojos el sufrimiento del animal. ¿De qué le sirvieron entonces tantos años de matanza? El sufrimiento de aquel cerdo era inútil, acabaría muriendo antes que después. Podía acabar con él: una tajada en el cuello y toda aquella pena habría acabado. Pero no lo haría. Por alguna razón lo había decidido así. Se dirigió entonces a la furgoneta en busca de una cuerda, volvió y comenzó a atarle las patas al verraco para inmovilizarlo.
En la oscuridad ya no se oía a los otros cerdos, se habrían separado o tomado alguna vereda en busca de algún refugio, huyendo de su propio miedo. Era verano y los pastos acechados por el relente impregnaban la noche de un olor a tierra revuelta. Los grillos cantaban. A lo lejos el eco de un coche rodando por la carretera comenzaba a tomar presencia lentamente, hasta que, por fin, se hizo real. Pedro esperaba que pasara de largo, pero, de repente, el ruido del motor comenzó a decaer: el coche deceleró suavemente después de rebasar unos metros la furgoneta. Finalmente se detuvo. Los faros del coche quedaron encendidos, el motor en ralentí. Pedro sabía que no había sido visto pues se encontraba resguardado por la furgoneta. Entonces, una prisa nerviosa le urgió y se apresuró a  arrastrar el cerdo hacia la parte trasera de la furgoneta, con todas sus fuerzas, pero el gorrino ya había convertido su gruñido en un grito estridente. A pesar de que sabía que finalmente el estrepitoso griterío del animal le delataría, siguió empleándose a fondo para ocultar al animal. A lo lejos se escuchó el sonido apagado de la puerta del coche al cerrarse. Por fin, dio el último impulso al animal hasta lograr alzarlo y depositarlo en la bandeja del vagón de la furgoneta. Quedó exhausto, su cuerpo buscaba el aire, y sus miembros temblaban del esfuerzo. Pero entonces su mente extenuada fue interrumpida.
- Hola, amigo.
No lo había esperado por detrás. Ahora se hacía consciente del tiempo que había tardado en querer ocultar el cerdo en el vagón, lo que le abochornó, como a un niño al que pillan robando. Miró hacia atrás y entre la oscuridad no vio bien quién le hablaba. Con un par de pasos abandonó el espacio entre las puertas abiertas del vehículo y respondió al saludo. En aquel momento quedó de piedra al descubrir quién era aquel hombre que le hablaba. Se quedó mudo. Fue el tipo del bar, plantado frente a él con las piernas abiertas, quien, como si no lo conociese de nada, rompió el silencio.
- He visto cerdos por la carretera. Supuse que habían escapado de algún sitio. Y ahora al toparme con su coche, pensé que podía ayudarle.
Sabía que mentía. Sus palabras tenían un cerco de falsedad que lo hacían rozar el ridículo. Pensó en seguir su tarea y partir de allí cuanto antes. No tenía nada que hablar con aquel hombre. Salvo que el otro quisiera algo de él.
El tipo se acercó unos pasos y le miró a la cara. Él retrocedió un paso inconscientemente.
-Usted es el camarero de…
-Sí. Nos hemos visto hoy –dijo, no pudiendo controlar el espasmo que le palpitaba en el labio inferior-.
- No hubo suerte, ¿verdad? A veces las cosas suceden así porque los hombres somos imperfectos. Pero no tiene nada que temer de mí. Soy hombre de buena familia. Yo soy Andrés Bunardi. Mi familia lleva más de un siglo en estas tierras.
Y le alargó la mano. No supo negarle el contacto, aun sin ofrecer ningún apretón. Luego el camarero apostilló.
- Sí, me suena de algo ese nombre.
Aunque en realidad no había oído aquel apellido jamás, Pedro se mantuvo erguido, pensando aún que aquel hombre estaba mintiendo o fingiendo, no sabía con qué pretensión, pero imaginó que aquel guardaba aún algún rescoldo de la ira que le había brotado aquella tarde.
- ¿Y el cerdo? – pronunció de repente el tipo. Desde que apareció no había quitado ojo al animal, que al parecer era lo único que le interesaba. Dio entonces dos pasos y se adentró entre los dos portones abiertos del vehículo, ojeando a cierta distancia al puerco. Ahora se encontraba a escasos palmos de él, justo al lado. Su corazón comenzó a palpitar y precipitó sus palabras:
- Está malherido, habrá sido atropellado. El conductor ni siquiera se ha parado. Lo encontré rodeado de los otros cerdos que habrán escapado dios sabe dónde.
- Está sufriendo. Esos gritos… ¡dios! ¿Cómo puede usted soportarlos?
- Lo llevaré a un veterinario, conozco a uno que lo podrá atender de inmediato.
El tipo se volvió gravemente hacia Pedro. Su rostro había cambiado repentinamente. Era el mismo rostro que lo había prendido por el cuello de la camisa horas atrás.
- No puede hacer eso. ¿No se da cuenta de su estado? Este cerdo está condenado, no vivirá más de unas horas. Hay que acabar con esta locura.
- He visto curar animales malheridos como este. Lo llevaré a ese veterinario sin más demora.ç
            Pero el otro comenzó a imponer un tono de voz autoritario. De pronto comenzó a hablar lentamente, con gravedad.
- Es usted cruel. ¿Es que no oye los gritos? Pero… Sí, creo que ya lo voy conociendo. Y no puedo esperar nada de usted. Si usted no puede hacerlo, lo haré yo.
Entonces, prendiéndole por el antebrazo, miró al camarero fijamente, durante dos segundos, en un silencio que se hizo demasiado denso. Luego se apartó y dijo: -Espere aquí, no se mueva. –Y no dijo nada más.  
El tipo bordeó la furgoneta y comenzó a caminar adonde se encontraba aparcado su vehículo aún en ralentí. El miedo de pronto se apoderó del camarero hasta el límite en el que no hay más opción que actuar para sobrevivir. Así que se armó de valor, se movió fuera de la furgoneta y gritó al tipo que se parara. El otro se detuvo, miró hacia atrás y tras unos segundos de duda comenzó lentamente a desandar los pasos dados. El cerdo seguía gritando. Pedro sudaba, se miraba las manos, había soltado la cinta del delantal y, fuera de la luz de la furgoneta, se había escondido el cuchillo en la espalda. –Yo lo haré. Sé cómo hacerlo –le gritó escuetamente. Aquellas palabras quedaron solidificadas en el silencio de la oscuridad, como si el olor a tierra y la brisa que ahora empezaba a moverse las hubieran atrapado como una pluma en el hielo.
Los dos hombres primero frente a frente y luego uno tras otro se adentraron en el umbral luminoso que se había creado entre las portezuelas. El cerdo seguía gritando. –¿Sabe una cosa? –dijo el tipo alto- yo sé manejar el cuchillo - y se agachó para sacar algo del interior de su pernera.

- Se lo comerán los buitres. Lo escondí entre la retama del monte, en la cima –le diría a ella. O tal vez callarlo para siempre.

Regina siempre lo esperaba despierta. Aquella noche eran las cuatro de la mañana cuando la furgoneta irrumpió entre sus nervios para apaciguarlos. Era entonces cuando todo el cansancio se desataba y caía sobre sus ojos bruscamente. Pero aquella noche, al entrar Pedro por la puerta, no oyó el sonido de esta al cerrarse, aquella falta se introdujo en su sueño de la misma manera que la ausencia del padre en el miedo de los niños. Entonces, como si hubiera estado esperando esa misma señal de alarma, notó la presión en su brazo.
- Re, necesito tu ayuda.
Y salió de casa, tras él, bajando las escaleras comunes, pisando peldaño a peldaño lentamente el miedo a algo inequívoco e inexorable. Ya abajo, él se adelantó en un movimiento decidido. Abrió los portalones del furgón y un animal negro surgió de las tinieblas del vagón. Tenía un lazo en el hocico. Se movía levemente. Entonces él penetró en la cavidad, arrastró hacia sí el animal, le cogió por las dos patas delanteras y dijo:
- Vamos a subirlo. Mañana haremos matanza.  


  

viernes, 23 de diciembre de 2011

YO SÓLO PASABA POR ALLÍ

José Antonio Nisa
 

Mordí el polvo tras el primer golpe, me removí en el suelo, y sólo deseaba que todo se acabara cuanto antes para poder levantarme e irme a casa. Pero no, de pronto, me patearon en la ingle una y dos veces seguidas. Bramé. Me volví en un acto reflejo y, ante la posibilidad de recibir más golpes en el suelo, intenté levantarme. Entonces me patearon el pecho con una de artes marciales. Me golpeé la cabeza contra la tierra y perdí el sentido por unos segundos. Durante los siguientes instantes en que parecía que ya había sido suficiente mi merecido, las injurias caninas se sucedían: "Perro asqueroso.Te van a dar ganas de volverlo a hacer." Y entonces se me ocurrió hablar: "Están confundidos. Yo no conozco a esa mujer de nada." Un pie volvió a sacudirme con violencia el costado. Entonces, logré retener la pierna con mi brazo. "Hijo de puta, maldito hijo de puta, suelta." Y se desprendió de mí pisoteándome el brazo que encogí rápidamente.
La chica habló entonces algo que no logré entender muy bien. El tipo le respondió: "No me jodas, ¿qué me dices?" Ella volvió a hablar, y ahora sí la entendí: "No sé, puede que no sea él. Puede." El hombre se atemperó: "Mira, vámonos de aquí antes de que me cabree." Pero ella se volvió y me retiró la cartera de la chaqueta. Yo no ofrecí resistencia. "Por si acaso, me tomaré mis cincuenta euros.", dijo la chica. Y huyeron del lugar.
Un vagabundo acercó su cara a la mía. Me tocó los párpados y reaccioné. "¿Quieres que pida ayuda, amigo?", me dijo. Pero mi cuerpo era lo de menos, ante todo yo quería tener razón, y por eso volví a repetir:"No conozco a esa mujer de nada. Yo sólo pasaba por aquí y un hombre en calzones me abordó para robarme los pantalones. Luego llegaron los otros tipos con la chica". "Sí, ya veo.", y prosiguió: "Iré a buscarte algo de ropa...Pobre diablo."

martes, 13 de diciembre de 2011

AL CRUZAR LA PLAZA


José Antonio Nisa
Siempre fue el alumno más atento, y el que siempre hablaba con un cariño que no cabía en su inteligencia. Ya de mayor me hablaba de la vulgaridad de las mujeres que había conocido. Y me razonaba así y así, hasta que alguien me dijo que era homosexual: bocas ligeras, mentes mórbidas. Luego quiso estudiar pero se encontró con una profunda inquietud ante la vida que le empujó al desastre: el desasosiego que a todo el mundo llega tarde o temprano cuando el corazón se abre y comienza a sufrir. Es la única envidia razonable, la del sufrimiento del corazón.
Y sin embargo, mi amigo jamás mostró una cara triste. Se fue a las islas y allí estudió. Recuerdo que le conté mi desencanto con la universidad. Luego me arrepentí de haberlo hecho: la gente debe pensar por sí mismo, qué joder le importa la opinión de un mortal cuyo único destino es disolverse entre la masa y el tiempo.
Al final no he podido tomarme una cerveza con él. Me dio su número de teléfono y lo apunté. Me despedí hasta otra, entonces. Hasta otra ocasión en que pueda disfrutar de un amigo. Porque la gloriosa plenitud de los minutos que caen en la monotonía del día llega el momento en que uno encuentra un amigo con el que se comunica simplemente mirándole a los ojos. Y ese fue él.
Seguí caminando. Las palomas. Qué plaga. Entre todas las que pasan por encima de uno al cabo del día debe haber alguna que tenga un mensaje atado a su patita, por pura probabilidad. El día que la encuentre vendrá a mi mano y me dejará que le desate la noticia en la que el buen dios me dirá que estoy exento de repetir los días. Pura probabilidad. El empedrado. La alfombra del hotel, el portero, con su palmito. Volví a las malas lenguas: Los vieron entre la oscuridad humeante de un pub, besándose con el cuerpo tenso. “Los hechos están ahí”, me decía el tipo. Los hechos. Qué coño importan los hechos. El deseo espera su momento, su ocasión, y luego aparecen los hechos y todo parece como si hubiera sido planificado para la autodestrucción. Las lenguas siempre se encargan de destruir los sueños consolidados cuando salen a la luz los hechos de un cálido apretón de manos, o de una silueta acariciada por una mano de venas salidas de sí por el deseo, por la tristeza, por la alegría o por los nervios. Los hechos… No me jodas, tío. Todo fluye por debajo, la auténtica realidad de nuestro ser auténtico y tenebroso está por dentro, y sin embargo, son los hechos los que gobiernan nuestra otra puta realidad. Sin voluntad alguna, seguramente. Y nosotros no somos conscientes de lo que hacemos y tan sólo sentimos ese hilo de frío invisible que nos recorre de atrás adelante para posarse sobre los ojos fijos de algún punto irreconocible que hasta digamos que no existe. Los hechos, y las lenguas lenguaraces. Puag.
Me gustan los corazones grandes.
Eso está mejor.

viernes, 2 de diciembre de 2011

SÓLO SE MUERE UNA VEZ


José Antonio Nisa
La primera vez que su madre murió tenía ocho años. Recordó entonces aquel día de blanco invierno en que, antes de que el sueño lo atrapara por completo, logró espantar un fantasma que le rondaba por el cabecero de su cama: “Mamá, prométeme que tú nunca te morirás”. Insospechadamente, su mamá le consoló por entonces con la promesa. Sin embargo, allí quedó él, solo con su papá en una casa solitaria y vacía de ruidos, voces, discusiones y miradas pálidas, mientras su mamá moría con una nueva juventud en casa del papá de otro niño para el que, lejos de morir, acababa de nacer una nueva mamá.
Antes de que su madre volviera a morir por segunda vez, le había prometido que nunca más le dejaría, que nunca más, nunca más, repitió con lágrimas en los ojos. Mas a fuerza de llorar, su mamá remozó su autocompasión con un nuevo capítulo de serial de sobremesa: un nuevo bandido se la llevó de casa con una flecha en su corazón, mientras ella lloraba la mala conciencia de su pasión. Lágrimas de cocodrilo, decía su papá. Tenía entonces doce años, y aquella vez su papá no le ayudó con las maletas, sencillamente porque ni siquiera se las llevó. De aquella segunda muerte de su madre, más tarde supo que un alemán calvo de gran fortuna le había embaucado el corazón.
La tercera muerte de su mamá ya la esperaba después de su segundo regreso, pues ya apenas se le escuchaba hablar con su padre tras la puerta de la cocina. Él tenía entonces quince años, y ya salía con chicas a las que decía que su mamá había muerto. Su madre se fue a vivir con un profesor de yudo, también calvo, de musculatura redundante y ojos rasgados. Los vio juntos del brazo paseando de tiendas por el centro y pensó que era un espejismo.
Al cumplir los dieciocho años su madre ya era un fantasma. No se había atrevido a volver a casa, quizá por temor a morir por cuarta vez, y había acabado arruinada en casa de sus abuelos. Cierto día, el chico acudió de visita ante una insistente llamada de su abuela. Fue entonces cuando la descubrió. Al cruzar la puerta del vestíbulo ella se aferró a su cuerpo y gimió. No derramó lágrimas, pues ya las había agotado todas. Su abuela, oscurecida por la vergüenza, volvió la cabeza. Pero ella, la mamá pródiga, cándida alma polvorienta, le hablaba arremetiendo contra su propia existencia: “¿Me quieres? ¿Podrás perdonarme alguna vez?” Él sentía que algo ocurría a su alrededor, aunque no lo podía definir demasiado bien: un marasmo extraño, un susurro incomprensible. Al fin y al cabo, es lo más que se puede entender cuando hablan los muertos.

jueves, 24 de noviembre de 2011

RESOLUCIÓN A TENER EN CUENTA


La obra nace como una bocanada. Entonces va tomando formas y va entrando en algunos, y en otros sólo roza. En unos terceros, algo más especiales, deja una semilla, qué bonito. En todo su recorrido infinito por el tiempo la obra rodea al mundo, va y viene, se enfría y se calienta, se expande y se contrae. La obra es una preciosa bocanada, aspirada de vez en cuando al pasar. Pero entonces llega el crítico y la fotografía, y dice “así es la obra”, sin darse cuenta de que en ese preciso momento acaba de decretar la muerte de la misma obra y sin hallar en derredor a nadie que le haga observar que no es esa la naturaleza de la obra, la de estar para que los demás contemplen su decoro.
Resolución a tener en cuenta: la obra nace para vivir; la crítica existe para decorar.

martes, 15 de noviembre de 2011

LO QUE MÁS DESEA LA MUJER

José Antonio Nisa
La mujer salió de la habitación y se dirigió rápidamente al sótano. Allí levantó el tonel del suelo con una palanca y sacó el polvoriento cofrecito de madera. Lo abrió con presteza y contó: cuatro, cinco, diez, quince, veinte, cincuenta, ciento veinte, y doscientos. Los enrolló apretadamente, se los estrechó en la mano y subió con la celeridad de sus palpitaciones. Había esperado aquel momento durante los últimos ocho años desde que murió su tercer hijo. Desde entonces la desesperación se había cebado con ella. “Tres, fueron tres, mis desgracias, a cual más fuerte”, le había dicho a la vendedora, una mujer blanca que llegaba del este, sobria, de rostro frío, con el pelo estirado hacia atrás. Las dos mujeres habían tomado café mientras ella le contaba la enfermedad que acabó con sus tres hijos: “Los médicos me dijeron que lo llevaban en la sangre”, le confesó.
Aquel día, la vendedora había visitado otro pueblo en el que había cerrado otro trato. Y ahora se encontraba allí, esperando en el salón, frente a una taza de café, frente a la ventana en la que los tejados de las casas parecían dibujados. Había hecho calor desde muy temprano y llevaba ya muchos kilómetros recorridos; aquella bebida le mitigó el cansancio acumulado en dos días de viaje. Cuando volvió la mujer de la casa, recuperó la atención decaída y se puso de pie.
“Aquí tienes, doscientos”. La vendedora los contó depositando los billetes uno a uno en la mesa formando mazos de veinte, tras lo cual los juntó y los metió en un bolsillo interior de la falda, enrollándolos a la manera en que lo había hecho la mujer de la casa.  Salió la vendedora, después de despedirse y desearse suerte, y allí quedó ella, con el corazón alterado, dispuesta a hacer feliz a su marido después de tanto tiempo de oscuridad y desesperante melancolía, después de tantos años de frustración y dolor. Esperó tres horas entre la cocina y la alcoba, disponiéndolo todo para su nueva vida. Al fin, el marido apareció por la esquina con su furgoneta traqueteante. Abrió la puerta y allí estaba ella con su sorpresa en los brazos. Cuando le explicó todo, el marido bramó un llanto inexplicable, algo que pareció no entender el bebé que, acostumbrado a otras caras más inexpresivas, empezó a sollozar.

jueves, 10 de noviembre de 2011

LUNA, UNA HISTORIA MUY SERIA

José Antonio Nisa

El día después de cumplir sus tres primeros años de vida, unas voces alteradas provenientes de la cocina penetraron en el cuarto de Luna. Aquello la despertó bruscamente; entonces se incorporó, recogió su peluche de la cama, se lo pegó al pecho y corrió hacia aquel alboroto. La niña se apoyó en la jamba de la puerta y vio a su madre llorando. Cuando su padre se percató de su presencia y la vio con la cara transfigurada, salió de allí sin decir palabra. Al día siguiente el padre acudió por primera vez a su despertar. Luna quedó extrañada. No tardó en descubrir la pequeña que su mamá no se hallaba en casa, y entonces preguntó por ella. Su padre le dijo que no estaba, que había ido de compras. A continuación la llevó a casa de su abuela quien, con lágrimas en sus ojos, la hundió entre sus brazos. Luna no abandonó la casa de su abuela en los siguientes trece años. Su madre había desaparecido y su padre se había declarado incompetente para la crianza de la niña y del hermano mayor, muchacho que portaba un retraso mental que los médicos nunca llegaron a averiguar si en verdad se trataba de subnormalismo. Ambos niños convivieron en casa de la abuela durante los dos siguientes años, pues al cabo de aquel tiempo, su padre reclamó al muchacho, según afirmaron las malas lenguas, para hacerse con una pequeña paga de discapacitado que el chico recibía.
No tardó demasiado el padre de Luna en saborear las mieles de la vida en pareja. Y así, tres años después de  la huida de su mujer, se reunió en contubernio con una mujer magrebí, quien le ofreció todas las atenciones y cuidados que un hombre como él, que sólo pisaba su casa para comer y dormir, podía necesitar. La situación económica de la nueva pareja de conveniencia era solvente: él trabajaba de agente forestal y ella se embarcaba en las campañas de recolección de la fresa. La pareja tuvo una hija, en la que la mora volcó todo el afecto que llevaba en su corazón desde que abandonó a su familia paterna en Marruecos.
El hermano de Luna, al que su deficiencia no impedía ir de parranda y gastar todo lo que podía, dormía en un lavadero en el ático de la casa. Allí lo había relegado la mora, cuyas austeras costumbres y moral atávica le escatimaban cualquier atención a los discapacitados. Los días más duros del invierno el muchacho no podía dormir a causa del frío que calaba las paredes de aquel soberado. Aquella calamidad le hizo adquirir la costumbre de bajar por la noche cuando todos se habían dormido, extendía entonces un grueso cobertor en el suelo de la cocina y se echaba a dormir tapado con una manta. Procuraba por todos los medios que la madrastra, que parecía estar despierta toda la noche, no lo escuchara, pues le tenía prohibido dormir en el sofá.
Los años pasaban en aquella casa solitaria y silenciosa. Al otro lado del pueblo, Luna ayudaba a su abuela y estudiaba concienzudamente con la esperanza de alcanzar la universidad.  Quería hacer estudios de psicología; aspiraba con ello a alcanzar alguna comprensión de la mente humana que tanto dolor era capaz de verter en el mundo, según su experiencia.
Pero la vida fuera de casa era cruda. En el instituto sufría la mofa de algunas desvergonzadas, que se reían de ella porque sacaba buenas notas, o porque no salía los fines de semana de lujuria como todas las demás chicas. Aquel pueblo era primitivo, los hombres rudos y las mujeres ancladas en unas costumbres que se iban modernizando al ritmo que marcaban las modas de televisión. Pero Luna pensaba entonces en otra cosa.
Cuando Luna cumplió los dieciséis años su abuela recibió una citación de Servicios Sociales. Algo malo, se dijo. Y allá, las dos mujeres, nieta y abuela, agarradas de la mano, se hallaron sentadas en un despacho en el que una señorita les explicaba que ya había finalizado el periodo de custodia para la abuela, y que si se daban las circunstancias favorables, Luna podía ahora ir a vivir con su padre. Pero Luna no lo entendió muy bien y, cerrando los ojos, vio a través de aquella puerta abierta un humo lejano que le anunciaba el lugar adonde tenía que ir para dar a su vida la forma que había decidido el destino. Su padre la acogió con indiferencia.
La Mora, como Luna empezó a llamar a la madrastra, siempre le hablaba muy serenamente, sin alterar el tono de voz, con mucha corrección, pero se negó desde el principio a hacer de criada de su hijastra, así que Luna tuvo que hacerse más mujer aún: lavaba, planchaba, cocinaba, compraba y cuidaba de que el hermano vistiera decentemente, pues ya todos en el pueblo lo tenían por una especie de vagabundo borracho y enfermizo que había sido desechado por el mundo.
La primera discusión con la Mora en la que tuvo que intervenir su padre desquició a Luna. La madrastra se negaba a que Luna utilizara la máquina lavadora de la casa, pues, según decía, la niña no aportaba nada en casa como para hacer tal despilfarro. El padre condescendió a la razón de la Mora y salió por la puerta sin decir palabra. A partir de aquel momento Luna comprendió en qué infierno se había metido sin darse cuenta. Durante meses tuvo que combatir el poder en la sombra de su madrastra, y chocarse contra la cruel indiferencia de su padre, completamente subyugado por la Mora.
Mientras tanto Luna seguía sacando tiempo para estudiar su último año de instituto, la miseria le daba cada vez más fuerzas y ya en Navidad había conseguido el mejor expediente de su promoción, lo que le inundó de una brutal alegría. Sin embargo, aquella alegría no podía sino caer en la sombra de su desgraciado destino. Pese a sus insistencias, Luna jamás había visto a su padre pisar el colegio, pero aquella navidad le rogó encarecidamente que acudiera a aquella recepción. Luna intentó hacer ver a su padre la importancia de aquel momento, de su reconocimiento en el centro, pero el sujeto encontró una excusa para eludir aquel aprieto. El día de la entrega de notas, de nuevo Luna tuvo que argüir que su padre se encontraba enfermo; mientras, el susodicho viajaba con la Mora hasta la capital para cobrar la paga del mes.
Entre aquellos designios Luna se abría paso en la vida, cuando ocurrió lo que le rompió la vida por completo, como caída a plomo: el día de nochebuena de sus diecisiete años, Luna regresaba al pueblo de un viaje que acababa de realizar con su novio. Era este un chico de buenas entrañas y de familia honrada al que conoció en sus primeros años de instituto. Ahora su familia vivía en la costa, donde también Luna había encontrado un refugio para protegerse del monstruoso destino que la acechaba. Inusitadamente, aquel día su padre la esperaba frente a la puerta de casa, franqueando la entrada. Bajaron ambos novios del coche para entrar en casa, pero al pasar por su lado, después del saludo, su padre le advirtió que había llegado su madre y que se encontraba dentro. Como si hubiera oído mentar al diablo, Luna tomó a su chico por el  brazo y tiró de él hacia atrás. Se subieron al coche y se alejaron de allí. Durante dos semanas su padre le insistió para que viera a su madre, pero ella siguió huyendo de él. Aquel momento le cambió la vida por completo. Un dolor ancestral que había sido sepultado durante catorce años por toneladas de granos de supervivencia, hasta el punto de llegar a olvidarlo por completo y convertirlo en una especie de resignada alegría, de repente, se le había aparecido crudamente descubierto, para hacer inútil todo el sufrimiento restallado del tronco de su vida. Luna estuvo vertiendo lágrimas sobre su vestido durante cuarenta días.
Al cumplir la cuarentena, Luna acudió al instituto con los ojos rojos aún, se dirigió al director y pidió entrevistarse con la psicóloga del centro. Esta la atendió urgentemente. Luna vació todo su dolor ante ella, exprimiéndose las lágrimas. La familia de su novio la quería y le había abierto las puertas para que se fuera a vivir con ellos. Luna le dijo que no podía más, que había llegado a una saturación de dolor y que no sabía qué hacer: había pensado en la posibilidad de irse a vivir a casa de su novio y abandonar a su familia. Pero también barajó otra opción: el suicidio. Al día de hoy Luna aún sobrevive.

sábado, 5 de noviembre de 2011

PENITENCIA


José Antonio Nisa
Jon entró en la iglesia. No encontró a nadie. Sus pasos rebotaban de pared en pared, hasta llegar a sus oídos multiplicados. Aquel eco le puso nervioso. Caminó por el pasillo principal, entre los bancos, despacio, buscando con la mirada a alguien que saliera a su encuentro. Se desató el rojo pañuelo que llevaba al cuello, para dar salida al calor que le sofocaba. A pesar de todo, entre aquellos muros reinaba el frío. Llegó al final, frente al altar; echó las manos a su cinturón de cuero negro y se colocó el pantalón en su sitio. Sin esperar más tiempo decidió avisar:
- ¡Padre!
Esperó la respuesta durante unos segundos, antes de repetir.
-¡Padre!
Una voz que parecía ocupada surgió de alguna profunda habitación.
-¡Sí, enseguida! –se escuchó lejana.
El párroco acudió aprisa hasta asomarse un tanto agitado por la puerta lateral que daba a la sacristía.
- Hola, joven –saludó jovial, tranquilizado de repente al poner rostro a la voz llamante- ¿En  qué puedo servirle?
- He venido a confesarme. ¿He llegado en mal momento?
- No, por Dios, las puertas de la misericordia están abiertas en el cielo permanentemente. Pero, dígame, ¿tiene usted prisa?
- No, no tengo prisa, sólo tengo una carga demasiada pesada.
- Pues vamos a aligerarla. Ninguna carga es tan pesada que Dios no pueda poner su mano para echársela sobre sus hombros. Los hombros de Dios son más fuertes que todas las conciencias de los hombres juntas.  Dime, ¿quieres más intimidad?
- Creo que la voy a necesitar.
- Pasa al confesionario, voy a prepararme.
 Jon se acercó tímidamente al confesionario, se situó ante él, una enorme caja de madera, con las puertas abiertas y coronada por una cruz medio caída. La primera sensación que le sacudió fue tenebrosa: aquel cubículo oscuro tenía sus tablas impregnadas de una negra resina procedente de tantas y tantas lágrimas derramadas sobre su suelo, de tanto arrepentimiento y dolor de conciencia. Entonces le pareció repugnante aquella idea del dolor y la pena condensada en una materia pegajosa. Oyó entonces los pasos del sacerdote que se le acercaba por detrás:
- Venga hijo, acércate, ¿qué pasa? ¿es la primera vez que te confiesas?
- Ah, no, no es la primera vez.
Sus pensamientos se esfumaron rápidamente y al segundo se vio prosternado a un lado de la celosía.
- Padre, no me ha sido fácil dar este paso. Sé que puede parecer inoportuno que le diga esto pero quiero antes que nada que me diga si alguna vez en su vida de párroco ha guardado usted un secreto que comprometiera a alguna persona ante la justicia de los hombres.
- Hijo, la confesión es una redención divina. Quien alguna vez haya prestado a los hombres los pecados depositados en este sagrado lugar para ser purgados por la justicia humana, seguro que no lo ha hecho en nombre de Dios.
- Y usted, ¿habla en nombre de Dios?
- No lo dudes. Puedes confiar en Dios y en la mano que ha puesto sobre un servidor.
- Mi caso no es normal, padre. Seguramente le parecerá abominable, y puede que tenga que pararme a mitad de la confesión, pero es necesario. Últimamente no puedo dormir, estoy comenzando a padecer de insomnio. Las pesadillas me asaltan en cada ocasión. Y aun sin estar dormido, estoy muy mal. A veces me viene la idea de que estoy enloqueciendo.
- Hijo, comparte con Dios esos monstruos.
- Padre, yo he matado. He sido un vil asesino, he destrozado muchas vidas, de una forma fría y cruel. Y me arrepiento.
- Cálmate, cálmate. No todos los crímenes son iguales ante los ojos de Dios. Cuéntame cómo fue.
- El mío fue abominable. Pero yo vivía en otro mundo. La razón de mi vida era la guerra. Y así actuábamos, como guerreros. Pero en verdad no era un guerrero, porque los guerreros acaso ponen la pasión en la lucha. Yo era un simple soldado, un vil y miserable soldado que actuaba por miedo a mis superiores.
- Mira, hijo, aún no has entendido nada. El soldado es un obrero de la nación, y actúa para defender a la patria, como un deber y una necesidad bendecida por Dios. Dios nos manda defender a nuestra patria. El crimen en la guerra es un acto de defensa, tan necesario como inevitable, pero nunca un pecado cuando se hizo pensando en el cumplimiento de un mandato divino.
- No, padre, no. No era ese ejército el mío. El mío era un ejército inexistente, mis superiores decíanse amigos míos, mi patria, una utopía, y mis ideales, una sarta de mentiras.
- No entiendo bien, creo que necesito que me aclares todo desde el principio.
- El principio de todo, padre, creo que está en mi nacimiento. La vida con que uno se encuentra no es más que un continuo salvarse de caer en la miseria y en la muerte precoz. Uno se halla de repente con un haz de cuerdas y con ellas ha de sostenerse. Las va lanzando a uno y otro lado, a su padre, a su madre, a los hermanos, a los amigos, a los héroes, y con todas ellas bien atadas construye una red sobre la que se mueve como una araña en su tela. A veces uno de los cabos se suelta, y entonces la araña se tambalea, y se conmueve, y ha de esforzarse para reparar aquel estropicio. Yo, en un momento de mi vida me vi pendiendo de un solo hilo, ¿sabe? Fue un amigo, quien ya tenía trenzada su telaraña para que yo me moviera por ella. Pero aquella no era mi red, no era mía. Yo aquello no lo comprendí. Así acabé integrado en los grupos juveniles revolucionarios por la independencia, los alevines de la GRI. Llegué rápidamente a entender que para funcionar colectivamente era necesaria la disciplina y el orden, y que las obligaciones había que cumplirlas. Y así me fue, maldita sea. Llegó el día en que tuve que demostrar mi disciplina y mi compromiso con el grupo. Fue una preparación fría y minuciosa, había que dar un golpe que nos pusiera en el panorama político de lleno, teníamos que dar muestras de estar ahí, y con ello reivindicar nuestras ideas, tan justas, tan prósperas, tan humanas. Sí, padre, fue el atentado del centro.
- Oh, por Dios.
- Teníamos prohibido ver la televisión, escuchar la radio y los testimonios, habíamos previsto irnos a la montaña durante una semana, y evadirnos de cualquier contacto con el dolor causado. Yo tenía intención de hacerlo, pero todo sucedió de una forma imprevista. Estaba en el coche cuando accioné el mando y se produjo la explosión, entonces intenté arrancar para irme. Pero el coche no arrancó. El nerviosismo se apoderó de mí, bajé del coche y comencé a caminar con la bolsa del detonador al hombro, y a alejarme. Pero aquellos fueron unos pasos que di sobre el infierno. Lo que vi me trastornó, me llenó de horror, me hizo temblar, me dejó una huella imborrable. Cuando llegué al lugar convenido a reunirme con los otros rompí en gritos y lloré desconsoladamente. Desde entonces me siento vigilado, ¿se da cuenta, padre? ¡Mis compañeros me vigilan! Pero lo peor son aquellas imágenes horribles que me acompañan, aquel estruendo que día y noche se me repite cada vez que oigo llorar a alguna mujer, cuando veo a algún niño agarrado de la mano de su madre, cuando pasa por mis  oídos la satánica melodía de las sirenas. Padre, siento miedo, siento vergüenza, siento que me quiero morir.
- Tranquilo, hijo, tranquilízate y reza. Yo también rezaré por ti, eres demasiado joven para estar así.
Una respiración acelerada y un lamento apagado invadieron el silencio. El sacerdote no esperaba aquella confesión tan terrible, y aguardó a que una voz divina le dijera qué debía hacer en aquel preciso momento. Mientras tanto, caminó por el sendero que frecuentan los hombres:
- Aquello fue terrorífico. Lo sabes. No pude entenderlo, ni lo entiendo aún. El mal es muy poderoso, y es capaz de penetrar en las almas más cándidas. Aquella vez se adueñó de ti. Fue terrible. ¿Viste entonces la cara del dolor?
- Desde entonces no veo otra cosa, padre.
- Siéntate y reza, hijo, reza todo lo que puedas, y convence a nuestro padre de que mereces el perdón. Yo ya te he perdonado.
- Padre, necesito que me comprenda, necesito liberarme de esto.
- Reza y habla con Dios. Acude todos los días a la misa de tarde, ven a escuchar la liturgia, lee la Biblia. El camino hacia el perdón no es fácil.
- Gracias, padre. Así lo haré.
Fue otro martes. Era por la tarde, la iglesia estaba más concurrida de lo habitual. Un autobús de turistas estaba aparcado en la plaza. Era extraño que el párroco no advirtiera a los visitantes, como solía hacer, de la seriedad que debía imperar en la casa de Dios. La lectura fue de San Mateo, rematada con una frase que le hizo pensar que había elegido el buen camino:  “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.” Ensimismado en estos pensamientos, Jon vio cómo un rubio turista con chaqueta de explorador y gafas de sol se le acercaba de una forma extraña. Frente a aquel otro turista lanzó un flash hacia su cara. De pronto se azoró, comenzó a mirar las caras a su alrededor, y notó que los turistas estaban todos vestidos con la misma cazadora. Todos tenían cámara de fotos en la mano. Aquel espectáculo le puso en alerta. Salió rápidamente del templo. A la salida varias personas hacían fotos a la fachada del edificio. Caminó rápidamente, tenía que desaparecer de allí. Al girar la calle vio un coche aparcado frente a un hotel en el que dos tipos con americana y auriculares lo observaban atentamente. Al final del callejón que tomaba hacia su apartamento vio un furgón de la policía. “Sólo Dios está facultado para la misericordia y el perdón” había pronunciado días antes el sacerdote. Entonces empezó a entender el verdadero sentido de todo aquello en lo que había empezado a creer. De pronto una palabra acudió a su mente, para descubrir la increíble ingenuidad que le había ocupado durante tanto tiempo: “Penitencia”, exclamó el eco de su voz.
Jon no ofreció resistencia.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

LA GATA

José Antonio Nisa
 
            El cañaveral se ceñía al curso del arroyo, enmarañando la ribera y haciendo el camino intransitable. Allí, en la oculta ladera, algo más alejadas del agua, se encontraban las tres madrigueras, bien ocultas entre la maleza. 
La astuta gata ya había notado la presencia de conejos por aquella zona, así que, con el paso de los días y la paciencia que Dios le dio, saltando la valla y moviéndose oculta y sigilosamente por entre los arbustos, logró encontrar la morada de aquellos roedores.
Cierto día la gata observó que la hinchada coneja llevaba dos días sin salir de la madriguera. Supo entonces que la camada de conejitos estaba ya en el mundo. Ese hecho excitó su instinto y aguzó su atención e interés sobre aquellos nuevos roedores. El viernes por la tarde, cuando ya la coneja madre se ausentaba largos momentos de la zona en busca de comida para sus gazapos, la gata atravesó el arroyo por un vado de piedras altas, entró rápidamente en la madriguera, sacó sus uñas y allí dio caza y muerte a un inocente conejo. El recorrido de vuelta fue veloz; con el gazapo entre los dientes no tuvo tiempo que perder: saltó la valla de nuevo, entró en el huerto y entre dos plantaciones hundió el animalito en el suelo, cubriéndolo con tierra.
Lo que resultaba verdaderamente curioso era que los perros nunca hurgaran con su divino olfato en aquellos túmulos, pero lo cierto es que estaban aquellos animales demasiado bien acostumbrados a la buena comida de mesa bien servida que el hortelano les ofrecía puntualmente todas las tardes.
Dos semanas más tarde el gato salvaje ya había repetido la operación una docena de veces: doce raptos, doce muertes, doce sepulturas. Fue entonces cuando el campesino, al encontrar la tierra ligeramente levantada, descubrió el primer gazapo enterrado. De repente, el hombre miró al gato que descansaba sobre una vieja mesa moviendo reptilmente su cola, y entonces tuvo miedo de aquel animal tan enigmático, tan astuto y tan pérfido. Evocó el tiempo en que llegó a tener a veinte gatos bajo su amparo y manutención, y cómo habían desaparecido todos de aquel recinto tan limitado y escaso. Todos salvo la madre. A la progenie nunca más la volvió a ver por allí. Fue ese el momento en que entendió la verdadera naturaleza salvaje de aquel animal y el instinto de supervivencia tan desarrollado con que se maneja.
Pasaron varias semanas en las que aquel miedo no le dejaba apartar la vista de aquel animal, en una apasionada y oculta adoración. Cada día el campesino veía la tierra un tanto levantada por aquel rincón del huerto, sabía las artes a las que se dedicaba el animal por aquel rincón, pero no quería intervenir. Al cabo de diez días, el hortelano se rebeló contra el inusitado respeto que profesaba a aquel animal y, en un arrebato, decidió descubrir todo lo que el animal había ocultado en aquel espacio, firmemente dispuesto a poner fin a aquella tenebrosa costumbre felina de continuos enterramientos. Se dirigió al lugar, con la azada, comenzó a remover la tierra, cavando cada vez con más ímpetu, profundamente. No encontró nada. Entonces miró hacia la casa: el gato yacía de nuevo sobre la vieja mesa, al acecho de todos sus actos, con los enigmáticos ojos grisáceos fijados en él, moviendo la cola con repticia.

sábado, 29 de octubre de 2011

INTERRUPTUS

            Abrió los ojos. Ante él, una cara extraña esbozaba una amplia y forzada sonrisa intentando transmitirle una alegría que él no podía sentir. A través de un velo borroso, sus ojos indiferentes miraron a aquella mujer. “Hola, soy yo”, brotó suavemente de los labios de Judith. Y entonces un río de recuerdos comenzó a brotar sobre su conciencia: una noche de placer, un haz de luz de mediodía abalanzándose sobre su cara somnolienta, las cortinas descorridas, su cara iluminada bajo un halo angelical, su sonrisa. Sí, era ella. De pronto quedó nuevamente desconcertado. Una enfermera se acercó a  la cama, Judith se retiró con cara amable. La señora, con su cofia blanca, le colocó un termómetro bajo el brazo, miró el reloj y abandonó la sala con aire urgente. Reconoció entonces el lugar donde se encontraba. La ventana, el crucifijo, el verde agua de las paredes: lo había visto todo en otros hospitales. Comenzó a observarse: la sangre fluía a través de unos tubos de goma transparente que le cruzaban el pecho, desde el brazo hasta la boca. En aquel momento le sorprendió la mano de Judith, acariciándole la cara con ternura. Él buscó con la mirada la otra mano de la chica y vio cómo se apoyaba en su antebrazo derecho. Algo le resultó extraño. Centró todos sus sentidos sobre su brazo derecho y, entonces, un frío sudor le sacudió el cuerpo: no sentía aquella mano sobre su brazo. Miró de nuevo la cara compasiva de Judith y quiso transmitirle con la mirada lo que acababa de descubrir. Ella notó su mirada triste y preocupada. Entretanto volvió la enfermera, acompañada ahora por el doctor, un hombre alto y garbeado con bata blanca. Se acercó diligentemente y, con gran aplomo, se lo aclaró todo: probablemente no volvería a andar.
A solas, él quedó atrapado por el vestido corto de Judith. Cuando ésta se puso de pie, sus muslos parecían hacer todo lo posible por mostrarse a su vista. Poco a poco el deseo comenzó a atravesarle. Entonces el calor comenzó a abrasarlo, el sudor comenzó a brotar, su corazón latía desenfrenado. Se desmayó, aunque sólo pareció que se dormía.
Al despertar de nuevo, no había nadie en la habitación. Con el sueño se había esfumado aquella dolorosa sensación de punto y final, de muerte en vida, y su mente se hallaba cargada de energía.  Su primera reacción fue la de llamar al doctor. Con cierta dificultad en su hablar, quiso saber qué partes de su cuerpo podrían recuperar la sensibilidad. El doctor le indicó que nada se podía saber con certeza, que había que dejar pasar los días  y observar la evolución en las próximas semanas.  Respuesta inocua que él imaginó haber escuchado demasiadas veces como una premonición aciaga. Una profunda desesperanza le invadió entonces. Volvió a enfermar dentro de su propia enfermedad.
A la mañana siguiente Judith llegó con más entusiasmo aún. Sonreía y bromeaba, quizá forzadamente. En cierto momento descolgó el pulsímetro del cabecero de la cama y se dispuso a tomarle las pulsaciones. Él se mostraba amable, pero sin fuerzas. El perfume de Judith le alteraba el pulso; cada vez que ella se acercaba a él una bella melodía le acariciaba el deseo. Cuando ella se levantó para abrir una ranura en la ventana él concibió una idea perversa y autodestructiva: decidió proponerle un juego más íntimo. Ella sonrió sorprendida, pero accedió. Entonces, él no pudo sentir sus manos sobre su regazo. El anterior sentimiento de impotencia le invadió de nuevo, pero ahora era un sentimiento depurado, nítido, que lo arrastraba al deseo de morir. Y estaba decidido a hacerlo, cuando tuviera las fuerzas para ello.
El martes siguiente Judith llegó con una botella de vino sin alcohol. Aquello le pareció una aberración de la naturaleza. “Yo también soy ya un vino sin alcohol: otra aberración”, le comentó. “Tú eres mi vino, con eso basta, y sólo tienes que recuperarte”, le espetó ella con valentía. Entonces él volvió la cabeza hacia el otro lado y balbuceó su nombre en voz baja. Ella se inquietó: “¿Qué piensas? ¿Qué te ocurre?” Él le anunció que no sentía nada. “¡Nada! ¿Comprendes?”, le gritó finalmente. Ella le cogió la mano, espiró largamente aparentando no darle ninguna trascendencia a sus palabras y lo miró fijamente: “Yo te quiero a ti, no a tu sexo. También tú debes comprender”. Sin embargo, él notó que aquellas palabras estaban atravesadas por un hilo de compasión. Y de repente aquel pensamiento pueril se multiplicó como por obra de una mano demoníaca: “No, no es un hilo de compasión, es un doloroso torrente de compasión, y yo soy su objetivo, su maldito objetivo, ¡no, no, no!”, pensó justo antes de rebelarse contra su propia desgracia de la forma más destructiva. Sus ojos se volvieron hacia la locura y comenzó a gritar a Judith, diciéndole que se fuera de allí. Ella, sorprendida, no podía entender. Lo miró con ojos crueles y salió de la habitación.
Él quedó muerto. Aquel arrebato le hizo mal a su mejora, pero lo había determinado: tenía que ser así. Sentía que todo lo que le ocurría le era merecido y no quería ver ningún síntoma de compasión alrededor suya. Era un muerto en vida, nada corría ya por sus venas, y sólo esperaba que los doctores hicieran algo rápido para aliviarle aquella carga insoportable.
Al día siguiente apareció por la puerta su hermano. Era dos años más joven y tenía todo un futuro esperándole en los cuerpos especiales del ejército. Conversaron entre risas y miradas extrañas. En un momento el militar calló y le dio la mano. Él presintió que aquello era una mano de despedida. Y comprendió que una persona inerte es una carga demasiado pesada para todo el mundo. Quizá si hubiera vivido alguno de sus padres habría encontrado un nuevo hijo que cuidar, una nueva misión en su vida, pero los demás ya tenían sus caminos trazados. Y él no podía ser una piedra en ninguno de ellos. Incluso para Judith, a pesar de los años que habían pasado juntos, sentía que en el fondo de las necesidades más vitales de ella él era una piedra más, una piedra difícil de apartar de su camino, quizá, y esto era lo que más le compungía.
Los rayos de sol iluminaban una de las paredes de la habitación. La enfermera entró a regular un mando de la máquina que le limpiaba la sangre. Al acercarse él agarró a la muchacha del brazao con su única mano viva. La enfermera se volvió con cara extrañada. Le preguntó sobre su recuperación, pero ella no quiso decir nada. Lo remitió a los informes del doctor. Se marchó. Un gorrión se posó en el alféizar de la ventana, movía la cabeza con movimientos rápidos y desconfiados. El animal se quedó unos segundos mirándole a los ojos. Y entonces comenzó a odiarlo. Aquella sensación de belleza que penetraba por la ventana con aquel pájaro y aquellos rayos de sol le hacían daño, un daño insoportable.
Judith se cruzó con el militar en alguna parte de la clínica pues, poco después de marchaste éste, ella entraba. Llevaba un bolso enorme de color rojo. Antes de decir nada, ofreció su perdón con una mirada despreocupada, demostrando así haber olvidado el incidente del día anterior. Se acercó y le dio un beso. De repente el sentimiento nauseabundo que le asaltó el día anterior comenzó a recorrerle de nuevo el corazón, sin embargo se contuvo y calló con una sonrisa falsa. Esperaba que de verdad en esa ocasión ella desnudara su verdadero sentimiento y sus planes futuros ante él. Ella le habló de las pesquisas que estaba haciendo el abogado en relación con el accidente y las posibilidades que existían de que el otro individuo fuera juzgado por  intento de homicidio. A él aquello no le importaba. Su atención comenzó a centrarse en sus labios. Le parecían encantadores, sus lóbulos superiores describían un corazón moviéndose en sístole y diástole, pulsando los lóbulos inferiores y enviando fluidos invisibles para que su vista los bebiera. Su nariz le parecía entonces más pequeña. Reconocía  la belleza suprema de aquella cara. Entonces cerró los ojos. Ella calló, pensando que necesitaba dormir. Entonces él la miró y le dijo que le besara de nuevo. Ella lo hizo. De nuevo aquel pensamiento mezquino, provocado por una dolorosa sensación de impotencia, comenzó a herirlo. Le quemaba la sangre, una sangre que recorría un cuerpo muerto y una mente cada vez más enferma. Reaccionó, la miró con desidia y le pidió que no volviera en varios días. Ella le acarició y le dijo que lo haría. Pronunció un sincero “Te quiero”, y se despidió. Unas ganas de llorar le vinieron súbitamente, pero se contuvo delante de ella. Cuando salió, rompió en lágrimas, hasta quedarme dormido.
Los días pasaban sin avance aparente. Comenzaba a sentir el peso de su mano derecha, pero nada más. Las luces de la habitación cada vez le resultaban más tediosas, las caras de las enfermeras aburridas, sin vida, automáticas, como sus movimientos, el verde agua esperanza del hospital le molestaba cada vez más. En los estados más sulfurados de su espíritu, cuando de pronto la sangre caliente le obnubilaba la vista, aquel verde se le tornaba rojo, hecho que explicaba como un síntoma de su descenso a los infiernos del sufrimiento. Pensaba que el médico le ocultaba alguna mala noticia, y no lo entendía: ¿por qué aquel matasanos que no conocía de nada y cuya mirada transmitía indolencia e incomprensión ante su dolor no le decía de una vez la verdad?  Aquella idea le irritaba. Le urgía ya la necesidad de que algo explotara para comenzar una nueva vida, o para no vivir.
Un día le llevaron una pequeña radio envuelta en tres cajas chinas y un envoltorio de papel de celofán: era un regalo de Judith. Llevaba dos semanas sin aparecer por allí. Su conciencia no deseaba que volviera: podía ser demasiado sangrante para él. Sin embargo, en el fondo su deseo trabajaba en otro sentido muy distinto. Había decidido firmemente que si volvía acabaría por romper la relación definitivamente, ella estaba demasiado viva, necesitaba otro hombre. Él había decidido aislarse del mundo, cortar todas las vías de comunicación con su entorno y dejar que fluyera libre. Él ya sólo era un engaño, un motivo para la traición, o para que alguien expiara sus culpas con su cuidado. No quería a nadie a su alrededor.
Cinco días después, Judith apareció envuelta en una gabardina azul. Llevaba una boina blanca, deslizada sobre su lado izquierdo. Sus ojos aquel día brillaban de otra manera. Parecía haber comenzado a vivir de nuevo. Le saludo con un beso en los labios. Hablaron cosas inocuas para el corazón, él le anunció los avances que estaba sufriendo: su mano ya se movía ligeramente, sentía cada vez más la aguja de la sonda en su brazo, arrastraba la cabeza por la almohada; sus piernas, sin embargo, aún no habían dado señales de vida. Ella lo animó, le dijo que todo iría cada vez mejor y que al final podría llevar una vida normal. Le cogió la mano. Aquello fue una señal: él entendió que quería decirle algo. Entonces él se adelantó y le preguntó cómo iba todo, si tenía algo que decirle: alguna decisión que hubiera tomado. Judith le comentó que había abandonado su proyecto de ir a Francia a terminar sus estudios porque quería afianzar su estatus en la empresa. También dijo que quería estar cerca de él. De repente la delicada voz que llevaba aquellas palabras a sus oídos comenzó a sonarle distorsionada, el sonido que le envolvía comenzó a balancearse como una sólida onda sonora. Relajó la cabeza cerrando los ojos y oyó algo. A partir de aquellas últimas palabras no recordó nada más: Judith le acababa de anunciar que estaba encinta.
Desde aquel día todo resultó un cruel disparate. Los hechos y los sentimientos bruscos se precipitaron hacia un final trágico. Todo, como si hubiera sido premeditado. A pesar de que la esperanza de poder llegar a ser padre no se separaba de él en ningún momento, le ofreció, de forma cruel y malévola, las dudas de su paternidad. Ella, inocentemente, le prometía y juraba. Aquella esperanza le devolvió un estado ambivalente de placer y odio a sí mismo, había encontrado un motivo para morir y para vivir, para pedirle a los doctores que le dejaran morir y para instarles a que le volvieran a intervenir.
Desde el día de la anunciación Judith acudió todos los días a visitarle. Desde entonces él comenzó a respetarla cada vez más, y, sin embargo, la necesidad de dar por finalizada la relación lo sumía en un fuerte debate interno entre sus sentimientos y esperanzas y su consciente realidad. Pensaba que el embarazo, en cierto modo, la ataba demasiado a él, pero que al mismo tiempo esa atadura era perniciosa para ella. Decidió entonces que no podía seguir así por más tiempo y que, cuanto antes, la dejaría libre.
Un jueves Judith subió una caja de bombones a la habitación. Los comieron juntos, entre risas. Al final, cuando saboreaba el último de la caja, decidió lanzarse al vacío: la locura lo había azotado poco a poco durante los dos meses que llevaba en cama, y estas reacciones cada vez se repetían más. Pero aquel jueves llegó demasiado lejos. “Judith, ¿sabes? He de decirte una cosa que nunca quizá hayas sospechado: A lo largo de estos últimos años te he sido infiel muchas veces. He sido un ser vil y horrendo que no ha tenido escrúpulos en engañarte”. Ella captó el tono cínico de su voz, y su rostro se volvió oscuro, adoptando el color de los bombones. Sus ojos se tornaron negruzcos y brillantes, y se posaron fijamente en él. Con aquello había traspasado la paciencia de los ángeles. A Judith sólo le interesó una cosa: si aún quería a alguna de aquellas mujeres. Él volvió la cabeza y calló. Ella quiso atravesarlo con la mirada sostenida largamente, el rostro serio, destilando la mayor venenosa frialdad que le podía dedicar. Volvió a insistir si aún conservaba a sus amantes y si las quería. “Aquellos encuentros sólo eran una broma”, dijo él riendo desairadamente.  Judith se levantó, tomó el bolso y se dispuso a salir sin decir palabra. Justo en el momento de cruzar la puerta él la nombró, ella notó las vibraciones en sus cuerdas vocales. “No vuelvas nunca más. Te lo pido”, le dijo. Entonces ella lo comprendió todo.

Habían pasado ya tres meses desde aquel día definitivo, era jueves de Navidad, y un frío seco condensaba el cielo blanco. La parada de autobús quedaba cerca de su casa. Apoyándose en las muletas hacía ese recorrido dos veces al día. Joan le acompañaba. Hacía dos años que llegó desde Senegal y sólo dos meses que compartía con él su lenta pero imparable recuperación. Le quería como a un padre. A veces le preguntaba por qué no tenía mujer, pero él siempre le contestaba lo mismo: le decía que había tenido dos pero que las cambió por dos camellos. Joan se echaba a reír, ingenuo.
A veces Judith le veía desde lejos, pero aún no le había saludado por primera vez desde el desencuentro del hospital. Aquello le ponía muy triste y, sin embargo, ahora volvía a reconocer que lo tenía merecido. Toda su vida era un continuo merecer, pensaba. Había dejado de creer en cualquier cosa que le diera alguna esperanza. Aquel jueves, sin embargo, una carta de Judith apareció en su buzón. Joan no conocía a aquella mujer, pero después de abrirla notó un brillo acuoso en sus ojos. Era escueta: “Hola”. Sólo una palabra, pero a él le penetró como un rayo.

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