"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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martes, 30 de agosto de 2011

UN DESPOTISMO POLÍTICO DEMASIADO SEVERO




Y estos tipos pasan de largo. Para no ir más lejos: este se va ya, dentro de tres meses, y lo olvidaremos y extrañaremos esa risa sardónica inocente y pánfila en otros ámbitos más serios que los gubernamentales, pero nosotros nos quedaremos aquí, jodidos, enteramente, hasta el punto de no saber a quién dirigir las iras y golpear el cristal en el desahogo: efectos colaterales.
Pero ¿es posible que estemos viviendo este despotismo político tan severo? Este individuo… Excúsenme los lectores que anteponen la corrección política a la crítica, pero llamo así al señor presidente del gobierno por una sencilla regla de correspondencia en el trato, no en el tratamiento. Este individuo, decía, quiere pasar a la historia. Será tal el complejo que tiene de incompetente que ha decidido pasar por encima de algunas cuestiones de orden regia, tal como esta: la Constitución. Y si hace unos años la Carta Magna era aquella caja de Pandora que nadie se atrevía a abrir por temor a difundir los males por nuestra piel de toro y alrededores, si entonces cualquier reforma se antojaba de una seriedad y un análisis concienzudo y laborioso, haciendo partícipe a la sociedad en conjunto, asumiendo el consenso entre los agentes sociales como garante de su éxito, hoy, en plena crisis política y económica, los partidos poderosos y triunfales, comandados por el individuo del talante y la tolerancia, del diálogo y la integración, en menos de diez días ponen el camino expedito para una reforma constitucional vía Pacto.
Pero es de tal calado la hipocresía de este gobierno, es tal la desfachatez con que se han despachado libremente ante la opinión pública, que no podemos sino dar arcadas cuando pensamos en ello. Podríamos hacer memoria, pero no, no la necesitamos, simplemente nos quedamos con lo ocurrido en la última semana. La primera: la rebaja en el IVA en la compra de vivienda. Fijémonos bien: si hace unos años nos animaban a alquilar y nos subvencionaban el alquiler de la vivienda, alegando que había que cambiar los hábitos en nuestra relación con la propiedad, llegando a eliminar de un plumazo la desgravación fiscal por inversión en vivienda habitual, ahora resulta que quieren de nuevo impulsar la compra de vivienda y para ello, el Estado se sacrifica y rebaja el IVA en esta transacción. El motivo bien podría ser que una gran parte del parque de viviendas en venta la poseen los bancos, pero bueno, es sólo una especulación sin más. Sigamos con lo más reciente. La segunda gran falsedad: “Preferimos un empleo temporal antes que un parado”, dijo Valeriano, siempre con su sarcástica forma de emplear el lenguaje. Corolario: Las medidas para el fomento de los contratos indefinidos, que no fueron pocas, sólo generaron más paro y por ende se asume que la contratación temporal es la forma natural de contratación. Cuando tanto se les llenaba la boca con lo del “empleo de calidad”, ahora reconocen que el contrato temporal es el “mal menor”. Otra vuelta de rosca en la serie de atrocidades que ha venido cometiendo sobre la clase obrera de este país este gobierno “socialista”, “progresista” y “liberal”. Y todos dicen lo mismo: la reducción de los costes laborales para la empresa revitalizará la economía y saldremos de la crisis. Es la gran mentira de principio: ninguna empresa quiebra porque le ha de pagar a los trabajadores un salario justo, ¿o es que acaso nuestro país no creció más que otros países de la eurozona en un tiempo en que los costes laborales eran mayores que en los demás países europeos? Pero ellos parten de ese principio y así justifican todo este embrollo en el que nos han metido, todo para alegrar las bolsas y originar buenos augurios para los inversores. La lucha de clases: ¿alguien pensó que aquello quedó enterrado en los libros de Historia? Es tan fácil entenderlo como pensar que si el empresario pudiera contratar legalmente a los trabajadores por la mitad de su sueldo, lo haría sin más, aun sabiendo que estos pasan hambre.
Pero volvamos a nuestro tema: un día, el individuo se levanta y dice “pues voy a cambiar la Constitución y voy a dar una lección a Merkel” y entonces aquella idea que alguien le sopló la ordena escribir y la presenta en los medios. Por su parte los bancos se frotan las manos: serán los primeros en cobrar, pase lo que pase, como siempre ha sido. Los mercados ven cómo la prima de riesgo baja estrepitosamente ante las expectativas de una mejora en las cuentas públicas españolas, los medios de comunicación ven con buenos ojos la medida porque evitará que se vuelvan a repetir barbaridades en algunos ayuntamientos o comunidades en las que se pidieron créditos indefinidos para colosales obras de relumbrón, la mayoría de ellas innecesarias y ya en desuso, otras, además, muertas antes de haber nacido, y, sin embargo, hay voces que no se dejan oír que dicen que esto es malo para el pueblo. Y bien, ¿es verdaderamente esto malo para el pueblo? Bien, pues lo primero que podemos decir es que nos encontramos ante un nuevo artículo de la Constitución Española que no dice casi nada, ya que deja todos los aspectos cualitativos y cuantitativos de la norma (límites, procedimiento y distribución de los límites del déficit, responsabilidad ante el incumplimiento) en manos de una futura Ley Orgánica que será la que verdaderamente regule este ámbito. Así pues, cabe la pregunta: ¿podría haberse emprendido estas reformas sin haber pisoteado y asaltado la Constitución Española como se ha hecho en realidad? Si después de todo será una Ley Orgánica la que regule el control del déficit, ¿qué necesidad había de hacer esta reforma como se ha hecho?
Y otra más: ¿Por qué no se emprendieron otras reformas constitucionales más necesarias para la sostenibilidad política de algunas instituciones, que reflejaran por ejemplo un pacto por la Educación, o un pacto Anticorrupción, o esta tan en boga reforma del sistema electoral? Quizá la respuesta se encuentre en la vanidad de la incompetencia, o en el hueco del ala de los bancos y los piratas que asolaron España.
Como en el fondo del ánfora, aquí y ahora parece que sólo queda la esperanza falaz, y con ella la necesidad de un grito, para que al menos la policía nos escuche.

lunes, 29 de agosto de 2011

LA UTILIDAD DEL PAYASO


J. A. Nisa

Algunos payasos lloran y sueltan lágrimas, y entonces no se sabe si el verdadero alma del payaso está en la sonrisa o en la dichosa lágrima que cae; otros atraviesan cualquier cosa con la mirada siempre triste. Porque el payaso sólo sonríe con la boca; sus ojos son siempre tristes. Por qué, si no, se marcan una cruz en los ojos: pues para indicar que sus ojos no existen, que son sólo dos marcas en una cara llamativa que quiere trasladar su alma a los movimientos y a la pintura que se mueve con sus muecas y chillidos. Se cree comúnmente que el payaso no tiene alma, que sólo es “un payaso”. Pero cuando se mira a los ojos y se penetra a través de ellos se ve una necesidad profundamente humana y terrible de destrozar su alma para convertirla en alimento de los otros. Un payaso es un ser autodestructivo, y por eso es tan valioso para los demás hombres.

domingo, 28 de agosto de 2011

El soldado servil

José Antonio Nisa

Un soldado en medio de la batalla quedó inerme delante de las tropas enemigas. Diez soldados le apuntaban con su rifle. Uno de ellos se le acercó y le golpeó la cara. Una vez caído en el suelo le dijo “Ahora que estás solo y sin arma, no necesito matarte.” El soldado, con el pelo en la cara, ocultándole parte de la sangre que le brotaba de la frente, dijo: “Gracias, señor”. El soldado enemigo le volvió a golpear con la culata del fusil en la cabeza, pero a pesar de la turbación causada por el golpe, el soldado sintió gratitud por que no lo mataran. Volvió a decir, suplicante: “No me mate, señor, yo le podré servir de ayuda”. El sargento sacó su pistola de mano y de un arrebato, sin pensarlo dos veces, le hundió dos balas en el pecho. Contempló el cadáver yacente durante diez segundos de silencio y quietud. Luego volvió sobre sus pasos mascullando entre dientes “Maldito. Si me hubiera dicho otra cosa: que un amor, unos hijos, una madre... Pero no, ¡quería servirme! ¡Imbécil!” Al encontrarse junto a los suyos de nuevo, uno de ellos, el más joven de todos le dijo: “Bien, mi sargento. Esto es la guerra.”

sábado, 27 de agosto de 2011

ENTERRAR LA UTOPÍA

Económicamente la mujer se liberó del hombre con el trabajo. Curioso, pero con esto se verifica aquel infame lema que rezaba en el frontispicio del horror: el trabajo os hará libres. Si hoy decimos que la mujer debería quedar ociosa, dedicada a otras labores más humanas que las que desempeña en ciertos lugares llamados centros de trabajo, seguro que nos llamarían machistas. Igualmente si decimos que habría que reducir la jornada de trabajo a la mitad conservando el salario nos llamarán ilusos o utópicos. Y es ahí, en la utopía donde podemos notar un atisbo de verdad. Cuando ésta aparece, la burguesía se pone en guardia y tiembla, sin saber si matarla, condenarla al ostracismo o convertirla en comedia.
Millones de esclavos chinos son torturados en las fábricas durante doce horas diarias fabricando artículos inútiles que la burguesía occidental consume rápidamente. Habría que colocar contenedores de “todo a cien” para que se recicle toda la morralla que da sustento a esos millones de obreros que cosen su propia mortaja en las fábricas infectas que el superestado chino apadrina. En el siglo XIX fue la revolución industrial europea la que nos trajo jornadas de trabajo de doce y catorce horas, y la que nos trajo esclavos mal nutridos, mujeres y niños famélicos que bajaban a la mina antes que el sol saliera y volvían a la luz de la luna. Pero así Inglaterra llegó a ser una gran potencia económica hasta el punto de verse obligada a colonizar otros países para conseguir más consumidores a la vez que materias primas baratas. También España se incorporó al carro del desarrollo económico en el siglo XIX, y se industrializó e hizo obreros sumisos y contentos en las fábricas. No antes de abominar las máquinas como los monstruos que les robaban el sustento, esto es, el trabajo. Hasta tal punto llegó la idolatría al trabajo, idolatría que fue inculcada en el proletariado por la burguesía y respaldada por los revolucionarios burgueses que predicaron cierto pseudosocialismo con su derecho al trabajo por bandera. Aún hoy existe una especial deificación del trabajo, y el hombre occidental está imbuido de esta religión tan sacralizada por la burguesía.
Mientras tanto, la burguesía y la aristocracia rezaban para que no acabara el trabajo que mantenía a la plebe entretenida durante doce horas diarias. Para que no cayera la producción los dueños de las fábricas buscaban por doquier consumidores, refinaban sus productos para que duraran lo menos posible, reducían los salarios para reducir los costes de los productos. Necesitaban una clase de hombres ociosos que, además de poseer la riqueza, tuvieran la capacidad de consumir mucho. Necesitaban un ejército ocioso que consumiera y que, al tiempo, fuera capaz de defender sus negocios ante cualquier subversión proletaria. Necesitaban maestros que enseñaran a los herederos a gobernar las fábricas. Necesitaban unos moralistas que inculcaran miedo al pueblo. Necesitaban una magistratura que dictara sentencias contra los desalmados. Necesitaban unos artistas que les distrajeran en sus ratos de recreo.
Ante este panorama algunos lograron arrancar los grilletes al proletariado e hicieron ver la luz a millones de obreros, pero fue sólo un espejismo: el pueblo siguió trabajando y sin poder, y en muchos casos siguió pasando hambre. Y en muchos sitios los estados dictaron la orden de trabajar cuanto más mejor, como un camino hacia la libertad. Y prohibieron el ocio, los placeres y el lujo.
Ahora la revolución industrial ha llegado a China y a sus satélites. Y todo se repite. Por eso los chinos huyen de la condenada tortura fabril y vienen aquí a compartir con los proletarios europeos un pedazo de aire festivo, envueltos en ropas de vendedores ambulantes, dejando agujeros en los zapatos, rastreando la sonrisa en los niños que han aprendido a consumir objetos luminosos para solaz de sus papás. Estos disidentes de la locomotora china han sentido un gran alivio al depender de ellos mismos para sobrevivir.
Por nuestra parte algo hemos evolucionado. En su día ya alguien demostró que unas horas menos de trabajo no hacían caer la producción sino todo lo contrario, y por eso nos redujeron la jornada, al tiempo que aumentaban nuestro tiempo de consumo. Pero este logro no ha supuesto ningún avance social desde el punto de vista de la libertad del obrero: el obrero sigue subyugado al patrón, sigue siendo un siervo que asume todas las labores que se le impongan, dispuesto a trabajar el tiempo que se le exija; la mujer no ha logrado la emancipación social que tanto anhelaba, ha dejado de ser obrera de la casa, dependiente del marido- patrón, para pasar a servir a otro patrón económicamente más poderoso. La ansiada libertad sexual ha resultado ser un juego de niños, quedando como efecto colateral una desestructuración familiar y unas futuras generaciones de individuos inciertas.
Hoy día el proletariado occidental manda a sus desamparados hijos a las escuelas para que no adquieran vicios degradantes en la calle. Afortunadamente no es necesaria la mano de obra infantil para asegurar nuestra producción, cosa que no ocurre en otros países. Parece que a nadie le preocupa que los hijos sepan más o menos, que sean más o menos inteligentes, o que sean más o menos felices en los desvaríos juveniles. Sólo una visión parece ser satisfactoria para la masa proletaria: la de un hijo con un puesto de trabajo, sirviendo al capital como un buen obrero. También la burguesía envía a sus hijos a la escuela y esperan que de ellos salga algo útil para el sistema. Pero a ellos les interesa conservar la propiedad y la renta del trabajo ajeno, y para ello enseña a su progenie la moral burguesa y el espíritu empresarial. En los centros públicos los niños, sin más diferencia que la de clase, exhiben los ideales paternos con su actitud frente al grupo. Sintiéndose abocados a la esclavitud del trabajo, a semejanza de sus padres, los jóvenes disfrutan de unos momentos dulces en las escuelas, revolviendo entre los placeres que trae la edad y evadiéndose de un mundo manchado con una gran Injusticia.
Con todo nosotros seguiremos llamando a la conciencia de este proletariado con “utopías”: el reparto del trabajo, la reducción de la jornada laboral, la liberación laboral del hombre y de la mujer, la creación de un sistema económico que sirva a los instintos y necesidades reales del hombre, la emancipación de los territorios y sus gentes, la solidaridad y el pensamiento como manera de romper con la esclavitud más severa en la que nos encontramos: la de la ignorancia.
Seguro que nuestras utopías pasarán por los libros de los burgueses bañadas en tintes de comedia, y serán alejadas rápidamente de los dogmas del capital. Y dirán que seguimos creciendo.

jueves, 25 de agosto de 2011

LOS CUERPOS PERFECTOS



Los cuerpos perfectos son efímeros. Lo quise decir a aquel señor que rondaba los sesenta, pero no pude romper el efluvio de entusiasmo que salía por su boca: el gimnasio, los largos paseos al frío del alba, la nueva novia veinte años más joven, el facebook, la alimentación sana, el cuidado de las flores del jardín, los viajes rejuvenecedores, y, cómo no, esa pastillita azul que ya no avergüenza a nadie. Quién pensó que había que achantarse ante el paso de los años, ante el peso de los hijos, ante la sobrecarga de trabajo en el despacho, ante la tensión del estrés o ante el dolor de espalda cocinado a fuego lento durante tantos años en la obra. Quién pensó que había que doblegarse ante esa depresión soterrada que socava los cimientos de la autoestima al comprobar el inexorable deterioro del cuerpo con el paso de los años. Nada más lejos, ante esa catástrofe natural del cuerpo encontramos una tabla de salvación a la que asirnos, una última salvaguarda en el paso por la vida que nos ofrecen esos escaparates cargados de ilusión, que reflejan nuestro potencial, nuestra verdadera valía, que nos convierten en auténticos faustos: el mercado. Sí, señor, el mercado es lo único que nos puede salvar. Qué grandes maravillas nos trae el mercado: clínicas estéticas, de cirugía mamaria, de cirugía fálica, clínicas dentales en las que los hombres mayores hacen cola junto a los niños de ocho años para colocarse alambres en los dientes, tintes para el pelo, rayos ultravioletas, gimnasias pilatésicas, etc, etc, etc. Y el corazón en marcha, y la moral por las nubes. Volver a empezar. Así hacen también los marqueses.
Este afán desmedido por luchar ilusoriamente contra el paso del tiempo sabiendo que la batalla está perdida de antemano, ese intento de recuperar la juventud y la vida al paso que nos marcan los anuncios publicitarios, parece más bien una crueldad del destino. Pero quizá sea, no obstante, un síntoma más de una enfermedad que asola al mundo desarrollado, al mundo ocioso, a este mundo de palacios ignorante de los siervos de extramuros. En el mercado una altiva señorita cargada de oro y alhajas modernas, de tez ultravioletada, hablaba de su cuerpo y de su rejuvenecimiento; un poco más allá, en la puerta del colegio, saltaban los flecos de las conversaciones de las mujeres en espera. Es algo demasiado generalizado para que pase desapercibido. Tantas conversaciones en torno a este asunto no pueden sino hacernos pensar que estamos ante una obsesión enfermiza por el cuerpo. Aunque todo se puede comprender con tan sólo contemplar el afamado espíritu burgués que ilustran los anuncios de coches. Ah, la televisión. Gran invento este para el pueblo, buque insignia de la universalización de la comunicación y del conocimiento, bárbara cajita macabra que también permitió que otras tantas cosas feas y nauseabundas se universalizaran: la ordinariez, la mediocridad, el insulto, la ignorancia, el egoísmo, la putrefacción espiritual. Ahora podemos comprender por qué que cada vez cuesta más encontrar singularidades en este mundo tan universalizado por la televisión.
Y es que en la era de la imagen el mercado parece haber tomado las riendas de los medios de comunicación, adueñándose de ellos y poniéndolos a su servicio. Así, a través de la televisión, el mercado crea los clichés de felicidad y de poder, los modelos de hombre feliz, moderno y poderoso, de niño feliz, de familia ideal, de mujer nueva y creativa. El hombre, sentado en su trono de pecado, vierte entonces toda su vanidad, todo su fetichismo, toda su idolatría y todos sus deseos más venéreos sobre la alfombra material que nos ofrece este mercado y, finalmente, compra. ¿No es eso la felicidad?
Toda la cultura televisiva ha sido derramada sobre el populacho de la forma más brutal, y, como un milagro, se extiende por el mundo civilizado ese precipitado deseo de sacar partido al cuerpo para exprimir los extintos placeres que escapan a la vida. Han caído tantos valores que continuamente asistimos impertérritos a una burda representación de una sociedad idílica. El show de Truman, qué acierto. Hemos sido fácilmente convencidos de que somos seres omnipotentes, de que los límites a la carne son eludibles, de que el egoísmo (individualismo, se dice, de la forma más sutil: “sé tú mismo”, “eres único”) es lo único que nos hace personas y al mismo tiempo nos hace felices. Hemos sucumbido a los medios y a los mercados. Ya no es el pensamiento, ni las ideas, ni las distintas formas de arte las que crean semillas en la sociedad, las que crean corrientes de vida; son las marcas de coche, los nuevos teléfonos móviles o los nuevos programas de videojuegos, los que dirigen la mente y los deseos de los hombres. El materialismo definitivamente ha triunfado.
Y sin embargo, a veces, cuando me sumerjo en esos tugurios tan denostados por la sociedad burguesa en los que se concentra una masa de hinchas para ver un partido de fútbol, no sólo disfruto del momento, sino que, además, observo que hay algo que no encaja con el individualismo del mercado. En ese fanatismo que se enciende en los hinchas, se puede atisbar que ahí dentro, en ese ambiente, hay una fuente de naturalidad brutal. Desprovistos de todo instrumento de vanidad, de toda cáscara protectora, los hinchas se muestran sin ningún tipo de pose, en un plano completamente guerrero, luchador, violento incluso; se les inflaman las venas y de ahí surge el instinto devorador. En esos lugares se exhiben las barrigas, se embriaga el alma, el cuerpo, se olvidan las convenciones sociales, las superficialidades, y se produce un hermanamiento asimismo guerrero que ridiculiza aquellas pretensiones burguesas que fuera de allí se detentan. El fútbol está reñido con la vanidad. En aquellos lugares la gente siente la verdadera transparencia de su alma, y en la euforia de la victoria y en el dolor de la derrota se proclaman una inocencia similar a la que proclama el soldado que camina hacia la batalla. 
Y miramos y vemos en este ejemplo la gran fuente de vida que nos da el pertenecer. Sí. ¿Y no podemos decir que la raza humana ha crecido moralmente gracias a ese sentimiento colectivo que une a los hombres? ¿No es acaso el sentimiento colectivo la mejor forma de estimular el altruismo, la fraternidad, la unión fatal en la que la inteligencia estorba a la verdad que nace del corazón?¿O, antes al contrario, es precisamente ese sentimiento, este patriotismo fanático lo que ha matado al individuo y ha creado la antesala de la barbarie?
Una doble lectura, ciertamente. Pero quizá sea bueno ver las dos caras al mismo tiempo. Con el tiempo nos volveremos bisojos. Maldita filosofía.
Sin embargo, qué lejos estamos de llegar a construir esa patria que nos salve del exterminio de nuestra naturaleza, de la miseria más absoluta a la que estamos abocados en esta dictadura mercantilista, qué lejos de sentir esa necesidad que nos haga entender el verdadero sentido de la raza humana. Porque ciertamente no hay mayor libertad para el espíritu que la necesidad. Sólo ella nos podrá liberar de esta catástrofe y nos podrá hacer notar nuestra propia incongruencia y nuestro propio vacío.
No puede ser de otro modo. Mientras las montañas de basura que se acumulan en los países pobres no son más que manantiales de podredumbre de los que muchos niños comen, aquí nosotros seguimos con nuestro orden y nuestro equilibrio, un orden de cajitas encajadas y de líneas ascendentes, un equilibrio que ignora el único y verdadero equilibrio que existe en la naturaleza. Porque ¿cuál es nuestro equilibrio? ¿No es acaso el mismo equilibrio de todo lo que procede de la tierra?  Las casas se vuelven viejas, los armarios se apolillan, las paredes se desconchan, las grietas van extendiéndose en una red arácnida, los juguetes se van empolvando y los microbios se van adueñando de la antigüedad. Todo tiende a la muerte, a la descomposición, a la desintegración, a la inhumación, a la fosilización. Nosotros empezamos a vivir, y justo cuando hemos llegado al clímax de la inconsciencia, entonces empezamos a desintegrarnos. Envejecemos, y todo es un largo proceso de degeneración, un tortuoso camino hacia el orden del que procedemos. Y en el camino nos hacemos conscientes de ello y nos penetra la angustia fatal, que sólo podemos deshacer intentando crear vida, construir algo que nos perdure, un árbol, un niño, un libro, un jodido nombre ilusorio, una puta vanidad. Y algunos quieren crearse a ellos mismos con mimos florales sobre su piel: la liposucción de la barriga, de las ojeras, el estiramiento de las arrugas, la estirpación de las verrugas de los ojos, la depilación de la muñeca que quedó estampada en el recuerdo de la infancia, y otros van al gimnasio a machacarse para no morir nunca más.
Conocí a un individuo que se convirtió en payaso para no morir jamás. Porque según me dijo la risa es el único alimento de la eternidad. Desde entonces creo que es la aspiración más inteligente. Pena que "el que no vale, no vale", como decía mi amigo Carlos José.

martes, 23 de agosto de 2011

SÁBATO, TESTIGO DE UN FRACASO

Sólo le faltaban unos meses para ser centenario, pero la muerte no esperó, impaciente espectro visceral, y, tomándolo de la mano, lo acompañó por el pasillo de los héroes. Ernesto Sábato, un hombre que merece ser prodigado, conocido, como un héroe de la humanidad, como un modelo de valiente guerrero que vuelve de la batalla con el hacha mellada y la convicción de haber aprendido qué es el hombre.
No había más que impregnarse un poco de sus palabras para que surgiera de nuestra empática naturaleza un cariño cercano, quizá de humana ancianidad, provocado por la ternura y la bondad que se manifestaban en toda su inteligencia. Y sin embargo, la razón y algunas de mis arraigadas convicciones no estaban preparadas para encajar su forma de ver el mundo. Al final no tuve más remedio que postrarme ante uno de los seres de mayor inteligencia y sensibilidad que conocí, aun a través de esa comunicación unidireccional que es la literatura. Sábato, desde la grandeza expresionista de su obra, lograba introducir por ese tubito infinitamente retorcido que tenemos en nuestra cabeza una sonda limpiadora para abrirnos un ancho cauce por donde corriera un nuevo y fresco torrente de ideas, ideas ajenas a la codiciosa e inveterada moral materialista que nos invade desde el inicio de la modernidad. Impaciente espectro visceral. ¿Qué se la va a hacer? Los buenos tampoco son eternos.
Ernesto Sábato fue un hombre de ciencia, un hombre político y un hombre humanista. Recorrió el mundo bajo estas tres formas y, en sus últimos años, acabó acechado por un pesimismo cegador y nihilista que lo hizo abrazar la idea de Dios (hablaba continuamente de “lo Absoluto” para referirse a esta idea).
Dedicó una buena parte de su vida a las ciencias físicas. Como investigador recorrió París, Massachussets y finalmente vuelta a Argentina, moviéndose con autoridad en el “incontaminado reino de la ciencia”, como él llamaba. Sin embargo antes de cumplir sus treinta años aquel mundo de la ciencia ya lo había defraudado. Aquel Templo de la Ciencia, en el que los científicos creyentes musitaban sus oraciones solemnemente, no pudo convencerlo, con sus precarias hipótesis, ideas, teorías y ensayos, de que por sí mismas estas servían para justificar la existencia. Aquella ciencia, como podía ocurrir con cualquier otro tipo de actividad obsesiva, consoló durante un tiempo de su vida la angustia existencial de la que era verdaderamente consciente, sin embargo, Sábato reconoció que existían fuerzas mayores, antiguas, que, como “ratas hambrientas”, poco a poco fueron devorando los pilares hasta derribar aquella catedral de teoremas.
A partir de entonces Sábato salió del universo de la Verdad Pura de la Ciencia y se adentró en el mundo de las ficciones como forma de continuar esa huida del miedo a la nada. Aquella fue, desde entonces, la única manera de vivir en su plena irracionalidad.
Pero sus ficciones fueron sus sueños, sus visiones. ¿Y acaso se hallan estas de la mentira? A este respecto, Sábato siempre afirmó que “de un sueño se puede decir cualquier cosa menos que sea una mentira”, a pesar de que nuestra conciencia no reconozca nada de real en ellos. Aquellas representaciones de su realidad “en sus extremos o parcialidades, a menudo deshonrosas y hasta detestables, yendo más lejos de lo que su conciencia le reprochaba” fueron las fuentes de unas novelas y ensayos en los que grabó una persona que pasará sin duda a la posteridad. En sus palabras lo que significó aquel nuevo mundo de la literatura:
“Extraviado en un mundo en descomposición, entre restos de ideologías en bancarrota, la escritura ha sido para mí el medio fundamental, el más absoluto y poderoso que me permitió expresar el caos en que me debatía; y así pude liberar no sólo mis ideas, sino, sobre todo, mis obsesiones más recónditas e inexplicables.”
Sin duda no es esto más que otro claro ejemplo del poder catártico de la expresión. Cada vez parece más claro que el hombre no se libera de su angustia existencial más que reconociéndose fuera de sí mismo a través de su obra, ya sea su libro, su jardín o su crimen.
Pero Sábato tuvo otra faceta quizá menos conocida que la literaria: Su faceta política. En esta, fue alguien que antepuso la lucha por la justicia a la propia búsqueda de la perfección intelectual. Su conciencia política le hizo ser, en su juventud, miembro activo del Partido comunista, aunque años más tarde abjuraría del socialismo de estado, desilusionado con el giro del gobierno estalinista en la Unión Soviética.
En su país siempre perteneció a la intelectualidad política. Después de la dictadura argentina se puso al frente de la comisión encargada de investigar los crímenes y violaciones durante la dictadura, investigación que culminaría con el famoso Informe Sábato, que abriría las puertas para el juicio de las Juntas militares de la dictadura.
Pero desde su inteligencia política Sábato dejó ideas muy claras de lo que es el mundo y de las fuerzas que lo gobiernan. Si de algo estaba convencido era de que el neoliberalismo había fracasado:
“Hace escasos años, dos potencias se disputaban el mundo. Fracasado el comunismo, se difundió la falacia de que la única alternativa es el neoliberalismo. En realidad, es una afirmación criminal, porque es como si en un mundo en que sólo hubiese lobos y corderos nos dijeran: “Libertad para todos, y que los lobos se coman a los corderos.”
Sin embargo, el horror conocido de las dictaduras, de la segunda guerra mundial y de la barbarie de los estados omnipotentes, hicieron a Ernesto Sábato un hijo del existencialismo del siglo XX. ¿Cómo confiar en el hombre al frente de un Estado poderoso, socialista o fascista, después de la horrenda experiencia del siglo? Sábato quedó postrado ante la historia y quedó a merced de un pesimismo desaforado, crítico con el hombre y con la misma idea de progreso:
“El progreso es únicamente válido para el pensamiento puro. Las matemáticas de Einstein son evidentemente superiores a las de Arquímedes. El resto, prácticamente lo más importante, ocurre de la corteza cerebral para abajo. Y su centro es el corazón. Esa misteriosa víscera, casi mecánica bomba de sangre, tan nada al lado de la innumerable y laberíntica complejidad del cerebro, pero que por algo nos duele cuando estamos frente a grandes crisis. Por motivos que no alcanzamos a comprender, el corazón parece ser el que más acusa los misterios, las tristezas, las pasiones, las envidias, los resentimientos, el amor y la soledad, hasta la misma existencia de Dios o del Demonio. El hombre no progresa, porque su alma es la misma. Como dice el Eclesiastés, “no hay nada nuevo bajo el sol”, y se refiere precisamente al corazón del hombre, en todas las épocas habitado por los mismos atributos, empujado a nobles heroísmos, pero también seducido por el mal. La técnica y la razón fueron los medios que los positivistas postularon como teas que iluminarían nuestro camino hacia el Progreso. ¡Vaya luz que nos trajeron! El fin de siglo nos sorprende a oscuras, y la evanescente claridad que aún nos queda parece indicar que estamos rodeados de sombras. Náufrago en las tinieblas, el hombre avanza hacia el próximo milenio con la incertidumbre de quien avizora un abismo.”

Sábato fue víctima de la frustración, víctima de la idea preconcebida, y casi científica, de que la humanidad es una especie que lucha por su supervivencia como tal más que por el bienestar y vanidad de algunos de sus miembros. El propio escritor reconoció el carácter desdichado de su espíritu, muy diferente al dionisíaco espíritu caribeño de otros escritores latinos como García Márquez o Rulfo, que entendieron el viaje del hombre por el mundo como un viaje por la tragedia y el dolor cuya única forma de vivirlo es asumiendo esa irracionalidad y vertiendo toda la droga de la risa y la embriaguez en ella. Sábato, por el contrario, estaba tocado por la melancolía occidental, por la conciencia social, por la esperanza de mejorar el mundo.
Sin embargo, desde ese concepto científico del hombre-como-especie no es fácil asumir esas esperanzas, porque realmente estamos continuamente expuestos al infortunio, y estamos hechos de un material blando y frágil. La vanidad y la prepotencia con que nos recreamos en la naturaleza no pueden sino hacernos reír a carcajadas. Si fuéramos capaces de ver lo insignificantes y efímeros que somos, lo rápido que pasa el tiempo, lo rápido que pasa todo lo que queremos o nos hace felices, lo vulnerables que somos; si fuéramos capaces de ver las expectativas tan exageradas que se crea el hombre en su existencia, la importancia que damos a la apariencia, y, sobre todo, lo pronto que se tambalea y se derrumba nuestro ordenado mundo de valores cuando ocurre algo que ataca al corazón, entonces de seguro que nos volveríamos más humildes, más tempestuosos y más indiferentes a todo, condiciones válidas para simplemente amar la vida.
En sus obras postreras Sábato había sucumbido a ese pesimismo congénito de los supervivientes, como si asumiera definitivamente que la vida está destinada a ser un desencanto, y su esperanza en el Hombre también pareció desvanecerse como se desvanecen los fantasmas de la infancia en la pubertad.
El final de la vida de Ernesto Sábato fue el final de su pensamiento y de sus últimas convicciones, entre las que descollaron su confianza en el anarquismo, en el credo cristiano, en la única forma de conservar la esperanza: una fe inquebrantable en que sólo nos podremos salvar por los afectos y en que sólo consiguiendo la felicidad de aquellos que están a nuestro lado podremos expiar toda nuestra culpa.
Ernesto Sábato fue uno de los últimos testigos del infortunio del siglo XX, como Tolstoi lo fue del XIX, y, como éste, también nos dejó la palabra. Pero sobre todo, fue testigo del fracaso del hombre como ser racional, un ser que vagamente se defiende con una razón poderosa gobernada por unas profundas fuerzas indescriptibles y fabulosas quizás ingobernables.
Un abecé de su obra: El Túnel, Sobre Héroes y tumbas, y sus ensayos: Antes del fin, Resistencia.

lunes, 22 de agosto de 2011

LAICISMO, ATEÍSMO Y OTRAS MEZCLAS

Aún no me he repuesto del estado de absoluta perplejidad en que me dejaron los acontecimientos que rodearon a la visita del papa. Tanto de un lado como de otro se atendió a un maniqueísmo obsceno: ateos, librepensadores y laicos, contra beatos. Una batalla estúpida con la infame policía antidisturbios de por medio, la connivencia del gobierno civil y la desfachatez de los políticos extremistas que echaron leña al fuego con subterfugios de otras épocas. Pero lo que ocurre siempre es esto: se olvida la esencia, se pisotean las ideas, se enarbolan las banderas y, a partir de ahí, a las barricadas. Digan lo que digan, por mucha reunión o asamblea, por mucha buena intención de muchos, por mucha utopía, siempre chocamos con lo mismo: con la ignorancia, con la visceralidad, con la ira descontrolada, con la falta de educación. Si todos los esfuerzos se dedicaran a educar, a hacer leer y comprender, a dilucidar, no se habrían dado los pasos tan penosos que han acabado por mancillar el buen talante y la credibilidad que los medios le estaban otorgando al movimiento 15M. Desde que todo el barullo se extendió y salpicó a todos los colectivos que se congregaban en torno al movimiento rebelde, desde aquel momento en que los laicos se confundieron con los ateos, y los ateos con los colectivos de gays, y estos se asentaron en Sol y los de Sol dijeron que ellos no se posicionaban y la policía llegó dando mamporrazos por doquier y llamando rojos a todos más los periodistas que seguían la marcha, mientras los neonazis flanqueaban tranquilamente a los felices jovencitos en un marasmo perpetuo ante la imagen divina de su Santidad Ratzinger, desde entonces todo explosionó hasta el punto de producir múltiples deserciones de irse y no volver de aquel entramado caótico.
Pero a lo que iba: No entiendo cómo se puede tergiversar tanto una idea tan simple como es el laicismo. El laicismo no tiene absolutamente nada que ver con el ateísmo ni el anticlericalismo. El laicismo es contrario a todo sectarismo y, por supuesto, no atenta contra las convicciones personales de nadie.
Muchas veces se ha esgrimido la idea de que España es un país aconfesional. Y efectivamente, en nuestra Constitución no se declara en ningún momento que el Estado asuma confesión religiosa alguna como oficial. Desde ese momento el Estado es aconfesional. Sin embargo, ¿qué es el laicismo? En primer lugar, el laicismo entiende que el acto religioso es un acto que queda en el ámbito de lo privado, de lo personal; entiende que la religión como fenómeno de masas, al tratarse de dogmas de fe, de sentimientos personales, y al encontrarse tan diversificada en multitud de confesiones u otras interpretaciones metafísicas, no debe intervenir en las instituciones públicas. ¿Por qué? La respuesta es muy sencilla: Las decisiones políticas, las actividades administrativas o las actividades educativas pertenecientes al Estado se han de regir por los hechos objetivos, por una justicia humana y no divina, y por una ética civil ajena a todo adoctrinamiento religioso. ¿Cómo se puede introducir la fe ultraterrena en las decisiones de un gobierno? Estaríamos reproduciendo lo que ocurre en los denostados estados islamistas. El laicismo parte de esa idea tan básica para la convivencia en paz de todos los ciudadanos como es que las creencias y la fe no deben condicionar las relaciones humanas y perturbar la paz social con sus fanatismos.
Por supuesto, un laicista no se opone a que haya ateos, o cristianos, o católicos o cualquier tipo de personas convencidas de sus credos. El laicista sólo quiere cambiar el estado de las cosas en España, a saber, que las instituciones estatales dejen de estar impregnadas de cualquier credo religioso. En particular, en nuestro país, la Iglesia Católica se encuentra sostenida con dinero fundamentalmente público, procedente de las arcas estatales. Según informó Europa Laica casi diez mil millones de euros van a parar a esta institución religiosa, de los cuales casi la mitad proceden de la financiación a escuelas de ideario católico. En la misma información nos dice que la visita del papa nos puede costar sobre unos sesenta millones de euros, cantidad poco significativa en relación a la financiación global de la Iglesia. Estos datos son a todas luces lo que puede alarmar a un laicista, y lo que, de seguro, que lo puede hacer salir a la calle.
Pero el asunto español excede toda pretensión de racionalidad. Al otro lado podemos constatar hechos aún demasiado graves para que la población se quede callada: el que la Conferencia Episcopal Española tenga a su disposición un medio de comunicación tan potente como es la Cadena COPE (otra herencia del franquismo), desde la que emite ruedas de prensa criticando como les viene en gana las distintas políticas de los gobiernos, de izquierda por regla general, y que esta misma emisora sea el altavoz para la convocatoria de manifestaciones en contra de las políticas de los mismos gobiernos de izquierdas que los alimentan, cuando quiere y porque quiere, y que desde ese púlpito predique doctrinas neoliberales y nacionalcatólicas con nombre y apellidos; el hecho de que las escuelas públicas sigan siendo al día de hoy otro medio de comunicación con el que la Iglesia hace proselitismo, por no decir otras obscenidades, cuando las clases de religión se convierten a la larga en clases de política contra los matrimonios homosexuales, contra los métodos anticonceptivos, contra el aborto y contra Darwin.
Sin duda, hay motivos para manifestarse. Pero de ahí a perder los papeles y enarbolar la bandera del ateísmo o el anticlericalismo, por citar algunos, hay un salto que puede llevarnos al vacío.

domingo, 21 de agosto de 2011

La revolución de la forma no es forma de revolución



Nadie podrá dudar a estas alturas que la revolución estuvo en la forma, más que en el fondo. Y esta fue la constatación de que el fenómeno de las redes sociales a través de Internet o de las comunicaciones vía SMS ha alcanzado un poder equiparable al de la televisión o la radio. Al mismo tiempo su carácter mostrenco impide que nadie pueda dominarlo, ni poseerlo, ni abducirlo, pues su propia naturaleza impide cualquier zarpazo de los poderes fácticos del sistema. Aún no se sabe cuál es la verdadera magnitud de su poder, pero la red ha alcanzado niveles exponenciales inasibles, se ha universalizado, alcanzado todas las capas sociales, y absorbido la cultura, la incultura, la bondad, la vesania, la crítica, la filiación y todos los impulsos humanos susceptibles de ser aireados a través de un teclado. Los bulos corren a menudo, pero no tardan en descubrirse; las falsas alarmas suenan, pero se detectan: este sistema tan masivo tiene además una capacidad de autocontrol jamás vista. En ese sentido Internet se ha convertido en el antídoto de la televisión y la radio, medios unidireccionales que sirven y han servido a los distintos gobiernos o a los poderes económicos en la oposición para crear corrientes de opinión en uno u otro sentido.
Y sin embargo, todo este sistema no es por sí sino una revolución en la forma, como ya dijimos. El desarrollo de Internet ha supuesto la verdadera revolución del conocimiento en este siglo, como lo fue el libro en el siglo XVIII, cuando dejó de ser un objeto de lujo y se convirtió en una mercancía al alcance del vulgo. Sin embargo, sería un error pensar que Internet por sí mismo puede cambiar el mundo y erradicar los desmanes de príncipes y gobernantes de la faz de la tierra. Si en pleno siglo XIX los libros eran un antídoto de la propaganda gubernamental, objetos de culto revolucionarios con el que conocer algo más que lo que contaban los poderes económicos, la lectura y el cultivo del conocimiento siempre escaparon de una masa demasiada alienada por el trabajo y la supervivencia. Hoy día, cuando los conocimientos están a un golpe de clic, cuando las pantallas de diecinueve pulgadas nos colocan la información a la altura de los ojos, parece que estamos ante una repetición de la historia: la mayoría de la población se haya aún alienada, presa de un analfabetismo y una mirada bovina ante los manipuladores de masas omnipresentes que nos avasallan a través de la televisión. No podemos esperar que de esta situación salga, obviamente, ninguna revolución que sea justa.

EL MITO DE LA INDIGNACIÓN

La rebelión comienza desde dentro, desde el individuo indignado con su entorno, bajo una percepción propia de la realidad, indignado con las modas, con las necesidades efímeras, con la estulticia mediática, con la hipocresía social, con la propia ignorancia y analfabetismo que existe hoy día. Y ante todo, la rebelión debe exigir pan y libros. Cuando la educación y el conocimiento hayan tomado el poder, ya todo será coser y cantar, porque entonces no será necesaria ninguna revolución.
Pero de qué rebelión hablamos: los gobernantes se han encontrado en las calles con un hombre que, ante todo, pide. Pide derechos, pide trabajo, pide vivienda, pide y pide. Sin embargo, cuando lo tuvo todo, no quiso dar nada, y permitió que la caja se vaciase brutalmente, aceptando la corrupción como algo inherente al sistema. Y ahora que nada tiene, y la caja del Estado está vacía, por una inercia arcaica el hombre sigue y sigue pidiendo. ¿Será esto lo que se ha estado cosechando durante todos estos años de seudoprogresismo en un sistema capitalista que promueve ante todo lo individual? Parece que así es.
Pero la realidad es que al otro lado del mundo, de este mundo en el que la gente se rebela en las plazas, millones y millones de personas no sienten ninguna indignación porque no alcanzan siquiera a eso, porque son víctimas de un sistema que se alimenta de ellos. No nos dirijamos hacia el sur, porque entonces toda la cruel verdad de nuestro sistema caerá sobre nuestra cabeza. Y aun sabiendo que el escepticismo puede ser paralizante e improductivo, la honestidad ideológica nos debe hacer preguntar: ¿De verdad sentimos la necesidad de una revolución? La realidad nos enseña la cara del mundo mágico en que vivimos, donde, a pesar del paro y de la corrupción, los hoteles se colman de veraneantes, las carreteras se inundan de millones de coches en busca del derroche vacacional, y las noches se plagan de jóvenes consumidores de todo tipo de placeres, una sociedad en la que parece que el hedonismo no ha sido agitado por la necesidad. Y, sin embargo, no podemos obviar la otra realidad que sólo se muestra en documentales noctámbulos, las verdaderas víctimas de este sistema que ahora aprieta: las mujeres que son sometidas y violentadas continuamente y en silencio por sus maridos; los niños deseducados perdidos en nuestro mundo, los inmigrantes machacados por la vida y la pobreza que comen arroz de un barreño con las manos escondidos de las miradas occidentales, el hombre alcoholizado en el rincón de la taberna al que sólo queda en el bolsillo una deuda enorme, la mujer a la que le arrebataron su casa que nunca fue suya y devolvieron a la calle de todos… En el fondo esta gente desgraciada no quiere más que otra oportunidad, otra vida. Si alguna vez la tuvieran, si alguna vez tuvieran la oportunidad de sacar su ira revenida por la resignación, de seguro que no la pondrían sobre el gobierno, sino sobre algo más palpable como el propio Destino.
La otra versión de este entramado nos dice que este movimiento no es ninguna revolución, sino tan sólo un grito contra la corrupción que, de momento, no tiene visos de despegar de su propio nacimiento. Era ya algo que caía por el peso de la evidencia, el estado de las cosas en nuestro país había llegado a tal punto de indignación en ciertos colectivos que por fin se desbordó la paciencia infinita de nuestra acomodada población. Nadie se sorprende de que la gente saliera a la calle, cierto es, aunque muchos se sorprendieron de que esto no sucediera antes. Es tal la corrupción, el caciquismo, el desprecio por el pueblo, y la desfachatez de nuestros políticos y de los grandes capitalistas, que no hizo falta más que un pequeño soplo en el oído para que el furor estalle. Lo triste es que sólo sea eso: un soplo en el oído lo que ha llegado a muchísima gente.
El caso del 15 M es sin embargo demasiado singular: Bien podía haber surgido una convocatoria para una macrobotellona, o para un cumpleaños, e igualmente podrían haberse reunido decenas de miles de personas. Sin embargo, sin poderse precisar demasiado bien cuáles fueron las primeras intenciones de los congregados, sí se sabe cuál fue la consigna: estamos indignados. Y la maquinaria se convirtió en un juego. Las almas acudieron a la reunión porque se supieron parte de un ente cuyo poder quisieron comprobar. Tirados por el poderoso instinto gregario que siempre guía al hombre, un brutal movimiento espontáneo se vio de pronto en la calle, no motivados por razones, ni por una firme convicción de ideales, ni siquiera por sentimiento de indignación poderoso, sino porque se había extendido por el éter la firme idea de que aquel movimiento era auténticamente masivo. La masa llama a la masa porque la mayoría siempre ha temido la marginación de las minorías y porque en su más profundo ser el hombre sabe que las masas son todopoderosas. La promesa de que una multitud confluirá en comunión y de que la plaza se llenará de otra mucha gente en cuyo seno se sentirá arropado fue, sin duda, el mejor reclamo.
Pero hay un aspecto que, sin ser percibido desde su fuera, puede acabar por convertirse en el boomerang de ese estallido: la mitificación de este fenómeno social. Se me viene a la mente aquel No A La Guerra de 2003 que tanto se mitificó. Muchísimas personas recuerdan aquel movimiento más allá de sus consecuencias, en un estado de idealismo que sobrepasa cualquier veto de la razón. El 15M se convirtió en un mito a pocas horas de nacer, lo cual, sin duda, contribuyó a alentar a los individuos, a dotarles de un espíritu luchador, y será lo que a fin de cuentas lo haga perdurar en la memoria colectiva, pero como contrapartida de ese ardor guerrero que ha suscitado, la idealización no trae sino la parálisis de la razón y la inteligencia y la fanatización de los sentimientos. Esa idealización no hace más que llevar a la confusión a la gente, y a una posterior decepción de unos sueños rotos.
El movimiento actualmente adolece de una indefinición que, junto al mito que se genera del mismo con todos sus espinosos atributos, puede llegar a crear una parálisis gangrenosa en sus órganos vitales. Ahora bien, ¿qué variable habría que introducir para que este movimiento llegara a alguna parte? ¿Quizá una organización, una plataforma con aspiraciones a entrar en la arena política y romper el status quo desde dentro? Cierto es que aún no se han descubierto muchas otras formas de organizarse. Todo eso parece ya muy trillado. Incluso los voluntariados llegan a funcionar de esta forma: una base social, unos representantes, unos comités generales, una propaganda, y a veces incluso unos casos de corrupción, que se han dado. Los ingredientes para una organización son casi siempre los mismos. Ciertamente el sistema asambleario es la verdadera esencia de la democracia, y sin embargo, este no es nuevo. Históricamente la organización en torno a este sistema de asambleas siempre ha chocado con la educación y la disposición del pueblo a dedicar parte de su vida proletario a los asuntos de gobierno, las elites ideológicas nunca han sabido penetrar en las masas hasta el punto de hacerlas partícipes del debate, sino únicamente para llevar a cabo el asalto final.
Se sabe que en cuanto a la organización las opiniones son muy dispares. Los movimientos en los que intervienen muchos colectivos y muchas personas son difíciles de manejar por cualquiera. Es inevitable que la banalidad surja en el seno de la masa: unos se enfrentarán por cuestiones de violencia o no violencia, otros por si los comerciantes tienen derecho a una calle desierta, aquellos por si no estamos de acuerdo con la tercera palabra del punto tres, y estos por si estamos una semana más o si aquí hay personas que han pertenecido a partidos políticos y a sindicatos. Parece pues necesario un elemento que unifique, que con sus cadencias pueda responder, conciliar. La organización, los sistemas de votación son importantes, pero también lo es otro elemento sin el cual jamás movimiento social alguno ha llegado a ningún puerto: el líder. El líder es esa persona carismática que enchufa a todo el mundo, querido y respetado por todos, y que sabe canalizar con su simple calor e inteligencia a todas las fuerzas y sentimientos antagónicos que surgen dentro del colectivo. Sin embargo, existe una corriente de opinión que piensa que los líderes y en general cualquier sistema de representación conduce inexorablemente al sistema que tenemos actualmente, tan denostado. Craso error, como demostró la historia, y cuestión vital que habría que saldar cuanto antes.
Mientras tanto el 15M va arrastrando su propia historia. Parece que pasaron ya los días de prueba, los días de delirio de indignación, de ilusión rebelde y de zozobra de políticos boquiabiertos. Y la aparente indignación colectiva unificada no es más que multitud de diferentes indignaciones relativas. Hay quien se indigna porque los vagabundos de Madrid duermen en los parques sobre colchones de cartón, y al mismo tiempo estos se indignan porque se les obliga a dormir en casas de acogida sobre colchones de muelle. El sistema capitalista actual es injusto, hace al hombre un auténtico esclavo, pero la gente se indigna antes porque hayan legalizado a Bildu que porque el sistema educativo sea una auténtica basura; se indigna porque algún imputado en una caso de corrupción aparece en unas listas electorales antes de indignarse porque se duplica el recibo de la luz o porque el 25% de la empresas defrauda a Hacienda. Parece que en este mundo en el que pocos pasan verdadera hambre la indignación es relativa, siempre relativa. Y sabemos que la información que manejan las agencias de noticias es básicamente lo que penetra en la masa, y los correos que circulan en Internet y se extienden a velocidad de vértigo son tremendamente tendenciosos. Y aunque en el fondo de todo eso haya una verdad muy grande, la forma en que se manipulan los hechos o se demoniza a ciertas personas es demasiado peligrosa y crea una indignación descentrada. Mientras nuestros instintos hambrientos no surjan para defenderse de esta parafernalia mediática, nuestros sentidos seguirán poseídos por las veleidades de la misma.
Esa necesidad instintiva de supervivencia es la que tendría que dominar las pulsiones de la masa para que efectivamente surgiera una potente organización: una plataforma que coordine a todas las asociaciones y particulares, con representación de todas ellas, y decidida a asumir las consecuencias de la Democracia. No puede existir esa contradicción tan grave entre “democracia real” y “concesiones”, no es augurio nada bueno. ¿Cómo se puede reclamar democracia real y al mismo tiempo pedir concesiones al gobierno? ¿Cómo se puede reclamar democracia real desde un grupo que aún no sabe sus fuerzas efectivas? ¿Dónde queda el otro pueblo que está fuera de las plazas: dentro del sistema o fuera del sistema? ¿Tendrá voz ese otro pueblo que aún no se ha pronunciado al respecto? Si queremos el gobierno del pueblo, si no creemos en la clase política, si queremos reformar la Constitución, si verdaderamente se quiere cambiar el sistema ¿por qué no se construye todo desde la más genuina noción de democracia contando con todo el mundo? No hay otra manera de hacerlo que contar, señores, contar. “Cuántos somos y cuántos son ellos”. Y si verdaderamente nosotros somos “el pueblo”¿cómo no vamos a tener aspiraciones a gobernar si defendemos la “democracia”? Realmente a poco sentido común que le pongamos a esto parece que nos vemos abocados a la creación de una plataforma con aspiraciones a gobernar y no a exigir, o al menos una plataforma que pueda ser refrendada en una elecciones o un referéndum. Si esto no se hace de esta manera, ¿cuál será la reacción del movimiento cuando surja un partido político que haga suyas todas las demandas de este grupo? Es muy complejo todo este asunto y si no se adopta una resolución clara en este sentido todo apunta a que el apagón se producirá en cualquier momento.

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