"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

Índice


sábado, 29 de octubre de 2011

INTERRUPTUS

            Abrió los ojos. Ante él, una cara extraña esbozaba una amplia y forzada sonrisa intentando transmitirle una alegría que él no podía sentir. A través de un velo borroso, sus ojos indiferentes miraron a aquella mujer. “Hola, soy yo”, brotó suavemente de los labios de Judith. Y entonces un río de recuerdos comenzó a brotar sobre su conciencia: una noche de placer, un haz de luz de mediodía abalanzándose sobre su cara somnolienta, las cortinas descorridas, su cara iluminada bajo un halo angelical, su sonrisa. Sí, era ella. De pronto quedó nuevamente desconcertado. Una enfermera se acercó a  la cama, Judith se retiró con cara amable. La señora, con su cofia blanca, le colocó un termómetro bajo el brazo, miró el reloj y abandonó la sala con aire urgente. Reconoció entonces el lugar donde se encontraba. La ventana, el crucifijo, el verde agua de las paredes: lo había visto todo en otros hospitales. Comenzó a observarse: la sangre fluía a través de unos tubos de goma transparente que le cruzaban el pecho, desde el brazo hasta la boca. En aquel momento le sorprendió la mano de Judith, acariciándole la cara con ternura. Él buscó con la mirada la otra mano de la chica y vio cómo se apoyaba en su antebrazo derecho. Algo le resultó extraño. Centró todos sus sentidos sobre su brazo derecho y, entonces, un frío sudor le sacudió el cuerpo: no sentía aquella mano sobre su brazo. Miró de nuevo la cara compasiva de Judith y quiso transmitirle con la mirada lo que acababa de descubrir. Ella notó su mirada triste y preocupada. Entretanto volvió la enfermera, acompañada ahora por el doctor, un hombre alto y garbeado con bata blanca. Se acercó diligentemente y, con gran aplomo, se lo aclaró todo: probablemente no volvería a andar.
A solas, él quedó atrapado por el vestido corto de Judith. Cuando ésta se puso de pie, sus muslos parecían hacer todo lo posible por mostrarse a su vista. Poco a poco el deseo comenzó a atravesarle. Entonces el calor comenzó a abrasarlo, el sudor comenzó a brotar, su corazón latía desenfrenado. Se desmayó, aunque sólo pareció que se dormía.
Al despertar de nuevo, no había nadie en la habitación. Con el sueño se había esfumado aquella dolorosa sensación de punto y final, de muerte en vida, y su mente se hallaba cargada de energía.  Su primera reacción fue la de llamar al doctor. Con cierta dificultad en su hablar, quiso saber qué partes de su cuerpo podrían recuperar la sensibilidad. El doctor le indicó que nada se podía saber con certeza, que había que dejar pasar los días  y observar la evolución en las próximas semanas.  Respuesta inocua que él imaginó haber escuchado demasiadas veces como una premonición aciaga. Una profunda desesperanza le invadió entonces. Volvió a enfermar dentro de su propia enfermedad.
A la mañana siguiente Judith llegó con más entusiasmo aún. Sonreía y bromeaba, quizá forzadamente. En cierto momento descolgó el pulsímetro del cabecero de la cama y se dispuso a tomarle las pulsaciones. Él se mostraba amable, pero sin fuerzas. El perfume de Judith le alteraba el pulso; cada vez que ella se acercaba a él una bella melodía le acariciaba el deseo. Cuando ella se levantó para abrir una ranura en la ventana él concibió una idea perversa y autodestructiva: decidió proponerle un juego más íntimo. Ella sonrió sorprendida, pero accedió. Entonces, él no pudo sentir sus manos sobre su regazo. El anterior sentimiento de impotencia le invadió de nuevo, pero ahora era un sentimiento depurado, nítido, que lo arrastraba al deseo de morir. Y estaba decidido a hacerlo, cuando tuviera las fuerzas para ello.
El martes siguiente Judith llegó con una botella de vino sin alcohol. Aquello le pareció una aberración de la naturaleza. “Yo también soy ya un vino sin alcohol: otra aberración”, le comentó. “Tú eres mi vino, con eso basta, y sólo tienes que recuperarte”, le espetó ella con valentía. Entonces él volvió la cabeza hacia el otro lado y balbuceó su nombre en voz baja. Ella se inquietó: “¿Qué piensas? ¿Qué te ocurre?” Él le anunció que no sentía nada. “¡Nada! ¿Comprendes?”, le gritó finalmente. Ella le cogió la mano, espiró largamente aparentando no darle ninguna trascendencia a sus palabras y lo miró fijamente: “Yo te quiero a ti, no a tu sexo. También tú debes comprender”. Sin embargo, él notó que aquellas palabras estaban atravesadas por un hilo de compasión. Y de repente aquel pensamiento pueril se multiplicó como por obra de una mano demoníaca: “No, no es un hilo de compasión, es un doloroso torrente de compasión, y yo soy su objetivo, su maldito objetivo, ¡no, no, no!”, pensó justo antes de rebelarse contra su propia desgracia de la forma más destructiva. Sus ojos se volvieron hacia la locura y comenzó a gritar a Judith, diciéndole que se fuera de allí. Ella, sorprendida, no podía entender. Lo miró con ojos crueles y salió de la habitación.
Él quedó muerto. Aquel arrebato le hizo mal a su mejora, pero lo había determinado: tenía que ser así. Sentía que todo lo que le ocurría le era merecido y no quería ver ningún síntoma de compasión alrededor suya. Era un muerto en vida, nada corría ya por sus venas, y sólo esperaba que los doctores hicieran algo rápido para aliviarle aquella carga insoportable.
Al día siguiente apareció por la puerta su hermano. Era dos años más joven y tenía todo un futuro esperándole en los cuerpos especiales del ejército. Conversaron entre risas y miradas extrañas. En un momento el militar calló y le dio la mano. Él presintió que aquello era una mano de despedida. Y comprendió que una persona inerte es una carga demasiado pesada para todo el mundo. Quizá si hubiera vivido alguno de sus padres habría encontrado un nuevo hijo que cuidar, una nueva misión en su vida, pero los demás ya tenían sus caminos trazados. Y él no podía ser una piedra en ninguno de ellos. Incluso para Judith, a pesar de los años que habían pasado juntos, sentía que en el fondo de las necesidades más vitales de ella él era una piedra más, una piedra difícil de apartar de su camino, quizá, y esto era lo que más le compungía.
Los rayos de sol iluminaban una de las paredes de la habitación. La enfermera entró a regular un mando de la máquina que le limpiaba la sangre. Al acercarse él agarró a la muchacha del brazao con su única mano viva. La enfermera se volvió con cara extrañada. Le preguntó sobre su recuperación, pero ella no quiso decir nada. Lo remitió a los informes del doctor. Se marchó. Un gorrión se posó en el alféizar de la ventana, movía la cabeza con movimientos rápidos y desconfiados. El animal se quedó unos segundos mirándole a los ojos. Y entonces comenzó a odiarlo. Aquella sensación de belleza que penetraba por la ventana con aquel pájaro y aquellos rayos de sol le hacían daño, un daño insoportable.
Judith se cruzó con el militar en alguna parte de la clínica pues, poco después de marchaste éste, ella entraba. Llevaba un bolso enorme de color rojo. Antes de decir nada, ofreció su perdón con una mirada despreocupada, demostrando así haber olvidado el incidente del día anterior. Se acercó y le dio un beso. De repente el sentimiento nauseabundo que le asaltó el día anterior comenzó a recorrerle de nuevo el corazón, sin embargo se contuvo y calló con una sonrisa falsa. Esperaba que de verdad en esa ocasión ella desnudara su verdadero sentimiento y sus planes futuros ante él. Ella le habló de las pesquisas que estaba haciendo el abogado en relación con el accidente y las posibilidades que existían de que el otro individuo fuera juzgado por  intento de homicidio. A él aquello no le importaba. Su atención comenzó a centrarse en sus labios. Le parecían encantadores, sus lóbulos superiores describían un corazón moviéndose en sístole y diástole, pulsando los lóbulos inferiores y enviando fluidos invisibles para que su vista los bebiera. Su nariz le parecía entonces más pequeña. Reconocía  la belleza suprema de aquella cara. Entonces cerró los ojos. Ella calló, pensando que necesitaba dormir. Entonces él la miró y le dijo que le besara de nuevo. Ella lo hizo. De nuevo aquel pensamiento mezquino, provocado por una dolorosa sensación de impotencia, comenzó a herirlo. Le quemaba la sangre, una sangre que recorría un cuerpo muerto y una mente cada vez más enferma. Reaccionó, la miró con desidia y le pidió que no volviera en varios días. Ella le acarició y le dijo que lo haría. Pronunció un sincero “Te quiero”, y se despidió. Unas ganas de llorar le vinieron súbitamente, pero se contuvo delante de ella. Cuando salió, rompió en lágrimas, hasta quedarme dormido.
Los días pasaban sin avance aparente. Comenzaba a sentir el peso de su mano derecha, pero nada más. Las luces de la habitación cada vez le resultaban más tediosas, las caras de las enfermeras aburridas, sin vida, automáticas, como sus movimientos, el verde agua esperanza del hospital le molestaba cada vez más. En los estados más sulfurados de su espíritu, cuando de pronto la sangre caliente le obnubilaba la vista, aquel verde se le tornaba rojo, hecho que explicaba como un síntoma de su descenso a los infiernos del sufrimiento. Pensaba que el médico le ocultaba alguna mala noticia, y no lo entendía: ¿por qué aquel matasanos que no conocía de nada y cuya mirada transmitía indolencia e incomprensión ante su dolor no le decía de una vez la verdad?  Aquella idea le irritaba. Le urgía ya la necesidad de que algo explotara para comenzar una nueva vida, o para no vivir.
Un día le llevaron una pequeña radio envuelta en tres cajas chinas y un envoltorio de papel de celofán: era un regalo de Judith. Llevaba dos semanas sin aparecer por allí. Su conciencia no deseaba que volviera: podía ser demasiado sangrante para él. Sin embargo, en el fondo su deseo trabajaba en otro sentido muy distinto. Había decidido firmemente que si volvía acabaría por romper la relación definitivamente, ella estaba demasiado viva, necesitaba otro hombre. Él había decidido aislarse del mundo, cortar todas las vías de comunicación con su entorno y dejar que fluyera libre. Él ya sólo era un engaño, un motivo para la traición, o para que alguien expiara sus culpas con su cuidado. No quería a nadie a su alrededor.
Cinco días después, Judith apareció envuelta en una gabardina azul. Llevaba una boina blanca, deslizada sobre su lado izquierdo. Sus ojos aquel día brillaban de otra manera. Parecía haber comenzado a vivir de nuevo. Le saludo con un beso en los labios. Hablaron cosas inocuas para el corazón, él le anunció los avances que estaba sufriendo: su mano ya se movía ligeramente, sentía cada vez más la aguja de la sonda en su brazo, arrastraba la cabeza por la almohada; sus piernas, sin embargo, aún no habían dado señales de vida. Ella lo animó, le dijo que todo iría cada vez mejor y que al final podría llevar una vida normal. Le cogió la mano. Aquello fue una señal: él entendió que quería decirle algo. Entonces él se adelantó y le preguntó cómo iba todo, si tenía algo que decirle: alguna decisión que hubiera tomado. Judith le comentó que había abandonado su proyecto de ir a Francia a terminar sus estudios porque quería afianzar su estatus en la empresa. También dijo que quería estar cerca de él. De repente la delicada voz que llevaba aquellas palabras a sus oídos comenzó a sonarle distorsionada, el sonido que le envolvía comenzó a balancearse como una sólida onda sonora. Relajó la cabeza cerrando los ojos y oyó algo. A partir de aquellas últimas palabras no recordó nada más: Judith le acababa de anunciar que estaba encinta.
Desde aquel día todo resultó un cruel disparate. Los hechos y los sentimientos bruscos se precipitaron hacia un final trágico. Todo, como si hubiera sido premeditado. A pesar de que la esperanza de poder llegar a ser padre no se separaba de él en ningún momento, le ofreció, de forma cruel y malévola, las dudas de su paternidad. Ella, inocentemente, le prometía y juraba. Aquella esperanza le devolvió un estado ambivalente de placer y odio a sí mismo, había encontrado un motivo para morir y para vivir, para pedirle a los doctores que le dejaran morir y para instarles a que le volvieran a intervenir.
Desde el día de la anunciación Judith acudió todos los días a visitarle. Desde entonces él comenzó a respetarla cada vez más, y, sin embargo, la necesidad de dar por finalizada la relación lo sumía en un fuerte debate interno entre sus sentimientos y esperanzas y su consciente realidad. Pensaba que el embarazo, en cierto modo, la ataba demasiado a él, pero que al mismo tiempo esa atadura era perniciosa para ella. Decidió entonces que no podía seguir así por más tiempo y que, cuanto antes, la dejaría libre.
Un jueves Judith subió una caja de bombones a la habitación. Los comieron juntos, entre risas. Al final, cuando saboreaba el último de la caja, decidió lanzarse al vacío: la locura lo había azotado poco a poco durante los dos meses que llevaba en cama, y estas reacciones cada vez se repetían más. Pero aquel jueves llegó demasiado lejos. “Judith, ¿sabes? He de decirte una cosa que nunca quizá hayas sospechado: A lo largo de estos últimos años te he sido infiel muchas veces. He sido un ser vil y horrendo que no ha tenido escrúpulos en engañarte”. Ella captó el tono cínico de su voz, y su rostro se volvió oscuro, adoptando el color de los bombones. Sus ojos se tornaron negruzcos y brillantes, y se posaron fijamente en él. Con aquello había traspasado la paciencia de los ángeles. A Judith sólo le interesó una cosa: si aún quería a alguna de aquellas mujeres. Él volvió la cabeza y calló. Ella quiso atravesarlo con la mirada sostenida largamente, el rostro serio, destilando la mayor venenosa frialdad que le podía dedicar. Volvió a insistir si aún conservaba a sus amantes y si las quería. “Aquellos encuentros sólo eran una broma”, dijo él riendo desairadamente.  Judith se levantó, tomó el bolso y se dispuso a salir sin decir palabra. Justo en el momento de cruzar la puerta él la nombró, ella notó las vibraciones en sus cuerdas vocales. “No vuelvas nunca más. Te lo pido”, le dijo. Entonces ella lo comprendió todo.

Habían pasado ya tres meses desde aquel día definitivo, era jueves de Navidad, y un frío seco condensaba el cielo blanco. La parada de autobús quedaba cerca de su casa. Apoyándose en las muletas hacía ese recorrido dos veces al día. Joan le acompañaba. Hacía dos años que llegó desde Senegal y sólo dos meses que compartía con él su lenta pero imparable recuperación. Le quería como a un padre. A veces le preguntaba por qué no tenía mujer, pero él siempre le contestaba lo mismo: le decía que había tenido dos pero que las cambió por dos camellos. Joan se echaba a reír, ingenuo.
A veces Judith le veía desde lejos, pero aún no le había saludado por primera vez desde el desencuentro del hospital. Aquello le ponía muy triste y, sin embargo, ahora volvía a reconocer que lo tenía merecido. Toda su vida era un continuo merecer, pensaba. Había dejado de creer en cualquier cosa que le diera alguna esperanza. Aquel jueves, sin embargo, una carta de Judith apareció en su buzón. Joan no conocía a aquella mujer, pero después de abrirla notó un brillo acuoso en sus ojos. Era escueta: “Hola”. Sólo una palabra, pero a él le penetró como un rayo.

martes, 25 de octubre de 2011

EL IDILIO DE MARÍA ALEJANDRA

José Antonio Nisa

- ¡Dios mío, esto es una pesadilla! –fueron las palabras que el perito Martínez Sampablo pronunció cuando la última de las puertas que daban acceso al interior de la mansión de los marqueses de Lienova fue derribada. De las profundidades de la tierra, el tronco de un árbol gigantesco había emergido por el centro de la casa con un haz de venas grises que atravesaban violentamente la lujosa mansión. La anchura del tronco era descomunal, y ocupaba casi por entero el volumen del patio, impidiendo que apenas entrara la luz en el enorme salón, las ramas se habían filtrado por todas las habitaciones, resquebrajados los paramentos y el suelo había sido completamente levantado. Algunas flores brotaban tímidas por entre las enormes hojas verdosas que asomaban a la calle. El perito Martínez Sampablo, encargado de la misión por orden del juez, quedó preso de aquella fuerte impresión, que no conseguía digerir con la lógica que su experiencia, sus estudios y títulos le habían otorgado. Prestamente solicitó una brigada de jardineros, un camión y una grúa.
Una pareja de la policía municipal acompañada por el bibliotecario llegó para inspeccionar el lugar y hacer el atestado que correspondía al caso. Al bibliotecario, personaje entendido en antigüedades, le había sido encomendada la misión de salvar de la rapacería los objetos de valor y las antiguallas que en la mansión se encontraran.
Y habría sido un trabajo triunfal el suyo si todo aquel tesoro medio enterrado entre polvo y escombro hallado en las distintas estancias de los marqueses no hubiera quedado más sepultado aún en la memoria del pueblo, y mucho más en las actas que levantó el celoso bibliotecario, cuando en la segunda incursión que se realizó en aquella selva se descubrió, en lo más oculto de la mansión, a un ser viviente, cuya existencia era ignorada, incluso, por la más cercana familia que los marqueses dejaron a su muerte, hacía ya más de dos meses. Alguien la llamó María Alejandra.

A la edad de seis años, María Alejandra ya había impacientado a dos institutrices que habían abandonado la casa ante la imposibilidad de hacer que la niña memorizara de un día a otro las más elementales grafías del idioma. La segunda de ellas fue rotunda: “la señorita nunca aprenderá a leer”. Y era que, en el fondo, María Alejandra no quería aprender a leer. Los castigos de la primera institutriz fueron en vano: la niña pasaba horas y horas encerrada en su habitación con una pizarra insinuante marcándole las primeras consonantes, y salía con la misma sonrisa con que había entrado, pero sin saber nada de nada. La maestra del colegio de la Inmaculada había previsto que María Alejandra era una niña especial cuyo talento brotaría más tarde y con más energía que en el resto de los niños, razón que convenció a los marqueses para posponer en dos años el momento en que su hija debía iniciarse en las letras. En aquel tiempo la marquesita había aprendido a tocar el piano de oídas y cantaba canciones que atraían a los mismísimos pájaros. Sin embargo, después de aquellos dos años, el nuevo intento fue otra vez en vano. “La niña es demasiado alegre para aprender nada que no quiera.”, sentenció a un marqués desconsolado uno de los maestros que desistieron del proyecto.
El verano de sus diez años los padres de María Alejandra pretendieron que su primo José Alberto, de su misma edad, transmitiera por el efecto aquel de la empatía sus conocimientos a su difícil hija y que, de una vez por todas, entrara en ella la semilla de la ilustración. Sin embargo, aquello fue sólo una ilusión. María Alejandra se enamoró perdidamente de su primo José Alberto. La pasión alcanzó a ambos y, lejos de emprender el camino del orden, las correrías que ambos críos hicieron aquel verano bajo el sol ominoso de agosto que los empujaba a despertar toda la alegría que les permitía su inocencia entre las frescas aguas de la laguna, no dejó tiempo para más. Los momentos que pasaban ambos en la habitación fueron infructuosos para las letras, las risas que salían de allí resonaban como látigos en los oídos de la marquesa, quien sabía que pocas cosas le quedaban ya para socorrer el futuro de María Alejandra. El amor que había surgido entre los dos niños se desparramaba de continuo por toda la casa: juegos, canciones, carreras, baños, misterios, y un pequeño arbolito que ambos chicos plantaron en el enorme patio cuadrado de la casa. Aquel arbolito se convertiría, a la partida del primo José Alberto, en el símbolo del amor que ambos se prometieron. 
Después de aquel verano los marqueses llegaron a la conclusión de que ya, a  la edad de once años, la niña ya había pasado la edad de instruirse, y de que su ineptitud para la disciplina que requería su categoría social era ya manifiesta. María Alejandra vivía en un idilio continuo con su propia vida. Su radiante alegría, su espontaneidad infantil ante la gente, no eran más que síntomas de una enfermedad que los padres se negaban a nombrar. María Alejandra vivía en un continuo sueño. Al año siguiente el primo José Alberto hizo una repentina visita a la casa de los tíos marqueses acompañando a su madre, la tía María Teresa. Aquel día fue cuando la marquesa tuvo el primer pensamiento extraño acerca de su hija: el primo José Alberto ya había cambiado la voz, se había estirado, la nariz se le había pronunciado y se le comenzaba a marcar el vello negro del bigote. María Alejandra no había sufrido ningún cambio en su aspecto, como así, mirando una de las fotos de comunión, observó la tía María Teresa. El primo José Alberto, envuelto en un impostado aire de incipiente adultez, no pudo resistir las locuras de María Alejandra, y aquel día en el cuarto de la niña, entre juegos y sueños de niños, la inocencia dio al traste con toda pretensión de ser eterna. Luego, ambos regaron juntos el árbol del patio interior, su árbol, que crecía y crecía como crecen los hombres y María Alejandra pensaba que lo hacía el amor. Aquel árbol sería el objeto de sus sueños durante todos los años de su vida.
A la edad de los doce años, y comprobado ya por distintos expertos que María Alejandra era un caso único en lo que se conocía del mundo, y que el estancamiento en su desarrollo era como un milagro, sus padres los marqueses terminaron por prohibirle salir a la calle. A partir de aquel momento los marqueses se abstuvieron todo lo posible de mencionar en sociedad que poseían una hija. Una criada, a la que también se había prohibido hablar de la niña, se encargaba de vigilar a la chica. Se le había llevado un piano a su habitación, y se había colgado de una de las ramas de su enorme árbol un columpio que utilizaba, más que para columpiarse, para subirse a la copa del árbol donde ya había anunciado que algún día haría una casa para los pájaros. María Alejandra no perdía su alegría innata, a pesar de la primera pesadumbre que supuso la prohibición de salir. Sólo cuando su padre el marqués ordenaba podar algunas ramas del árbol para no dañar las paredes o ventanas, ella se encolerizaba, lloraba  y gritaba con enorme pena, pues sólo pensaba que los pájaros no podrían ir a visitarla. Entonces se encerraba durante dos días en su habitación y no paraba de tocar al piano piezas arrebatadoras.
Durante años María creció sin alteración alguna en su físico. Ni su cara ni su carácter sufrieron cambios, para asombro creciente de los marqueses, quienes cargados de frustración hicieron desaparecer cualquier rastro de la niña de la vida pública. Pero los marqueses iban llegando a la ancianidad, y con preocupación veían el futuro de la niña cuando ellos desaparecieran. La marquesa impuso su criterio de declarar en el testamento la enfermedad de la niña e incapacitarla para la administración de la herencia, guardándole el derecho a ser pensionada convenientemente con cargo a la misma. A todo ello era ajena María Alejandra, a quien a sus veinte años se le ocultó la muerte del marqués su padre con el único motivo de no darla a conocer a la sociedad a través de las magnánimas exequias que se prepararon para su funeral. Así María Alejandra fue convencida por medio de la criada de que su padre había sido nombrado cónsul de tierras lejanas con las que ella soñó durante varios años.
La pequeña María Alejandra fue ignorada por completo por su anciana madre la marquesa, quien, al otro lado de la casa, continuaba con su vida de sociedad. Se le había prohibido salir al salón sin previo aviso a la criada, y ya la marquesa había desistido de recortar el árbol que poco a poco iba creciendo al tiempo que los sueños de María Alejandra lo hacían en su mundo interior.
Dos años después de la muerte del marqués, la marquesa falleció debido a una vejez que ya no se podía mantener por medios físicos. Aquella noche en que su corazón se paró definitivamente fue la criada quien llamó a un médico. Al serle preguntada por este si vivía alguien más de la familia en la casa ella, con un visible titubeo, contestó con una negativa. La anciana tía María Teresa, que tenía a María Alejandra por una marquesita felizmente desposada hacía tiempo, se encargó de despedir a la criada, de dirigir todos los detalles del funeral  y finalmente de clausurar la casa. María Alejandra vivió alegremente en sus sueños de ruiseñor durante los dos meses siguientes, momento en que tres hombres, dos policías y un delgaducho joven con una enorme carpeta incrustada en el brazo, la miraban sentada en una plataforma que había entre las ramas de aquel gigantesco árbol.
El perito Martínez Sampablo ya había sido avisado semanas antes de que la casa del marqués estaba sufriendo unas extrañas irrupciones. Las ventanas habían reventado y habían sido atravesadas por ramas de una especie de ficus, nada grave comparado con la enorme grieta que subía desde el dintel de la puerta principal. Cierto día aparecieron los dos ventanales principales de la fachada abiertos de par en par, lo que alarmó a algunos vecinos de la zona que alertaron a la policía de que posiblemente algunos ladrones hubieran desvalijado la casa. Al no haber denuncias, la policía puso el caso en manos del juez. Como obra de menor envergadura, el magistrado decretó el asalto oficial de la casa por funcionarios públicos, momento en que quedó en poder de la rumorología popular aquel extraño caso.
Cuando María Alejandra fue sorprendida por aquellos hombres, allí arriba colgada en la copa del árbol,  preguntó indolentemente por su madre y les insistió que su padre era cónsul en un país muy lejano. El joven bibliotecario, ante tal increíble escena, retrocedió. Los dos policías entendieron rápidamente que aquello era un caso nada usual. Uno de ellos entonces comenzó a hablar con la niña y sin demasiado esfuerzo la convenció para que fuera con ellos.
La pequeña María Alejandra fue ingresada de inmediato en un orfanato a espera de que algún responsable adulto se hiciera cargo de ella. Después de revisar los archivos del registro civil y comprobar que la tía anciana María Teresa se encontraba en el hospital de la ciudad, convaleciente de una enfermedad, el juez ordenó avisar al primo José Alberto del extraordinario hallazgo de la niña.
Aquella misma tarde comenzaron los trabajos para la poda y tala del árbol cuyo volumen había inundado la casa que duraron nada menos que dos días. En aquel tiempo María Alejandra había mostrado un comportamiento nada usual en ella: se mantuvo encerrada en la habitación que le había sido asignada en el orfanato sin querer salir al recreo a jugar con otros críos, ni comer, ni realizar las actividades cotidianas del lugar. El primo José Alberto se hallaba mientras tanto de camino, proveniente de las tierras más septentrionales de la meseta. Al llegar, el juez le puso en conocimiento de la existencia de la niña. Sin demora se dirigió al orfanato, pero allí se encontró con la nerviosa directora del centro con la cara descompuesta, que le indicó que la niña había huido aquella misma noche saltando la verja, aprovechándose, de seguro, del árbol que franqueaba la entrada. José Alberto acompañó a la policía en su búsqueda por algunos lugares públicos, sin resultado alguno, hasta que, con un último hilo de esperanza, optaron por volver a la casa.
Un jardinero abrió las puertas principales. La luz se disipaba por toda la casa de forma diáfana. El aspecto ruinoso de la mansión se hacía ahora, una vez eliminado el árbol, más patente. Los policías revisaron la parte delantera de la casa. Seguidos por el primo José Alberto, pasaron luego al patio, donde escudriñaron los soportales sobre los que se elevaban los balcones de la planta alta. Sin novedad alguna, al fin subieron a las habitaciones. Cuando uno de los agentes abrió la puerta de la que fue la habitación de María Alejandra, la imagen que vio le hizo volver la cabeza. Su cara delataba asombro y aturdimiento, lo que fue notado rápidamente por José Alberto. Este se adelantó y entró en la habitación. En un rincón de la habitación, se hallaba agazapada una mujer mayor, semidesnuda. Tenía el pelo completamente blanco y desgreñado, y ocultaba el rostro entre sus brazos. De pronto levantó la cara y miró al frente con la vista perdida a algún punto indefinido de la puerta. Su cara se mostró surcada de arrugas, los ojos grises y los labios lívidos. A pesar del tiempo, el vestido rajado que le ceñía el pecho fue reconocido por José Alberto.
María Alejandra murió dos días después del funesto hallazgo. El juez no permitió que su buen discernimiento quedara enturbiado por aquel caso y no quiso dar por válida la versión del primo José Alberto, que insistió en decir al juez que quien había muerto era en realidad la niña que escapó del orfanato, que había envejecido de repente con la tala de aquel árbol,  “una versión sobrenatural” a todas luces, y María Alejandra se dio por fallecida el dos de agosto de 1966, a la edad de cincuenta y cuatro años a causa de una neumonía letal. De aquella niña que escapó del orfanato nunca más se habló, inexistencia que fue luego atestiguada por la directora del centro, aunque el joven bibliotecario dejara constancia en sus cuadernos del insólito caso que evidenciaron sus ojos.

domingo, 23 de octubre de 2011

EL ILUSORIO ENTIERRO DE LA INFANCIA

José Antonio Nisa
El joven volcó toda la arena hacia donde estaba el juguete, sin tener en cuenta que luego el viento la voltearía de nuevo y el juguete quedaría al descubierto. Entonces ocurrió algo inesperado: alguien lo vio (hay ojos en todos los rincones del universo, o acaso un gran ojo omnisciente) y dentro de la casa se corrió el rumor de que había enterrado su juguete. Pensaron que lo había hecho para que todos descubrieran así de pronto su virilidad, y entonces muchos de ellos se rieron de su ingenuo engaño.
La madre salió al jardín. Allí lo encontró de nuevo, con el hacha en la mano, cortando todos los árboles, empecinado en su engaño.
”Si continúas con tu empeño no volverás a regar", dijo. “No sabes lo que haces”, añadió. Pero él subía y bajaba el hacha, y se secaba el sudor con la manga oscura de su camisa, recreándose en la futilidad de aquellas palabras. "No volverás a regar y morirás de soledad", volvió a decir la mujer. Él se contuvo de decir un improperio y, para consolar su lengua reprimida, arremetió contra una de las palmeras, con todas sus fuerzas.
Uno de los pequeños le lanzó la pelota a la cabeza desde encima del tejado. Los demás chicos se agachaban para no ser vistos, pero él los vio allí arriba. "Jodidos niños", se dijo. Siguió golpeando a los arbustos con el hacha, brutamente, sin parar. Ahora fue una piedra. Le golpeó en la pierna. Aún no los veía, pero sabía que estaban allí. "Bajad de ahí, malditos, os voy a dar yo piedrecitas." Pero ellos querían jugar con él, como siempre lo habían hecho.
Comenzó a levantarse una brisa, suficiente para secarle el sudor de las sienes. Los niños salieron de la casa, la mujer cruzó de nuevo con un cordero asado en una gran bandeja. Entonces él observó que el juguete había sido descubierto por el aire. Pensó que la mujer lo habría visto. "Por eso sonreía", se dijo, y se imaginó que ya todos lo sabían. Entonces tomó varios cubos de agua y comenzó a regar los parterres laterales del jardín, mostrando con ello la duda de aquel gran paso. La mujer salió de nuevo y contempló cómo regaba, perpleja. "Lo siento, lo siento, lo siento", dijo él de pronto, en un arrebato súbito, y comenzó a llorar. Ella le dirigió una mirada de comprensión, y volvió a entrar, pero antes de girarse dijo en voz queda: "La comida está servida".
Los niños entraron en tropel, entre risas y rumores. El calor fue apagándose con la corriente de aire que corría entre las puertas siempre abiertas. Ella se volvió contra él, y le dijo: "Y ahora, ¿por qué no comes? Lo hice para ti."
Arreció el aire y el viento entrante comenzó a levantar objetos y a golpear las ventanas. Uno de los niños se levantó de la mesa y acudió rápidamente a cerrar la puerta del jardín. Entonces vio el juguete allí al descubierto. "Mirad", gritó con un hilo de entusiasmo en su voz. Él se estremeció y soltó el tenedor en el plato. "Lo hice para ti", dijo ella, "a pesar de todo".

miércoles, 19 de octubre de 2011

LA IRREFUTABLE LEVEDAD DEL SER


No muy lejos de nosotros, no deja de resultarnos sorprendente el comportamiento del pez justo antes de morir por asfixia. En esos momentos las moléculas de oxígeno están a punto de agotarse, el agua ya ha comenzado a esconder las pelotitas golosas de odós y el pez apenas recibe en sus agallas una o dos cada cierto periodo de tiempo naturalmente insuficiente; entonces, tras recorrer cientos de metros en un círculo monótono y demencial, cuando no hay nadie allí afuera que rece por él o, menos aún, que sea consciente de su acalambrado discurrir por entre las ondas invisibles del agua encerrada, el pez siente que se acerca inapelable su final. De pronto su movimiento se vuelve azaroso, alocado, brownianamente acelerado, inencajable en ningún libro de física: es el movimiento último de la desesperación, de la cercanía de algún fin, es el movimiento de la tragedia. El pez se encuentra agotado, sin aire y, sin embargo, sus energías se disparan en todas direcciones. Llega entonces un segundo preciso y fatal en el que el pez comienza la preparación inconsciente de la muerte. Se dirige hacia el fondo, se arrastra por toda esa superficie submarina para llevarse un bonito recuerdo de ella, se nutre de bellas imágenes placenteras, de los lugares lóbregos y silenciosos donde también vivió sus penas; luego, aligera la navegación y choca sus aletas como señal última antes de emprender su escapada hacia el otro éter. Entonces sale veloz hacia arriba, concentrado, pensando en el cielo, sonríe justo antes de romper la barrera y, al fin, salta. 
Allí afuera no hay nadie. El pez sigue moviéndose enérgicamente, a pesar de ser escasa esa energía última, pero es que ya no necesita guardar energía para el futuro, para el porvenir o para consolar el miedo, y así, sin saberlo, libera todas sus calorías en un movimiento fluido y nervioso entre el calor de la piedra y el aire solitario del jardín. Las flores atentas de alrededor lo miran tristes, aun sin saber de qué animal se trata. Tal es su cara de dolor. Más tarde, continua el silencio.
No muy lejos de nosotros.

sábado, 15 de octubre de 2011

EL NUEVO DILUVIO

José Antonio Nisa
Era común que, en tiempos de sequía, los acerados, aquellos lustrosos pavimentos altivos, se envanecieran de ser entes superiores, riéndose de aquellas otras superficies inferiores de las calzadas, deslucidas por el polvo acumulado en sus riberas. Por su lado, los tejados, allá arriba, acaso miraban hacia abajo, sabiéndose de otro mundo diferente, de otra altura incomparable. Pero entonces, como si de un estúpido olvido se tratara, comenzó a llover, y los acerados al principio se mofaban de las calzadas encharcadas y enlodadas bajo el agua sucia, sin la conciencia precisa del futuro, recreándose en su sobrestima, sirviendo de salvoconducto a los señores que paseaban por la calle vadeando, ora aquí ora allí, los húmedos depositarios del cielo. Sin embargo, fueron aquellas épocas en que la lluvia de la desgracia arreciaba, y no fue suficiente la altura con que los acerados se erguían sobre sus vecinas las calzadas esclavas y, muy a su pesar, sintiéndose pisoteados incluso en su dignidad, fueron inundados por las aguas persistentes que las superficies inferiores no pudieron contener, pues las alcantarillas hacía tiempo que, ante tanta sequía, se atoraron de gozo material y de desidia. Los acerados, al fin, tuvieron que callar y enrojecer su humillación ante los eternos humillados.
Al principio se quejaban acaloradamente y culpaban a las calzadas de no haberse preocupado de sus desagües, todo el día holgazaneando y sin responsabilidad alguna, pero pronto el agua comenzó a desbordar las calzadas y hacer tabla rasa hasta ahogar a los acerados y expandir aquella desgracia. Desde arriba, mientras tanto, los tejados limpiaban el polvo acumulado del verano vertiendo a través de las canaletas litros y litros de agua sobre el submundo de las superficies pisoteadas, y cuanto más lloviera más relucientes quedarían con la salida del nuevo sol húmedo de otoño, porque sus aguas sucias eran escupidas abajo por gárgolas feroces sobre los hombres de gabán, bombín y paraguas que caminaban inconscientes del diluvio que les sorprendería también a ellos, sonrientes y satisfechos, altivos, con los pies mojados, las cañas de los pantalones salpicadas y los maletines ocultos bajo el pecho.
Y ahora, estos pobres hombres, inverosímiles seres del mundo material, que construyeron su mundo a imagen y semejanza de sus deseos, ahora caminan por los acerados de igual a igual, completamente resignados a los designios del diluvio que los despojó de sus suntuosos maletines, completamente desarmados ante los castigos postreros del cielo, y nuevamente sumidos en la indiferencia de su propia especie. Tal fue la crisis de la humanidad.

miércoles, 12 de octubre de 2011

EL SENTIDO DE LA VIDA


El joven señor dijo a su sirviente: "Prepárame el caballo que he de partir", pero este, viendo que era ya muy tarde, y conociendo las veleidades de su señor, estaba convencido de que en realidad no iría a ningún lugar y que tan sólo era otro más de sus efímeros caprichos de muchacho solitario. Así que se desvió del camino de las caballerizas y se dirigió a la cabaña. Entonces el joven señor, viendo que se retrasaba, fue él mismo al establo, ensilló a un caballo y salió. El sirviente, sorprendido al ver que su señor se disponía a salir, le abordó a la salida: "¿Adónde va el señor a estas horas de la noche?" A lo que el señor respondió: "Lejos, muy lejos de aquí, he decidido dar un sentido a mi vida". El sirviente contestó: "Pero señor, esta es su tierra, ¿no es acaso todo lo que hay en ella el sentido de su vida?” “No alcanzas a entenderlo: el sentido de la vida no se halla en ningún lugar”. El sirviente quedó perplejo: “Ciertamente no entiendo nada”. El joven señor espoleó su caballo y, antes de alejarse, dijo: “No temas: algún día quizá podrás comprenderlo”.
Convencido de que aquello no era más que otro nuevo arrebato místico de su señor, el sirviente volvió a la cabaña.
Pasó el sirviente dos semanas de soledad y angustia por el paradero y fortuna de su señor. Hasta que una mañana, cuando el sol llegaba a su cenit, el sirviente vio aparecer por el horizonte a dos hombres a caballo. Venían a traerle la noticia de la muerte de su joven señor, víctima de una sangrienta querella. En aquel momento, el sirviente quedó bajo el influjo de una gran pena y de un augurio incierto de desamparo, cuando una extraña pregunta  invadió su cabeza: "¿Qué sentido tendrá ahora mi vida?" Entonces, como si una luz divina le hubiera ayudado a comprender todo lo que su señor le dijera, se dirigió a las caballerizas, ensilló un caballo y, sin más,  partió en dirección al sol, muy lejos de aquel lugar, en busca de alguien que, de nuevo, llenara su vida de sentido.

sábado, 8 de octubre de 2011

LOS TAHÚRES


 José Antonio Nisa
          El humo se deshilachaba bajo un luminoso foco que pendía sobre el centro del tapete verde. Apenas se distinguían las caras macilentas e incógnitas de los tahúres, cuatro, que sólo cargaban el vaso de whisky entre partidas, pues cualquier gesto podía delatar las más intrincadas intenciones. De repente se abrió la puerta bruscamente y una sonora carcajada de mujer entró en la sala oscura desde el fondo, un largo vestido blanco se acercaba desde la lejanía, contoneándose al ritmo de una risa ebria.
- ¿Hay algo más importante que el amor? –decía la mujer a medida que se acercaba a la mesa- ¡Sí! ¡El juego! ¿Y hay algo más importante que el juego? ¡Sí! ¡La política! ¡Ja, ja, ja! ¿Y hay algo más importante que la política? Lo veo por aquí: ¡El whiskie! Ja, ja, ja...
            La mujer acababa de profanar un espacio sagrado y tácitamente vedado para el sexo femenino. Inconsciente del terreno que estaba pisando, se acercó al marqués y se sentó en sus rodillas. Éste, conservando la tranquilidad, con media sonrisa de disculpa en los labios, dirigió a los demás una mirada rezongona.
- Creo que es mejor que te vayas y esperes abajo en el bar, Isabel –rompió a decir cuando la mujer echó la cabeza sobre sus hombros.
- No puedo volver abajo, cariño. Acabo de romper una botella en la cabeza a un señor –dijo ella, irguiendo la cabeza por un momento.
- No sería de los nuestros, supongo-. El marqués echó a reír. Los demás señores comenzaron a torcer el rostro, ante el cariz de continuidad que parecía adquirir aquella conversación entre esposos.
- Era un jodido liberal. He discutido con él, y me ha insultado. A mí, a la marquesa. Eso es inadmisible.
            De repente, al oír aquellas palabras, la cara del marqués quedó petrificada. Entonces miró seriamente a los allí presentes y, antes de levantarse, se excusó cortésmente. Ayudando a la mujer, ambos salieron. En el rellano de la escalera el marqués le pidió explicaciones a su mujer por aquel número, pero esta se negaba a aclarar nada. Sus palabras perdían sentido en su boca y sólo se centraba en insultar a la víctima: “Era un jodido liberal, un canalla, y además se me estaba insinuando el muy sátiro...”
El marqués bajó al bar. Junto a la barra, alguien, visiblemente nervioso y sobresaltado, se hallaba volcado sobre un señor que yacía en el suelo, intentando reanimarle. Era el camarero, un chico joven, con un grotesco bigote, muy negro y perfectamente recortado, que, con voz grave y temblorosa se volvió hacia los marqueses.
- Señor marqués, esto es una desgracia: el diputado Marcelino no respira, no le encuentro el pulso. Señor marqués, ¿estará muerto?
El marqués se incorporó sobre el diputado accidentado y le levantó los párpados. Luego se volvió hacia su mujer.
- ¡¡Dios!! ¿Qué has hecho? –rompió en grito. Al segundo, intentó hacer acopio de serenidad mirando al suelo, con las mientes puestas sobre el asunto que le acababa de llegar desde los infiernos. El camarero hizo una pregunta estúpida:
- Señor marqués, ¿llamo a un médico?
- No, -dijo bruscamente- aquí tenemos un médico. Tranquilízate, ¿de acuerdo?, esto lo resolveremos nosotros. Tú ve arriba y di a don Antonio que venga rápido.
El marqués, ayudado por la marquesa que apenas se podía mantener de pie y que no paraba de refunfuñar, acomodó el cuerpo del diputado en un sofá. Al punto llegó don Antonio, el médico, con paso lento y ceremonioso. Al ver la cara ensangrentada del diputado pidió al camarero un poco de agua y algunas vendas. Luego le limpió la sangre del rostro, le tomó el pulso, le miró los ojos con detenimiento y declaró con solemnidad que estaba vivo, aunque precisó que no sabía cuándo despertaría.
El marqués exhaló el aire contenido, la peor posibilidad que podía ocurrir ya se había esfumado; ahora quedaba simplemente esperar, aunque aún no había caído en la cuenta de que al día siguiente, es decir, en unas diez horas, se abrían los distritos para las votaciones. Era día de elecciones.
Mientras tanto, la marquesa se había quedado dormida repantigada en un sofá de cretona blanca con unos estampados de escenas mitológicas. Zeus lanzaba un rayo sobre su cabeza.
El joven camarero limpiaba el suelo aún con las manos temblorosas cuando se le acercó el marqués para indagar en lo ocurrido.
- Señor, yo no sé muy bien, pero el diputado don Marcelino estuvo muy contento toda la noche. Creo que había bebido demasiado. Lo noté cuando empezó a alzar el tono de voz. De pronto empezó a decir que los liberales eran los elegidos para implantar la justicia, la igualdad y el progreso en el mundo, que el pueblo era sabio y que ellos iban a triunfar. Luego, viendo que se estaba creando alguna tensión entre la gente, el presidente don Leopoldo le abordó para pedirle algo que no entendí, pero a partir de ahí el diputado calló durante un rato. Fue entonces cuando entabló una conversación con la marquesa. Le oí algunas palabras pero no puedo decirle, señor, qué fue lo que provocó el estallido de la marquesa. Al principio hablaban de política. En un momento me dijo que me acercara, entonces comenzó a llamarme por don Avelino, diciendo que yo no me debía sentir inferior a nadie, que era un hijo del pueblo tal como la marquesa. Hasta qué punto llegó aquella conversación no le puedo decir, pero finalmente la marquesa comenzó a reír y acercarse para hablarle al oído al diputado. Cuando así estaba la cosa, y todos los demás se habían ido, de repente estalló una botella de whisky en la cabeza de don Marcelino.
- Sin duda ha sido una provocación –concluyó el marqués.-¿Qué demonios, si no, podía hacer un liberal en este casino? Ha sido una provocación. Una provocación... –se repetía una y otra vez.
Dieron entonces tiempo al señor diputado don Marcelino para que tuviera un sueño tranquilo antes de despertar. El camarero había sido prometido ser recompensado mientras aguardaba ese momento, cuidando y dando las oportunas noticias a los tahúres que, de nuevo, se reunieron en el oscuro salón de juegos de la segunda planta.
Cambiaron el tercio, retiraron las apuestas y comenzó a correr el whisky más profusamente que en las serias partidas anteriores. El médico anunció que no se podía prever cuánto duraría la conmoción, y que se habían dado casos de caer en un coma irreversible a causa de una lesión de parte del cerebro. Otro de los jugadores, Don Alquíades, uno de los empresarios más importantes de la región en el sector de los jabones, y candidato a la presidencia de la diputación en las últimas elecciones por el Partido Conservador, había propuesto deshacerse del diputado y dejarlo en la puerta de alguna taberna sentado, asegurando que así, de paso, después de “haber sido víctima en una reyerta de tugurio”, la reputación de ese “liberalillo” quedaría manchada ya de por vida.
- No sabemos si recuperará el recuerdo de lo que ha ocurrido hoy aquí. ¿Y si recuerda perfectamente todo? Eso sería nuestra perdición –objetó el marqués.
- Sólo queda esperar, no sabemos si recordará o no. Quizá no estuviera tan bebido como para olvidar el golpe. Esos estados de shock son imprevisibles –dijo don Antonio, el médico, reponiendo el whisky en los vasos.
- ¿Y el chico? No lo conocemos. No sabemos nada de él. Lleva poco tiempo aquí y nadie nos puede asegurar que no hable. –El empresario estaba utilizando palabras con una comicidad sonora. Casi se podría decir que, sin darse cuenta, estaba representando el papel de mafioso.
- Yo hablaré con él –dijo el marqués-, tengo un trabajo para él que le hará perder la memoria de lo que ha ocurrido aquí esta noche para siempre.
- No lo colocarás en el comité del partido, ¿verdad? –don Antonio atinó a utilizar el humor, ocultando así una vergüenza que le estaba ya turbando moralmente.
La conversación, el alcohol y el humo se fueron haciendo cada vez más espesos, conforme pasaban las horas y el diputado no abría los ojos. La tensión se iba ocultando bajo el placer del juego. El cuarto jugador, un importante abogado de la ciudad, que había hablado a lo largo de la noche sólo para asentir o matizar algunas sentencias, comenzó a impacientarse:
- Son las cinco de la madrugada, señores. Creo que ha llegado la hora de tomar una determinación. Ahora mismo todos somos cómplices de un delito del que no sabemos las consecuencias. Dentro de cuatro horas toda la ciudad comenzará a buscar al candidato del Partido Liberal, y si no aparece, la policía no tardará en venir aquí. Hubo demasiada gente que lo vio entrar en el casino anoche...
No terminó de hablar cuando alguien llamó a la puerta con unos golpes rápidos. El camarero abrió sin esperar respuesta:
- Perdonen, señores. Pero el diputado don Marcelino ha insistido en subir. Dice que quiere echar una partida.
Una nerviosa excitación brotó de pronto entre los tahúres. Se cruzaron miradas, la expectación tenía cierta alegría contenida: al menos se habían disipado los peores presagios. El diputado entró con la brecha en la frente, de la que parecía no haberse percatado. Llevaba el pelo alborotado. Entró y se acercó a la mesa con paso lento y firme, sin decir palabra. Los tahúres lo miraban con cara seria. Él fijaba la vista en la luz que colgaba sobre la mesa, sin pestañear. Entonces rompió el hielo que se había creado entre las figuras de los jugadores:
- Bien, echemos una partida de póquer, señores. Hoy es un día grande para el Partido Liberal.
El marqués se apresuró a tomar la baraja y, sometido a una inquieta incertidumbre, comenzó a repartir cartas. El diputado se sentó y esbozó una sonrisa a los demás jugadores. Los demás, en absoluto silencio, lo miraban de reojo, buscando una explicación a su conducta. De pronto el marqués lanzó el primer órdago a la suerte.
- Y bien, don Marcelino, qué le hizo venir hoy por estos lugares tan inhóspitos, políticamente hablando, claro.
- Como le dije a la señora marquesa, que, como acabo de comprobar ahora, ha sucumbido a mis ideas, a partir de mañana comienza una nueva vida para el casino. El Partido Liberal va a declarar este espacio como un bien público y por tanto constituirá a partir de entonces un lugar para el uso y disfrute de todos los ciudadanos, sin distinción de género, ni de condición social ni económica. Señores, a partir de mañana, se acabaron las prerrogativas de la nobleza. Y por eso yo, adelantándome al inminente futuro, he llegado para tomar la nueva “bastilla”, mi victoria en esta partida así lo declarará...
Don Antonio, el médico, fingió una sonrisa que no entendieron los demás. Don Alquídes, el empresario, lanzó una mirada cómplice al marqués. El abogado miraba tímidamente. Entonces el marqués, con los humos subidos por la acumulación de alcohol, se levantó entonces al excusado con la intención de buscar de otra botella de whisky. Los demás cambiaron mientras tanto el tema de conversación: la suerte, el miedo, la economía,... Pero de pronto la cara del diputado don Marcelino cayó a plomo sobre el tapete verde: El marqués acababa de estampar otra botella de whisky sobre su cabeza, derramando más alcohol que sangre y haciendo valer, definitivamente, las propuestas que se habían dado horas antes sobre qué hacer con el intruso.
Cuatro horas más tarde, el primer transeúnte del callejón El Canal, una señora mayor,  encontraba sentado en el portal de una taberna de fachada oscura y macilenta al diputado y candidato del Partido Liberal, don Marcelino Pérez, sin pulso, víctima de alguna reyerta cavernaria de sábados de reflexión. La señora continuó calle arriba en busca del pan del día. “Qué vamos a esperar de estos liberales”, se dijo.

martes, 4 de octubre de 2011

CRIMEN PASIONAL

José Antonio Nisa

               Inerte en el sofá, estuvo todo el día en hermético silencio, recordando una y otra vez cómo la navaja se había deslizado dentro de aquella hendidura mortal, sin gritos, sin resistencias, a traición. Tras aquel golpe mortal, la furia de los celos se había desvanecido en una calma obtusa y sombría. Ya no tenía nada que temer. Ella descubriría más temprano que tarde que su amante había desaparecido. Y se llevaría una sorpresa.  
Aquel día no reparó en que era la primera vez que el deseo de poseerla le había abandonado, como si su ansia sexual se hubiera derrumbado al tiempo que sus celos. Pero no, no reparó en ello. Antes bien, su mente se debatía entre el sentimiento de culpa y el autodesprecio. Pensaba en la vileza de la condición humana, en el odio insoportable.
Al otro lado de la casa, ensimismada en sus tareas mundanas, ella era víctima de una trémula lobreguez. Sabía que una vela se había apagado en él. Lo había notado en sus ojos. Le resultaba extraño que el mismo día de su cumpleaños él estuviera tan esquivo y tan decaído. Había preparado con tanto esmero su fiesta sorpresa: Dos semanas llamando a sus amigos, a escondidas de él. Y su cómplice. Sí, su cómplice. Ahora que lo pensaba: necesitaba llamarlo urgentemente. Algunos cabos sueltos. Salió al jardín, marcó el número, pero no respondió nadie. Volvió a intentarlo más tarde sin éxito alguno. Extrañamente. Entonces decidió romper el hielo. Él la vio acercarse con cara de circunstancias, y un terror inesperado se apoderó de él.
- He llamado varias veces a tu hermano y no responde nadie. ¿Habrá ocurrido algo?

Vistas de página en total