"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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lunes, 30 de enero de 2012

EL CANARIO

José Antonio Nisa
Un canario es un pájaro salvaje, aunque la mayoría de los mortales crea lo contrario, quizá de tanto ver a piolín, con su voz de pito, metido en aquella jaula en forma de campana embarrotada. Pero no, el canario es salvaje: nació en el campo, en la copa de un árbol frondoso y bebió de las lagunas, de los ríos, de los campos inundados, y comió insectos y semillas de las plantas, y se defendió de los depredadores con sus alitas amarillas y su vuelo rápido y ágil, y se enamoró de una canaria y la sedujo con su canto armónico y estridente a veces.
Cuando fue introducido en una jaula, el canario se sintió angustiado, tanto que, al principio, ni siquiera comía. La congoja le abrumaba y el canto aún era un reclamo para aquella canaria amarilla que ya, allí en el árbol, había dejado de escucharlo. Pero eso no fue nada: a las pocas semanas el canario ya se había olvidado de toda su anterior vida, de su anterior naturaleza y de sus anteriores necesidades. Se había adaptado a la vida doméstica, había comenzado a perder sus habilidades voladoras, su vista aguda, su capacidad de defensa. Aunque su canto, esa bella forma de enamorar al otro sexo, aún seguía adornando las mañanas soleadas y acompañando la alegría innata del amor. Los científicos decían que el deseo de unirse al otro sexo, el espíritu hermoso del amor y su llamada desesperada son lo último que desaparece en los animales salvajes.
Cierto día de otoño el hombre se vio obligado a deshacerse del pobre canario. Sabía el amo que su pequeño pajarito no sobreviviría dos días en libertad, lo que le produjo una tristeza terrible. Agobiado por la conciencia del dilema al que se enfrentaba, optó por no abandonar al pajarillo, y así, él mismo, el dueño, entendió que había perdido, él también, su propia naturaleza, que se había domesticado hasta el punto de olvidar la crueldad con que nació en el origen de los tiempos. Aún así, también él se sintió feliz de haberse convertido en un pájaro enjaulado en su propia conciencia.

viernes, 27 de enero de 2012

LOS AMIGOS SON LOS AMIGOS

José Antonio Nisa
Qué promiscuos son los perros. Llega uno, hace; al día siguiente otro anda buscando picar, briega un poco entre rastros, olores y flemas robadas y, al final, pica. Luego, a la semana, haciendo cuentas, sale que ha habido más combinaciones ignominiosas de las permitidas por nuestra capacidad mental. Qué promiscuos son los perros. Y nadie los censura. Son tan amigos.

martes, 24 de enero de 2012

MERECER

José Antonio Nisa
“Merecer es el engaño de la necesidad. Merecer es, es… es como creer en Dios. Justamente”, se deleitaba con sus pensamientos mientras caminaba. En las calles el eco de sus tacones sonaba bajo el silencio. Las luces de las lámparas de gas hacían brillar la humedad del suelo. La luna llena brillaba arriba, al frente, en el rectángulo de cielo que delimitaban las dos hileras de edificios altos.
Se acercaba al puerto. El olor a pescado, el murmullo del mar agitado contra la escollera, el malecón. Las calles le parecían elásticas: por mucho que caminaba, la calle avanzaba aún más. Sin darse cuenta llegó al lugar. En una esquina sonaba apagado el griterío del gentío. Entonces abrió la puerta. El ruido le golpeó y la devolvió a la realidad. Buscó con la mirada y se dirigió al fondo, donde ya un grupo de hombres había detectado su presencia y había dejado de hablar, esperando su llegada con cara expectante. Oculto entre el grupo, sentado en una mesa junto a la ventana, estaba él, hecho un trapo. Ella lo miró y esperó que él se levantara. Así lo hizo, aunque apenas podía mantenerse en pie. Entonces, al acercarse, ella sacó del bolso unas llaves y se las puso en el bolsillo. “Para que no las pierdas. No las necesito.” La cara del hombre no conseguía asumir la gravedad que él sabía que tenía aquel encuentro. Al final, no logró articular palabra. Ella se despidió entonces: “Hasta aquí hemos llegado. No me merezco esto.” Y salió del local con paso ágil. Cerró la puerta y volvió al silencio de la noche. Continuó caminando por las calles elásticas hacia el puerto. Llegó hasta la dársena. Desde allí llamó a casa. Su marido cogió el teléfono. “¿Fredo? Soy yo.” Intercambiaron palabras de paso. “¿Crees que merezco una oportunidad?”, dijo finalmente.  Por un momento se hizo el silencio. Pero él respondió: “Y tú, ¿crees que la mereces?”. Ella sintió caer el cielo sobre su cabeza. La luna, el pasado, los placeres de la carne, la pasión. Y por un momento, por primera vez desde hacía años, pensó verdaderamente en él. Se estremeció ante aquel sentimiento de vergüenza sobrevenido. Entonces, colgó el teléfono.
Se adentró de nuevo en las calles elásticas del centro. El eco de sus pasos rasgaba el silencio de la noche inagotable. “Dios sabe que lo merezco. ¿Verdad?”, se decía mientras caminaba.

MI DROGA

José Antonio Nisa

    Llevo tres días sin ver a mi contacto. Desde la ilegalización no había dejado de suministrarme mis dos paquetes diarios. No sé qué le habrá pasado. La última vez que le vi me dijo que no había mucha mercancía, que la entrada estaba muy vigilada. El hombre no quiere asumir riesgos y terminar entre rejas. Lo comprendo. Pero ahora yo sufro: es mi droga.
Nunca pensé que pudiéramos llegar a este estado lamentable. El gobierno y su jodida campaña, las asociaciones antitabaco con su maldito aire puro, los escarabajos radiofónicos y las hienas en los platós de televisión salivando doctrinas salutíferas. Todos nos han reventado. Lo prohibieron todo de un plumazo y de la noche a la mañana nos convertimos en delincuentes. Y les importó un carajo los estanqueros prejubilados, los empleados de las tabacaleras, los cultivos desechados. Todo les importó menos que incluso nosotros los enfermos adictos. “Un país sin humos”, reza en la valla que hay frente a mi ventana. Yo dejaré mi ventana abierta para joder su campaña con mi humo. 
Ya casi todos dejaron de fumar. Aprovecharon la ocasión para no pasar media vida a escondidas, con ese miedo retro infantil a ser descubiertos en pecado. Ahora se congratulan de ello y me hablan de sus ahorros, sus monedas de oro amontonadas sobre la mesa de sus despachos secretos, su salud en cifras. La clase media ha de ser saludable. Está escrito.
Y en mi casa lo tirábamos todo por la ventana: todos excepto mamá nos pudríamos con el vicioso humo negro. Todos excepto mamá. Un disparate. Pero ahora sólo quedo yo, a solas con mi medicina, con mi dulce medicina que exhalo al aire puro en las noches de candor, en las horas de silencio, de soledad, de evasión. ¿Quién me podrá quitar alguna vez este placer?
Esta mierda no ha conseguido echarme atrás. Los analgésicos me alivian el dolor. Quiero morir fumando. Me convertiré en un mártir del tabaco, el defensor de la libertad de morir envenenado. Aunque sé que nunca nadie me honrará por ello.
En la oficina saben que me ocurre algo. No puedo ocultarlo más. Son demasiados días de médico. Mis compañeros ya conocen lo que hago en mis escapadas al retrete del sótano. Algunos me miran como un apestado. Basta con eso, no echaré más grano a las gallinas: de mi boca no saldrá una sola palabra. Ya he perdido demasiado, y ahora quiero estar tranquilo. He decidido morir en mi casa y a ellos no les importa un carajo.
Mañana saldré de viaje a ver a mamá. Aún no conoce lo mío. Ella me sigue queriendo. Me despediré de ella, aunque eso no lo sabrá. Entonces debo mostrarme como siempre, evitar pensar en que es la última vez. No vaya a ser que me dé por ablandarme y hacer tonterías. La imagino: “¿Qué te pasa hijo? ¿No eres feliz?”  No, no daré lugar a eso. Y, sobre todo, no fumaré delante de ella. Para no escuchar monsergas.

PRELUDIO DE LOS DÍAS PERFECTOS

José Antonio Nisa
Aquellos chicos se retorcían como gusanos. Sólo querían culminar su crisálida, y volver a nacer mariposa. Volar, volar. La incomprensión de su naturaleza los hundía en una desierta melancolía. Entonces aprendieron a amar la música.
El diablo dio sus primeros avisos. Algunas chicas se guarreaban en el tocador. Querían volar alto, pero sólo para caer en el vacío: un concepto de altura.
Voces aquí y allá. El universo era todo una voz. Fue así como llegaron a hacerse la idea del mundo. Vagaron calles, rondaron los mitos de la muerte, para saberse vivos. Hasta descubrir la noche, y robarla. Otra forma de vida.
Día a día, hora a hora, saltando de tren en tren, buscando el origen de todo, buscando el origen de la música. En un tugurio cavernario alguien se movía al ritmo del fuego. Nuevos amigos, nuevos oropeles. Algunos locos caían por los barrancos. Hay quien nace una y otra vez con un instintivo impulso al suicidio.
Y luego los días de entretanto, como gatos en la noche, a veces capturaban algo de valor.  Mil horas malgastadas, para luego siempre de nuevo lo mismo. Las imágenes pululaban sobre sus cabezas, y en los oídos siempre una banda sonora. Haciendo el ganso llegaron a lo más alto y a lo más intenso: los viernes del amor, el ridículo vampiro de los ojos rosas. Imágenes destiladas por el alcohol.
De repente llegó el frío. Cómo. Demasiado tarde para recomponer todo lo pasado. Dios. Entonces tomaron aliento y emprendieron el largo camino hacia el hombre feliz. Algunos quedaron anclados en aquel puerto: la infelicidad del recuerdo. Y esperaron y esperaron: la misma calle, el mismo portal, el mismo coche iniciático, el mismo bar, las mismas borracheras... pero todo fue una trampa para los sentidos. El barco ya había partido.
El último día de otoño se apagaron las ilusiones y empezaron a odiar la estúpida realidad. Idealizaron todo lo pasado. Agachando la cabeza, comenzaron a  vagar sin rumbo, hacia ningún lado.
Y entonces, comenzaron los días perfectos.

domingo, 15 de enero de 2012

LA ÚLTIMA LIBERACIÓN DE PROMETEO

José Antonio Nisa
Emile Caroso era el más grande pintor de la naturaleza. Desde sus comienzos había pintado en todo tipo de estilos, había utilizado todas las técnicas, y en todas había destacado. No fue, sin embargo, hasta que comenzó a dedicarse a descifrar el alma de la naturaleza a través de sus pinturas,  cuando el mundo se rindió a sus pies. Nadie, ni vanguardistas ni ortodoxos, absolutamente nadie, dudó jamás de encontrarse ante el mayor y más grande pintor de la naturaleza de la historia.
Emile vivió el éxito con la indiferencia de los grandes espíritus. Porque él era un auténtico artista:  no miraba hacia atrás para recrearse con la belleza depositada con su pincel, antes bien, para él la belleza era el propio acto creativo, la lucha que, para poder expresarse, emprende un espíritu contra la técnica y la materia. Su obra era exhausta, brillante, llena de pasión y elegantemente ceremoniosa con el tiempo y el universo. Y, sin embargo, a pesar de tener motivos para sucumbir a las vanas debilidades del hombre, él fue ajeno a las vanidades: los premios y cortejos que el mundo del arte brindaban a su reputación no sólo le eran insignificantes, sino que le molestaban, pues en ellos veía una prueba más del sinsentido de los actos humanos. Emile era todo un hombre, pues sólo los verdaderos hombres piensan en la humanidad, en ese ser abandonado por los dioses, y se preguntan cómo y por qué estos permiten tanta locura y sufrimiento en el mundo de los hombres. Tal era la categoría humana de Emile, el más grande pintor de la naturaleza.
En sus últimos años de su vida, Emile había querido dar forma a una fascinación que desde su más temprana juventud le dominaba: la de Prometeo Encadenado. Aquella sería la pintura de su vida, su obra maestra, había pensado. Tal pretensión, al principio pensada con cierta ligereza, poco a poco fue madurando en la cabeza del maestro Emile hasta finalmente llegar a convertirse en una obsesión que le flageló los días y las noches hasta el momento en que realizó el viaje más revelador de su vida.
El maestro planeó todos los detalles que conformarían su obra culmen, la obra que le inmortalizaría. Había contratado al fornido modelo que le devolvería la imagen de Prometeo, arreglado el pago al cetrero por la cesión del águila que picotearía su hígado y, finalmente, había fechado su viaje al monte Elbrus, la cúspide del Cáucaso, junto a su ayudante, el joven Paulo Bramonte, quien prometía ser el heredero de su magisterio a su muerte.
El monte Elbrus, la montaña de las mil montañas, se encontraba recubierta por su cara norte de multitud de glaciares. Un refugio enclavado en una terraza rocosa de la montaña esperaba al maestro y a su ayudante. El lugar se hallaba alto, y desde sus ventanas,  bajo los carámbanos que colgaban del alero, se podía contemplar la sublime belleza que componían las arterias rocosas de aquel monumento de la naturaleza, brotadas de entre el blanco nevado que dominaba la montaña, acariciando al gélido viento polar que día y noche hacía sus rondas alrededor de la montaña. Al amanecer un gigante nubáceo envolvía la ladera, y sólo hacia mediodía podía el maestro comenzar a trabajar sobre su óleo. Durante cinco días, agazapado en la comodidad de la cabaña, los trazados sobre el lienzo fueron tomando color. En lontananza figuraba la majestuosa cima; por lo alto, el cielo azulado estaba  impregnado por un velo blanquecino, y al primer plano un vacío esperaba la roca antonomástica sobre la que el maestro plasmaría la trágica escena.
El sexto día fue el día concertado con el guía para partir a la cima. Era la subida más suave, pero aún así Emile y su discípulo se habían preparado conscientemente para resistir las adversidades de la expedición. Partieron hacia el amanecer, envueltos en gruesas pellizas y herméticamente protegidos del frío. Aquel día el viento glacial brisaba suavemente y tras las primeras horas comenzó a hacerse soportable. Durante cinco horas de duro recorrido, llegaron al último refugio antes de la cima. Desde allí quedarían solamente cuatro horas de subida que emprenderían al día siguiente. El maestro no durmió aquella última noche, impaciente. Mientras su joven ayudante y el guía estaban sumidos en un profundo sueño, ajenos al monótono batir de la nieve sobre la ventana, él intentaba descansar sobre el pequeño catre el estado de nervios que le zozobraba. Al día siguiente, el guía lo encontró con los ojos abiertos echado sobre dos pliegos de papel en el que había dibujado esbozos de un titán furibundo, con un dolor desgarrador expresado en su rostro, y rodeado de unos ancianos con barba blanca. 
Se pusieron en camino de nuevo muy temprano. La ruta era complicada y requería hacer algunos descansos en lugares que el guía había previsto, al socaire del viento. Las nubes comenzaron a dispersarse hacia la media mañana, y sobre el cielo quedaron trazadas unas vetas blancas, como heridas de una batalla contra las gigantes nubes que lo habían cubierto toda la noche. El viento ululaba en sus oídos y apenas podían comunicarse. El sol ya había aparecido y quemaba los ojos. Tras cuatro horas y media, los tres hombres ya enfilaban la arista de la montaña en dirección a la roca emblemática que se erguía sobre la cima. Al llegar, el ayudante y el guía se sentaron al pie de la roca a descansar, al abrigo del viento. El maestro, sin embargo, extrajo su cámara de fotos del saco y comenzó a hacer instantáneas por toda la zona. La roca se elevaba imponente, y él quería absorberla por completo, a pesar del cansancio. Comenzó a rodear la roca y a fotografiarla desde todos los costados. De repente, al intentar capturar una panorámica del abismo que se abría desde aquella cúspide, Emile divisó un pájaro volando bajo ellos alrededor de la montaña. Planeaba, como un ave rapaz. En aquel momento Emile supo que sucedía algo extraño. Ningún rapaz puede vivir en aquellas condiciones tan extremas, y, sin embargo, allí estaba. Apuntó con el objetivo de su cámara hacia el animal y pulsó el disparador. Entonces, vio cómo el ave se acercaba al lugar donde él se encontraba. Apartó la cámara y observó extasiado a través de sus gafas protectoras cómo el ave se hacía cada vez más real. Sin poder dar crédito a lo que veía, Emile se apartó las gafas de los ojos, y vio cómo el ave se acercaba ya a menos de cien metros. Comenzó a temer, y con la ciega esperanza de que todos sus temores se desharían en pocos segundos, contempló cómo el ave sobrevolaba su cabeza, para ir a posarse encima de la roca. Se volvió a mirar arriba, pero no vio nada. Su fascinación le había sumido en una alucinación, tan real como lo que habían visto sus propios ojos. Al punto en sus oídos sonó un atronador grito de dolor que hizo temblar el cielo y las montañas. Su sentido de la realidad se desplomó de repente, y caminando con flaqueza llegó adonde esperaban los otros. Se acercó a ellos, y les gritó: “¿Habéis oído, habéis oído? ¡Dios mío! ¡Está ahí!” Pero tanto el guía como el ayudante, quedaron perplejos con aquellas palabras. Se acercaron a él y les contó a gritos lo que había oído. Pero nadie más había oído aquel estruendo. Los otros se miraron con complicidad, luego lo tomaron tiernamente por el brazo y lo hicieron sentarse en un asiento en la roca. El guía sacó agua azucarada y se lo dio a beber.  Una vez aplacado el primer ímpetu, el maestro intentó explicarles lo que había visto. El guía no entendía muy bien y lo miraba atónito en su incomprensión; el joven Paulo le hablaba despacio junto al oído, le comentaba que todo podía ser efecto del cansancio. El maestro los miraba con desconfianza y se dejaba tranquilizar. Aun así en su fuero interno desde aquella experiencia nada le convencería de que el gran titán no se encontraba encima de aquella roca. En un momento en que el joven Paulo se hallaba en completo silencio, mirándolo, el maestro se acercó a él, introdujo la boca entre la cabeza del joven y el gorro del anorak y le dijo: “Paulo, siempre he tenido la intuición de que el benefactor de la humanidad aún estaba encadenado. No podía ser de otro modo. Ahora, muchacho, ya no hay más dudas. Nos engañaron. Y Prometeo aún sufre por nosotros, por la humanidad, como hizo Jesucristo. Es nuestro deber salvarlo. ¿Me comprendes?” El joven Paulo comenzó a vislumbrar la verdadera dimensión de la locura de su maestro. Entonces le tomó por el hombro y le dijo: “Emile, siéntate y descansa. Descansa”.
No había pasado un cuarto de hora desde el desvarío del maestro cuando el guía anunció que era hora de bajar. El maestro se encontraba ahora de pie, examinando la enorme roca. Había dado varias vueltas a la misma antes de volver al lugar de resguardo. El guía les hizo saber que tenían que emprender el camino de vuelta, rápidamente, pues era peligroso que los sorprendiera el ocaso. Entonces, el maestro se dirigió al guía, y le gritó al oído: “Voy a subir a la roca. Tenemos que subir. Necesito vuestra ayuda.” El guía se negó con rotundidad, e incluso se llevo el dedo a la sien para indicarle que era descabellada la idea. El ayudante al principio se dirigió al maestro para hacerle comprender que era peligroso, pero en vista del delirio a que había sucumbido, acabó ordenándole con el ceño fruncido que debía emprender la bajada. El maestro entonces se apartó unos metros de ambos y gritó: “Yo subiré”. Aquel momento de tensión sobrepasó los límites de la paciencia del guía y del joven Paulo, quienes prendieron al maestro e intentaron tirarle entre ambos hacia el camino de regreso.
Inútilmente, pues el viejo se volvió y corrió de nuevo hacia la roca, gritando “Redención, redención. Yo sólo lo haré.” Los otros quedaron mirándolo volverse hacia atrás. Sus fuerzas ya eran las justas para descender. Entonces el joven ayudante le propuso sus planes al guía. Debían pedir ayuda. Pero desde aquel lugar la comunicación a la estación base era insuficiente. Así que sólo les quedaba avanzar hacia el siguiente refugio. Marcharon ambos, mientras poco a poco el maestro se les quedaba minúsculo dando vueltas y vueltas alrededor de la roca.
Las luces del cielo comenzaban ya a apagarse cuando un helicóptero sobrevoló la cima en rescate del maestro Emile. Lo encontraron tendido encima de la roca con los brazos en cruz, completamente congelado. Cuando el joven soldado bajó con el malacate e intentó levantar el cuerpo del maestro se dio cuenta de que estaba sujeto a la roca, le desenterró los brazos y observó algo que le dejó de piedra: las muñecas se encontraban engrilletadas a una cadena sujeta a la roca. El militar lanzó un grito a su compañero y volvió a subir. El rescate del maestro había fracasado.
El joven ayudante Paulo Bramonte volvió al día siguiente con la expedición que acudió a por el maestro Emile. Lloró tras sus gafas oscuras cuando el maestro fue retirado por el helicóptero. Los militares hablaban ruso y no los entendía. Pero uno de los guías le observó que aquello había sido un milagro, pues nadie conocía aquellas cadenas en la cima de la piedra.
Meses más tarde, el joven Paulo dio por terminada la obra inconclusa de su maestro, como había prometido. En su memoria, la expuso en una galería junto a otras obras de su preceptor. En lontananza figuraba la majestuosa cima; por lo alto, el cielo azulado impregnado por un velo blanquecino, y al primer plano, encima de una roca, un hombre anciano semidesnudo encadenado, con un gesto de angustia en la cara, volviendo la mirada hacia el titán Prometeo, que volvía a quedar libre del castigo de Zeus, y que portaba de nuevo la antorcha con la que apuntaba hacia abajo, el lugar de los mortales.

domingo, 8 de enero de 2012

DE UN GOLPE A LA ETERNIDAD

José Antonio Nisa
Encontré algo que me permitió pasar a la eternidad. No sé qué designios se escribieron para mí,  pero el caso es que así fue.
Se extinguía poco a poco el día. Yo pasaba por la cima de la montaña, bordeando el desfiladero,  cuando de repente vi un precioso objeto, apenas atrapado por la arena, que metí en mi bolsillo. Estaba un poco manchado, algo así como sangre seca, pero bajo aquella suciedad el objeto irradiaba un dorado esplendor entre sus maravillosas incrustaciones pétreas. Continué sin más hasta que llegué al borde del abismo. Era mi último día y, la verdad, pocas esperanzas tenía. Allí apareció el guardián, con su aspecto sórdido y grisáceo. Sus hombros eran poderosos, sus musculosos brazos llegaban al suelo. Daba verdadero miedo. Abarcaba, digamos, toda la puerta principal, y en sus ojos brillaba una sonrisa extraña. Entonces me acerqué. El guardián sólo dijo dos palabras: “La entrada”. Bruscamente. Pero entonces yo, sabiendo que estaba perdido, que no podía reclamar mi derecho a  entrar en el palacio de los elegidos por la posteridad y que, sin remedio, iría a parar al fondo del abismo, probé y saqué el objeto. Entonces el rostro del guardián se trocó serio y estupefacto. Su mirada se volvió temerosa y, sin pronunciar palabra, me hizo un gesto con la cabeza para que entrara. Rápidamente penetré en el palacio. Las escaleras de mármol, la puerta dorada, abierta de par en par. Pasé al interior. Tras cruzar un oscuro y amplio vestíbulo, me dirigí de frente al enorme atrio. En él sorprendí a un grupo de personas que hablaban amenamente. Sus caras me eran conocidas. De pronto, al percatarse de mi presencia, la conversación cesó y miraron hacia mí. Uno de ellos, un eclesiástico con tiara e ínfulas, se me acercó. “Buenas tardes, buen hombre, ¿a quién tenemos el gusto de dar la bienvenida?”, me dijo. Aquellas palabras eran magnánimas, tanto como los personajes que yo veía y que apenas reconocía. Entonces, al no tener una respuesta estricta que me orlara en aquel cuadro ilustre que presenciaba, saqué de nuevo la daga que enseñé al guardián. Como deslumbrado por el objeto, el hombre de la tiara volvió la cabeza de repente, y gruñó. Se dirigió con diligencia hacia los demás hombres del grupo y comentaron algo entre susurros, enviándome miradas furtivas. Al punto, el eclesiástico vino a mi encuentro de nuevo, con determinación, con los hombros levantados y la cara enfadada. “Maldito, cómo te dejaron pasar. Hiciste tanto daño. Tanta gente que quedó en el mundo sin esperanzas”, me dijo con cierto despecho. Un poco aturdido me quedé, y sin palabras, mas no podía creer en esa maldad que inopinadamente me atribuían. Entonces intenté indagar entre sus argumentos: “No conozco persona viva sin esperanzas”, dije por decir, como una mera réplica a aquella acusación. Pero, entonces, antes de que el otro me respondiera, alguien apareció por una puerta lateral. Era un tipo con mostacho y cara de perturbado. Me sonaba su cara. “¡Ah! ¡El filósofo!”, exclamé.  Y entonces los demás se apartaron y se alejaron de aquella figura quijotesca. Cuando este se acercó hasta mí y vio la daga en mi mano, se sonrió, me tomó del brazo y me dijo: “Por fin, el hombre superior”. En aquel momento entendí el deicidio del que se me acusaba y que aquella daga no había sido más que el arma insigne con la que se cometió tamaño crimen. Y entonces no pude más que soltar una carcajada inmensa, tras la cual me dirigí al filósofo con unas palabras: “No, se equivoca: el hombre superior será el que acabe con el último dios.” “¿El último?”, me preguntó extrañado. “Sí, si existe el último”, y me fui hacia el interior, alegremente, convencido de que me restaba una vida deliciosamente divertida entre aquellos absurdos personajes, en aquella absurda eternidad.

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