"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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miércoles, 28 de marzo de 2012

EL TRAJE AZUL

José Antonio Nisa
Jamás nadie que lo conociera podría haber imaginado que aquel traje azul tuviera tal poder de seducción para la seriedad. De pronto se había visto en aquel lugar extraño, suntuoso y ordenado, agasajado por todos con una seriedad incómoda. Parecía además como si el mismo traje hubiera purificado las pecaminosas pasiones que habían inundado su juventud. Y si los primeros días algunos impulsos voluptuosos, rezagados del cortejo de placer y desenfreno recién pasado, le latían con dureza en el corazón, pasadas dos semanas el traje ya había hecho todo su efecto. Si su madre lo hubiera visto no habría reconocido ningún vestigio del díscolo hijo que había sido.
Por su parte, la bella joven, soñadora impenitente, para siempre dejaría de pasear alrededor del estanque para evaporar sus anhelos junto al sonoro latido de la naturaleza. Al fin y al cabo, toda culpa es efímera ante el olvido, y aunque a partir de aquel momento cambiaría las lágrimas del desconsuelo por las del desengaño, también olvidaría con el paso de los días que fue ella misma quien, con sus deseos y sus besos, rompió el hechizo, cambió la naturaleza de aquel batracio y lo convirtió en príncipe.

viernes, 23 de marzo de 2012

AMOR HELADO


José Antonio Nisa
Precisamente había sido el resplandor del envoltorio lo que le había hecho inclinarse por aquel helado. Después de contemplarlo detenidamente con los ojos vidriosos y los labios encarnados por algún efluvio poderoso surgido en su interior, decidió cogerlo.
Con cautela lo tomó al principio, procurando que el blanco frío del papel no le adhiriera sus dedos. Así que lo prendió por la abertura y con sumo cuidado lo abrió.  Al principio, al pasar su lengua por la escarcha de que se rodeaba el cuerpo helado, notaba un frío insípido e incluso amargo. Pero a medida que se fue derritiendo la nieve esperanzada, el sabor dulce y enamoradizo le fue penetrando por el cuerpo como un brebaje mágico, y él, el helado, también se fue derritiendo, como si también a él un placer le recorriera de arriba abajo.  Y es que era tan sumamente sabroso el tacto mutuo.  Finalmente, lanzó un MM corto, concluyente.  No había nadie alrededor, y sin embargo, ella se sobrepuso a su propio suspiro, como si no quisiera haberle dado a entender lo mucho que gozaba. Al término de todo, él se fue a casa feliz, por haber provocado aquel gemido tan inmoral.
De vuelta a su hogar ella encontró a su marido sentado en el sofá, deleitándose con un sabroso helado exactamente como el que ella había gozado. Él, allí, tan gélido, tan maquinalmente sentado frente al tevé, lamiendo las gotas deslizantes de la nata helada. Curiosamente, aquello le pareció un espectáculo grotesco.
Saludó y se fue a la cama, directamente. 

viernes, 16 de marzo de 2012

EL CRISTAL CON QUE SE MIRA


José Antonio Nisa
La vio aparecer con su vestido celeste tras la enorme cristalera del fondo de la sala. A contraluz, su pelo rubicundo, cándidamente ondulado,  parecía impregnado de un aura angelical. Se acercó y lo vio, entonces le hizo un gesto con la mano. De pronto él sintió el impulso de levantarse y abrazarla, pero al punto el sentido de realidad le devolvió a su sitio. Ligeramente conturbado por aquel impulso inconsciente, miró a su alrededor y notó las miradas expectantes de los celadores apostados en el extremo de la sala.  
Se saludaron cálidamente, tras lo cual el escote de su vestido atrapó su mirada. Un poco más arriba, la blanca piel aterciopelada le recordó fugazmente los momentos en que por aquella superficie había derramado todo el licor de su deseo.  Inmediatamente el tiempo comenzó a volar y ambos quedaron atrapados en una conversación que poco a poco removía los sentimientos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se besaron y sin embargo parecía que había sido ayer. Sus labios aún le parecían hermoseados por el último beso.
Con el transcurrir de las palabras, los complejos desaparecieron y él le habló de sus últimos pensamientos sobre la vida, de sus tormentos y placeres incomprensibles. En un momento, una negra nube emborronó el estado de placidez que los envolvía cuando él habló del pasado: “Si ella me hubiera dejado una puerta abierta, nada habría sucedido. Pero el egoísmo la cegó. Lo quiso todo para ella.” Ella lo interrumpió bruscamente: “No quiero seguir hablando de eso.” En aquel súbito silencio él miró el reloj, le quedaba aún media hora, pensamiento que le disipó la melancolía. Se sintió entonces afortunado al poder disfrutar de aquellas gotas de felicidad que ella le brindaba, inexplicables para cualquier otro ser del mundo. Esa era la grandeza de su amor.
Cuando ella reanudó la conversación con una pregunta, él ya dejó de oírla: había vuelto la alegría a su rostro y él había quedado extasiado contemplándola mientras hablaba: miró su brazo, sus lunares, sus ojos, sintió un fuerte deseo de tocarla y amarla. Pensó que la quería demasiado.
El reloj agonizaba. Él había quedado fuera de sintonía, embelesado con sus encantos. Pero entonces, por segunda vez, ella repitió: “Necesito el dinero, Fernando. No puedo esperar a que tú vuelvas, ¿comprendes? La situación lo requiere.” Él ya se había despegado el teléfono del oído y contemplaba obnubilado sus labios abrirse y cerrarse, sus ojos que se plegaban a una furia contenida mientras sus palabras sordas chocaban contra el cristal: “Fernando, no sabemos cuánto puede durar esto. ¿Me escuchas? Respóndeme algo, por Dios. Necesito ese dinero. Fernando… Fernando, óyeme. ¿Qué te ocurre?... Joder, Fernando.”
Un policía que había notado el tono alterado de su voz, llegó para decirle que su tiempo se había acabado. Al otro lado, el celador interpeló por la espalda al preso, aún con el teléfono apoyado en el cuello: “¡Vamos!”
Fernando estaba hipnotizado mirándola salir al otro lado del cristal: sus caderas, sus nalgas, la sensualidad de su ira.
El celador le habló con sarcasmo: “Vaya. Qué le has dicho a tu amiguita. Se ha ido hecha un basilisco.” Pero Fernando no respondió, pensando que no iba con él.

viernes, 9 de marzo de 2012

UN EPISODIO DE AMOR Y MUERTE

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José Antonio Nisa
 
Por delante de ella ya habían pasado demasiados finales, demasiados rostros petrificados que con un gesto reconocible pasaron a la eternidad. Y ahora, uno más. En el estado de pesadumbre en que se encontraba nada conseguía retirarle de la cabeza los pensamientos fatales que le acosaban: ¿Qué es morir sino vivir con los muertos?  Flujos espectrales imborrables que nos impregnan la vida de sinsentido, despedidas para siempre que se llevan consigo un trozo de nuestra alma, muertos vivos y vivos muertos.
En estos pensamientos se distraía mientras contemplaba al anciano en su lecho. El hombre emulaba una sonrisa, pura ironía, ante la que todo su dolor contestatario parecía ceder. Sus lágrimas se arrastraban lentamente por su mejilla, vetustas lágrimas derramadas en los últimos instantes, al abrirse la puerta del recuerdo de su vida.  Alrededor de él los rostros exhalaban muestras de vida verdadera: la alegría en los movimientos del pequeño, la palidez en el rostro del adolescente, la oculta pasión en los adultos, la soledad de ella. Tras ellos, a través de la ventana, la atmósfera gris del amanecer en el lago yacía a su espera, como una mañana más. Aquella estampa parecía despertar un violento deseo de vivir en el alma del anciano. Sin embargo, las últimas lágrimas ya habían recorrido su cara.
Aquel sería el día al que se remitirían sus primeros síntomas de locura. En aquel momento nadie le observó nada en particular, pues las últimas palabras del abuelo ciertamente fueron indescifrables para todos. Según se supo más tarde, a ella, sin embargo, le penetraron nítidamente como un susurro áspero y certero: “no mires a la muerte que me lleva, sino a la vida que dejo”. Aquella vez también ella sabía que él tenía razón, y aun así, continuó mirándolo, como siempre hacía cuando él hablaba, siguiendo con la mirada su camino hasta el final. Fue aquel el instante en que un pedazo de muerte penetró en ella.
Cuando el 9 de febrero alguien la encontró por fin, presa de la más desafinada locura, paseando entre los jardines del camposanto, la joven portaba un cuaderno de escolar. Oscuras vicisitudes mentales habían rellenado aquellos cinco días en el cuaderno, entre los que destaca un fragmento revelador de su estado:
“Contigo hasta el fin, León, por donde tu estela ilumine tu figura. Seguiré viviendo para ti, te conservaré, como hago con todos los que el céfiro de las tinieblas prende en sus alas oscuras. A la espera de mi verdugo. Yo, Medusa, la coleccionista de muertos.”
Aun llegando a comprender la realidad del fenómeno de la muerte concomitante en ancianos que han vivido tanto tiempo juntos, hemos de reconocer que esa última frase dejó un lastre terrorífico y triste en nuestro recuerdo, y más aún con la palpable sospecha de tratarse, no de un caso de locura, sino de una cordura indigesta.

domingo, 4 de marzo de 2012

GRITOS SORDOS

José Antonio Nisa

En la víspera de mi escarnio, yo, ingenuamente, pensaba que todo acabaría allí, en aquel cuartucho a oscuras. Cuatro tipos me habían pateado, sin miramientos: en mis partes, en el costado, en los riñones. En un momento de éxtasis, cuando el ardor fluía a través de los golpes, uno de ellos dio la voz de alto. Los demás obedecieron. Más tarde descubrí que su intención era únicamente debilitarme hasta el mínimo de mis fuerzas. Y tanto que lo consiguieron: El agua amarga que me dieron a beber me descompuso por dentro, el aceite que me untaron en los ojos me dejó medio ciego, y los polvos que me espolvorearon en los pies me tuvieron toda la noche despierto, restregándome contra el suelo para aliviarme el picor.

Al día siguiente me trasladaron ante una multitud. La gente me gritaba, jaleaba a los tres individuos que salieron a mi encuentro. La falta de sueño me había trastornado la mente y en aquel momento no sabía si lo que veía era real o producto de mi imaginación. Sin embargo, pronto acerté a descubrirlo. Un individuo a caballo se acercó a mí. Un caballo flacucho, sólo huesos y vísceras, que no aguantaría demasiados arranques como aquel. En la lucha el tipo pensaría que mi orgullo aún estaba vivo y, tras varias embestidas, se alejó con el caballo. Quedé seriamente dañado con aquellas puyas. Me habían provocado una hemorragia y la sangre que escapaba arrastraba mis fuerzas como el aire de un globo que se desinfla.

Y me acordaba entonces de la lunática Pasifae, y de su loca y fatal pasión, cuando un hombre por detrás me gritó. Me volví, y observé que llevaba en la mano dos objetos de colores llamativos. Entonces arrancó y vino hacia mí, al acercarse intenté defenderme, pero fue en vano.

Luego, otro tipo comenzó a jugar conmigo: Me llamaba, se ocultaba, y de nuevo otra vez, así un rato, mientras algo en mi espalda me destrozaba por dentro. Si hubiera podido arrancármelo. Si permanecía quieto, me inquietaba. Tenía que ir a por él. Cada vez que me rozaba con aquel lienzo, gritaba de dolor. Pero mis gritos no eran percibidos por nadie.

El momento en que debía morir se acercaba. Mis fuerzas me habían abandonado, y sin embargo, el propio miedo a aquella gente me impedía caer al suelo. Se acercó de nuevo el mismo individuo, me tocó la cabeza y la gente le jaleó. Se volvió entonces y al momento regresó con el aire subido, con una presuntuosa valentía estrellada en su rostro. Se distanció varios metros de mí y me llamó. Yo no respondía. Él me insistía. En un arranque golpeé la lona, tras lo cual me caí. Entonces otros dos tipos llegaron a acosarme, hasta que me puse de nuevo en pie. Después de aquella escena lo vi. Llevaba algo oculto tras la lona. Era mi hora, me dije, tras lo cual hice una última arrancada hacia el tipo. En aquel pase fue cuando me destrozó por completo. Sentí todos mis órganos atravesados por el objeto que me acababa de clavar. Era mi final, estaba destrozado, y sin embargo, allí estaba yo pensando en mi dolor, en mi desgracia. ¿Por qué no me moría?, pensaba. ¿Por qué seguía consciente de todo? Gritaba a Pasifae y le preguntaba: ¿es esto la muerte? Y pedía a todos los dioses del universo que acabaran ya conmigo, que me llevaran de aquel infierno. Oía gritos por todos lados, un estrépito ensordecedor, cuando, de repente, se hizo el silencio. Tres hombres se me acercaron. Me miraban atentos, curiosos. Entonces uno de ellos se puso frente a mí, subió algo que no pude ver sobre mi cabeza y de un golpe seco acabó conmigo.

Luego me enteré por otros amigos que aquello que me hicieron era parte de lo que allí llaman la fiesta nacional. Pero yo no quise creer cosa tan absurda.

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