José Antonio Nisa
En aquel tiempo en que aún no había descubierto los secretos del amor,
soñaba con su príncipe, con su idealizado hombre, y así lo expresaba en las
portadas de sus cuadernos, a través de versos jóvenes e inocentes, escritos de
un puño que alguna vez sufrió más de la cuenta y que transmitió su dolor a
otras chicas que también lo quisieron para ellas. Y mientras, se abstraía de la
clase de matemáticas y soñaba con el baile del viernes por la tarde, con la
primera vez, con el primer beso, con el primer roce, con la primera espina.
Aquel baile duró varios años, varios veranos, varios inviernos, y pasó
cientos de días sentada en el mullido sillón de la espera, traicionero,
venenoso como la flor por la que resbalamos hasta finalmente sucumbir ahogados
en el alcohol de la primavera. Y al final todos ya se cansaron de bailar y los
príncipes fueron consumiendo sus historias fantásticas, entre musas, sirenas y
hechizos, entre lunas llenas y corazones bondadosos, entre malvados ogros y
brujas subrepticias, y su corazón voló a la soledad, la soledad de ellos dos,
los últimos, condenados a mirarse, condenados al número dos. “¿Bailas?” No
había nadie más. Y aquel chico inesperado se convirtió en su príncipe, se
adhirió a su destino y fueron felices entre las sábanas de la necesidad, hasta
que más tarde, diez años o más, se apagó la llama de una historia sin elección,
sin márgenes, sin arcén. Y entonces alguien dijo: “Necesita enamorarse”.
Fue el momento en que apareció el amor inesperado, con versos de
perdulario, con canciones desalmadas, para dar una oportunidad a la duda, para
ofrecer un poco de licor, un poco de ebriedad, un desvío repentino surgido en la
autopista. Acelera, acelera, le decía su corazón.
Pero en su cabeza se encontraba el retrato de su padre. Todo lo que alguna
vez tuvo llevará por siempre su nombre, el nombre de sus favores, de sus
marchitos favores, y su espíritu enhiesto verá en ella siempre la luz opaca del
deber y una promesa de eternidad. Y entonces quedó postrada sobre un manto de
resignación, alejada del desvío que de la autopista alguien trazó para ella. Y ahora
todos los días duerme contemplando las puestas de sol, contemplando las nubes
que cubren el cielo al final de la tarde, e imaginando el rostro de alguien que
pensando en ella lentamente cierra los ojos, soñando con ese día en que el
destino la obligue a rectificar y reclame el miedo de los amantes a ser
aplastados por la furia del cielo embravecido, y reclame el verdadero amor que
brota de él.
Y en las tardes de invierno ella se sienta a contemplar tristemente el
fuego de la chimenea, y en él no ve más que terribles caras que llamean
escupiendo risas entre la consunción de un tiempo ya en rescoldos, agotado,
desgastado entre las cuatro paredes de una fantasmal felicidad. En la habitación
caldeada ella tiembla, alguien golpea el cristal de la ventana y surge una cara
gris entre la nieve que rodea el cristal. ¿Quién será? , se pregunta. Y
entonces una sombra de horror recorre su cara, cuando de pronto el timbre suena
y ella se tapa la cara con las manos y reza: “Dios, no me dejes tener miedo. No
me dejes creer en nada más otra vez”.
Entonces la puerta cruje, ella se encoge sobre el sofá, una mano se le
acerca, le toca la espalda, lentamente ella se vuelve y sus ojos se empañan de
nuevo en lágrimas que nunca nadie puede ver, al comprobar cómo de nuevo su
padre acude para salvarla de la locura.