"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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sábado, 30 de junio de 2012

PRIMER INTENTO FALLIDO


Y habiendo comido Adán y Eva del árbol de la ciencia y habiendo abierto los ojos y descubierto el bien y el mal, Jehová Dios condenó a la mujer de la siguiente manera: “Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti.”
Y para que ninguno de ellos alcanzara el árbol de la vida, Jehová Dios los sacó del huerto del Edén y los condenó a labrar la tierra de la que habían salido.
Y allí arrojados ambos, Adán se rebeló y arremetió contra la mujer Eva por haberle dado a probar del fruto prohibido, y Eva se defendió de aquellas palabras inculpando a la serpiente que a su alrededor caminaba sobre su pecho, y, sabiendo que aquel golpe recibido del hombre no había sido pronunciado por Jehová Dios, así lo dijo a Adán.
Y entonces, el hombre, arremetiendo de nuevo contra Eva, gritó para que todos los animales del universo se enteraran de que en aquella tierra él era el nuevo dios.
Y estando Eva afligida por aquella nueva condena aún más dolorosa de aquel nuevo dios el Hombre, y sintiendo insoportable el abandono y sufrimiento al que había sido entregada por Jehová Dios, al anochecer, mientras el hombre dormía plácidamente el orgullo de su nuevo dominio, tomó una piedra del peso de un cordero y, alzándola sobre su figura, la dejó caer sobre la cabeza de Adán el Hombre.
Allí acabó el primer intento fallido de la creación.

miércoles, 27 de junio de 2012

EL DIRECTOR


J.A. Nisa
                 
El bibliotecario había salido a tomar café y, sin percatarse de ello, había dejado su cuenta de correo abierta. Unos minutos más tarde, el director se acercó al equipo y observó aquella ventana abierta. Cerciorándose de no ser visto, se sentó y cliqueó el tercer mensaje, atraído por las señas “Fw: Rv: El azar no existe”. Entonces una música oriental comenzó a brotar por el pequeño altavoz del ordenador, acompañando unas imágenes celestiales y unas frases.
“Todos creemos en el azar, y pensamos que es el azar quien pone en el camino de nuestras vidas a esas personas que nos ayudan a ser mejores.”
- ¡Ja! –murmuró entre dientes- ¿Quién será entonces? ¿El espíritu de la navidad?
 “En realidad hemos sido nosotros quienes sin saberlo hemos buscado por el mundo a esas personas que respondían a nuestra necesidad de ser. De entre las decenas de miles de personas que pasaron por delante nuestra, solo a ellas les ofrecimos nuestra mano, porque eran ellas los seres que necesitábamos...”
- Qué barbaridad, dios mío. ¿Quién ha podido parir estas cosas? –seguía mascullando el director entre dientes.
De repente, se oyeron voces en el exterior de la sala. Se apresuró a cerrar el correo.
- Hala, fuera…-El ordenador comenzó a parpadear-. Qué melosos estos tipos, qué sensibleros. Alguien debería prohibir estas estupideces de la meditación y el budismo. – Comenzaba a impacientarse ante la lentitud del equipo. –Dios, con las cosas que hay que hacer. Así va el mundo. Trabajar, trabajar y trabajar: eso es lo que hay que hacer para salvar el mundo. Incluso para salvarse a sí mismo. ¡Trabajar! Nadie se entera de eso.
Se abrió la puerta de la sala y una frase golpeó bruscamente en los oídos del director: “Aquí no se salva nadie, créeme, nadie, ni siquiera el director.” Tras aquellas palabras aparecieron las figuras del auxiliar y del bibliotecario con sus gafas corridas sobre la punta de la nariz. Un silencio completo se hizo en la sala. El director disimuló hábilmente buscando algo entre unas mesas, antes de salir. Al cerrar la puerta, se oyeron unas risas que lo irritaron. “Yo sí me salvaré. Claro que sí”, se dijo, golpeando la mesa.

domingo, 24 de junio de 2012

ARENA DEL SUR

Allá quedaron olvidados el frío y la lluvia, con su violencia. Y ahora el calor nos trae de nuevo esta amnesia reciclada. Un sol implacable. Contentos debemos estar de tener estas estaciones tan variantes y la multiplicidad de días, de vientos, de calores y de brisas veraniegas que tenemos. Será por eso, por tantos cambios en el clima por lo que no terminamos nunca de adaptarnos a nuestro medio ni a ninguna temperatura del espíritu, y oscilamos tanto, a remolque de la veleidad atmosférica, y por eso, como las rocas, nos agrietamos antes de tiempo, y nos vamos disgregando en gránulos más pequeños, hasta llegar a quedar constituidos de una arena volátil y viajera.

jueves, 21 de junio de 2012

PALABRAS


Las miradas y los silencios son más directos y, en consecuencia, más rápidos que las palabras. Las palabras vienen después, tratando de entrelazarse en el aire, jugueteando, rozándose, intentando disimular ante los pájaros que ya hace tiempo lo han captado todo. Las miradas se abren paso a través del tumulto. Las palabras necesitan el silencio para progresar. ¡Qué lastre son las palabras! Cuando no crean artificios para perpetuar una confortable conducta humana, se combinan entre sí para embaucar a los instintos. Si supiéramos encontrar tan sólo una palabra que nos fuera fiel, que reflejara como un espejo las sutilezas del sentimiento, quizá seríamos capaces de pronunciarla, y quizá también sería la palabra de nuestra perdición. Qué sabios son los dioses al guardarnos de hallarla. ¿Será lo mejor para nosotros? Al final nos conformamos con esas de siempre: amor, pasión, deseo, abismo, amigos, respeto, fidelidad, generosidad, y muchas otras igualmente perezosas.

martes, 12 de junio de 2012

LA ÚLTIMA VOLUNTAD


La misma noche de solsticio de verano en que el hombre estaba a punto de sucumbir a las calamidades de la vejez, ese momento en que finalmente el cuerpo es escupido a través de las arrugas y en el que ya sólo queda recordar que existe una belleza en el mundo que lo justifica todo, aquella misma noche, otros animales también morían. Moría un lobo, aullando en el lecho de muerte, cantando su última letanía, su último deseo de devorar;  moría una pequeña luciérnaga, que emitía sus últimos destellos, entregando hasta el último corpúsculo de luz al mundo al que tanto había amado, y mostrando qué otra cosa que un halo de verdadera felicidad; moría un escorpión clavándose su propio aguijón e inoculándose su veneno, haciendo gala de su instinto suicida; y moría también una víbora sin piel que mudar, mordiendo en su despedida el tronco de un árbol, inyectando todo su veneno en el mundo que abandonaba. Tal fue la confluencia de destinos.  
El hombre, sin embargo, hizo una pausa. Todos se acercaron para oírle: quería expresar su última voluntad. Y entonces la voluntad se reveló como lo único que el hombre no había logrado gobernar a lo largo de su vida: ¿habríase visto en la naturaleza muestra de mayor debilidad? Pero así ocurrió, y así hizo el hombre: ni cantó su letanía, ni dio su último destello de amor, ni se aguijoneó con alguna culpa redentora, ni inyectó su veneno en el mundo para liberar su cuerpo de él. Nada de eso: el hombre expresó su última voluntad.
Aunque hay que recordar que los perros tampoco saben libar en las flores hermosas, bien es cierto. 

                                                                                                                                                      José Antonio Nisa

viernes, 8 de junio de 2012

HISTORIA DE TERESA


José Antonio Nisa
En aquel tiempo en que aún no había descubierto los secretos del amor, soñaba con su príncipe, con su idealizado hombre, y así lo expresaba en las portadas de sus cuadernos, a través de versos jóvenes e inocentes, escritos de un puño que alguna vez sufrió más de la cuenta y que transmitió su dolor a otras chicas que también lo quisieron para ellas. Y mientras, se abstraía de la clase de matemáticas y soñaba con el baile del viernes por la tarde, con la primera vez, con el primer beso, con el primer roce, con la primera espina.
Aquel baile duró varios años, varios veranos, varios inviernos, y pasó cientos de días sentada en el mullido sillón de la espera, traicionero, venenoso como la flor por la que resbalamos hasta finalmente sucumbir ahogados en el alcohol de la primavera. Y al final todos ya se cansaron de bailar y los príncipes fueron consumiendo sus historias fantásticas, entre musas, sirenas y hechizos, entre lunas llenas y corazones bondadosos, entre malvados ogros y brujas subrepticias, y su corazón voló a la soledad, la soledad de ellos dos, los últimos, condenados a mirarse, condenados al número dos. “¿Bailas?” No había nadie más. Y aquel chico inesperado se convirtió en su príncipe, se adhirió a su destino y fueron felices entre las sábanas de la necesidad, hasta que más tarde, diez años o más, se apagó la llama de una historia sin elección, sin márgenes, sin arcén. Y entonces alguien dijo: “Necesita enamorarse”.
Fue el momento en que apareció el amor inesperado, con versos de perdulario, con canciones desalmadas, para dar una oportunidad a la duda, para ofrecer un poco de licor, un poco de ebriedad, un desvío repentino surgido en la autopista. Acelera, acelera, le decía su corazón.
Pero en su cabeza se encontraba el retrato de su padre. Todo lo que alguna vez tuvo llevará por siempre su nombre, el nombre de sus favores, de sus marchitos favores, y su espíritu enhiesto verá en ella siempre la luz opaca del deber y una promesa de eternidad. Y entonces quedó postrada sobre un manto de resignación, alejada del desvío que de la autopista alguien trazó para ella. Y ahora todos los días duerme contemplando las puestas de sol, contemplando las nubes que cubren el cielo al final de la tarde, e imaginando el rostro de alguien que pensando en ella lentamente cierra los ojos, soñando con ese día en que el destino la obligue a rectificar y reclame el miedo de los amantes a ser aplastados por la furia del cielo embravecido, y reclame el verdadero amor que brota de él.
Y en las tardes de invierno ella se sienta a contemplar tristemente el fuego de la chimenea, y en él no ve más que terribles caras que llamean escupiendo risas entre la consunción de un tiempo ya en rescoldos, agotado, desgastado entre las cuatro paredes de una fantasmal felicidad. En la habitación caldeada ella tiembla, alguien golpea el cristal de la ventana y surge una cara gris entre la nieve que rodea el cristal. ¿Quién será? , se pregunta. Y entonces una sombra de horror recorre su cara, cuando de pronto el timbre suena y ella se tapa la cara con las manos y reza: “Dios, no me dejes tener miedo. No me dejes creer en nada más otra vez”.
Entonces la puerta cruje, ella se encoge sobre el sofá, una mano se le acerca, le toca la espalda, lentamente ella se vuelve y sus ojos se empañan de nuevo en lágrimas que nunca nadie puede ver, al comprobar cómo de nuevo su padre acude para salvarla de la locura.

miércoles, 6 de junio de 2012

CUATRO SEGUNDOS


José Antonio Nisa
Siempre había oído decir que momentos antes de la muerte toda tu vida pasa por delante de tus ojos en tan sólo unos segundos, como el muelle de un reloj que se suelta de repente tras haberse pasado la cuerda, regresando así al inicio del tiempo. Al principio, yo mismo pensaba que era una broma como otras veces hice: una chiquillada de esta cabeza de niño que no sabe aceptar y que pasa toda la vida esperando. Nada serio, un juego entre yo y mis límites. Sin embargo, de repente, apareció el perro, y tan sólo un ladrido bastó para que todo se me revelara real. El juego dejó de ser jugado y, de paso, se me hizo patente mi incapacidad para superar aquel miedo ancestral a los canes.  
De repente, volaba. El viento me presionaba los oídos como un huracán fornido que se aferraba a mi cabeza. De pronto una serie de imágenes se sucedieron ante mis ojos: la maceta de geranios sobre el alféizar de la ventana del décimo, la harpía del octavo riñendo con su marido, María soñando sobre su pupitre, la pipa del indio que me miraba pasar con ojos pétreos, la persiana enmohecida del cuarto, la dulce trompeta del chico del tercero, la rubicunda adolescente descifrando sus piercings a ritmo de heavymetal, el segundo del desahucio con su pintada indignada, el detective privado desconocido del primero, la tienda de electrodomésticos con su toldo a rayas rojas y blancas, todo se me hizo tan rápido que creo que jamás en mi vida cuatro segundos habían dado tanta cantidad de imágenes y pensamientos reconcentrados en ellas. Entonces se me reveló que todas las vidas que allí había visto en aquellos cuatro segundos habían sido parte de mí mismo, de mi propia existencia, y que sin ellas y sin otras existencias como aquellas, mi vida no habría sido más que una línea circular, serenamente desquiciada en la espera de la hora final. Me alegré de aquel descubrimiento. De lo otro, ni rastro: de nuevo la inocencia del niño que cree en los puntos de acumulación de energía, en la regeneración del infinito dentro de la finitud de tan sólo cuatro segundos.
Finalmente me he convencido de que en mi interior no había nada, y que las experiencias son imposibles de recrear. Un señor se acercó a mí, se llevó las manos a la cabeza y gritó. Otras caras descompuestas se acercaron intentando comprenderme, o más bien, identificarme. Tal había sido mi locura. La vida había volado y ¡zas! se había evaporado, así sin más, como el globo de agua que explota al caer. Oí hablar a una señora de desesperación, algo que me contrarió: ¿Quién había sido víctima de la desesperación? No, no había sido yo de esos que tienen un motivo para saltar. La policía buscará rastros en mi ordenador. De seguro que molestarán a Irene.
Por fin, un hombre me reconoció: “Es el que ya intentó tirarse hace dos semanas.” Maldito. Ahora dirá alguna bobada. Ya me podría haber avistado allí arriba como entonces. Toda la calle se llenó de mirones, los bomberos subieron a recogerme, mis lágrimas saltaron de la emoción. Pero ahora, ¿de qué filosofar? Ya lo he comprobado todo: cuando nadie te mira, terminas cayendo al vacío de cualquier manera.

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