"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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martes, 25 de septiembre de 2012

SUSURROS EN LA NOCHE



J. Antonio Nisa
       
          Cuando sonaron los primeros golpes, hacía veintisiete minutos que él ya había sido capturado por el oscuro y mullido trance del sueño, confortablemente. Tenía sueño fácil y el cansancio acumulado del día lo había hecho caer rápido. Las imágenes livianas y fugaces se agolpaban unas sobre otras, atropelladamente; se desvanecían las primeras y aparecían otras, buscando una salida hacia el pozo del inconsciente, un sumidero por el que liberar la tensión de los acontecimientos del día. De pronto los nietos riendo, más tarde él penetrando en el baño, luego la cara de Teresa desfigurándose ante la puerta, ahora el alfanje colgado de la pared, hasta que, inesperadamente, unos golpes comenzaron a sonar de fondo, gobernando de repente aquellas imágenes con un ritmo penetrante y severo. Entonces uno de ellos alcanzó un volumen inverosímil, rompiendo la sucesión respiratoria de las imágenes, e introduciendo el ruido de la realidad entre los humos estupefacientes del duermevela. Despertó bruscamente, abriendo los ojos en la oscuridad, permaneciendo inmóvil, de costado, sin perturbar la posición del sueño, como si no quisiera alterar aquella postura depositando todo su vacío en la incierta esperanza de haber sido engañado por los sentidos y así poder volver a ser absorbido de inmediato por el sueño dominante e inconcluso.  El pelo rizado de Teresa se desplegaba ante él. Ella no había oído nada. No se movía. Su sueño profundo era tenaz. Sintió entonces unas palpitaciones que percutían su pecho y se extendían hacia su garganta, y pensó en un sueño turbulento y trágico del que ya no recordaba nada. Dos nuevos golpes lo sacudieron de nuevo; ya no podía reprocharle nada al sueño: eran golpes reales, que habían llegado a sus oídos como dos proyectiles dirigidos al infortunio de la noche. Entonces se giró en la cama y adoptó una posición supina, para que sus oídos estuvieran libres y poder así asumir los hechos cuanto antes. Esperó unos minutos en aquella posición, intentando descifrar el origen de aquel ruido insistente. Eran golpes metálicos, sin eco, choques de metales macizos cuyo sonido se apagaba tan pronto como cesaba su contacto, y al mismo tiempo notaba cómo aquel sonido se transmitía por la pared hasta hacer vibrar ligeramente los cristales de la ventana. Y, de pronto, dijo basta: se levantó con energía, un impulso secreto de sus entrañas despavoridas, y acudió al tercer cajón de la cómoda, de donde sacó una barra de hierro provista de un mango de goma. Teresa aún dormía. Decidió no despertarla.
Salió de la habitación descalzo, para no hacer ruido, y fue surcando el pasillo de la planta alta, asomando cautamente la cabeza  en cada una de las cuatro habitaciones vacías que vertían en él su silencio. De nuevo un ruido extraño brotó del hueco de la escalera. Algo metálico se había desgarrado. Se detuvo en seco, aguzó su oído y oyó murmullos que procedían de abajo. Unas voces conversaban en susurros violentos. Entonces una ola de sangre ardiente le recorrió desde los pies hasta la cabeza y le nubló la vista. La tentación de gritar su nombre quedó paralizada por el miedo a descubrirse. Un ardoroso terror le acababa de abrumar hasta la parálisis. Y sin embargo, allí abajo estaban ellos, los niños, y él, quizá rodeado por dos ladrones o dos asesinos que lo tuvieran amordazado contra el suelo, el mismo suelo sobre el que aquel día él había retozado con ansia infantil arrastrado por los niños, expuesto a la violenta vitalidad de la infancia, y se les había entregado con amor desinhibido. En aquel instante en que el instinto de supervivencia le había sumido en una quietud gélida, por primera vez acudía a su mente la idea de haber ocultado durante toda su vida aquel cariño que ahora desplegaba con sus nietos. Y él, su hijo, que apenas había recibido escuetas muestras de un afecto paternal, en aquellos tiempos severos en que el corazón era un símbolo de debilidad, en que alguna voz amable acaso se escapaba de la amenaza de su moral implacable, se encontraba en aquel momento allí abajo, en silencio, quizá en el silencio del miedo, o en un silencio impuesto por una mano violenta y cruel. Y entonces se preguntó de repente si alguna vez había amado como realmente se debe amar a un hijo; y aquella pregunta encalló en sus labios al sentir vergüenza de haberla pronunciado por su boca temerosa y silente.

A aquel rellano llegaban de nuevo los susurros, y su cuerpo se había escurrido hacia la pared de enfrente, con la barra de hierro apagada junto a su pierna, con la vista al frente, como esperando que algún ladrón asesino asomara por las escaleras y sonriera al ver a aquel viejo paralizado, y con una frase lacerante lo derrumbara antes de que pudiera saber qué había sido de ellos allí abajo. Él, que ya había estado al lado de la muerte una vez, cuando un infarto le descubrió a sí mismo su propia levedad y le hizo destapar la caja del amor apelmazado por el peso de tantos años aprisionado entre sus entrañas, y entregarlo al mundo, al vacío, al primer ser que se le acercara con un tacto humano. Y allí estuvieron ellos: sus nietos, una pareja incombustible a los que les enseñaba sus fornidos bíceps imperturbables, junto con los que se arrodillaba para pasar juguetonamente bajo la mesa sobre la que tanta sobriedad derrochó en las horas de la comida sagrada. Unos niños que nunca conocieron más que al abuelo Gonzalo, que nunca encontraron en su mirada sospecha alguna del respetable hombre de cara adusta y cruda severidad que había sido, y para los que él era el abuelo más hermoso del mundo.
El ruido de objetos entrechocando ligeramente unos con otros asaltó sus pensamientos. Pensó en un robo, y quiso moverse hacia la escalera con la intención de romper su quietud. Sabía que más tarde o más temprano aquellos intrusos subirían arriba y recorrerían todas las dependencias de la casa. Entonces de nuevo un impulso lo llevó a caminar hacia el teléfono y llamar a la policía. Tenía poca fe en la efectividad y diligencia de la policía, sin embargo, sabía que era una opción, una posibilidad de salvarse, un ligero soplo de esperanza en aquella situación en la que se encontraba. Volvió al cuarto donde dormía Teresa y tomó el teléfono. Lo descolgó, pero se percató de que no sabía el número de la policía. Pensó en un teléfono de urgencias, lo que de nuevo le llenó de vergüenza. Y se preguntaba cómo podría contar aquella situación, cómo podría responder a las preguntas de algún juez pertinente que le interrogara sobre su actuación y lamentara su cobardía y la desgracia que ella habría ocasionado en su familia. Un halo de valor, de fatalidad, un instinto suicida le surgió entonces de las entrañas. Cuánto dolor sería capaz de soportar en un enfrentamiento con el que nadie más sufriera. Entonces volvió sobre sus pasos y se encaminó hacia la escalera principal. Comenzó a bajar escalón a escalón, sintiendo cómo se le endurecían las tripas, tensando el plexo solar y despreciando el sudor que le corría por cada poro de su cuerpo, empapándole la camisa del pijama y corriendo entre sus dedos aferrados a la barra de hierro. Bajó los escalones hasta el punto en que pudo atisbar toda la escena que ocurría en el salón, pero no vio nada. La oscuridad era demasiado opaca. Su oído sin embargo oyó algunas palabras; y de repente, el tono de aquellas palabras le resultó de sobra conocido. Su brazo se relajó entonces y dio dos pasos más hasta alcanzar el interruptor de la luz. Pulsó con una prisa agónica y sus ojos fueron relampagueados por una luz poderosa y lacerante. Entonces ellos se abalanzaron sobre él. Uno de ellos se colgó de su cuello. Él no pudo más que dejarse llevar. Tanto lo había agotado su imaginación y el miedo que ya no tuvo siquiera fuerzas para escuchar. El que lo había alcanzado al cuello le susurró al oído: “Abuelo”. Y aquel momento se le rebeló como el momento que había esperado toda su vida, un momento en que toda aquella tensión de pronto se transformaba en un líquido que impregnó de lucidez toda su mente, en que comprendió que, aun cuando solo escudara y digiriera el vital impulso de aquellas criaturas enajenadas, su vida valía algo. Entonces cayó al suelo, y lentamente fue penetrando en él, y el suelo se convirtió de repente en la tierra del jardín, y su mirada perdida de felicidad se fue ahogando en la oscuridad de las profundidades, donde Teresa le esperaba blandiendo las llaves del cielo y diciéndole: “Despierta, Gonzalo. Estabas llorando.”   


martes, 18 de septiembre de 2012

EL PSICOANALISTA


 José A. Nisa
            El quinto piso del número trece de la Avenida de La Razón daba, por su parte delantera, a un vasto terreno abandonado, lleno de hierbajos, a la espera de un gran proyecto urbanístico. Más allá, un edificio de la Iglesia Evangélica con un enorme crucifijo en el vértice de la fachada se abandonaba en su insignificancia bajo las nubes rojizas del crepúsculo. El psicoanalista escuchaba a aquella señora sentado en un cómodo sillón tapizado de un negro cuero sintético. Al principio comenzó a escucharla con interés, pero de pronto unas hilachas que salían de la alfombra roja que se encontraba a sus pies le desviaron el pensamiento y comenzó a reconocer que, verdaderamente, el tapizado ya necesitaba una renovación. La última vez que renovó el decorado del despacho, hacía cinco años, una agencia de decoración se encargó de tomar todas las decisiones al respecto y de llevar a cabo todos los cambios estéticos. Recordaba que Cristina, su mujer, había discutido con él sobre el precio y había dudado de la reputación de aquella agencia tan “moderna” y tan “deplorable”, como había comentado en tono despectivo.
De repente su mirada topó con la mujer que le daba ligeramente la espalda. Entonces volvió en sí y, atendiendo a la llamada de una simple curiosidad, comenzó a prestar atención a las palabras que la señora del diván decía:
- ... es una sensación que me llega sobre todo cuando estoy en casa. Entonces siento como si me difuminara ante la falta de sentido de todo lo que me rodea. Y me parece tan claro y evidente, doctor. En esos momentos siento una liberación total y comienzo a ser yo misma; y mi verdadero ser no quiere nada, no quiere ser nada, y sólo quiere dejarse llevar por esa nada. Ante ese éxtasis siento la necesidad de emborracharme de vida, y entonces me dirijo a mi bodega y abro una botella de vino y comienzo a beber mientras miro por la ventana, o veo a mi marido sentado en el sofá leyendo un absurdo libro de aventuras, y todo de repente me parece bello. Luego enciendo un cigarro, pongo un poco de música y me pongo a cantar y a bailar...
            El psicoanalista recordó, a partir de aquellas palabras, cuándo fue la última vez que cantó y bailó en casa. No solía cantar ni bailar; si acaso en alguna fiesta, pero en casa, nunca. O sí: comenzó a evocar un recuerdo perdido de su época de estudiante, la primera vez que llevó a una chica a su apartamento de San Benedicto. Después de beber algunas copas de whisky y retozar un poco en el sofá, ella se levantó, puso al tocadiscos una canción de cabaret y lo sacó a bailar. Lo hacía torpemente, con sus enormes pies de zancudo, sin el menor sentido del ritmo. Suerte fue que la canción duró poco tiempo, pensaba ahora. Él se desparramó de nuevo en el sofá y la chica comenzó a desnudarse al ritmo de una canción de Lizza Minelli, cuyo título no supo nunca, pues él jamás recordó el título de ninguna canción.
            La mujer calló por unos segundos. Entonces él ocupó su papel de psicoanalista, al que debía su estatus social.
- Lo que usted hace es algo que a la mayoría de las personas resulta difícil, si no imposible: las personas no son sinceras, la inmensa mayoría de ellas no es capaz de asumir que toda su vida es una representación.
- Es cierto, doctor, -interrumpió ella- yo también he descubierto que durante muchos años mi forma de existir no ha sido más que una forma de alejarme de mi propia insignificancia, he vivido sometida a la imagen que daba a los demás. ¿Usted me comprende? Y ahora quiero convertirme en una persona líquida, dejar de estar sometida a la presión del entorno. Doctor, yo deseo desparramarme y comenzar a penetrar por todos los lugares, en todas las personas. Quiero perder el sentido del ridículo, porque, doctor, el amor me ha sido arrebatado siempre por los escudos que interponen los demás y que yo he colocado delante de ellos para protegerme. ¿Se da cuenta de lo irrisorio que es todo esto? Yo he vivido muchos años observando la miseria que hay detrás del refinamiento de la gente, pero ahora veo que eso no era tal miseria sino que mana de la propia naturaleza defensiva de la gente, es una pieza de ese juego de la supervivencia. Y así, yo jugaba, y pensaba que todo ese juego era importante,... hasta que perdí la humildad e intenté ganar a toda costa. Y en el fondo sabía que todo no era más que un juego.
            El psicoanalista sintió que la chica estaba tocando demasiado a fondo la condición humana, que también era su condición, pensó. Sacó un cigarro y lo prendió. La primera exhalación de humo la dirigió hacia el gran ventanal, al que la mujer dirigía la mirada, con el último e inconsciente propósito de que cambiara de discurso. Entonces dijo:
- Pero ya que la vida nos ha colocado este juego por delante, ya que hemos de representar, nuestra obligación moral es la de ser buenos actores y buenos jugadores ¿no cree usted? Si una persona se deprime y piensa que la vida no tiene sentido y se quiero morir, entonces realmente no ha entendido nada. Sí, está claro que moriremos, pero durante el tiempo que vamos a vivir hemos de ser buenos vividores, y entender bien la vida como un flujo de placeres, de dolores y como un serio juego que todos asumimos. Mire, por ejemplo, yo, que estoy en esta posición y me toca jugar de este lado, pudiendo influir en la vida de los otros, yo voy a hacer lo que yo creo que puede ayudar a los demás a vivir mejor, porque es el papel que he querido desempeñar en este juego de la vida y no por otra cosa. Si usted ha asumido el papel de una señora dedicada a los negocios pues debería actuar siguiendo lo que mandan los cánones para este papel, pero también aportando su propia individualidad y haciendo de su vocación una pasión. Sólo así podrá disfrutar plenamente de esa vida, de la vida.
- Sí doctor, pero yo no respondo de esa manera. Y ese es el gran problema que me ha traído hasta aquí. Cuando yo represento mi papel caigo en un estado permanente de mal humor, de permanente enfado, de desencuentro con el mundo y con todo lo que me rodea. Ha llegado el momento en que sufro con el juego.
La señora hizo una pausa para, a renglón seguido, hacer ver al doctor que ella también había hecho sus cábalas.
- A veces, doctor, me pregunto si todo es consecuencia del deseo insatisfecho. No sé qué habrá de eso en mí, doctor.  
            La expresión “deseo insatisfecho” llegó a la cabeza del psicoanalista en forma de dos imágenes pasadas no hace mucho tiempo: las risas de Rebeca al teléfono después de darle plantón, y la cara de desprecio de su mujer la noche anterior. Realmente, pensaba, el deseo insatisfecho es de las cosas más denigrantes para un hombre, sobre todo si son conocidas por los demás.
            Aquellas ideas le hicieron repetir en tono interrogativo aquella expresión:
-¿Deseo insatisfecho? –preguntó con curiosidad.
- No, puede que no se trate de deseo insatisfecho, sino de una mera insatisfacción conmigo misma. Creo que yo no tolero mi actuación. Me digo “yo tendría que actuar de esta otra manera porque así soy yo, así es mi naturaleza”, y sin embargo no lo hago por cuestiones que me sobrepasan. Entonces me siento cobarde por no ser “yo misma” ante los demás, y no me acepto. Todo el estado de intransigencia puede venir de ahí, doctor. ¿Usted qué piensa?
            El psicoanalista apagaba el cigarro, estrujándolo contra el cenicero. La expresión “deseo insatisfecho” aún resonaba en su cabeza. De ahí que, sin quitar la mirada del cigarro que aún humeaba, hiciera una pregunta difícil:
- ¿A qué tipo de satisfacciones cree usted que tiende su naturaleza?
- No, yo no me refería sólo al deseo carnal, doctor. Si fuera sólo eso todo sería mucho más fácil. Mire usted a los perros. Ellos no tienen otras necesidades que las de sus instintos. Nosotros, en cambio, tenemos necesidad de afecto, de reconocimiento, insatisfechas a causa de mil motivos: timidez, complejos,... incluso de nuestra difícil personalidad. Y eso genera una lucha difícil entre nuestro ego y el mundo exterior. En esa lucha ambas se tensan y nos crean esa amargura. Pero mis problemas de timidez, mis complejos infantiles y mis desarreglos en el trato son tan complicados que yo he optado por emprender una batalla a campo abierto contra el mundo. Y siento que el mundo conspira contra mí, y entonces me empleo a fondo y le obligo a liberarme y a rendirse ante mí. Sí, doctor, a veces en esta lucha sangrienta las vísceras salpican a mucha gente....
            Al decir “una lucha contra el mundo” la mujer que estaba tumbada de cara a aquel cielo ya oscurecido se le convirtió al doctor en una heroína que acababa de llegar a su casa a rendirse a sus pies. Él acababa de conocer la verdadera naturaleza de aquella señora que tan aterradas tenía a todas las empleadas de la fábrica de tejidos. Conocía su cara oculta, sus bailes y sus estados de embriaguez mientras su marido leía en el sofá libros de aventuras. Acababa de descubrir una doble personalidad en su paciente. La mujer se encontraba compungida después de sus últimas palabras. Había sollozado sordamente y ahora se encontraba en silencio. El psicoanalista le acercó un vaso de agua. La mujer bebió y prosiguió:
- ¿Se da cuenta usted? Yo quiero borrar mi imagen del mundo. Quiero dejar de actuar y de luchar contra los demás, pero no puedo hacerlo en el lugar del mundo en que me encuentro. Estoy tan atrapada por todo, por mi imagen, por el reflejo que mis actos han dejado en los demás…                                                       
            El doctor pensó en adentrarse un poco más en la vida amorosa de su paciente. Pensó en la posibilidad de que todo se redujera a un problema sexual, pues, según sus teorías, la necesidad de afecto a veces sólo tiene un fondo de deseo sexual reprimido.
- ¿Ha tenido usted alguna vez un amante? –comenzó a indagar, con la licencia intimista que se les otorga a los psicoanalistas.
            La mujer respiró profundamente, antes de contestar secamente:
- Sí....TENGO un amante.
- Llevo un rato dándole vueltas al asunto y pensaba que no podía ser de otro modo. Lo presentía. Su caso es un caso típico que se ajusta a un marco sintomático propio de mujeres que pierden el sentido de la realidad al encontrar a otra persona en su vida. 
-  Entonces, ¿piensa usted que todo mi problema está relacionado con eso? –interrumpió agitadamente ella.
-  Absolutamente, no tenga la menor duda. Su problema es más simple de lo que puede imaginar: Usted, en este momento, está aprendiendo a amar, y lo que es más importante: usted está aprendiendo a amarse a sí mismo.
- Sí, sí, doctor –dijo ella con una suave voz de sorpresa -. Cuanta verdad hay en esas palabras.
- Y, por tanto –continuó el doctor entrecortando las palabras en tono autoritario- su caso es un caso perfectamente definido en la psicología.
Entonces se levantó con parsimonia y se dirigió al escritorio; abrió una gaveta y sacó una tableta de pastillas de un potente afrodisiaco. Luego se acercó a ella, blandiendo la tableta.
- Afortunadamente, existe la farmacología. Y con un poco de nuestra voluntad, podemos curar esos problemas que tanto nos angustian.
            Ella lo miraba incrédula, con cara pasmada, con la sensación de encontrarse ante la quintaesencia de la psique humana. Miró la tableta de pastillas y esperó que el psicoanalista se le deslizara.
- Aquí tiene. Tómelas durante un par de semana, una al día, antes de ir al trabajo. Y, al cabo nos vemos. ¿De acuerdo? Ya verá cómo esa dura carcasa que la constriñe poco a poco va cediendo.
- No tema, doctor, - dijo con voz visiblemente nerviosa –yo estoy acostumbrada a la autodisciplina más severa. Seguiré sus indicaciones tal como usted dice.
Tomó su bolso y salió de la consulta.
El doctor cerró la puerta y volvió sobre el enorme ventanal, pensativo. La mujer subía en un automóvil negro. Alguien que no se distinguía conducía al volante. Entonces una sonrisa volvió a su rostro, murmurando:
- Por san Freud.







                                                   

jueves, 6 de septiembre de 2012

CERBERO

J.A.Nisa
Había dientes entre las cenizas. No los alcanzaría el fuego, al amparo de algún rescoldo irredento. Luego llegó él y esparció las cenizas con una escoba de palma. Pero ella ya los había visto. Fue adentro y llamó a la chica de la limpieza. Había estado toda la mañana en la casa. Quizá hubiese visto algo. Pero la chica le tenía miedo. Miedo a su mirada, a la ferocidad de su voz. Y dijo no haber visto nada. “Entiendo”, dijo ella, pues ya había entendido su mirada de terror.
Lo espió durante los siguientes tres días. Estudió sus movimientos, revisó sus lecturas, escrutó sus mil caras, pero no encontró ningún atisbo de locura, o de secretismo, ni alteración alguna en su comportamiento. A la cuarta  noche, unos ladridos la despertaron. Se despertó pensando que había sido un sueño. Entonces se despabiló, penetró en la realidad de la noche y se acercó a la ventana convencida de que había sido un animal. Abrió las hojas de la ventana y permaneció algunos minutos recibiendo el fresco de la noche en la cara. Se había levantado una desafiante brisa nocturna. Los árboles murmuraban en el silencio. Recordó entonces que Cerbero había dejado de ladrar hacía más de un mes, quizá por su enfermedad, aquellas manchas extrañas. Y lo buscó con la mirada por alrededor de la perrera. No vio nada, y volvió a la cama, convencida por la razón de sus sentidos. No pudo dormir en varias horas, revolviéndose entre las sábanas. A la mañana siguiente, los primeros rayos de sol no lograron quebrar su letargo. Y era ya cerca de mediodía cuando un nuevo ladrido se introdujo entre sus sueños. De pronto oyó la voz del pequeño Daniel, e inesperadamente, de nuevo la imagen de los dientes entre la hoguera le ofuscó la razón. Entonces se acercó a la ventana y vio a Daniel acariciando a un pequeño pastor alemán. A su lado estaba él, con su sombrero gris, con su sonrisa extendida sobre los rayos luminosos de mediodía. Aquella escena le provocó una reacción extraña, como si una recién olvidada pesadilla le azotara, y acudió abajo con presteza, poseída por un pensamiento siniestro e ineludible. Entonces gritó:“¡Cerbero! ¡Cerbero! ¿Dónde está Cerbero?”, y lo volvió a repetir, presa de la exaltación. Daniel no la miró, abstraído con su nuevo compañero. Sin embargo, él, viéndola fuera de sí, se dirigió hacia ella con cara furiosa, conminándole a que se callara. Pero ella se dirigió corriendo hacia la hoguera apagada, y con una vara comenzó a remover la ceniza, al tiempo que llamaba una y otra vez a Cerbero. Al fin él la alcanzó y se abalanzó sobre ella, abrazándola por detrás, paralizándola y chistándole en el oído. “Cerbero ha vuelto a los infiernos. Los demonios se lo llevaron. ¿Comprendes?” , dijo él con su voz térrea. Al fondo Daniel abría sus brazos al pequeño pastor alemán. Entonces ella bajó la mirada y, llena de horror, volvió a pronunciar para sí aquel nombre.

lunes, 3 de septiembre de 2012

UN SIMPLE ARREBATO

J.A.Nisa
               

El sol ya había ocultado su redondez por el horizonte y el centro comercial ya había encendido sus luces de neón cuando ellos atravesaron la puerta y recorrieron el pasillo hasta el acceso a la tienda. A medida que se acercaban, el murmullo de la cafetería subía poco a poco de tono hasta que, al llegar a su altura, ella giró la cabeza y lo vio. Luego supo que no fue el ruido lo que atrajo su vista hacia aquel lugar sino que había sido el diablo quien, con su capa negra y aciaga, la había obligado a mirar a aquel rostro conocido, quieto y sonriente, entretejido en la multitud del mostrador, casi escondido del mundo, pero eternamente insoslayable para ella.
Quedó conturbada al verlo. Nunca habría esperado encontrarlo en aquel lugar. De forma que su primera reacción fue volver la mirada, gesto impulsado por un instinto de supervivencia; sus ojos se volvieron rígidos, encajados en un rictus nervioso que Lucas no percibió cuando ella, inesperadamente, se excusó para ir al baño.
Lucas la esperó con cara complaciente en la línea de entrada. Le gustaba ir a su lado cuando ella recorría todas las estanterías de ropas mirando vestidos y prendas que él juzgaba siempre en voz alta, como si sintiera continuamente la voz de ella pidiéndole ayuda. Pero ella nunca miró a Lucas con los ojos de su corazón, y soñaba sin saberlo, sin ser consciente de sus propios sueños, con aquel hombre errado en su vida, que le había sido negado por su destino, que había llegado a destiempo, cuando ya el proyecto de su vida había sido trazado, para perturbarla y sacarla de su camino, cuando ya había pagado a la sociedad el canon de la felicidad que alguien había vaticinado. Y a veces se miraba al espejo con su vestido y de repente imaginaba a aquel hombre que secretamente llenó sus entrañas y abrió en canal su corazón para que ella derramara toda la sangre y pasión que no habría de derramar en toda su vida, y él miraba aquellos vestidos y le sonreía mirándola desnuda a través de los vestidos, como si no los llevara puestos o fueran solo una excusa para tomarla por la cintura y besarla apretándola con una fuerza tierna que la deshacía, y para ella los vestidos no tenían más olor que el olor que ella guardaba de su sudor, un sudor guardado en su memoria como si fuera su propio sudor. Y era en aquellos momentos cuando Lucas se acercaba a ella y le decía “este me gusta más que el rojo” o “me gusta más fruncido”, y ella se sentía de repente una princesa rota, a la que su padre el rey jamás había permitido abandonar los sueños de intramuros, estériles y agotados por los años y las lágrimas.
Entonces, atizada por el fuego ardiente del recuerdo, tuvo la perspicacia de urdir una escapada, tontamente, fingiendo necesitar tomar un tentempié, mientras Lucas, un tanto perplejo, era encomendado a realizar el resto de la compra.
Se encaminó con diligencia hacia la cafetería, esperando encontrarlo en aquella pose diabólica apoyado en la barra, pero él ya no se encontraba allí. Entonces una vibrante ansiedad comenzó a apoderarse de ella, y sabiendo que nunca lo encontraría entre aquellos pasillos paseando en busca de ninguna cosa que necesitara, porque sabía que él nunca había necesitado nada, porque su alimento era un alimento salvaje que solo obtenía entre las pasiones que se mueven entre los hombres, atravesó la puerta automática que daba al exterior.
Allí estaba él, apoyado contra una columna, fumando y mirándola caminar hacia él, contemplando toda su figura con la misma mirada extática con que atravesaba sus ojos. Ella se acercó y, antes de decir ninguna palabra, miró atrás, tras lo cual se lanzó hacia su cuerpo para abrazarlo. Sabía que tenía pocos minutos para estar con él, y aun así las palabras no salieron de su boca. Fue él quien primeramente dijo: “Cuánto he deseado verte en estos años”, pero ella solo tomó de nuevo su mano y la apretó. Luego él preguntó por el niño. “Es algo más que un hijo. Es nuestro amor”, dijo ella. Sin embargo, aquella frase no tuvo el eco con que había sido cargada, quizá para la posteridad, pues su nombre sonó por detrás de ella. Era Lucas, que se acercaba visiblemente contrariado al no encontrarla en la cafetería. Entonces ella se apartó de él tímidamente, y simuló una despedida de amigos, una despedida liviana, desprendida, solaz; pero su cara no la acompañó y Lucas inmediatamente supo que algo extraño ocurría. Miró entonces hacia él y, al cruzar fugazmente las miradas, aquellos ojos conocidos, retratados en su propio hijo con la similitud insuperable de la naturaleza, le iluminaron con un destello cegador y le hicieron comprender que era él, aquel hombre que nunca conoció y que quisieron ocultarle hasta la muerte. Entonces Lucas hizo un movimiento hacia él y comenzó a cabalgar en un conato de ira:
- Es él, lo sé, es él. No tengo duda.
Pero ella se interpuso y lo sujetó por los brazos.
- Tengo que ajustar cuentas con él, desde hace tiempo –continuó, vibrando entre impulsos obscenos de su cuerpo, amenazantes, tendiendo a él.
Mientras tanto el otro se perpetuaba en su silencio, con su cara hierática, su cabeza altiva, complacido en su quietud, contemplando con mirada pétrea a aquel individuo que se agitaba en su inconsistencia.
Lucas se removía e intentaba zafarse de ella para encararse con él, sabiendo que aquello sería desafiar al amor y a las fuerzas de la naturaleza, sabiendo en su más recóndito conocimiento que aquella escena estaba condenada a ser diluida en la felicidad que él había trazado para su vida y la de ella, y que el drama no había sido hecho para entrar en su vida por ninguna puerta, y mucho menos por la puerta de la violencia. Y sin embargo, algo le empujaba a moverse y a dirigirse hacia él quizá para solo mirarlo a la cara y quedar batido al instante, o tan solo para retractarse de todo lo que había blasfemado, o tan solo para mirar aquella cara y decirse a sí mismo: “Este es el rostro que mi imaginación nunca pudo construir”.
Hasta que al fin ella se cansó de aquella contención impotente y gritó:
- ¡Lucas! Eres un imbécil. Me iré y te dejaré con él, a solas, si es eso lo que quieres.
Lucas cedió por un momento y lo miró. Miró su frente fruncida en actitud reposada, como consecuencia de los latigazos del sol y del tiempo; miró a aquellos ojos zarcos que penetraban en el aire sólido y lo ondulaban, quizá esperando y deseando por fin una confrontación que le hiciera entrar por alguna hendidura, aun dolorosa, a la vida que le fue prohibida; miró y se dio cuenta de que nada de lo que él pudiera hacer merecía la pena y que su vida estable en un mar ostensiblemente sereno no podía ser quebrada por ninguna pasión furibunda. Y al fin Lucas dijo:
- Bueno, quizá tengas razón. Puede ser que me haya equivocado y no sea él.
Entonces todo volvió a la normalidad. Lucas y ella se volvieron hacia la entrada y él  quedó allí, de nuevo apoyado en la columna, aspirando el humo del cigarro negro y exhalándolo hacia un cielo que se sumía en la oscuridad del ocaso. 

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