J. Antonio Nisa
Cuando sonaron los primeros golpes, hacía veintisiete minutos que él ya había sido capturado por el oscuro y mullido trance del sueño, confortablemente. Tenía sueño fácil y el cansancio acumulado del día lo había hecho caer rápido. Las imágenes livianas y fugaces se agolpaban unas sobre otras, atropelladamente; se desvanecían las primeras y aparecían otras, buscando una salida hacia el pozo del inconsciente, un sumidero por el que liberar la tensión de los acontecimientos del día. De pronto los nietos riendo, más tarde él penetrando en el baño, luego la cara de Teresa desfigurándose ante la puerta, ahora el alfanje colgado de la pared, hasta que, inesperadamente, unos golpes comenzaron a sonar de fondo, gobernando de repente aquellas imágenes con un ritmo penetrante y severo. Entonces uno de ellos alcanzó un volumen inverosímil, rompiendo la sucesión respiratoria de las imágenes, e introduciendo el ruido de la realidad entre los humos estupefacientes del duermevela. Despertó bruscamente, abriendo los ojos en la oscuridad, permaneciendo inmóvil, de costado, sin perturbar la posición del sueño, como si no quisiera alterar aquella postura depositando todo su vacío en la incierta esperanza de haber sido engañado por los sentidos y así poder volver a ser absorbido de inmediato por el sueño dominante e inconcluso. El pelo rizado de Teresa se desplegaba ante él. Ella no había oído nada. No se movía. Su sueño profundo era tenaz. Sintió entonces unas palpitaciones que percutían su pecho y se extendían hacia su garganta, y pensó en un sueño turbulento y trágico del que ya no recordaba nada. Dos nuevos golpes lo sacudieron de nuevo; ya no podía reprocharle nada al sueño: eran golpes reales, que habían llegado a sus oídos como dos proyectiles dirigidos al infortunio de la noche. Entonces se giró en la cama y adoptó una posición supina, para que sus oídos estuvieran libres y poder así asumir los hechos cuanto antes. Esperó unos minutos en aquella posición, intentando descifrar el origen de aquel ruido insistente. Eran golpes metálicos, sin eco, choques de metales macizos cuyo sonido se apagaba tan pronto como cesaba su contacto, y al mismo tiempo notaba cómo aquel sonido se transmitía por la pared hasta hacer vibrar ligeramente los cristales de la ventana. Y, de pronto, dijo basta: se levantó con energía, un impulso secreto de sus entrañas despavoridas, y acudió al tercer cajón de la cómoda, de donde sacó una barra de hierro provista de un mango de goma. Teresa aún dormía. Decidió no despertarla.
Salió
de la habitación descalzo, para no hacer ruido, y fue surcando el pasillo de la
planta alta, asomando cautamente la cabeza
en cada una de las cuatro habitaciones vacías que vertían en él su
silencio. De nuevo un ruido extraño brotó del hueco de la escalera. Algo
metálico se había desgarrado. Se detuvo en seco, aguzó su oído y oyó murmullos
que procedían de abajo. Unas voces conversaban en susurros violentos. Entonces
una ola de sangre ardiente le recorrió desde los pies hasta la cabeza y le
nubló la vista. La tentación de gritar su nombre quedó paralizada por el miedo
a descubrirse. Un ardoroso terror le acababa de abrumar hasta la parálisis. Y
sin embargo, allí abajo estaban ellos, los niños, y él, quizá rodeado por dos
ladrones o dos asesinos que lo tuvieran amordazado contra el suelo, el mismo
suelo sobre el que aquel día él había retozado con ansia infantil arrastrado
por los niños, expuesto a la violenta vitalidad de la infancia, y se les había
entregado con amor desinhibido. En aquel instante en que el instinto de
supervivencia le había sumido en una quietud gélida, por primera vez acudía a
su mente la idea de haber ocultado durante toda su vida aquel cariño que ahora
desplegaba con sus nietos. Y él, su hijo, que apenas había recibido escuetas
muestras de un afecto paternal, en aquellos tiempos severos en que el corazón
era un símbolo de debilidad, en que alguna voz amable acaso se escapaba de la
amenaza de su moral implacable, se encontraba en aquel momento allí abajo, en
silencio, quizá en el silencio del miedo, o en un silencio impuesto por una
mano violenta y cruel. Y entonces se preguntó de repente si alguna vez había
amado como realmente se debe amar a un hijo; y aquella pregunta encalló en sus
labios al sentir vergüenza de haberla pronunciado por su boca temerosa y
silente.
A
aquel rellano llegaban de nuevo los susurros, y su cuerpo se había escurrido
hacia la pared de enfrente, con la barra de hierro apagada junto a su pierna,
con la vista al frente, como esperando que algún ladrón asesino asomara por las
escaleras y sonriera al ver a aquel viejo paralizado, y con una frase lacerante
lo derrumbara antes de que pudiera saber qué había sido de ellos allí abajo.
Él, que ya había estado al lado de la muerte una vez, cuando un infarto le
descubrió a sí mismo su propia levedad y le hizo destapar la caja del amor
apelmazado por el peso de tantos años aprisionado entre sus entrañas, y
entregarlo al mundo, al vacío, al primer ser que se le acercara con un tacto
humano. Y allí estuvieron ellos: sus nietos, una pareja incombustible a los que
les enseñaba sus fornidos bíceps imperturbables, junto con los que se
arrodillaba para pasar juguetonamente bajo la mesa sobre la que tanta sobriedad
derrochó en las horas de la comida sagrada. Unos niños que nunca conocieron más
que al abuelo Gonzalo, que nunca encontraron en su mirada sospecha alguna del
respetable hombre de cara adusta y cruda severidad que había sido, y para los
que él era el abuelo más hermoso del mundo.
El
ruido de objetos entrechocando ligeramente unos con otros asaltó sus
pensamientos. Pensó en un robo, y quiso moverse hacia la escalera con la
intención de romper su quietud. Sabía que más tarde o más temprano aquellos
intrusos subirían arriba y recorrerían todas las dependencias de la casa.
Entonces de nuevo un impulso lo llevó a caminar hacia el teléfono y llamar a la
policía. Tenía poca fe en la efectividad y diligencia de la policía, sin
embargo, sabía que era una opción, una posibilidad de salvarse, un ligero soplo
de esperanza en aquella situación en la que se encontraba. Volvió al cuarto
donde dormía Teresa y tomó el teléfono. Lo descolgó, pero se percató de que no
sabía el número de la policía. Pensó en un teléfono de urgencias, lo que de
nuevo le llenó de vergüenza. Y se preguntaba cómo podría contar aquella
situación, cómo podría responder a las preguntas de algún juez pertinente que
le interrogara sobre su actuación y lamentara su cobardía y la desgracia que
ella habría ocasionado en su familia. Un halo de valor, de fatalidad, un
instinto suicida le surgió entonces de las entrañas. Cuánto dolor sería capaz
de soportar en un enfrentamiento con el que nadie más sufriera. Entonces volvió
sobre sus pasos y se encaminó hacia la escalera principal. Comenzó a bajar
escalón a escalón, sintiendo cómo se le endurecían las tripas, tensando el
plexo solar y despreciando el sudor que le corría por cada poro de su cuerpo,
empapándole la camisa del pijama y corriendo entre sus dedos aferrados a la
barra de hierro. Bajó los escalones hasta el punto en que pudo atisbar toda la
escena que ocurría en el salón, pero no vio nada. La oscuridad era demasiado
opaca. Su oído sin embargo oyó algunas palabras; y de repente, el tono de
aquellas palabras le resultó de sobra conocido. Su brazo se relajó entonces y
dio dos pasos más hasta alcanzar el interruptor de la luz. Pulsó con una prisa
agónica y sus ojos fueron relampagueados por una luz poderosa y lacerante.
Entonces ellos se abalanzaron sobre él. Uno de ellos se colgó de su cuello. Él
no pudo más que dejarse llevar. Tanto lo había agotado su imaginación y el
miedo que ya no tuvo siquiera fuerzas para escuchar. El que lo había alcanzado
al cuello le susurró al oído: “Abuelo”. Y aquel momento se le rebeló como el momento
que había esperado toda su vida, un momento en que toda aquella tensión de
pronto se transformaba en un líquido que impregnó de lucidez toda su mente, en
que comprendió que, aun cuando solo escudara y digiriera el vital impulso de aquellas
criaturas enajenadas, su vida valía algo. Entonces cayó al suelo, y lentamente
fue penetrando en él, y el suelo se convirtió de repente en la tierra del
jardín, y su mirada perdida de felicidad se fue ahogando en la oscuridad de las
profundidades, donde Teresa le esperaba blandiendo las llaves del cielo y
diciéndole: “Despierta, Gonzalo. Estabas llorando.”