El
doctor había cautivado desde el principio la mirada fría y perseverante del
muchacho. Le correspondía la visual cruzada en un pulso psíquico de profunda
beligerancia. Más tarde, el chico se retiró y los padres quedaron solos con él.
Entonces, el doctor dijo a los padres, con voz suave, marcando tenuamente las
palabras, que no debían darle al chiquillo todo lo que este les pedía. “No,
doctor. Nosotros no le damos nada: él lo toma. ¿Entiende?” dijo su madre. Su
padre callaba a su lado, con la mirada escondida de aquella situación
vergonzosa.
El
doctor miró al suelo, suspiró y comenzó a decir aquello que su certera intuición
le había dado a conocer: “El muchacho no tiene ningún tipo de trastorno
psíquico. Es sólo que, su hijo, señores, no conoce el amor… Sin duda conoce los
objetos que le rodean, conoce cuáles son los que le proporcionan placer, conoce
perfectamente los límites de su propia satisfacción, conoce su orgullo, su
pulso bélico, su fuerza para medirse a los demás y a las máquinas que le
rodean, conoce su propio cuerpo adolescente en evolución: pero no conoce el
amor…” La madre, con gesto contrariado reaccionó rápidamente: “Doctor, nosotros
queremos a nuestro hijo. Cómo puede decir eso. Nosotros hemos hecho todo cuanto
ha estado en nuestra mano para darle la mejor educación. No le ha faltado nada.
Le hemos dado todo el cariño que un niño necesita…”
El
doctor escudriñaba con los ojos entornados a aquella mujer que le hablaba. El
análisis del iris le decía que se encontraba ante un caso de lo más normal:
“Señora, su hijo se ha hecho muy grande, tan grande como usted no puede
imaginar. Pero su corazón no ha crecido. Y ante esto, con estos dieciocho años,
y la relación de dominio que ejerce sobre ustedes, ya nada puede cambiarlo.”
“Pero, cómo dice usted…” El padre torció el gesto, la madre balbuceó unas
palabras tensas y expectantes.
Pero
el doctor se apresuró a apostillar: “Salvo, salvo,… salvo que ustedes cambien
de sistema.” “¿Qué quiere decir con eso, doctor?”, dijo la señora, un tanto
irritada.
“Es
duro decirlo, pero para que nazca un nuevo hijo más humano, este, simplemente,
debe morir. Eso es lo que yo le propongo: que lo dejen morir”, dijo el médico.
“¿Qué
dice usted?”, gritó la mujer.
“Borren
y comiencen de nuevo. Las crisis son así, compréndanlo. No deben más que dejar
que muera de inanición, para luego comenzar desde cero”.
El
muchacho entró de repente en la consulta, como si hubiera sido alertado por el
elevado tono de su madre. Se acercó a ella y le hizo una señal con la cabeza
indicándole la puerta. Su madre lo miró y se levantó. “Sí, hijo. Más nos vale
salir de aquí”, dijo la mujer. Y se encaminaron hacia la puerta. La mujer
refunfuñando palabras ingratas y su marido silencioso y con ganas de
desaparecer de aquel lugar. El joven quedó atrás y, antes de atravesar la
puerta, volvió la cabeza y vio la imagen del doctor sentado con una mirada
sonriente de grata perplejidad. Entonces tomó el pomo de la puerta y antes de
cerrarla dejó dentro de la consulta su infame conclusión: “¡Gilipollas!”