"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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lunes, 19 de noviembre de 2012

UN FINAL INMERECIDO

José Antonio Nisa

-¡Silencio, la policía! -dijo ella cuando él alcanzaba un patético tono de protesta.
La puerta se abrió de repente a causa del viento. Una corriente de aire gélido congeló el rictus de terror que brotó en sus rostros. Entonces él se acercó y apartó el bolso que se interponía entre ambos, hasta quedar a un palmo, cuerpo contra cuerpo. La miró fijamente.
- Puede ser la última vez que nos veamos. ¿Te das cuenta?
Ella sacó la pistola desde abajo y se la clavó en el vientre.
- Tu oportunidad ya acabó hace media hora. Podías haber sido tú el que apretara el gatillo y, sin embargo, rehusaste esa salida. Ahora temes no volver a verme.
- Él no merecía ese final.
- Tal vez tú tampoco, pero eso nunca lo sabré -dijo ella, volviéndose hacia la puerta abierta.
Aquel segundo disparo atrajo definitivamente la policía al lugar. Al llegar, él sostenía su cuerpo entre sus brazos, ahogando un grito sordo entre su lamento compungido. El cabo primero se abalanzó sobre él, le puso la cara contra el suelo y le esposó las manos a la espalda.
- ¿Qué dirás ahora, hijo de puta? ¿Qué dirás?
Pero él ya había enmudecido para siempre.

domingo, 18 de noviembre de 2012

CRISIS IRRESOLUBLE



El doctor había cautivado desde el principio la mirada fría y perseverante del muchacho. Le correspondía la visual cruzada en un pulso psíquico de profunda beligerancia. Más tarde, el chico se retiró y los padres quedaron solos con él. Entonces, el doctor dijo a los padres, con voz suave, marcando tenuamente las palabras, que no debían darle al chiquillo todo lo que este les pedía. “No, doctor. Nosotros no le damos nada: él lo toma. ¿Entiende?” dijo su madre. Su padre callaba a su lado, con la mirada escondida de aquella situación vergonzosa.
El doctor miró al suelo, suspiró y comenzó a decir aquello que su certera intuición le había dado a conocer: “El muchacho no tiene ningún tipo de trastorno psíquico. Es sólo que, su hijo, señores, no conoce el amor… Sin duda conoce los objetos que le rodean, conoce cuáles son los que le proporcionan placer, conoce perfectamente los límites de su propia satisfacción, conoce su orgullo, su pulso bélico, su fuerza para medirse a los demás y a las máquinas que le rodean, conoce su propio cuerpo adolescente en evolución: pero no conoce el amor…” La madre, con gesto contrariado reaccionó rápidamente: “Doctor, nosotros queremos a nuestro hijo. Cómo puede decir eso. Nosotros hemos hecho todo cuanto ha estado en nuestra mano para darle la mejor educación. No le ha faltado nada. Le hemos dado todo el cariño que un niño necesita…”
El doctor escudriñaba con los ojos entornados a aquella mujer que le hablaba. El análisis del iris le decía que se encontraba ante un caso de lo más normal: “Señora, su hijo se ha hecho muy grande, tan grande como usted no puede imaginar. Pero su corazón no ha crecido. Y ante esto, con estos dieciocho años, y la relación de dominio que ejerce sobre ustedes, ya nada puede cambiarlo.” “Pero, cómo dice usted…” El padre torció el gesto, la madre balbuceó unas palabras tensas y expectantes.
Pero el doctor se apresuró a apostillar: “Salvo, salvo,… salvo que ustedes cambien de sistema.” “¿Qué quiere decir con eso, doctor?”, dijo la señora, un tanto irritada.
“Es duro decirlo, pero para que nazca un nuevo hijo más humano, este, simplemente, debe morir. Eso es lo que yo le propongo: que lo dejen morir”, dijo el médico.
“¿Qué dice usted?”, gritó la mujer.
“Borren y comiencen de nuevo. Las crisis son así, compréndanlo. No deben más que dejar que muera de inanición, para luego comenzar desde cero”.
El muchacho entró de repente en la consulta, como si hubiera sido alertado por el elevado tono de su madre. Se acercó a ella y le hizo una señal con la cabeza indicándole la puerta. Su madre lo miró y se levantó. “Sí, hijo. Más nos vale salir de aquí”, dijo la mujer. Y se encaminaron hacia la puerta. La mujer refunfuñando palabras ingratas y su marido silencioso y con ganas de desaparecer de aquel lugar. El joven quedó atrás y, antes de atravesar la puerta, volvió la cabeza y vio la imagen del doctor sentado con una mirada sonriente de grata perplejidad. Entonces tomó el pomo de la puerta y antes de cerrarla dejó dentro de la consulta su infame conclusión: “¡Gilipollas!”

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