Estamos sumidos
en una incomprensión total sobre lo que está aconteciendo a nuestro alrededor. La
crisis nos ha desbordado. No atisbamos a entender quién puede ser el culpable
de todos estos males que nos acechan; oímos que la economía se hunde, que
España está en recesión, que el déficit nos hace agonizar, y tal vez no
entendamos muy bien esos términos, sin embargo la realidad no necesita de
palabras extrañas, ni de artificiosos argumentos, para mostrarse en su más cruda
tragedia. Miles de empresas cierran cada
año, cientos de miles de trabajadores son despedidos y sumados a la vergonzosa
cifra de desempleados, familias enteras son desahuciadas, quedando en la calle
con la misma deuda que tenían y asistiendo atónitos a la venta de sus casas por la mitad de precios
a especuladores extranjeros. Hay hechos que no entienden de economía y hablan
por sí solos. Lo vemos, lo sentimos, lo intuimos: esta sociedad se va hundiendo
poco a poco, al igual que la economía, quizá, pero al mismo tiempo se comienza
a percibir una crisis moral que acompaña a este hundimiento, la desigualdad y
la injusticia se comienzan a palpar en el ambiente, y la indignación comienza a
brotar, preguntándose cómo hemos podido estar tan ciegos durante tanto tiempo.
Pero
somos hijos del capitalismo, y aún estamos envueltos en el humo de la fiesta de
toda una década de locura capitalista que nos hizo vivir en un absoluto
disparate. No sabemos cuántos azotes nos habrá de dar el sistema aún para
darnos cuenta de que después de la muerte de Franco, no hemos hecho sino caer
en otra dictadura, mucho más profunda, mucho más esquiva, mucho más atroz: la
dictadura del capital.
El capital
no nos deja opción: desempleo o esclavitud. Si Milton Friedman, el premio nobel
de Economía que abanderó las doctrinas neoliberales, supiera el monstruo al que
entregó sus teorías, probablemente hoy habría abjurado de todas aquellas ideas
que le auspiciaron a lo más alto. El neoliberalismo como doctrina político económica
ha alcanzado su máximo desarrollo en el mundo, y se ha convertido en un
monstruo al que tan sólo puede detener el pueblo.
Es hora
de levantar la mirada y contemplar el panorama político económico desde una
perspectiva histórica, y conocer y valorar esta crisis como lo que es: una consecuencia
natural de la corriente económica que domina el mundo: el neoliberalismo.
El
neoliberalismo como corriente económica no representa sino los principios
económicos de la alta clase empresarial. Originariamente, surge a lo largo de
la primera mitad del siglo XX por oposición al keynesianismo reinante en la
época. Como una hija del liberalismo económico, pero sin parecerse en casi nada
a aquel, esta corriente económica se mantuvo latente durante gran parte del
siglo XX, hasta que, después de la crisis del petróleo en 1973, en que se
desmoronan los principios teóricos del keynesianismo, comienza a copar el ideario
político de los partidos de derecha y centroderecha, llegando por fin a
ejecutarse, por primera vez, con el gobierno de Margaret Thatcher en Reino
Unido, y secundado por Ronald Reagan en Estados Unidos. Digamos que aquellas fueron
las primeras ejecuciones de las doctrinas neoliberales. A partir de entonces estas
ideas se fueron asentando en los idearios de todos los partidos europeos y americanos
de centro derecha, hasta llegar a nuestros días, en que para confusión de la
población, estas ideas han sido igualmente absorbidas por la izquierda
socialdemócrata europea.
No
podemos, sin embargo, entrar a valorar concienzudamente el calibre de la
barbarie a la que estamos asistiendo si no conocemos, aun brevemente, los
principios de la corriente neoliberal.
De
entrada, bajo la bandera de la libertad económica, el neoliberalismo declara
que el mundo y su economía deben crecer sin la intervención del Estado en la
actividad económica, y que el Estado distorsiona las relaciones comerciales,
hasta el punto de impedir el desarrollo de la verdadera democracia. En virtud
de esta máxima, los estados deben salir de la economía productiva, deben
privatizar todas las empresas públicas que posean y minimizar su actividad en
la sociedad y la economía, relegando su papel a mera institución encargada de
corregir los fallos del mercado.
En
España, desde la transición hasta hoy día, el Estado ha vendido cientos y
cientos de empresas. Rentables o no rentables, los distintos gobiernos han
sucumbido a la presión del capital y han privatizado incluso parte del sector estratégico,
cual es, el sector de las telecomunicaciones y el de la energía. Actualmente el
Estado español posee un parque empresarial residual y continuamente amenazado por
los distintos gobiernos de ser privatizado.
Pero si
la libertad es aplicada de principio en lo que a la intervención del Estado se
refiere, no es argüida con menos fervor en el ámbito de la flexibilización
laboral. Según las doctrinas neoliberales, el Estado no debe inmiscuirse en las
relaciones contractuales entre el trabajador y el empresario, y deben ser ellos
“libremente” quienes pacten las condiciones de trabajo. En este sentido el
neoliberalismo se opone enérgicamente a la regulación del mercado laboral y al
establecimiento de leyes normativas sobre contratos, despidos, salarios o
convenios colectivos. Nada tenemos más cercano que este logro del capitalismo
más perverso: los logros de la transición se han esfumado en los últimos veinte
años, en que, reforma laboral tras reforma laboral, de uno y otro gobierno, han acabado con prácticamente todos los
derechos conquistados por los trabajadores de antaño. Libre salario, libre
jornada, libre duración del contrato, libre despido: estas son las máximas del
neoliberalismo, y a ellas casi hemos llegado después de la última reforma
laboral de 2012, en la que la merma de la capacidad de los convenios colectivos
y la multiplicación de las causas del despido, han dejado al trabajador español
en un total desamparo.
Otra
característica del neoliberalismo ha sido el principio de libertad de
movimientos. Libertad de movimiento para las empresas y los capitales, ausencia
de aranceles para que las primeras puedan instalarse allá donde les convenga y
para que los segundos puedan invertir libremente en los lugares donde haya algo
con qué especular. Y por tanto, según este principio, las regulaciones medioambientales,
las regulaciones de seguridad o las leyes de la competencia, deben desaparecer,
pues no son más que obstáculos para el desarrollo de la economía y de la
democracia. ¿No hemos visto con nuestros propios ojos cómo se ha desmantelado
la industria textil de Europa para instalarse en China? ¿No hemos visto cómo se
llevan las fábricas de nuestro país a Marruecos para minimizar los costes de
mano de obra? ¿No hemos visto cómo el capital financiero hizo su agosto durante
el boom inmobiliario y aun hoy especulando con la deuda pública? Aquí y en
Grecia, y en Portugal, allá donde haya necesidad, acudirá la usura con su inmoralidad
a sacar tajada, pues el sistema así lo permite, por principio.
Las
doctrinas neoliberales no dejan, además, dudas en sus postulados: se deben
suprimir los impuestos a la renta empresarial, al beneficio y a la producción,
pues sólo estos generan riqueza y hacen crecer la economía. Son los ciudadanos,
aquellos que se benefician de los servicios del Estado, quienes deben pagar
impuestos, dicen. Y nuestros gobiernos neoliberales suben el IVA y el impuesto
sobre la renta del trabajo. Y establecen bonificaciones y deducciones al
impuesto de actividades económicas, para que tal o cual entidad bancaria o
acaso esa otra multinacional quede contenta y pague lo menos posible, o acaso
no pague.
Y,
conociendo esta descripción somera del sistema: ¿Cómo entender todo esto en un
sistema llamado “democracia”? ¿Cómo entender que haya unos gobernantes que
asuman estos principios y olviden que se deben a unos intereses generales? ¿Cómo
es posible que nuestros ministros sigan a pies juntillas los principios del
capital y sirvan a los intereses de los poderosos? Nos preguntamos y no sabemos
contestar, además, cómo es posible que unos señores que representan al pueblo y
se deben a unas promesas hechas a sus votantes, se olviden de ellas con tanta
facilidad, impunemente, sin sentir el más mínimo rubor, sin el más mínimo
remordimiento.
Y estas
preguntas tienen una respuesta, tan nítida, tan clara, tan vergonzante como lo
que sigue y que no es otra cosa que la mayor escala de la corrupción, no la del
alcalde que se embolsa los diez mil euros, no la del presidente que enchufa a
su familia: es otro nivel de corrupción: corrupción moral:
Elena
Salgado, ex ministra de Economía y Hacienda: asesora de Endesa, empresa que fue
privatizada bajo su mandato.
José
María Aznar: trabaja como consultor para Endesa.
Isabel Tocino,
ex ministra de Medio Ambiente y Abel Matutes, ex ministro de Industria,
gobierno Aznar: consejeros del Banco de Santander.
Eduardo
Zaplana, ex presidente de la Generalitat Valenciana: salió del consejo de
administración de Telefónica, pero aún tiene contrato con la empresa.
Josep
Borrell, ex parlamentario europeo y ex ministro de Hacienda: consejero de
Abengoa
Rodrigo
Rato, ex ministro de Economía y Hacienda: ex presidente de Bankia.
Ángel
Acebes, ex ministro de Justicia, Interior y Administraciones públicas:
consejero de Bankia.
Josu Jon
Imaz, ex consejero de Industria del País Vasco: presidente de Petronor.
Pedro
Solbes: ex ministro de Hacienda:, asesor de Barclays Bank, grupo financiero.
Narcis
Serra, ex ministro de Defensa, ex vicepresidente del gobierno: presidente de
Caixa Catalunya. En 2010 se sube el sueldo, justo después de haber sido
intervenida la entidad con fondos del FROB. Consejero de Repsol , Telefónica,
entre otras empresas.
El neoliberalismo
es perverso. Su objetivo es el crecimiento económico y los beneficios
empresariales. Poco le importa el desarrollo del hombre, al que considera tan sólo un medio para conseguir sus objetivos. Y por eso el sistema no habla de
ciudadanos, sino de consumidores, o de trabajadores, o de contribuyentes. Y la
educación no es más que unos métodos para hacer al hombre sumiso y cualificarlo
para su uso en mano de obra para el capital. Y sus medios son medios de
propaganda del propio sistema, para controlar la mente del hombre y hacerle
entender que no hay más sistema que este, hijos del capitalismo, y convencerles
de que necesitan lo que no necesitan, de que aman lo que en realidad odian.
Pero no
hay más engaño que el de pensar que este sistema se mantiene por sí solo. No. Este
sistema se sustenta en el imperialismo. Necesita del enfrentamiento norte-sur,
de un continente en el que pueda encontrar mano de obra barata, tal como Asia,
y de un continente del que pueda expoliar sus recursos naturales, llámese
África. Y de una industria armamentística que lo sustente y que se beneficie de
las miles de decenas de muertos en guerras que no salen en los medios, en
pogromos que no vemos.
Pero
ante todo, este sistema no existiría sin un mal inherente al mismo, desde el
principio de los tiempos: la corrupción política. Un mal al que, antes de que
sea demasiado tarde, el pueblo ha de hacer frente.
En la
calle, por supuesto. Y reclamar: Reforma de la ley electoral, Reforma de la ley
de partidos, Reforma de la constitución. Asamblea Constituyente Ya.