"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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viernes, 11 de enero de 2013

EL CASTILLO




El padre fue el último en levantarse de la mesa. Cuando ya todos habían vuelto a sus quehaceres de sobremesa, él solía permanecer absorto en sus pensamientos con los codos apoyados en el mantel flanqueando el plato con los restos de comida, hasta que ella le tocaba el hombro y lo nombraba: “Andrés”.
Retiró la silla y se dispuso a recoger. Entonces vio algo extraño bajo la mesa. Envuelto en papel de arroz adivinó algo que parecía chocolate pero que, al acercárselo a la nariz, distinguió con nitidez. Lo guardó rápidamente en su bolsillo.
El joven se encontraba arrellanado en el sofá, disfrutando de un rato de televisión y saboreando una pequeña onza de aquel chocolate negro con pepitas de cacao tostadas que su tío le solía traer de Holanda. Entonces su padre se plantó ante él, con un rostro abatido.
- Hijo, quizá ya hayas descubierto que el mundo no es ese castillo en el que has vivido toda tu infancia. Tendrás que estar preparado y construirte una coraza para soportar al monstruo que se te aparecerá en su lugar. Cuando la tengas, cuídate bien de no caer sepultado bajo ella.
No dijo más, y se volvió hacia fuera. El joven vio lo que su padre llevaba en la mano entreabierta, expuesta adrede a su vista. Se levantó sonrojado y salió. Al pasar de largo por la terraza gritó: “No quiero ninguna coraza. Me gusta el monstruo.”
El padre no supo qué responder y, ciertamente turbado por la respuesta de su hijo, se desplomó en la hamaca, donde al instante cayó en un trance que lo sacó de la realidad por largos minutos.
De pronto se le apareció un castillo. Era su castillo, al que no visitaba desde su infancia. Se dirigió hacia la entrada y llamó a la puerta. Una señora de pelo cano ensortijado, fastuosamente vestida, le invitó a pasar. Su vista recorrió el salón, las caras, los vestidos de unas señoras y los trajes de unos señores que apenas habían percibido su presencia, las caras apagadas de los criados, la lámpara, las escaleras, los enormes retratos en las altas paredes. No reconocía a ninguna de aquellas personas y, no obstante, se dio cuenta de que era el mismo castillo que durante años le había enseñado a su hijo. La impresión tan horrible que le causaron aquellos extraños personajes le tiró hacia atrás y quiso salir de allí. Se acercó a un mayordomo para decirle que tenía intención de irse. Este asintió y le abrió la puerta, pero justo al cruzar el umbral de la puerta vio frente a él a una hermosa y joven mujer, en la que reconoció a su madre, resucitada de la inexistencia. Caminaba hacia él misteriosamente, como un fantasma que volaba hacia él a través de su imaginación. La puerta del castillo se cerró y allí fuera quedó a solas con aquel precioso espectro que ya le rodeaba el hombro en un abrazo. De repente la miró a la cara para sentir la cercanía de aquella belleza, pero tan solo encontró el rostro de su propio hijo, demacrado, famélico y desarrapado, que le susurró al oído:
- Ahora empezarás a comprenderme, hijo mío.

domingo, 6 de enero de 2013

EL FATÍDICO FINAL DE LA CRISIS

José Antonio Nisa
Probablemente, dentro de unos meses, número indeterminado, por supuesto, la economía de nuestro país por uno u otro motivo se mueva en dirección contraria, pongamos por ejemplo, un cero coma uno, coma dos, un uno incluso; eso significará que la maldita crisis habrá terminado y por tanto la persistente recesión dará paso por fin al crecimiento económico. Bendito será para los políticos, para las cadenas de televisión, para las emisoras de radio, periódicos y demás orquestas ese día en que el tañido de las campanas anuncie el fin de la crisis. La gente acudirá a los bares, al trabajo, al economato o a la esquina de siempre con una sonrisa cómplice, ilusionada ante tal esperanzador acontecimiento. Se hablarán unos a otros conteniendo el hilo de alegría que les unirá por momentos, sin abrir del todo la mano aún para poner encima del mostrador los poderosos billetes de antaño, pero con la esperanza de poder hacerlo en cuanto la reiteración de los números lo permita.
Y sin embargo, seguro que en algún lugar oculto de la inocencia de la alegría, dos miradas se calarán hondo con un velo de tristeza en la superficie del rostro, preguntándose, con esa comunicación que el silencio establece entre las personas que ya lo saben todo, para qué sirvió tanto sacrificio, para qué tantos años de penurias y de miedos si hemos vuelto a lo de antes.
Acudirán a sus mentes aquellos días en los que el pueblo se arrojó a la calle para cambiar las instituciones, los políticos añejos y entonar airado el canto de la justicia; se refrescarán los momentos en los que el pueblo derrengado volvía a casa cabizbajo, con la sensación de haberlo intentado todo y haber fracasado, se multiplicarán en el recuerdo las caras de perdedores, el sueño escondido tras las palizas, los abusos y las carreras, las banderas y pancartas con un “basta” o un “váyanse todos”, y reservándose con la ley de la impotencia el derecho a lamentar la misma historia de siempre. Lo que más doloroso les resultará será, sin duda, comprobar cómo la inexpugnable fortaleza que los gobernantes han erigido para el custodio de sus privilegios y su poder es infranqueable para la indignación de un pueblo aún no desesperado.
La necesidad tiene su lógica, y el pueblo tiene necesidad de esperanzas, de ilusiones que le motiven, y por esa misma lógica agregada de las buenas noticias, el pueblo asimismo olvidará que tras la crisis económica hubo otras crisis más perversas: una crisis política, una crisis de la democracia y una crisis social, verdaderos motivos que soliviantaron el ánimo de los más pacíficos, y de los cuales es menester dar cuenta:
Aunque ya eran conocidas las artes de la clase política y no eran pocos los escándalos que nos ofrecía la prensa al respecto, la crisis consiguió que la laxitud con que se toleraban aquellas como parte inherente a un sistema económico en expansión se trocara de súbito en indignación ante la existencia de estas personas que se enriquecían con la actividad política, que eran pasto de la perfidia del dinero, que se entregaban a la connivencia, a la corrupción, o que malversaban fondos públicos. Este descrédito de la clase política, este rechazo a todo lo que sonase a partido político tuvo un fondo configurado a base de casos y casos de personas que hicieron carrera dentro de los distintos partidos políticos y que desempeñaron diferentes cargos según la edad, según su posición interna en el partido pero nunca en función de sus aptitudes, las cuales en la mayoría de los casos jamás demostraron. Así podíamos ver por ejemplo a un ministro de educación pasar a dirigir en otra legislatura el ministerio de fomento o de interior, después de haber ocupado distintas secretarías de estado y muchos otros cargos siempre elegidos a dedo. De manera que pertenecer a un partido y ostentar cierto rango interno se convirtió, y aún hoy, en una forma de vida en la que, además, se poseía muchísimo poder.
Así pues, la crítica puso su ojo en el sistema político, concretamente en las leyes que propiciaban una clase política corrupta y escasamente representativa de la voluntad  del pueblo: una ley electoral y una ley de partidos que comenzaron a ser objeto de rechazo y reprobación. Y todo se demandó con los medios que el vulgo tenía: la calle, internet, las transacciones de indignación explicadas en las tertulias de los trabajos, de los bares, de las universidades. Y sin embargo, nada de eso tuvo más eco que la puntualidad con que llegaron los medios a las manifestaciones a proyectar los desarrapados que reventaban la paz de los manifestantes y a la policía poniendo orden a base de furibundas ilegalidades para a continuación blandir una bonita frase de un presidente en honor a todos los que se no se manifestaban y se quedaban en casa.
Pero los males de la clase política no quedaron ahí, los males de la clase política ya se habían multiplicado, y se habían descubierto horribles verdades tangibles como la de esos ministros al servicio de las grandes corporaciones privatizadas por ellos mismos (véase Elena Salgado, Zaplana o Borrell), o asesorando a la banca beneficiada de las vergonzosas ayudas públicas coadyuvantes de esta crisis (véase Rodrigo Rato, Acebes o Solbes), o como aquellas realidades del despilfarro en dietas, sueldos, coches o puestos fantasmas en la administración, todo lo cual había contribuido a crear un sentimiento de hostil repugnancia incluso a todo lo que olía a “política”.
Pero podemos decir que el equilibrio emocional se balanceaba aún más al conocer que realmente había otra crisis que sobrepasaba la crisis política, que no era otra que la crisis de la democracia, con toda la gravedad que esta palabra cargaba a sus espaldas. Como una gran falacia que nunca tuvimos a bien considerar, de pronto, surgió de la masa un grito que nos remitió a la etimología de la palabra. Demo-cracia. Y entonces pensábamos en los cuatro años en que habíamos de soportar los desmanes, los despropósitos, los caprichos y los incumplimientos de un gobierno tras otro, después del baño de promesas, de sonrisas y de artificios desplegados en quince días de campaña electoral, y nos preguntábamos si esa carta blanca que se da a unos señores es el poder del pueblo. Y aquella palabra difamada, ultrajada por la clase política, también se denunció y se crearon verdaderas asambleas que sabían lo que decían: Democracia Real Ya, y movimientos entusiasmados que supieron en todo momento que rodear el Congreso era sólo rodearlo para poner los focos en las vergüenzas que había dentro.
Después de todo lo cual, tras un ir y venir, sin saber si batirnos en retirada o no, un tanto decepcionados, y tras comprobar cómo los gobiernos están firmemente pertrechados contra el pueblo, y después de volver la mirada sobre nuestro alrededor, nos percatamos de que la verdadera crisis estaba más allá de la economía, de la política, y de la democracia. La verdadera crisis se encontraba en el drama y en la decepción que asolaban a esta sociedad. Durante los años de prosperidad económica, sin darnos cuenta, se fue produciendo poco a poco, de forma latente, una crisis de valores que fue desfigurando a esta sociedad, quien, en un ejercicio de velada hipocresía, como en el espejo de Dorian Gray, se entregaba al engaño. De repente, en poco tiempo esta crisis de valores se ha hecho visible, y hemos descubierto que nunca hemos dejado de ser pobres, que nunca hemos dejado de ser obreros, que el objetivo del capitalismo no es nuestra felicidad sino la felicidad de los capitalistas, y que lejos de ser ciudadanos tan sólo hemos sido consumidores de un sistema que sin dinero ya no nos quiere. Y ya comenzaron a asomar por esa ventanita que da al mundo casos de desahucios, de engaños bancarios, de dramas familiares a causa del paro, y todo lo que una sociedad no quiere ver porque atenta contra nuestro idílico concepto de sociedad moderna. Ah, modernidad, qué concepto tan maleado.
Sí, los medios que tenemos a nuestra disposición se han modernizado. La tecnología, nuestra comodidad, la rapidez de comunicación, la ubicuidad que nos permiten, todo esto es magnífico, inigualable; y aun a sabiendas que todo está siendo comedidamente dosificado para nuestro permanente regocijo y su permanente negocio, nosotros los aceptamos y nos maravillamos.
Pero el concepto de modernidad ya fue acuñado allá en la Ilustración, y entonces aquella palabra enfatizaba el desarrollo de la sociedad en su conjunto, en todos los sentidos: una sociedad justa, equitativa y libre para decidir su propio devenir. Y se concibió la modernidad como el desarrollo de un Estado cuyas instituciones fueran capaces de garantizar aquellas máximas, unas instituciones que sirvieran al ciudadano y que estuvieran al servicio del interés de toda la sociedad. Pero nosotros, a poco que miremos a nuestro alrededor podemos entender que, lejos de aquellos principios, después de tantos siglos, el hombre sigue siendo hoy día esclavo de su supervivencia.  Han pasado años y años, la tecnología se ha desarrollado hasta límites insospechados hace décadas, la ciencia ha avanzado hasta cotas casi insuperables, y sin embargo, nosotros hemos perdido la capacidad de discernir lo importante de lo fútil, lo realmente hermoso de lo comúnmente estético, lo verdaderamente necesario de lo superfluo.  ¿Acaso podemos hablar de modernidad cuando casi cinco millones de personas se acuestan todas las noches con la angustia de no saber cuánto más se prolongará su situación de precariedad? ¿Acaso es una sociedad moderna aquella en que el trabajo impide a los padres educar a sus propios hijos? ¿Acaso es un rasgo de modernidad la incapacidad de la sociedad de hacer ejercer su poder a través de las instituciones que les representan y quedar a expensas de las veleidades de unos gobernantes a quienes apenas conocían cuando depositaron su voto en las urnas de la malhadada democracia? Podemos decir sin reparos que aquel concepto de modernidad de la Ilustración se ha desvirtuado completamente en nuestros días y, en su lugar, pobremente embaucados por las televisiones y los medios de propaganda del capital, hemos sucumbido a ese ir con los tiempos, casi con las modas que marcan las grandes multinacionales de la electrónica.
Regresando a nuestro primer postulado, dentro de un tiempo indeterminado tendremos la oportunidad de contemplar el renacer de nuestra economía, y ese endiablado crecimiento económico será esgrimido por nuestros poderosos para preservar el status quo, y tras ese despertar de la economía, al final de nuestros días de buenas nuevas y afectuosos abrazos, todos comprobaremos que nada de lo que hemos vivido ha cambiado, y que aun con los números rijosos de la economía y los carruseles de noticias entusiastas, ya nunca todo volverá a ser lo mismo. Y quizá, ese día, precisamente, nos demos cuenta de haber llegado a un punto de no retorno, en el que por muchos estragos que padezca el pueblo, su ceguera le impide reaccionar. Entonces podremos constatar que verdaderamente el sistema ha llegado a drogar al pueblo con sus mejores armas: la publicidad, la televisión, el ocio; que los valores colectivos se han perdido, que el sentido de sociedad, de nación, de algo que nos englobe, por lo que tenga algún sentido trabajar, ya han muerto; que ya tan sólo nos queda trabajar para lograr un mísero salario que nos permita vivir y seguir perteneciendo al sistema sin ser rechazados; y que esta sociedad sin metas, sin discurso, sin ningún sitio al que dirigirse es el absoluto desastre al que nos ha conducido esta vorágine capitalista.
Cuando Marx anunció que la religión era el opio del pueblo, estaba dando un sentido al ateísmo. Hoy día es necesario otro tipo de ateísmo con sentido: un ateísmo más refinado y más duro, una vuelta a la nada, a la naturaleza austera que nos haga desentendernos de los ídolos a que estamos siendo sometidos por el sistema, una vuelta incluso a los principios revolucionarios de nuestra deprimida religión. La revolución será aquella en la que todos al unísono apaguemos las televisiones, nos neguemos a comprar, rechacemos la obsolescencia programada y busquemos algo firme, duradero, que nos permita romper la esclavitud del consumo.
A partir de ahí sólo quedaría entregarse a ese nuevo ídolo de la utopía, y repensar el mundo de una o mil maneras; y transformar este Estado y ese conjunto de instituciones que tienen preso a este pueblo, rehén de un puñado de votos ciegos; y comenzar a construir la modernidad en la que el sentido común impere sobre los intereses particulares, en la que la desigualdad sea compartida por todos, en el que la injusticia sea comprendida, la miseria desterrada, y los defectos del hombre corregidos por el propio hombre.

miércoles, 2 de enero de 2013

UN GOBIERNO DESALENTADOR



El gato paseaba con total naturalidad por el salón tras haber derramado el tazón de leche. Yo me levanté con la intención de recogerlo, maldiciendo la inconsciencia felina, pero él ya lo había visto, y entonces no dudó. ¡Maldito gato!, espetó. Menudo guerrero estaba hecho. Antes de lanzarse hacia él, me detuvo y me cubrió la cabeza con una capa negra. Aquellos movimientos bruscos que noté en el sonido del aire de la habitación me enfriaron las entrañas. Yo no podía creer lo que luego vi, pero de una manera insospechada lo había previsto en mis pensamientos. Luego me dijo que tenía que irse, pues ella lo esperaba. Yo me asomé a aquel ventanal desde el que a veces oteaba los hermosos paisajes exteriores que rodean la casa. Allí afuera estaba ella, esperándole, con su penetrante mirada lobuna, como si no esperara de él una acción menos cruenta que la que acababa de acometer. Él caminaba hacia ella saltando sobre las puntas de los pies, dándole vueltas a la cadena en torno a su dedo índice y silbando al cielo, como si nada. Se unieron y marcharon. El despecho y la impotencia van de la mano, me dije, y me pregunté hasta cuándo este gobierno desalentador. Entonces maldije al mundo, cerré la cortina y regresé a la habitación. Pobre gato. Llegué a estar convencido de sus siete vidas. Aunque creo que el guerrero ha acabado con las siete de una vez.

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