José Antonio Nisa
Probablemente, dentro de unos meses, número indeterminado, por
supuesto, la economía de nuestro país por uno u otro motivo se mueva en
dirección contraria, pongamos por ejemplo, un cero coma uno, coma dos,
un uno incluso; eso significará que la maldita crisis habrá terminado y
por tanto la persistente recesión dará paso por fin al crecimiento
económico. Bendito será para los políticos, para las cadenas de
televisión, para las emisoras de radio, periódicos y demás orquestas ese
día en que el tañido de las campanas anuncie el fin de la crisis. La
gente acudirá a los bares, al trabajo, al economato o a la esquina de
siempre con una sonrisa cómplice, ilusionada ante tal esperanzador
acontecimiento. Se hablarán unos a otros conteniendo el hilo de alegría
que les unirá por momentos, sin abrir del todo la mano aún para poner
encima del mostrador los poderosos billetes de antaño, pero con la
esperanza de poder hacerlo en cuanto la reiteración de los números lo
permita.
Y sin embargo, seguro que en algún lugar oculto de la inocencia de la
alegría, dos miradas se calarán hondo con un velo de tristeza en la
superficie del rostro, preguntándose, con esa comunicación que el
silencio establece entre las personas que ya lo saben todo, para qué
sirvió tanto sacrificio, para qué tantos años de penurias y de miedos si
hemos vuelto a lo de antes.
Acudirán a sus mentes aquellos días en los que el pueblo se arrojó a la
calle para cambiar las instituciones, los políticos añejos y entonar
airado el canto de la justicia; se refrescarán los momentos en los que
el pueblo derrengado volvía a casa cabizbajo, con la sensación de
haberlo intentado todo y haber fracasado, se multiplicarán en el
recuerdo las caras de perdedores, el sueño escondido tras las palizas,
los abusos y las carreras, las banderas y pancartas con un “basta” o un
“váyanse todos”, y reservándose con la ley de la impotencia el derecho a
lamentar la misma historia de siempre. Lo que más doloroso les
resultará será, sin duda, comprobar cómo la inexpugnable fortaleza que
los gobernantes han erigido para el custodio de sus privilegios y su
poder es infranqueable para la indignación de un pueblo aún no
desesperado.
La necesidad tiene su lógica, y el pueblo tiene necesidad de
esperanzas, de ilusiones que le motiven, y por esa misma lógica agregada
de las buenas noticias, el pueblo asimismo olvidará que tras la crisis
económica hubo otras crisis más perversas: una crisis política, una
crisis de la democracia y una crisis social, verdaderos motivos que
soliviantaron el ánimo de los más pacíficos, y de los cuales es menester
dar cuenta:
Aunque ya eran conocidas las artes de la clase política y no eran pocos
los escándalos que nos ofrecía la prensa al respecto, la crisis
consiguió que la laxitud con que se toleraban aquellas como parte
inherente a un sistema económico en expansión se trocara de súbito en
indignación ante la existencia de estas personas que se enriquecían con
la actividad política, que eran pasto de la perfidia del dinero, que se
entregaban a la connivencia, a la corrupción, o que malversaban fondos
públicos. Este descrédito de la clase política, este rechazo a todo lo
que sonase a partido político tuvo un fondo configurado a base de casos y
casos de personas que hicieron carrera dentro de los distintos partidos
políticos y que desempeñaron diferentes cargos según la edad, según su
posición interna en el partido pero nunca en función de sus aptitudes,
las cuales en la mayoría de los casos jamás demostraron. Así podíamos
ver por ejemplo a un ministro de educación pasar a dirigir en otra
legislatura el ministerio de fomento o de interior, después de haber
ocupado distintas secretarías de estado y muchos otros cargos siempre
elegidos a dedo. De manera que pertenecer a un partido y ostentar cierto
rango interno se convirtió, y aún hoy, en una forma de vida en la que,
además, se poseía muchísimo poder.
Así pues, la crítica puso su ojo en el sistema político, concretamente
en las leyes que propiciaban una clase política corrupta y escasamente
representativa de la voluntad del pueblo: una ley electoral y una ley
de partidos que comenzaron a ser objeto de rechazo y reprobación. Y todo
se demandó con los medios que el vulgo tenía: la calle, internet, las
transacciones de indignación explicadas en las tertulias de los
trabajos, de los bares, de las universidades. Y sin embargo, nada de eso
tuvo más eco que la puntualidad con que llegaron los medios a las
manifestaciones a proyectar los desarrapados que reventaban la paz de
los manifestantes y a la policía poniendo orden a base de furibundas
ilegalidades para a continuación blandir una bonita frase de un
presidente en honor a todos los que se no se manifestaban y se quedaban
en casa.
Pero los males de la clase política no quedaron ahí, los males de la
clase política ya se habían multiplicado, y se habían descubierto
horribles verdades tangibles como la de esos ministros al servicio de
las grandes corporaciones privatizadas por ellos mismos (véase Elena
Salgado, Zaplana o Borrell), o asesorando a la banca beneficiada de las
vergonzosas ayudas públicas coadyuvantes de esta crisis (véase Rodrigo
Rato, Acebes o Solbes), o como aquellas realidades del despilfarro en
dietas, sueldos, coches o puestos fantasmas en la administración, todo
lo cual había contribuido a crear un sentimiento de hostil repugnancia
incluso a todo lo que olía a “política”.
Pero podemos decir que el equilibrio emocional se balanceaba aún más al
conocer que realmente había otra crisis que sobrepasaba la crisis
política, que no era otra que la crisis de la democracia, con toda la
gravedad que esta palabra cargaba a sus espaldas. Como una gran falacia
que nunca tuvimos a bien considerar, de pronto, surgió de la masa un
grito que nos remitió a la etimología de la palabra. Demo-cracia. Y
entonces pensábamos en los cuatro años en que habíamos de soportar los
desmanes, los despropósitos, los caprichos y los incumplimientos de un
gobierno tras otro, después del baño de promesas, de sonrisas y de
artificios desplegados en quince días de campaña electoral, y nos
preguntábamos si esa carta blanca que se da a unos señores es el poder
del pueblo. Y aquella palabra difamada, ultrajada por la clase política,
también se denunció y se crearon verdaderas asambleas que sabían lo que
decían: Democracia Real Ya, y movimientos entusiasmados que supieron en
todo momento que rodear el Congreso era sólo rodearlo para poner los
focos en las vergüenzas que había dentro.
Después de todo lo cual, tras un ir y venir, sin saber si batirnos en
retirada o no, un tanto decepcionados, y tras comprobar cómo los
gobiernos están firmemente pertrechados contra el pueblo, y después de
volver la mirada sobre nuestro alrededor, nos percatamos de que la
verdadera crisis estaba más allá de la economía, de la política, y de la
democracia. La verdadera crisis se encontraba en el drama y en la
decepción que asolaban a esta sociedad. Durante los años de prosperidad
económica, sin darnos cuenta, se fue produciendo poco a poco, de forma
latente, una crisis de valores que fue desfigurando a esta sociedad,
quien, en un ejercicio de velada hipocresía, como en el espejo de Dorian
Gray, se entregaba al engaño. De repente, en poco tiempo esta crisis de
valores se ha hecho visible, y hemos descubierto que nunca hemos dejado
de ser pobres, que nunca hemos dejado de ser obreros, que el objetivo
del capitalismo no es nuestra felicidad sino la felicidad de los
capitalistas, y que lejos de ser ciudadanos tan sólo hemos sido
consumidores de un sistema que sin dinero ya no nos quiere. Y ya
comenzaron a asomar por esa ventanita que da al mundo casos de
desahucios, de engaños bancarios, de dramas familiares a causa del paro,
y todo lo que una sociedad no quiere ver porque atenta contra nuestro
idílico concepto de sociedad moderna. Ah, modernidad, qué concepto tan
maleado.
Sí, los medios que tenemos a nuestra disposición se han modernizado. La
tecnología, nuestra comodidad, la rapidez de comunicación, la ubicuidad
que nos permiten, todo esto es magnífico, inigualable; y aun a
sabiendas que todo está siendo comedidamente dosificado para nuestro
permanente regocijo y su permanente negocio, nosotros los aceptamos y
nos maravillamos.
Pero el concepto de modernidad ya fue acuñado allá en la Ilustración, y
entonces aquella palabra enfatizaba el desarrollo de la sociedad en su
conjunto, en todos los sentidos: una sociedad justa, equitativa y libre
para decidir su propio devenir. Y se concibió la modernidad como el
desarrollo de un Estado cuyas instituciones fueran capaces de garantizar
aquellas máximas, unas instituciones que sirvieran al ciudadano y que
estuvieran al servicio del interés de toda la sociedad. Pero nosotros, a
poco que miremos a nuestro alrededor podemos entender que, lejos de
aquellos principios, después de tantos siglos, el hombre sigue siendo
hoy día esclavo de su supervivencia. Han pasado años y años, la
tecnología se ha desarrollado hasta límites insospechados hace décadas,
la ciencia ha avanzado hasta cotas casi insuperables, y sin embargo,
nosotros hemos perdido la capacidad de discernir lo importante de lo
fútil, lo realmente hermoso de lo comúnmente estético, lo verdaderamente
necesario de lo superfluo. ¿Acaso podemos hablar de modernidad cuando
casi cinco millones de personas se acuestan todas las noches con la
angustia de no saber cuánto más se prolongará su situación de
precariedad? ¿Acaso es una sociedad moderna aquella en que el trabajo
impide a los padres educar a sus propios hijos? ¿Acaso es un rasgo de
modernidad la incapacidad de la sociedad de hacer ejercer su poder a
través de las instituciones que les representan y quedar a expensas de
las veleidades de unos gobernantes a quienes apenas conocían cuando
depositaron su voto en las urnas de la malhadada democracia? Podemos
decir sin reparos que aquel concepto de modernidad de la Ilustración se
ha desvirtuado completamente en nuestros días y, en su lugar, pobremente
embaucados por las televisiones y los medios de propaganda del capital,
hemos sucumbido a ese ir con los tiempos, casi con las modas que marcan
las grandes multinacionales de la electrónica.
Regresando a nuestro primer postulado, dentro de un tiempo
indeterminado tendremos la oportunidad de contemplar el renacer de
nuestra economía, y ese endiablado crecimiento económico será esgrimido
por nuestros poderosos para preservar el status quo, y tras ese
despertar de la economía, al final de nuestros días de buenas nuevas y
afectuosos abrazos, todos comprobaremos que nada de lo que hemos vivido
ha cambiado, y que aun con los números rijosos de la economía y los
carruseles de noticias entusiastas, ya nunca todo volverá a ser lo
mismo. Y quizá, ese día, precisamente, nos demos cuenta de haber llegado
a un punto de no retorno, en el que por muchos estragos que padezca el
pueblo, su ceguera le impide reaccionar. Entonces podremos constatar que
verdaderamente el sistema ha llegado a drogar al pueblo con sus mejores
armas: la publicidad, la televisión, el ocio; que los valores
colectivos se han perdido, que el sentido de sociedad, de nación, de
algo que nos englobe, por lo que tenga algún sentido trabajar, ya han
muerto; que ya tan sólo nos queda trabajar para lograr un mísero salario
que nos permita vivir y seguir perteneciendo al sistema sin ser
rechazados; y que esta sociedad sin metas, sin discurso, sin ningún
sitio al que dirigirse es el absoluto desastre al que nos ha conducido
esta vorágine capitalista.
Cuando Marx anunció que la religión era el opio del pueblo, estaba
dando un sentido al ateísmo. Hoy día es necesario otro tipo de ateísmo
con sentido: un ateísmo más refinado y más duro, una vuelta a la nada, a
la naturaleza austera que nos haga desentendernos de los ídolos a que
estamos siendo sometidos por el sistema, una vuelta incluso a los
principios revolucionarios de nuestra deprimida religión. La revolución
será aquella en la que todos al unísono apaguemos las televisiones, nos
neguemos a comprar, rechacemos la obsolescencia programada y busquemos
algo firme, duradero, que nos permita romper la esclavitud del consumo.
A partir de ahí sólo quedaría entregarse a ese nuevo ídolo de la
utopía, y repensar el mundo de una o mil maneras; y transformar este
Estado y ese conjunto de instituciones que tienen preso a este pueblo,
rehén de un puñado de votos ciegos; y comenzar a construir la modernidad
en la que el sentido común impere sobre los intereses particulares, en
la que la desigualdad sea compartida por todos, en el que la injusticia
sea comprendida, la miseria desterrada, y los defectos del hombre
corregidos por el propio hombre.