"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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domingo, 28 de abril de 2013

"La Soledad Era Esto"



Fue un soleado día de mayo. Después de desayunar, llegó al mar. Desde la cresta de la explanada podía contemplar aquella extensión de arena donde una tras otra las olas depositaban restos de vida de la otra orilla del mundo. El viento soplaba en forma de brisa húmeda y todo lo que tocaba con sus gigantes manos fibrosas quedaba impregnado de una acuosa viscosidad. En un primer plano se agolpaban cientos y cientos de personas, en un espacio ridículo, como si buscaran un resguardo mutuo. Hacia el sur, siguiendo la línea de costa, la masa se iba disipando hasta desaparecer justo antes de la horrenda visión de unos buques de guerra dibujados en lontananza.
Así que se alejó en aquella dirección, huyendo de la aglomeración, de tanto ser humano repetitivo, hasta que el murmullo de la gente se desvaneció. Entonces se detuvo, se tumbó en la arena y se puso a leer ”La soledad era esto”. Durante varias horas estuvo abstraído en la lectura, hasta que el reloj marcó la hora de la refección de mediodía. En aquel momento levantó la cabeza y observó a su alrededor. Unas chicas se divertían en la playa solitaria; tras ellas, unos muchachos se exhibían con bravuconadas. Y no sabe de qué manera, de repente, entre aquella escena percibió la soledad. Estaba allí. De tanto manosearla, de tanto rociarla por su almohada y sus libros, había aprendido a olerla. Pero sabía que no se mostraría, pues la soledad es tímida y se esconde de los ojos de los hombres. Así que continuó leyendo, ahora echando de vez en cuando una ojeada a aquellos jóvenes juguetones y ociosos. Unas veces veía entre ellos a un muchacho que saltaba las olas y se contemplaba a sí mismo a través de los ojos de su chica; otras veces, una parejita se retorcía en la arena ante sus ojos y así hacían desaparecer todos sus miedos.
El día fue pasando. Después del crepúsculo, la oscuridad fue adueñándose poco a poco del lugar. Las voces de los jóvenes fueron apagándose lentamente en la intimidad de la noche. A través de los últimos atisbos de luz había conseguido leer la última frase de su libro, tras lo cual había sido invadido por una inexplicable alegría: una sensación de libertad le había ido brotando a medida que leía aquel libro, a medida que miraba a aquellos jóvenes, y ahora era consciente de haber descubierto una nueva verdad definitiva: no hay soledad más dañina que la que inventa nuestra mente. Y para celebrar aquel entusiasmo, decidió darse un chapuzón en aquellas aguas gélidas.
Entre el agua oscura, comenzó a nadar y a retozar entre las olas. Entremezcladas con el olor a sal, de vez en cuando unas ráfagas de soledad llegaban a sus sentidos, ráfagas repletas de sufrimiento apagado e incierto que casi sin darse cuenta lo dejaron atolondrado. Los minutos lo envolvieron y en medio de aquel espectáculo nocturno, perdió la noción del tiempo. En un momento en que volvió la mirada hacia la enorme luna que aparecía por poniente, un bulto oscuro surgió ante sus ojos sobre el agua. De pronto se puso en alerta. Centró todos sus sentidos en aquello que se movía inerte con el vaivén de las olas, sin aparente voluntad. Se dirigió hacia él para comprobar de qué se trataba. Cuando se encontraba a escasos centímetros de él, lo miró ligeramente sin poder identificarlo; entonces alargó su mano y lo tocó, sin recibir ninguna respuesta. Luego lo sacudió y le gritó, pero tampoco hubo reacción. Alarmado ante lo que parecía una más que inminente fatal tragedia, con gran esfuerzo comenzó a arrastrarlo hacia la orilla. Cuando se encontraba a escasos metros de la orilla se sintió exhausto, y las fuerzas se le vinieron abajo de repente. En aquel momento pareció como si la luna de pronto brillara con toda su intensidad y su luz se derramó sobre el rostro de aquel cuerpo inerte, haciéndose perfectamente reconocible. Entonces él la tomó levantándola ligeramente, y la contempló aturdido por unos minutos, porque entendía que aquella era la última vez en su vida que la tendría entre sus manos. Era como si durante todo el día ella, sabiendo que él había decidido abandonarla, hubiera estado jugando con él, escondiéndose de su mirada y de su presencia. Tuvo un conato de tristeza al pensar los años que habían convivido juntos, pero rápidamente cobró ánimo de nuevo. Entonces volvió a dejarla sobre el agua, suponiendo que el mar se la tragaría de nuevo y que allí, en el fondo del mar, se desvanecería rápidamente entre algún banco de peces.  Luego se sacudió el pelo, caminó de nuevo por la arena lunar, y se sentó sobre su toalla contemplativo.  Sus ojos se posaron por casualidad en su libro: “La soledad era esto”, dijo. Y sonrió a la noche cómplice.

sábado, 20 de abril de 2013

UNA ERIS INMADURA



Ella se apresuró a decirlo, cómo no. Porque, como todos descubrirían más tarde, era una Eris inmadura, y no podía más que presentarse en sociedad como tal, como el ser más intrigante. Así que lo dijo, sacando una risa de su prepotencia, un sentimiento de superioridad que aún, a aquellas alturas de su vida, no había sido validado por los avatares de la vida, pero que se erguía como la cabeza de una serpiente justo antes de atacar a su víctima. Y los demás oyeron lo que oyeron, y quedaron perplejos porque no podían esperar jamás que las dos amantes fueran del mismo sexo, conociéndolas a ambas en su campo individual, nada sospechoso. Y entonces todos la miraron e interrogaron con la mirada, preguntándole si de veras era cierto lo que decía. Pero ella no sólo lo volvió a afirmar, sino que, de nuevo, con una seguridad insultante en sus palabras, redirigiendo su perversidad hacia el foco irrefutable, dijo: “Observad, ahí vienen”.
Y aparecieron en escena aquellas mariposas, para el asombro de todos los presentes, y la luz del sol comenzó a resplandecer intermitente en sus alas voluptuosas, y un baile primigenio brotó del movimiento de aquellas dos criaturas, y se fueron acercando cada vez más, oscilando de un lado a otro de la reunión, sobrevolando las cabezas extrañadas, las miradas extasiadas ante tal maravillosa danza. Y de repente las mariposas se posaron frente a ella, la Eris inmadura, y allí quedaron unidas por sus trompas, intercambiando los néctares del deseo, mientras hacían un guiño cómplice con sus alas irisadas, impertérritas en aquella posición durante el tiempo en que todos los presentes la miraron con cara de sorpresa, preguntándole qué extraño fenómeno ocurría y qué explicación daba a aquello. Pero entonces, ella, lejos de sucumbir al espectáculo de belleza que a todos anonadaba, se levantó de su asiento, y dijo: “Os lo advertí: es algo antinatural y bochornoso.” Y se fue, volando con sus alas negras y zumbando al viento su orgullo impasible. Las orugas, incrédulas, se dispersaron por las ramas ralas de la primavera, embargadas por aquel anhelo edificante de las alas y de la libertad necesaria para comprender algún día aquella suerte de amor insobornable.  

jueves, 18 de abril de 2013

Breve ensayo sobre el miedo y la maldad

¿Es necesario el miedo para contener la crueldad de la fiera que tiene el hombre dentro? ¿O es precisamente este miedo lo que provoca esta maldad?
Sí, podríamos afirmar que ambas sentencias son ciertas. Y quiero dar también aquí una premisa que, si es cierta, podría enlazar ambas proposiciones. Se trata de la idea de que el hombre tiene miedo al otro porque piensa que el otro puede hacerle daño, es decir, el hombre presupone maldad en el hombre. Desde el origen de los tiempos ha sido una constante la idea de que el hombre, para sobrevivir, tiene que competir con el otro, en vez de colaborar; es la misma idea que hace que el reparto de los bienes sea siempre desigual porque se supone que la supervivencia de uno depende de la acumulación y de la apropiación desproporcionada de bienes. La desconfianza surge pues del pensamiento de que el otro tiende igualmente a acaparar bienes. Resulta aquí que los deseos individuales chocan entre sí, el objeto de deseo es el mismo para diferentes hombres y, lo que es más grave, se trata de un objeto indivisible e incompartible. De aquí la rivalidad entre los individuos. En el mundo animal podemos decir que esto es lo común, son muy pocas las especies organizadas en las que cada individuo busca el bien de la colectividad frente al individual. Pongamos los famosos ejemplos de las hormigas o las abejas. Pero nos encontramos con que el hombre también ha llegado a estar organizado de esta forma, a pesar de su naturaleza individual y egoísta. ¿Cómo ha conseguido el hombre constituirse como un ser superior organizado cuyo objetivo ha sido la mejora del colectivo? ¿Podemos llegar a pensar que esto ha sido sólo un efecto colateral mientras que el fin primero ha sido en todo momento la supervivencia y preponderancia de unos pocos poderosos? Quizá no siempre haya sido así. A veces cuando se habla de adoctrinamiento moral del hombre se toman estos preceptos morales como los únicos mecanismos mediante los cuales este hombre puede renegar de su naturaleza para servir a una causa que supera su propia individualidad, llámese el Estado, Dios, la Patria, etc., etc. Sin embargo, sea como fuere el resultado de esa imposición moral, en cualquier caso se trata de un sutil autoengaño.
En general podemos decir que, a este fin de formar la conciencia colectiva, la moral nos enseña a no desconfiar en el otro, nos enseña que se debe respetar y ser tolerante. Nos enseña que se debe amar al prójimo (y a veces que se ha de odiar al enemigo). Quiere que no veamos la maldad en el otro sino solamente los "actos malos”. Esto es sustancial para que el hombre no tenga miedo y por tanto no se haya de preocupar de defenderse pues, como también la misma moral señala, “el castigo vendrá determinado por las mismas leyes morales”. Por tanto, por un lado, de forma natural, podemos decir que el hombre actúa con maldad debido al miedo, que el mismo sistema desea eliminar mediante un ente superior que otorga seguridad al individuo; y por otro lado, y como contrapartida, el hombre ahora deberá temer no al otro sino a ese ente supremo y a la moral que él ha establecido entre los hombres.
¿Y no es eso lo que siempre ha existido en nuestras escuelas? “No hay que temer al más fuerte de la clase sino al maestro y a todo el peso de la ley que él porta”. Aunque pensándolo bien, han cambiado tanto nuestras escuelas...

domingo, 14 de abril de 2013

LA HERMANDAD



Después de unos años, Ernesto no sólo recondujo el proyecto de hombre que era, sino que, además, se había convencido de que su alma ya no era la misma. Enterradas en un pasado impronunciable habían quedado las noches inagotables de parranda y las gélidas mañanas en que el alcohol lo conducía desarrapado e insensible a casa, aquellos momentos en que su estado de ebriedad lo sumía en un pozo de sueños donde se diluían las mujeres que había agarrado en la noche, las risas desatadas en la oscuridad, las porquerías ingeridas en el ardor de las luces, y las golferías sin nombre con que había recorrido la ciudad. Atrás quedaron también los quejidos de su madre, los desaires al pasar por delante del viejo, y todas las mentiras que lo justificaban. Fueron años ciegos, sembrados de ilusiones de inmoralidad y de un inútil desapego de todas las convenciones sociales, pero de aquello ya no quedaba nada. Ahora Ernesto sabía que todo aquello había sido la gran infamia de su vida, y procuraba no pensar en ello, pues en él había nacido otro hombre.
Y de alguna manera se había convertido en el hombre más abnegado y entregado de la Hermandad. La mirada de bondad que aún se le transparentaba en sus ojos ya no decía nada, pues Ernesto transmitía a los fieles respeto y temor. Le respetaban por su fe inquebrantable en sus principios, y le temían por su hostigamiento visceral hacia todo lo ajeno a su doctrina, hacia todo lo que viniera de fuera de la institución que él había creado y en la que era consciente del poder que ejercía.
Y sin embargo, como grabado a fuego en una memoria recurrente y maldita, cada vez que en el espejo de su habitación veía su cuello desnudo venía a su cabeza aquella cruz de madera que durante tantos  llevó colgada sobre su pecho, y entonces sentía una vergüenza insoportable, se obnubilaba y maldecía su pasado y aquella letanía pueril: “¿Verdad que no? ¿Verdad que no estoy solo? ¿Verdad que no? Gracias por estar ahí, Dios mío. Sé que no me abandonarás nunca. ¿Qué sería de mí sin ti aquí en esta oscuridad solitaria? Seguro que las alimañas, al saber que no estás tú, me atacarían. Pero ven esta cruz en mi pecho y huyen.” Y entonces, tras aquel recuerdo indeleble, de sus agallas brotaban unas infinitas ansias de venganza y casi instintivamente se golpeaba las sienes con violencia.
Aquella tarde había decidido la expulsión del segundo delegado de la Hermandad. Había sido un conflicto de principios, quizá una confusión, pero él había sido implacable. Cuando lo miró a los ojos con una mirada inquisitoria, no supo defenderse.  “Luchamos por lo mismo”, dijo el joven en tono resignado. Pero él le espetó con un grito:
- ¡No! ¡Ellos también tienen un dios: su dios es el Estado! Y nosotros no tenemos ningún dios, ¿aún no lo has entendido?
Pero ya todo había sido decidido y el primer delegado acompañó al muchacho hasta la puerta. Se miraron y, sin decir palabra, se entendieron.
Aquella noche Ernesto había vuelto a tener la misma pesadilla: Jugaba al fútbol en el jardín de su casa; la hierba de primavera, culminada por una capa de flores rojas, le llegaba a la cintura. Apoyada en el álamo se encontraba María. Gigantesca, con su cabeza a la altura de la copa, lo miraba en posición de espera. Nada de aquello le llamaba la atención. De pronto llegó Don Francisco con su ajada sotana, cogió el balón con las dos manos y le preguntó si había sido bueno. Él miró de pronto a María y esta le devolvió una mirada burlona. Entonces Don Francisco lo mandó a rezar a la iglesia. Pero ahora en la iglesia no había imágenes. No había nada. Y entonces él se sintió feliz.
Se despertó con una grata sensación, pero pronto olvidó el sueño. Poco después del desayuno recibió una visita inesperada. Era un viejo coche que conocía de sobra. Subía por la ladera levantando polvo. Era Don Francisco.
Hacía unos años que no lo veía, pero el viejo no había cambiado. Ya cuarenta años antes tenía el pelo gris. Sus ojos negros y opacos reflejaban la misma mirada, el mismo mensaje de siempre. Sus setenta y cinco años sólo habían hecho estragos sobre su piel, más arrugada y blanca, desteñida y sedosa. Aunque en aquel momento él lo denostara en su voluntad más férrea, el anciano ejercía sobre él una turbación notable, una mezcla entre el sentimiento de amor incondicional y apasionado de un padre a un hijo y una necesidad de transgredir la firme obediencia que aún lo subyugaba a sus palabras y su mirada.
- Sólo vengo a traerte un poco de memoria, Ernesto. Quizá has olvidado que dejaste una esposa y una pequeña de tres años que andan aún buscando tu rastro.
- Ya me despedí de ellos. Son parte de mi pasado. Y yo dejé el pasado allí en la ciudad, antes de partir hacia mi nueva vida. Sin olvido no puede haber ruptura, y yo he tenido que romper con todo. La desmemoria es lo único que podrá desatarnos de la moral. 
- Ya me hablaron de esta Hermandad. Reconozco que al principio no lo pude creer: tú, un triste ser amoral sometido a este ateísmo incongruente. Pero… ¿qué vida es esta Ernesto? No veo la felicidad en tus ojos.
- Padre, ya no soy aquel muchacho que usted conoció. Pasé media vida viviendo en el error, y ahora vivo la otra media rectificándolo. Déjeme ser. Es ley de vida. Sepa que lamento profundamente que ellos hayan sido también parte del error.
- No puedo creer lo que oigo. Pero… No es ya cuestión de moral, se trata de humanidad. Tú quieres vivir sin moral, sin dioses, y sin embargo, estás hiriendo a la humanidad, a esa humanidad de carne y hueso que está allí abajo. He ahí tu gran error: eres un mal ejemplo para tu doctrina. Tú, que eres un chico bueno, que fuiste el mejor, y supiste ganarlo todo siendo así. ¿Por qué lo tiras todo por la borda?
Los colores subieron en la cara de Ernesto para iluminar su vergüenza ante aquellas palabras del anciano.
- Padre Francisco, ya pasé diez años de mi vida en contacto con Dios, con vuestro Dios. ¿No le pareció suficiente? ¡Cuánta teología aprendí! ¡Cuánto engaño vi con mis ojos! Y todo para al final descubrir tristemente que el mayor enemigo de Cristo se encuentra en la misma Iglesia. Sí, cómo ha envenenado la Iglesia la moral de Cristo durante siglos y siglos de historia. Y los hijos de ese envenenamiento ahora están ahí haciéndole frente, grandes como dioses. El ateísmo, el socialismo: son los hijos del desengaño, padre. Y usted en el fondo lo sabe.
- No te reconozco, Ernesto. ¿De dónde sacaste ese odio?
- Tengo derecho al odio, ¿no cree? Después de haber desperdiciado tantos años de mi vida, después de ver cómo el instinto voraz del hombre manipulaba toda moral y la ponía al servicio de sus debilidades más míseras, después de ver cómo los jefes espirituales de la Iglesia se arrodillaban ante el dinero, implorando la mayor cuota de poder, después de ver cómo éramos engañados subrepticiamente por la Jerarquía, ¿cómo no me va a quedar odio? Ellos me destrozaron.
- Y tú has destrozado a dos seres. Estás apuntando mal, amigo.
- No, no lo puede ver usted así, padre. Yo he de despertar al mundo. Esa es mi misión en la Hermandad.
- Pero tú estás reproduciendo esa misma historia, ¿no te das cuenta? Aquí impones tu moral dentro de la Hermandad, y la utilizas como instrumento de poder para convertirte en el adalid de este absurdo. Despierta de este sueño, Ernesto.
- ¡Estos principios no son ninguna moral! ¡Es el ideal de la negación de la moral, de los dioses, …!
- Es el ideal de la nada.
- No, padre. Usted no puede entenderme. La gente llega a nosotros huyendo del engaño del catolicismo. Es gente buena, que ama al hombre por encima de todo y que ya ha dejado de creer en los dioses revenidos por el poder y el crimen, esos dioses que avalan el crimen de la humanidad. Esa es la gente que viene aquí. Porque aquí no tenemos dioses.
- Pero no te engañes, Ernesto. No es posible vivir sin moral. Aquellos años de locura cuando abandonaste el seminario fueron una venganza consciente, quisiste resarcir todo tu desengaño, y ahora volviste atrás. Fíjate cómo vives ahora: sometido a esa estricta moral de los ideales. No se pueden crear súbditos sin imponer un miedo. ¿No te das cuenta de que eso es lo que has creado tú también? ¿Quién fue tu última víctima?
- Mi última víctima ya había sido captada por los socialistas. También tienen su propio dios. Y se dicen ateos.
- Pero también en el socialismo hay gente buena. Tú lo sabes.
- Sí, pero ¿qué ha sido de ellos? Allí arribaron ellos después del gran naufragio de la Religión, con el alma en sus manos, buscando la salvación de la humanidad a través de lo colectivo y de la fraternidad. Llegaron y, al punto, le dijeron: debes odiar la propiedad, debes odiar a Dios, debes odiar a los otros, … y sólo amar nuestra causa. Y fueron obligados a inmolar toda la bondad con la que llegaron. De nuevo un fracaso. Parece como si el hombre no hiciera más que fracasar a lo largo de su historia.
- Es el mal el que nunca fracasa.
- Sí, fracasará, no le queda otro remedio. Pero no mientras el hombre ame a un dios.
Don Francisco comenzó a derramar cansancio por su mirada. La conversación se había elevado y las ganas de abrazar a su antiguo pupilo se habían quebrado con aquella confrontación.
- No se puede vivir sin creer en nada, Ernesto. El nihilismo se suicidó hace tiempo. No lo resucites. ¿Recuerdas a Calvero? Él se escondió tras las bambalinas y, con todas sus fuerzas, habló al dios en el que nunca había creído.
- Pero él no hablaba a nadie, sólo a su impotencia, a la impotencia del hombre, a su deseo. Él deseaba que en aquel momento Dios existiera, pero sabía que no era así. Por eso gritaba y lloraba.
- Ernesto, la gente necesita creer en algo que los conduzca en tiempos de sinrazón, necesita creer que sus muertos están en algún lugar, necesita darle forma a sus recuerdos. Y tú también algún día te arrojarás tristemente tras las bambalinas.
La defensa de Ernesto comenzaba su agotamiento. Arrastró la silla hacia atrás y se levantó. Volvió la espalda al padre Don Francisco, dirigiéndose hacia la ventana por la que los rayos de sol se proyectaban en la estancia, se metió las manos en los bolsillos, dio algunos pasos y se volvió de nuevo hacia él.
- No quiero salir de aquí, padre. Dígaselo a ella. Aún me queda mucho que hacer.
- Pero, ¿aún los quieres?
Ernesto tornó su rostro serio y miró al padre fijamente.
- El amor no es algo que entre en mis proyectos ahora mismo.
Era ya tarde, el cielo se había escondido tras la oscuridad. Una piedra enorme había quebrado un rodamiento delantero del viejo vehículo del padre. Ernesto se ofreció a acompañar a Don Francisco a la ciudad en su vehículo. Al llegar, el anciano puso la mano definitiva sobre su hombro.
- Nunca supiste mentir, muchacho. Vamos a casa.  

domingo, 7 de abril de 2013

EL BRILLO DE SUS OJOS



Después de la primera caída, poco a poco fue olvidando todo: aquel beso, o aquella melodía tierna y cavernaria que había oído infinidad de veces en la oscuridad entre el brillo de sus ojos. Al final el tiempo terminó borrando todas las huellas de su alma, demostrando, como siempre, que la paciencia no tiene límites cuando se trata de sobrevivir. De modo que aprendió a esperar con el vacío en las manos, con la sonata angustiosa de la noche, entregado a la posibilidad de cualquier cosa errabunda que pasara para quedarse con él en esas horas de juventud abandonada. Y entonces llegaron ellos: los búfalos.
Se movían en manada, con un movimiento uniforme, soltando bramidos de placer entre la lujuria desenfrenada, violenta, que exhibían por las calles, por las esquinas encogidas a su paso. Eran búfalos, por oposición a la identidad indefinida que los hombres asignan a los desheredados de la patria, y eran fieles guerreros, y se amaban como se aman los guerreros ante el miedo a la inexistencia. Y entonces ellos se posaron en su atención vaga e inocente con la naturalidad con que se posa un pájaro en el alféizar de la ventana. Y ellos correspondieron la mirada perdida de aquel ser perdido y, desde aquel momento, él quedó cazado. El viernes a las tres. Allí estaría él, sin falta.
Como no cabía esperar de otra forma, aquellos búfalos se saludaban chocándose la cabeza con un golpe seco, como salvajes iniciadores de una ronda cruel. Tal era el saludo del lugar. Con alegría y hospitalidad, el invitado fue presentado a todos los miembros, uno a uno, y con todos debía chocar su testa impoluta como aceptación del brindis de acogida. A las tres de la madrugada, cuando el éxtasis de la comunión se había consumido, el invitado había llegado a ese estado de ebriedad que sofoca todos los dolores físicos y solivianta los adormilados dolores del alma. Fue entonces cuando, aún rodeado de búfalos, una sensación de soledad le recorrió inesperadamente y quiso abandonar aquella caterva. Comprendió entonces que tenía la cabeza llena de abolladuras, pero aún así volvió a recorrer el foro para despedirse, prestando de nuevo su testa al incoherente prestigio del pertenecer. Alguien llevó a casa sus despojos.
Aquella noche, entre sueños, a menudo se despertaba súbitamente, se incorporaba y decía muy deprisa: “veintisiete”. Porque, en efecto, los había contado. Y así, ante los ojos de su madre, deliró más de lo que los tiempos de la cordura aconsejan, y siguió repitiendo aquel número: veintisiete señales en su cabeza que lo habían dejado postrado en cama ante la paciencia apasionada de ella. Un día, cuando ya había vaciado todos los números y todos los delirios de su cabeza, despertó. Entonces, aún en la resaca del sueño, como no había hecho nunca en su vida, detuvo sus ojos en ella, y entendió que ella había estado allí todo el tiempo, a su lado, y que, ni en sus más largos viajes ni en sus más remotas ausencias, ella había dejado de estar junto a él.
Pero de súbito, como si hubiera regresado de nuevo a la misma pesadilla, se percató de que al otro lado de la habitación estaban ellos, los búfalos, sonrientes y expectantes, en una reposada actitud de espera. Cuando uno de ellos dio un paso hacia él, se incorporó bruscamente, lanzó sus brazos hacia su madre y la besó. Entonces ellos desaparecieron.
Desde aquel momento, poco a poco, comenzó a recordarlo todo: aquel beso, o aquella melodía tierna y cavernaria que había oído infinidad de veces en la oscuridad entre el brillo de sus ojos.

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