"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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sábado, 18 de mayo de 2013

MUERTE SIN PENA



Al principio, sólo se trataba de una nueva indignación. Pero ellos se armaron. Lo vimos desde lejos. Y de pronto temimos, y temblamos. Cuando ya todo estaba claro, buscamos una escapatoria y corrimos, y se oían gritos, los nuestros. Luego escuchamos tiros y finalmente acabamos rendidos, llorando ante ellos, arrodillados.
Luego todo fue muy rápido. De la primera humillación a las vejaciones más dolorosas. Y acabamos postrados ante ellos pidiendo piedad, suplicando perdón por no haber hecho nada. Nos sentíamos odiados, lacerados, robados, rasgados en nuestro más profundo ser. Y los niños no paraban de gritar, arropados por las mujeres, grabados a fuego para siempre. Y los ancianos no entendían nada, desesperados.
Allí estaban ellos. Se reían, blandiendo las cadenas, los fusiles y pistolas apuntando al frente, ondeando el poder del arma. En aquellos momentos se sentían como dioses, y como tales obraban. Y dios era aterrador, capaz de infligir tanto y tanto sufrimiento en tantas almas humanas.
Luego, cuando todo acabó, el tiempo nos puso al otro lado. Entonces ya había sido abolida la pena de muerte. Y mientras todos miraban con indignación a aquellos hombres malos, nosotros exigíamos sin éxito nuestra venganza. Y por eso salíamos a la plaza a pedir justicia. Cierto día, recuerdo que un periodista me preguntó qué reclamábamos. Pero yo ya me había convertido en un ser demasiado humilde para soportar los juicios morales de la prensa y tan sólo reclamé el derecho a no escatimar la muerte de dios por motivos religiosos ni morales. Luego descubrí que mis palabras no habían sido tomadas en serio, y sin embargo pueden estar seguros de que para nosotros esa sería una muerte sin pena.

jueves, 16 de mayo de 2013

ÁFRICA



Es un lento atardecer, imperioso, en el vasto desierto. No hay falsos testigos del cielo en llamas, ni víctimas vivas del cruel acoso que sufre esa tierra de mil escamas. Una última esperanza ha sido entregada al azar, en reclamo a un dios de flamígera espada, sin lamentos para la historia, con un grito de vetustas tragedias. Sabe que la Humanidad no se posó en su destino inveterado, ni voló hacia allí con besos alados, sino con sangre sin rencor, con locura sin delirio, con acero envenenado. Y se pregunta cuál es su nación, si sus fronteras son pisoteadas por pies ajenos; cuál es su ser, si su nombre los púlpitos del mundo rehúyen; cuál su canción, si sólo rugen truenos.
Y en la otra mejilla del horror, aferrados, mira a los supervivientes de la miseria; en el corazón verde de sus entrañas, tierra adentro, como alejados del devenir, de la carretera del infierno. Brazos negros e invisibles que sostienen sus columnas, un sudor etéreo que vuela hacia cielos níveos, un leve rencor desde un gesto hercúleo, para no caer en la nada.
Al olvido se entrega, sin remisión, este crimen velado: La vana lujuria de los dioses, el grave descuido de los imperios, la violenta lucha desde el horror, el cadalso de los débiles. Pero sabe que es ella, está ahí, como una vieja señora: bajo una tierra bañada en sangre, entre tres mares rojos sin compasión, con el dibujo del hambre en su rostro, con la tácita indiferencia del mundo. Es África, encendida, apagada, moribunda, serena, humana, divina y estigia,  en nuestro cielo reflejada. Una última esperanza al azar, por si algún día alzamos la mirada. 

martes, 14 de mayo de 2013

SEGUNDO INTENTO FALLIDO



Después del primer intento, todo volvió a empezar. Ella, entregada al hombre, y él, envuelto en aquel placer de la unicidad, de la belleza del paraíso y de la labranza del huerto del Edén. Ella sabía que era “su” mujer, porque así lo había dispuesto Dios; y yacía para él, no como Lilit, aquella mujer rebelde que huyó para siempre a los infiernos, sino como una mujer de Dios, hecha de y para el hombre, para su ayuda y compañía.
Pero aquel árbol era fascinante. Su belleza, el influjo poderoso que sobre su deseo ejercían sus frutos, la sometían a un inquietante abandono a la duda. Cuando se hallaba en aquel estado embriagante, dirigía la mirada hacia él y lo veía allí, alegremente rodeado de sus animales, ensimismado en su labranza, feliz, porque él había nacido de la tierra y de la tierra tomaba la vida, mientras que ella, condenada a tener solamente ojos para él, dominada por un halito envenenado de resignación, era carne de su carne, y a él se debía como un ser nacido incompleto.
Pero he aquí que la serpiente brotó de aquel árbol con su suave deslizar por las ramas frondosas de la sabiduría, y a ella habló como un enigma que surge de las tinieblas para derramar la zozobra entre los hombres felices. Y entonces la serpiente  le contó que Dios había mentido. Mas ella, incrédula ante aquel ser extraño, sorprendentemente notó cómo surgía en su cara una sonrisa, la misma sonrisa que se dibuja en la cara del reo al conocer el veredicto favorable. Y pensó que si aquello era cierto entonces Dios había sido malvado por haber cegado su espíritu con aquella amenaza, pues ella temía a la muerte. “No moriréis”, dijo la serpiente, “sino, sabe Dios que el día que comáis de él serán abiertos vuestros ojos y conoceréis el bien y el mal.” Y Eva miró de nuevo allá a lo lejos a Adán y vio que él estaba lejos, en un arrobamiento infinito de gozo eterno, y, sin pensarlo dos veces, resolvió arrostrar el peligro de la muerte y tomar de aquel fruto.
Y efectivamente Eva no murió, y entonces ella supo que Dios había mentido al hombre y que aquel árbol no causaba la muerte sino que, muy al contrario, le abría los ojos y le daba la sabiduría, la ciencia, y el poder del mismísimo Dios. Y por primera vez Eva dejó de tener miedo a Dios y a la muerte, pues sabía que todo aquello había sido un engaño de Dios para tenerlos adocenados en aquel paraíso; y miró de nuevo a Adán y supo que estaba desnudo entre los animales y que no se avergonzaba de ello, pues él no había probado del árbol de la sabiduría.
Pero, de repente, se oyó la voz tronadora de Dios que paseaba entre los árboles del huerto. Llamaba a  Adán y le decía: ¿Dónde estás tú? Y Adán al fin respondió, y dijo: “Estaba labrando el huerto, como tú me enseñaste a hacer”. “¿Y dónde está la mujer que te ha de acompañar?”, dijo Dios. Pero antes de que el hombre contestara, Eva ya se había escondido entre los árboles del Edén, pues había descubierto que aquel otro árbol, el árbol de la vida, le daría la vida eterna. Y hacia aquel árbol prodigioso fue caminando gracias a su sabiduría, oculta entre los arbustos, hasta llegar hasta él. Entonces arrancó uno de sus frutos y lo comió.
Mientras tanto, viendo que Eva había desaparecido en el Edén sin conocimiento de Adán, Dios seguía recriminando al hombre: “¿Qué has hecho?” Y el hombre lo miraba con un miedo expectante en los ojos, sin entender nada. “¿No era acaso carne de tu carne? ¿Cómo has podido permitir que te abandonara?”
Cuando ella apareció, Dios ya sabía que ella había probado de los dos árboles, pues llegaba más hermosa que nunca. 
“Maldita sea”, dijo Él.
Y allí acabó el segundo intento fallido de la creación.  

sábado, 4 de mayo de 2013

UNA ADICCIÓN PERSEVERANTE



Ellos desconocían aquella adicción que tenía, aquella especie de ludopatía, pero era algo que sucedía desde tiempos remotos, y en todo aquel tiempo jamás tuvo fuerzas ni motivos para hacerle frente, o acaso para disuadirle de un descanso, y siempre se dejó vencer por aquel juego perseverante. Cuando no hacía otra cosa, tomaba su cubilete y sus dados y hacía desgajarse el azar de su túnica blanca e inocente. Aquel día no fue diferente.
La primera tirada fue un rey. Él se vistió mientras ella dormía. Se miró al espejo y se vio ostentoso y vacuo, como una pompa de jabón reflejando el iris, se peinó y, sin pensarlo dos veces, salió en busca de una fiesta donde pudiera lucir su corona.
Luego vino el punto rojo. Entonces él la vio desde su trono y lanzó un órdago de pasión. Y ella respondió con el calor que él esperaba.
Rápidamente el dado rodó y mostró el caballo. Se lanzaron entonces los instintos más básicos sobre el lecho donde se poseyeron hasta absorber la última gota de la pasión encendida.
Más tarde, cuando el tiempo parecía pasar entre el humo de un cigarro y el eco del éxtasis consumido, de nuevo el dado cayó sobre el tapiz, y en esta ocasión saludó el oro. Él se relamió de orgullo cuando ella eligió el diamante. Ella lo tomó entre sus delicados dedos y él se lo introdujo  en su anular. Ella selló el pacto con un hermoso beso.
Pero la noche se acercaba y él debía volver a casa.
Fue aquel el momento en que de nuevo el dado se deslizó sobre la mesa. En esta ocasión fue el joker. Cuando él llegó a casa, ella estaba en la sala con un vaso de vino y absorta con la mirada puesta en la pantalla de televisión, deambulando con su imaginación entre los lugares que él había podido recorrer durante aquel día. Pero él la tomó por los hombros y le besó el cuello. Ella no miró atrás y tan solo preguntó. Él sonrió y habló y habló durante largo tiempo, del trabajo, de la economía, de las noticias de los periódicos, del coche y de la puerta del jardín. Cuando él calló, ella miró hacia atrás y vio que sus labios pérfidos mostraban una mueca extraña. Entonces supo que él mentía.
Aquel fue un momento tenso. Había de resolverse de alguna manera. Y de nuevo el dado dio vueltas por el paño verde. Esta vez fue el negro. Ella desapareció por la cocina. Había dormido poco, pero su alma no podía resistir aquella repulsa ya alimentada desde hacía tiempo. Cerró la ventana que daba al jardín, subió el volumen de la televisión y con la pistola oculta a la espalda se acercó al sofá donde él se había echado.
Eran aquellos momentos los más desesperantes para Dios, pues aquel juego parecía terminar siempre igual, motivo por el que llegó a pensar que el dado estaba trucado. Entonces recogía el dado con desidia, exhalaba un suspiro y se echaba a dormir un rato, antes de volver a jugar una nueva partida.

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