"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

Índice


domingo, 14 de julio de 2013

EL VIEJO BARRABÁS



Era la hora del crepúsculo, cuando la brisa de las montañas comenzaba a levantar la flemática quietud del aire aferrada al ardiente asfalto. Era la hora en que él se sentaba frente al sol. Su magna redondez y su rojiza llama eran tamizadas por el velo gris que se concentraba al horizonte. En cinco minutos, aquel astro era devorado por las montañas, y entonces, como una negra cortina, la oscuridad comenzaba a correrse hacia la otra punta del infinito. En aquel momento sonaban las campanas que como colas de gato tintineaban anunciantes el fin del día. A través de aquellas campanas arrogantes el mercado hablaba al mundo, y decía: “Ya no más por hoy”. Las persianas de los negocios caían abajo, las últimas mujeres salían con las bolsas de la compra, los mendigos apostados en los acerados se quedaban solos cual estacas perdurables clavadas al cobijo de los soportales, contemplando el vacío de la calle reflejado en sus escudillas escuálidas e inconsolables.
Minutos después, él se levantó pesadamente de su hamaca, salió del porche y se dirigió hacia la calle principal. Caminó lentamente, arrastrando sus pies abotargados, avanzando con el pecho por delante de su miembros y la cabeza envuelta en una insondable maraña de pelo gris; su vieja chaqueta verde, cochambrosa y ajironada, se movía con ímpetu. Cuando llegó a la altura de los soportales, sacó su bastón telescópico y comenzó a golpear las columnas, una tras otra, mientras que en su recorrido flemático su voz atronadora gritaba:
- ¡Malditas sabandijas! ¡Ya se ha acabado el día. Ya acabó vuestra hora! ¡Ratas! Iros a casa a contar vuestro dinero, iros a dormitar sobre vuestras montañas de billetes, y a velar por vuestro culo. ¡Ya habéis robado bastante, malditos! ¡Embaucadores, vendedores de miserias: tocad vuestras campanillas y huid al infierno! ¡Demonios capitalistas! Ya nadie os salvará …
Un par de pilluelos corrían tras él a hurtadillas para tirarle de los jirones de la chaqueta y escuchar nuevas imprecaciones. De las tiendas aún abiertas salían algunas cabezas curiosas por aquel alboroto e incrédulas terminaban esbozando una tímida sonrisa de incomprensión. Los últimos mendigos reconocían de inmediato aquella voz enajenada, y recogían con celeridad sus cartones, esfumándose por las bocacalles.  
Al llegar por fin a la plaza, el viejo Barrabás se paró a descansar; su respiración era pesada después del esfuerzo. Sus ojos se abrieron de par en par y desde la esquina escudriñó la plaza: los transeúntes, los payasos que habían instalado un circo improvisado, los puestos ambulantes,... Entonces se encaminó hacia su casita allá en medio de la plaza, lentamente. La enorme luna anaranjada ya había aparecido entonces por el cielo del este entregada a una rápida ascensión hacia la cúspide celeste. Luego dio un rodeo y atisbó a dos vagabundos alrededor de su territorio: “Y ustedes, ¿qué hacéis aquí? ¿No tenéis otro lugar donde pasar la noche?” Y un movimiento amenazante de su bastón fue gesto suficiente para que ambos se levantaran del banco y se marcharan.
Acto seguido, Barrabás sacó un manojo de llaves de un bolsillo interior de su chaqueta y abrió la puertecilla de su casita. Con gran parsimonia, se adentró en su interior, levantó las tres persianas que daban al exterior y encendió la luz exterior del rótulo. Se acomodó en su banquete y se atusó el pelo. A los pocos segundos, algunas caras se asomaron al quiosco a ojear los libros. Entonces con voz queda comenzó a rumiar: “Estas son las perlas de la salvación, compren libros, señores, compren. El alimento del alma, el pensamiento por escrito,…Cuatro…el pequeño, cinco…el tomo II no lo tengo aún…veinticinco: es un ejemplar único,…”
 *               *
El viejo Barrabás hablaba con la certeza de la historia, y musitaba anatemas contra la muchedumbre, mientras esta, alienada en pos de una luz de esperanza posada sobre aquellos libros, reía con la misma inocencia, con la misma ceguera, con la misma estoica fe en las grandes palabras que la alimentaban. Él confiaba en no volver a oír jamás campanas, y sin embargo, sabía que él también era alimento del sistema. Había días que se volvía contra los tenderos y les gritaba: “Mirad mis pies, ellos me impiden sacudir vuestras huchas y enterrarlas en el infierno. Dad gracias a mis pies, pues sin ellos yo volaría, volaría hacia lo más alto, para destruir la pirámide más alta, la vuestra, y liberar las espaldas de los esclavos sobre los que os sustentáis.” Y se golpeaba sus pies una y otra vez con su bastón. Cierto día, un comerciante que iba de paso, replicó a una de sus diatribas: “¿Y con qué te alimentas tú, si puede saberse? ¿Por qué no lo dices?” Entonces el viejo Barrabás bajó la cabeza y exhaló un aire viejo que le sostenía las entrañas, mas, cuando nadie pensaba que podía responder, se volvió contra él: “Sí, yo también vivo de vuestra hambre. Y con vuestra hambre, mitigáis mi hambre. Y así yo también porto una campana interior que anuncia mi alimento...” Y otras palabras de la misma enjundia que se pierden en la memoria del narrador.
El viejo Barrabás acabó confinado en su casa, sin poder moverse a causa de sus pies enfermos, víctima de las sucesivas denuncias de los comerciantes de la zona quienes, atosigados ante tanto escándalo, lograron que el concejal de seguridad ciudadana hiciera un informe del caso con el que arrebatarle al viejo su quiosco de libros. Desde entonces los niños pueden comprar algodones de azúcar en el quiosco del viejo Barrabás, y los vagabundos duermen tranquilos al lado de su territorio, sin que nadie le levante el bastón para atizarles un “¡maldita sea la hora…!”  

LEE A CONTAZAR (II)



La volví a ver, con ese nombre de mujer envejecida envenenada a punto de deshacerse entre el polvo blanco de la nada. Yo estaba en el vano de la puerta, y desde allí en la estantería, tirante de un hilillo de luz que devolvía el lomo reluciente, me ha llamado, como una Mesalina oculta entre velos sedosos que cosquillea el aire con el dedo y tú la sientes cual ángel penetra entre tus infiernos intestinos, antes de acudir hacia ella hipnotizado. Y allí la sacaba de su historia: doquiera abres, doquiera lees, allí un encanto de Rayuela que provoca, evoca y desboca los caballos:
“¿Por qué stop? Por miedo de empezar las fabricaciones, son tan fáciles. Sacás una idea de ahí, un sentimiento del otro estante, los atás con ayuda de palabras, perras negras, y resulta que te quiero. Total parcial: te quiero. Total general: te amo. Así viven muchos amigos míos, sin hablar de un tío y dos primos, convencidos del amor-que-sienten-por-sus-esposas. De la palabra a los actos, che; en general sin verba no hay res. Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al verse. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto.” 

martes, 9 de julio de 2013

COMO CAIDO DEL CIELO (Fábula)



Entre el juncal del lago había un pato enfermo. Los demás patos lo rodeaban y lo consolaban intentando animarlo, sin tener idea de cuál era el mal que lo afligía ni saber exactamente cómo hacer para curarlo. Le habían traído un par de peces del lago para que lo comiera, pero el enfermo había perdido el apetito; también le habían ofrecido una tisana que el pato abuelo había preparado como remedio infalible, pero el pobre patito medio desfallecido no podía abrir su pico, ya oscurecido y afeado por su enfermedad. Así que, ante tan trágico panorama, los patos se reunieron en consejo y tomaron una resolución: pedir ayuda a algún humano. Era una decisión arriesgada, si no suicida, que a algunos no gustó en absoluto, tanto más cuanto que sabían que el morador de la cabaña al otro lado de la montaña no era otro que uno de los cazadores que rondaban el lago las mañanas soleadas de domingo, día oficial de caza. Pero la voz del sabio abuelo se impuso sobremanera con su sentencia inapelable: el cazador ama a los patos tanto como ama derribarlos con su escopeta en su vuelo libre. De modo que cuatro patos fueron comisionados para acudir en busca de la esperada ayuda.
Cuando el cazador abrió la puerta y vio a tantos patos juntos en el umbral, tuvo la impresión de haber sido premiado por la Providencia gracias a la paciencia estéril que había depositado en la Fortuna durante los últimos meses, en los que su mujer había pasado no pocas dificultades para llenar la olla. Sin embargo, contra lo que cabía esperar en su estado de necesidad, no se le pasó por la cabeza aprovechar aquella ocasión para darse un festín de patos, sino que, como si de pronto hubiera penetrado en un sueño infantil, fijó su atención en aquellos animales, observando a través de sus ojos una tristeza que le traspasó. Aquel velo triste que recorría al grupo de patos le disuadió de su primer impulso paticida, y así el sentimiento del deber profesional se transformó como por arte de magia en un sentimiento de deber de auxilio. De modo que el hombre atendió al lamento de aquel enfermo lo mejor que pudo, olvidando las piezas de caza que tenía ante sus ojos. Lo colocó sobre su mesa, miró su cuello, destapó su tripa, palpándolo y examinándolo con detenimiento, y finalmente concluyó que la única causa de enfermedad de un pato en aquella zona era haber ingerido algún veneno de las fumigaciones que en la campiña al pie de las montañas habían lanzado las avionetas. Toda la tarde pasaron allí los patos esperando que el enfermo fuera purgado y reanimado, hasta que, al fin, poco antes de comenzar a caer la noche, el animal revivió. Fue en aquel preciso instante en que la euforia empezaba a recorrer al grupo de patos, cuando aparecieron por la puerta los dos hijos del cazador. Eran dos pequeñuelos famélicos que, al abrir la puerta, quedaron aturdidos ante tal escena. Uno de ellos exclamó: “¡Patos!” con una alegría inusitada. Pero al mirar a su padre se percató de que aquella escena no era, ni mucho menos, motivo de concordia familiar y celebración. El padre, adusto, los hizo entrar en la pieza de al lado. Poco después, los patos abandonaban la cabaña.
Y la normalidad volvió por fin al lago. Y llegó el domingo, día oficial de caza, y, como siempre, el nerviosismo se apoderó de los patos. El cazador se había apostado entre unos setos, esperando la ocasión. En un momento inesperado, una bandada de patos surgió de entre los juncos en dirección al cielo. En aquel instante el cazador debiera haber disparado los dos tiros de rigor, sin embargo, al ver los patos su mente se inundó de imágenes recientes: el pato enfermo, aquel corazón que latía a duras penas, aquellos patos condolientes,… y cayó en un pensamiento nefasto para su condición de cazador. Pensó que aquellos patos, con el espíritu solidario y sacrificado que habían demostrado, capaces de inmolar su vida por la de uno de los suyos, no se merecían morir tan despiadadamente a manos de un cazador hambriento y frívolo como él, que bien podía vivir de los alimentos de la tierra. Entonces apartó la escopeta y encendió un cigarro que acompañara aquel estado en que había quedado sumido, haciéndose valer como hombre, pero no como cazador.
Pero aquellos patos lo habían entendido todo. Supieron que, contra lo que todos los domingos ocurre, aquel día el cazador, en un gesto de piedad, no había querido matar a ninguno de ellos. No tardaron pues, como cabía esperar, en reunirse una vez más en asamblea para hablar de lo sucedido. Y de nuevo, se impuso la voz del pato más anciano que dijo: “Cuando el lago se seca, nosotros volamos hacia otro lugar, pero el hombre no vuela y se arraiga a la tierra, como los árboles. Sólo que un hombre no es un árbol. En conclusión: Hemos de actuar.” Un clamor apoyó finalmente aquella sabia sentencia.
Y a la semana siguiente, cuando ya la altura del sol anunciaba los días de la canícula, todos los patos de la zona se reunieron para sacrificar su plumaje y así rendir cuentas a la gratitud y al honor de ser patos antes que animales. Y todos ellos hicieron depósito sobre un gran saco blanco de diferentes plumas de cola de pato, reuniéndolas en una amalgama de plateado, verde, turquesa, blanco, lila y negro, de una belleza inaudita que envolvieron y quisieron ofrecer al cazador como valioso jergón. Inmediatamente partieron en un vuelo airoso, sosteniendo con sus picos el jergón bajo el cielo, en dirección a la cabaña. Al sobrevolar la morada del cazador, dejaron caer aquel regalo que fue a parar justo sobre los tendidos de ropa. Cuando al salir de la cabaña, la esposa del cazador se percató de aquel jergón, quedó anonadada, pues no podía entender cómo podía haber sucedido aquella maravilla. Entonces entró y, casi sin palabras, le dio la noticia a su marido: “Ha caído del cielo”, dijo. El marido no entendió nada, pero ella, entretanto, comenzó a echar cuentas y pensó en las ganancias que les podía reportar un jergón de plumón de pato, cuya hermosura sólo los príncipes y los señores acaudalados podrían pagar. Sin embargo, aquellas pretensiones se fueron al traste cuando el cazador vio aquello.
Y desde entonces el cazador duerme en un jergón de plumas de cola de pato, como un príncipe. Y tiene buenos sueños, pues una nube, hermana gemela del jergón de los patos allá arriba en los cielos, también regala todos los días su agua de lluvia a los árboles del huerto. Y los frutos y hortalizas con que el cazador sueña en su blanco jergón de pato son ahora reales, tan reales que ya hasta se ha olvidado de cazar patos los domingos, día oficial de caza.


miércoles, 3 de julio de 2013

MI LIBERTAD



Entre la esclavitud y la libertad, qué decir. Desde que tengo uso de razón he huido de esa sensación ominosa de sentirme esclavo. Porque yo creo que toda relación entre hombres, sea de la índole que sea, crea un dominador y un dominado, un señor y un esclavo. Si no, míralo ahí en las relaciones laborales, en las relaciones familiares,… todos luchan por huir de la condición de vencido, de la condición de esclavo. Pues el esclavo sirve al señor porque sabe que la vida, su capacidad y las circunstancias lo han determinado así: ha de postrarse ante el ser superior, sin condiciones. De modo que, como pueden imaginar, yo ya me he liberado de todas las cadenas, soy libre, LIBRE. Y mi conciencia, mi voluntad y mi “libre albedrío” deciden conjunta y libremente a quién he de obedecer. Unas veces elijo a uno, otras me elijo a otro, e incluso hay veces que, por muy raro que parezca, obedezco a varios a la vez. Obedecer, obedecer, sin ataduras, sin sometimientos. Ah, qué grande cosa es esta de la libertad.  

Vistas de página en total