Era la hora del crepúsculo,
cuando la brisa de las montañas comenzaba a levantar la flemática quietud del
aire aferrada al ardiente asfalto. Era la hora en que él se sentaba frente al
sol. Su magna redondez y su rojiza llama eran tamizadas por el velo gris que se
concentraba al horizonte. En cinco minutos, aquel astro era devorado por las
montañas, y entonces, como una negra cortina, la oscuridad comenzaba a correrse
hacia la otra punta del infinito. En aquel momento sonaban las campanas que
como colas de gato tintineaban anunciantes el fin del día. A través de aquellas
campanas arrogantes el mercado hablaba al mundo, y decía: “Ya no más por hoy”.
Las persianas de los negocios caían abajo, las últimas mujeres salían con las
bolsas de la compra, los mendigos apostados en los acerados se quedaban solos
cual estacas perdurables clavadas al cobijo de los soportales, contemplando el
vacío de la calle reflejado en sus escudillas escuálidas e inconsolables.
Minutos después, él se levantó
pesadamente de su hamaca, salió del porche y se dirigió hacia la calle
principal. Caminó lentamente, arrastrando sus pies abotargados, avanzando con
el pecho por delante de su miembros y la cabeza envuelta en una insondable
maraña de pelo gris; su vieja chaqueta verde, cochambrosa y ajironada, se movía
con ímpetu. Cuando llegó a la altura de los soportales, sacó su bastón
telescópico y comenzó a golpear las columnas, una tras otra, mientras que en su
recorrido flemático su voz atronadora gritaba:
- ¡Malditas sabandijas! ¡Ya
se ha acabado el día. Ya acabó vuestra hora! ¡Ratas! Iros a casa a contar
vuestro dinero, iros a dormitar sobre vuestras montañas de billetes, y a velar
por vuestro culo. ¡Ya habéis robado bastante, malditos! ¡Embaucadores, vendedores
de miserias: tocad vuestras campanillas y huid al infierno! ¡Demonios
capitalistas! Ya nadie os salvará …
Un par de pilluelos corrían
tras él a hurtadillas para tirarle de los jirones de la chaqueta y escuchar
nuevas imprecaciones. De las tiendas aún abiertas salían algunas cabezas
curiosas por aquel alboroto e incrédulas terminaban esbozando una tímida sonrisa
de incomprensión. Los últimos mendigos reconocían de inmediato aquella voz
enajenada, y recogían con celeridad sus cartones, esfumándose por las
bocacalles.
Al llegar por fin a la plaza,
el viejo Barrabás se paró a descansar; su respiración era pesada después del
esfuerzo. Sus ojos se abrieron de par en par y desde la esquina escudriñó la
plaza: los transeúntes, los payasos que habían instalado un circo improvisado,
los puestos ambulantes,... Entonces se encaminó hacia su casita allá en medio
de la plaza, lentamente. La enorme luna anaranjada ya había aparecido entonces por
el cielo del este entregada a una rápida ascensión hacia la cúspide celeste. Luego
dio un rodeo y atisbó a dos vagabundos alrededor de su territorio: “Y ustedes,
¿qué hacéis aquí? ¿No tenéis otro lugar donde pasar la noche?” Y un movimiento
amenazante de su bastón fue gesto suficiente para que ambos se levantaran del
banco y se marcharan.
Acto seguido, Barrabás sacó
un manojo de llaves de un bolsillo interior de su chaqueta y abrió la
puertecilla de su casita. Con gran parsimonia, se adentró en su interior,
levantó las tres persianas que daban al exterior y encendió la luz exterior del
rótulo. Se acomodó en su banquete y se atusó el pelo. A los pocos segundos,
algunas caras se asomaron al quiosco a ojear los libros. Entonces con voz queda
comenzó a rumiar: “Estas son las perlas de la salvación, compren libros, señores,
compren. El alimento del alma, el pensamiento por escrito,…Cuatro…el pequeño,
cinco…el tomo II no lo tengo aún…veinticinco: es un ejemplar único,…”
* *
El viejo Barrabás hablaba con
la certeza de la historia, y musitaba anatemas contra la muchedumbre, mientras
esta, alienada en pos de una luz de esperanza posada sobre aquellos libros, reía
con la misma inocencia, con la misma ceguera, con la misma estoica fe en las grandes
palabras que la alimentaban. Él confiaba en no volver a oír jamás campanas, y
sin embargo, sabía que él también era alimento del sistema. Había días que se
volvía contra los tenderos y les gritaba: “Mirad mis pies, ellos me impiden
sacudir vuestras huchas y enterrarlas en el infierno. Dad gracias a mis pies,
pues sin ellos yo volaría, volaría hacia lo más alto, para destruir la pirámide
más alta, la vuestra, y liberar las espaldas de los esclavos sobre los que os
sustentáis.” Y se golpeaba sus pies una y otra vez con su bastón. Cierto día,
un comerciante que iba de paso, replicó a una de sus diatribas: “¿Y con qué te
alimentas tú, si puede saberse? ¿Por qué no lo dices?” Entonces el viejo Barrabás
bajó la cabeza y exhaló un aire viejo que le sostenía las entrañas, mas, cuando
nadie pensaba que podía responder, se volvió contra él: “Sí, yo también vivo de
vuestra hambre. Y con vuestra hambre, mitigáis mi hambre. Y así yo también
porto una campana interior que anuncia mi alimento...” Y otras palabras de la
misma enjundia que se pierden en la memoria del narrador.
El viejo Barrabás acabó
confinado en su casa, sin poder moverse a causa de sus pies enfermos, víctima
de las sucesivas denuncias de los comerciantes de la zona quienes, atosigados
ante tanto escándalo, lograron que el concejal de seguridad ciudadana hiciera un
informe del caso con el que arrebatarle al viejo su quiosco de libros. Desde
entonces los niños pueden comprar algodones de azúcar en el quiosco del viejo
Barrabás, y los vagabundos duermen tranquilos al lado de su territorio, sin que
nadie le levante el bastón para atizarles un “¡maldita sea la hora…!”