DE REGRESO A LAS
CATACUMBAS
La Escuela Pública hoy día, más que tratar de avanzar, más
que discutir sobre el futuro que tiene por delante, sobre la transformación de
los currículos, sobre los verdaderos fines que debe perseguir y sobre su
función en la sociedad, se encuentra hasta tal punto acosada por los políticos
que tan sólo trata de sobrevivir. Las decisiones políticas de los últimos
veinte años tomadas en el terreno educativo han constituido una sarta de
despropósitos y de malintencionadas cavilaciones que han dejado a la Escuela
Pública en una encrucijada: continuar a pesar de todo, retroceder, o morir
petrificada.
Desde que hace algo más de veinte años se aprobó la gran
reforma educativa de la democracia, la LOGSE, desde entonces, nada se ha hecho
a derecha en este país. Toda la progresía de este país se frotaba las manos en
aquellos años, porque veían en aquella ley la forma de romper definitivamente
con la educación de la transición y los vestigios del franquismo. Nunca jamás
se habló tanto sobre educación, nunca se cuestionaron tanto los métodos
educativos; en aquel proceso de reconversión se demonizó el conductismo, se
intentó redefinir el sentido de los contenidos de las enseñanzas primaria y
media, se escribieron muchísimos libros, se realizaron muchísimas tesis
doctorales sobre la realidad educativa del momento y se dio la última palabra a
los pedagogos y psicólogos adscritos al progresismo de la época. No podemos
ignorar que, en su base primera, aquella nueva ley contenía muy buenas ideas:
potenciar los valores, la reflexión en las escuelas, crear una nueva forma de
docencia, más dinámica, que desarrollara otros aspectos de la persona además de
los meramente académicos y, sobre todo, universalizar el conocimiento y la
educación, de modo que las clases más desfavorecidas de la sociedad
participaran de una educación gratuita y de calidad por decreto. Durante más de
una década se construyeron cientos y cientos de centros educativos, se llevó
las escuelas a las zonas más desfavorecidas, a las zonas rurales, a los
discapacitados,… La escuela pública hasta hace unos años nunca había disfrutado
de tantos medios materiales y humanos. Pero, paradójicamente, al mismo tiempo, los problemas en la
Educación fueron creciendo a un ritmo frenético: el fracaso escolar, la
desmotivación de la juventud, la merma del nivel académico de los alumnos
preuniversitarios, el desprestigio de la figura del profesor, el despilfarro de
los medios… unos problemas que han ido agudizándose hasta hoy día.
La resolución de esa aparente contradicción puede ser
comprendida si se conocen algunos aspectos sobre aquella reforma educativa. La
LOGSE fue una ley que se creó de espaldas a la realidad: a la realidad social,
a la realidad académica, a la realidad docente y a la realidad económica. Ni la sociedad, ni los profesores, ni el
alumnado, se encontraban preparados para asumir una ley cuyos principios
estaban muy por encima de sus propios contenidos y métodos. Sin medios
suficientes para el total despliegue de la ley, la LOGSE no fue ejecutada con
unos procedimientos sensatos ni con una infraestructura coherente con sus
principios y confundió la universalización de la educación con un igualitarismo
educativo a todas luces absurdo. La niñez fue truncada por decreto y se llevó a
los niños de doce años a los centros de adolescentes, el nivel de los
contenidos fue reducido a mínimos y se amorteció la voluntad, el esfuerzo y la
excelencia para sacrificarlo en aras de la igualdad entre desiguales, los
proyectos sociales que debían guiar el sentido de la Ley nunca llegaron a
redactarse, ni el sistema de evaluación se llegó a entender ni hubo, por otro
lado, el más mínimo apoyo por parte de las instituciones universitarias,
ancladas en el sistema educativo tradicional, en una sociedad sobremanera
competitiva, con un profesorado procedente de y preparado para el sistema
educativo tradicional. Es pues que la filosofía logsiana no triunfó más allá de
la teoría académica, y constituyó el mayor fracaso político y educativo que se
conoce, y que aún hoy estamos sufriendo.
Su aplicación fue llevada a cabo de una forma en exceso lenta; convivió
con el sistema antiguo durante casi una década, y se fue puliendo a base de
reformas y decretos, de forma que dos décadas después nos encontramos con un
sistema educativo resultado de la interminable reforma de aquella LOGSE mal
entendida y sometida a la tiranía del capricho político. Y a pesar de todo,
durante las dos últimas décadas, los cuerpos docentes han luchado
grandiosamente para dignificar los absurdos currículos de la LOGSE, nada coherentes
con la filosofía de la ley, y para establecer un mínimo sentido común en la
enseñanza pública.
Y sin embargo, las circunstancias históricas en que se
desarrollaron tanto la LOGSE como las sucesivas leyes reformadoras, fueron las
que definitivamente demostraron la inadaptabilidad del sistema educativo a la
realidad social y económica y su consecuente desastre. Coincidiendo con la
implantación definitiva de la LOGSE daba comienzo en España el mayor periodo de
crecimiento económico y prosperidad que se recuerda en su historia reciente. De
la noche a la mañana, aquella ley educativa universalizadora se convirtió en
una ley fuera de todo contexto socioeconómico, fuera de lugar, víctima de un
sistema neoliberal que había desplegado todos sus medios para poner la riqueza
al alcance de todas las capas de la población. En aquella tesitura, la
Educación pasó de ser un pretendido elemento de sociabilización y un factor
generador de igualdad y de justicia social a convertirse para muchos jóvenes y
familias en un obstáculo para la sumersión plena en el gran mercado en el que
se había convertido España. En tiempos de prosperidad, cuando el superávit en
las cuentas del Estado permitía invertir en Educación todo lo posible, resultó
que la Educación había dejado de ser un elemento indispensable en la sociedad
del crecimiento. Los alumnos se enseñoreaban de sus perspectivas laborales ante
el profesor, anclado a un salario ajeno a los flujos de la economía, y pocos
eran los que valoraban la enseñanza siquiera en su carácter propedéutico. Fue
aquel el momento en que, lejos de las aspiraciones universales de aquella gran
ley reformadora, la Escuela comenzó a ser despreciada por las clases más
desfavorecidas de la sociedad en tanto en cuanto, lejos de proporcionar un
medio de vida y una riqueza inmediata como lo hacía la economía floreciente y
el mercado laboral bullente, no era más
que un impedimento para aquella, cuando no un simple modo de entretener a los
niños hasta la edad de trabajar. En aquel momento de auge y sonada victoria de
un sistema neoliberal que aniquilaba los valores sociales, de mérito y de
justicia social en favor del espíritu más acervado del egocentrismo capitalista
y de su consiguiente amor a la
desmesura, nadie, ni siquiera la Escuela, fue capaz de contrarrestar esos
valores y poner un punto de serenidad y de sentido común en la sociedad volcada
de lleno en un mercantilismo e individualismo sin igual, por la primera razón
de que ni siquiera interesaba a los
gobiernos de turno hacerlo.
En aquel punto de desafección educativa de la población,
tanto a nivel familiar como institucional, el fracaso escolar no era de
esperar. Las escuelas se convirtieron pronto en unos lugares poco menos que
inútiles, cuando el éxito social y económico de las personas despreciaba el
conocimiento y la preparación técnica, algo que poco a poco fue calando en la
conciencia colectiva. Así pues la escuela tradicional se convirtió por un
tiempo en algo anacrónico, en un lugar en el que se enseñaba a los niños unas
materias que de nada servían al mercado ni a la sociedad ni a ellos mismos.
Curiosamente en los años de mayor crecimiento económico se produjeron los
mayores índices de fracaso escolar. Jóvenes que apenas cumplían los dieciséis
años de edad, abandonaban rápidamente la escuela para ir a trabajar de peones
en la construcción o en grandes almacenes, donde nadie le preguntaba qué
estudios tenían. Tal era la cara de la institución educativa en aquellos
prósperos años.
Y sin embargo, la Educación, para nuestros dirigentes, se había
convertido en un problema: el índice de fracaso escolar registrado por los
organismos internacionales como un índice de desarrollo hacía sonrojar las
mejillas a nuestros gerifaltes en los
más altos foros. Y era que la pertenencia a la Unión Europea también
exigía que en Educación nuestro país ajustara las cifras máximas del fracaso
escolar. De manera que la integración en la gran Europa que se estaba
construyendo obligó a nuestros gobernantes a ponerse manos a la obra, a
emprender planes de choque contra el abandono temprano de la ESO, contra las
repeticiones de curso y para la mejora de las pruebas PISA. Al mismo tiempo se
contemplaba con asombro que, en la dinámica de crecimiento en que España se
encontraba entonces, pocos eran los medios para reducir las alarmantes cifras
de fracaso escolar que llegaron a alcanzar la ignominiosa cifra del 38% a pesar
del continuo aumento del gasto en Educación.
Finalmente, los planes por erradicar la lacra del fracaso
escolar fueron diseñados, pues tal era la consigna europea. Sin embargo, lejos
de lo que cabría esperar de una administración seria y responsable con sus
deberes para con sus ciudadanos, aquellos planes no se centraron en atajar las
causas y el origen del fracaso escolar. No se intentó corregir de ninguna
manera la desafección educativa de las familias, ni de los alumnos, ni el
escaso apoyo existente a los docentes a la hora de abordar las necesidades
educativas; no se incidiría en los
modelos pedagógicos, o en los currículos, o en las causas de la desidia del
alumnado, o en la escasez de recursos humanos para recuperar los casos
perdidos. Antes bien, todas las medidas que se tomaron para resolver la
cuestión del fracaso escolar devinieron en una insólita distorsión del sistema
educativo, consiguiendo denigrar la calidad de la educación pública y los
principios de equidad y justicia en el mismo: todo el afán de las autoridades
educativas se concentró obcecadamente en reducir los niveles de exigencia para
la consecución de los títulos. Se trató pues de emprender una batalla por la
titulación, una lucha con todos los medios que los gobiernos tenían a su
alcance para que tanto los jóvenes como los adultos que habían abandonado el
sistema terminaran con un título en sus manos, aun con el perjuicio que tales políticas
podían hacer a la reputación de un título en ESO, ya cuestionado por la misma
sociedad.
Los métodos que se inventaron fueron surgiendo de forma
déspota y caprichosa del gobierno a golpe de decreto, y pasaron por varias
vías: Primero se concibió un primer decreto para establecer incentivos a los
profesores por “mejorar” las estadísticas en los centros, a través de un infame
Plan para la Mejora de la Calidad Educativa; luego, otras medidas estructurales
para la transformación de las vías de acceso al título de secundaria, ya a
través de los Programas de Cualificación Profesional Inicial (PCPI),
expresamente diseñados para recuperar a jóvenes “fracasados”, ofreciéndoles la
titulación por una vía fácil; ya auspiciando la Educación Secundaria de Adultos
(ESA), curso rápido y asequible para adultos y no tan adultos. Pero si aún
todos esos vericuetos legales para mejorar las estadísticas no eran
suficientes, por último la administración, contraviniendo su fiel principio de
autonomía pedagógica de los centros, decidió penetrar y llegar con sus
paladines hasta el mismo meollo de la cuestión, y mirar cara a cara a los
directores y a los docentes, para intentar “ablandarlos”. Y aún ahora no
estamos lejos de la escenificación de unos métodos vergonzosos e impropios con
los que la administración ha tratado de presionar burdamente a los centros
educativos a fin de reducir el número de suspensos y aumentar los titulados en
ESO. Así lo hicieron público dos sindicatos de Educación y la prensa en
general, desvelando la ignominia: las denuncias tanto de centros educativos,
como de profesores a título individual, contra el acoso a que se encontraban
sometidos por parte de la Inspección Educativa y la fiscalización de su
trabajo, bajo el único pretexto de no haber superado un mínimo de aprobados; un
claro cuestionamiento de la profesionalidad de los docentes y un ataque al
principio de justicia y objetividad que debe regir todo proceso de evaluación.
La discriminatoria inspección a docentes que superaban un determinado nivel de
suspensos, frente a aquellos con un elevado número de aprobados, plenamente
justificados por ello, ha puesto en entredicho la verdadera ética de los
servicios de Inspección, y nos hace preguntarnos hasta qué extremos podrán
llegar los métodos coercitivos de la administración sobre los centros
educativos y sus trabajadores para maquillar las vergonzosas cifras del
desastre educativo español, en estos momentos en que se hace más necesario que
nunca una educación que dinamice y sea el verdadero motor de una sociedad en
una decadencia omnímoda como no se recuerda.