"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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domingo, 12 de enero de 2014

INMORTALIDAD

“¿No me reconoces? ¿Aún no me reconoces? ¿Qué debo hacer para que por una vez sepas quién soy? Bueno, te refrescaré un poco la memoria. Piensa en la semana pasada, para no ir más lejos, ¿no te acuerdas cuando expulsaste del autobús a aquel tipo que acosaba a la chica? Pues fue aquel un momento glorioso, no sé cómo no me reconociste. Todos comenzaron a mirarme, la chica creo que se enamoró de mí en un flechazo de película. Las dos mujeres que había frente a ti me halagaban, el estudiante me miraba a los ojos y me elevaba a los cielos del heroicismo, creo que hasta estuvo a punto de pedirme un autógrafo. Pero tú apenas levantabas los ojos de tus zapatos, parecía como si en ellos tuvieras el alma.  
Si alguna vez me hubieras reconocido, quizá habrías sabido sacarle más partido a la vida. Recuerda cuando regresaste de Chad. Yo seguí en la ciudad durante un tiempo, las chicas jóvenes creo que incluso aún suspiran cuando piensan en mí. En aquel entonces todos me querían, hombres y mujeres me miraban como se contempla a un dios, con una admiración infinita. Y mientras tanto, tú aquí de nuevo con tu vacante del hospital, con esa perniciosa melancolía que nunca te ha abandonado. Nunca supiste aprovechar tu estancia en aquel país. Al tiempo que tú salvabas aquellas vidas agonizantes, yo me había convertido en una especie de sacerdote para ellos, me erigía como un gran hechicero a cuyos pies todos se rendían. Pero tú no pudiste aguantar. Tienes culo de mal asiento. Y volviste a tu trabajo, a pasar horas y horas absorbido como un poseso, como si en ello te fuera la vida. Pero sabe que nada de eso me redimió: yo seguí disfrutando en la calle de la gloria, hinchándome como un globo, llenándome de una reputada excelencia, mientras tú apenas sacabas la cabeza de ese tabuco lleno de corazones enfermos. ¿Cómo pudiste ser feliz así? Nunca lo podré entender.
Ahora mírate. Ya todo ha terminado. Toda esa gente ahí afuera ha venido a preguntar por ti. Para mí este es un momento mágico, si supieras cómo hablan de mí. Ni a un santo lo adularían tanto. El doctor lo ha dicho: es cuestión de horas. Te mueres, amigo. Y yo sólo lamento que no hayas sido capaz ni siquiera una vez en la vida de olerme, de sospechar mi existencia más allá de esa tu estúpida espiritualidad. Creo que juntos podríamos haber corrido aventuras maravillosas. Ahora ya todo se va al garete, compañero. Te voy a dar por última vez las gracias. ¿Sabes por qué? Te lo voy a confesar: he oído al alcalde hablar de un busto, de cambiar el nombre del centro e inmortalizarme, ¿sabes? No podré creer el día en que me vea frente a las dos palmeras del jardín convertido en bronce, hecho realidad, después de tantos y tantos años volando de un lugar a otro, apareciendo y desapareciendo sin que tú, por primera vez, me miraras a los ojos y me dijeras de una puñetera vez: Este soy yo. Grr, maldita sea, ya no hablo más, me voy, me voy, me esperan ahí afuera, no pueden dejar de hablar de mí y, claro, debo llevarles mi presencia.
De repente el enfermo se retorció bruscamente durante unos segundos en un ataque nervioso. Al cabo, el movimiento cesó y miró a su esposa con los ojos caídos: “¿Quién demonios era ese?” Pero en la habitación no había nadie más. 

viernes, 3 de enero de 2014

LA PRIMERA COMUNIÓN

Moisés ingirió demasiado vino durante la comida. Luego, un ardoroso pesar le vació la mente, y se durmió, profundamente. La tarde acortaba sus horas y el aire de levante entraba por la ventana arrastrando vehementemente el olor a tierra dentro de la habitación. Cuando despertó ya era de noche. Su perdición. El silencio de la noche le agitaba el espíritu, y se lo absorbía, abandonándolo a un doloroso vacío que nunca logró comprender. Fue entonces cuando unas imágenes incómodas volvieron a su cabeza. Aquella mañana había montado en cólera delante de algunos empleados, olvidando su cargo de director, y el aplomo de la autoridad. Quedó fuera de sí, como si de repente la mente le hubiera estallado producto de una acumulación persistente de quimeras fabricadas por su imaginación, del metalenguaje capturado por sus ojos, de los movimientos y miradas subrepticias apenas percatadas al girar, de los cabeceos, de los silencios, de la ausencia de palabras. “Qué necesarias son a veces las palabras”, se dijo. Y se miró en su soledad, la soledad que hace al hombre quimérico e imaginativo.
Jesse, su hijo mayor, lo amaba como se ama a un padre, como se ama a un ídolo. Pero la mala suerte lo había separado de él: su mamá lo reivindicó como parte del botín de guerra, y se lo llevó con la aquiescencia del juez. Ahora era educado como un niño modélico, sin las locuras ni el desorden de su padre. Y como todo cristiano, debía hacer la primera comunión. A pesar de su padre, que tantas historias le había contado de la Santa Biblia, para convencerlo casi sin querer, por obra y arte de la más ilustrativa fantasía, de que nada existe más esperanzador en este mundo que el hombre y su capacidad para hacer el bien, y muy a pesar del ateísmo exacerbado de su progenitor, que con su terquedad había impedido a su inocente hijo acudir a las sesiones de catequesis como dios manda, y a pesar de todos los inconvenientes que surgieron tras aquella descarnada y cruel guerra conyugal recién librada. Su hijo mayor debía hacer la primera comunión, pues así lo ordenaba la pulcritud, el orden y la decencia de su madre.
Pero una de aquellas noches tuvo un momento de lucidez, y unos segundos antes de decirlo y quedar embargado por sus propias palabras, ya lo había planificado todo, como si de un solo golpe, su mente hubiera construido el puente que lo llevaba de pronto a la felicidad.
Se había desplazado quinientos kilómetros, y llegó casi sin dormir. Era el domingo sacramental y él lo esperaba fuera de casa. Había declarado su intención de verlo antes de acudir a la iglesia. Entonces penetraron ambos en el coche. Le llevaba su regalo envuelto en un estuche. Cuando el chico lo abrió se le iluminó el rostro, luego se lanzó hacia él y le dio un abrazo. De aquella manera reconocía a su padre de nuevo: su ídolo, el hombre al que él de verdad quería. Luego arrancó el coche y partieron. Durante las cinco horas de viaje Jesse leyó parte del libro a su padre, como él gustaba. Y rieron y soñaron que alguna vez estaban juntos para siempre. El mar estaba sereno aquel día, y se bañaron y comieron mirando a la luna elevarse sobre la esfera oscura del cielo. A eso de las diez, volvieron a casa. La policía ya estaría a punto de llamar a su puerta. El rescate no debía ser muy costoso.

Y después de todo, qué podía pedir a sus empleados. Para ellos él había secuestrado a su hijo, aunque la policía no lo hubiera detenido; para ellos, él se había convertido en un demonio que había impedido por la fuerza que su primogénito fuese evangelizado en el orden de Dios. Ellos nunca entenderían nada. Aunque quizá lo mejor sería explicarlo todo, y reconciliarse con ellos, y lograr el perdón de aquellas lenguas esquivas y sedientas, y de aquella manera volverse humano, así como de repente. 

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