"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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miércoles, 19 de febrero de 2014

RAMÓN

Había dejado de interesarse por las cosas del mundo: ya no quería saber nada de política, ni de los asuntos de los pueblos; ni de lo bonito o lo feo de los decorados con que se ornamentaban sus paisajes cotidianos, ni de las obligaciones más urgentes siquiera. A sus ochenta y cinco años, Ramón ya sólo recitaba con los pormenores de la memoria los momentos de su infancia que quizá su mente guardara en su más oculto rincón como los instantes verdaderamente felices de su vida. Cuando fue a su pueblo natal, recordó toda su infancia de golpe, como si  la luz de la calle Central le iluminara de repente las aventuras que en aquel escenario había guardado durante ochenta años, y entonces empezó a señalar el lugar donde ensayaba la banda de cornetas, adonde acudían a comer limones para taponar los pitorros de los cornetas babeantes; recitó luego las tonadillas de los carnavales de la república, una a una, letra a letra, con una exactitud prodigiosa. Fue entonces cuando el sobrino Luis, investigador de un grado de Filología, decidió hacer de su tío su fuente de materia prima, y entonces se sentó a su lado y dijo “Tío Ramón, ¿recuerda usted todas las letras?” Tomó papel y lápiz, y de aquel hombre sacó su tesis doctoral.
Y hablando de mentes prodigiosas, caímos en que Ramón se había largado de su trabajo por negarse a utilizar calculadora. Los americanos, que tan rápido evolucionan en la tecnología, le dijeron un día a su contable: “Mire, Ramón, a partir de ahora ya no tiene que hacer más cuentas, porque le vamos a poner un ordenador…” Y entonces aprovechó que acababa de cumplir sesenta y cinco años para despedirse de la empresa. Cuando le entregaron el regalo por sus cuarenta y cinco años en la empresa, él apartó al encargado y le pidió el compromiso de suministrarle cada mes una caja de botellas de ginebra, la misma que había estado bebiendo desde hacía veinticinco años.
Desde entonces Ramón se levantaba todos los días a las siete de la mañana, paseaba por la manzana durante una hora, hasta que abrían las panaderías y los quioscos, compraba el periódico y el pan, y volvía a casa.  Un día le robaron unos desalmados y llenó de miedo a toda la familia, pero él no se arredró y a partir de entonces tan sólo llevó el dinero justo del pan y el diario.
Otro día sufrió una caída al llegar a casa: un desmayo. Al llegar al hospital junto a su señora, la enfermera preguntó: “Señora, dígame el número de alguno de sus hijos”, pero ella no sabía ninguno. “¿Entonces?”, respondió la enfermera. Y fue aquel el momento en que Ramón despertó, miró a la enfermera y dijo: “Llame a mi Rafael, nueve cuatro cinco cuatro tres cuatro dos tres, o a Irene: seis seis seis cuatro cinco …, o a Manuel Jesús: siete, seis ocho….”, con aquella facilidad con que almacenaba en la memoria los números de los carnés de todos ellos, o la cuenta bancaria que le habían abierto hacía tres meses a su cuarto nieto. En el hospital estuvo un día entero en observación. Al llegar la noche despertó de un sueño y vio la noche posada sobre la ventana. Entonces dijo a su mujer: “¿Qué hora es?” “Las nueve” “Pues dile a la enfermera que nos vamos, que tenemos que cenar”. Su señora lo tranquilizó. Pero él tenía otras razones. “Vámonos, Carmela, que aquí está todo el mundo enfermo”.

Hace tres meses que Ramón no sale de casa. Ya no se fía de sus propios pasos. Y la avenida a las ocho de la mañana es otra cosa. Fíjense ustedes.  

sábado, 8 de febrero de 2014

UN INFIERNO

La serpiente despertó y encontró a Adán y a Eva desnudos. Dios los había castigado a volver de nuevo al paraíso. Pero ahora sin amor, como en un infierno.

LOCOS POR MAMÁ

Locos de contento porque la madre existe, porque está ahí desayunándose las ganas de matar a alguno de esos que no le han dejado dormir, mientras luego prepara los desayunos y los coloca ceremoniosa en las mochilas alineadas para la batalla.
Locos de alegría porque la mamá existe, porque los llamó a una hora en que ellos querían estar durmiendo, cuando después gentilmente ellos lloran ante un vestuario no consensuado, hasta exasperar los nervios apenas despiertos de la mamá preparada ya de antemano.
Locos de placer porque la mamá duerme, porque es el momento en que bajo la suave sábana ellos meten sus cuerpecitos entre los intersticios de su cuerpo blandito y rellenan todos los espacios hasta formar una bola compacta e indivisible donde los latidos forman una música deliciosa que se inmiscuye en los sueños arteros.
Locos de gozo porque la mamá está allí a la hora imprevista, a la hora inesperada, a la hora fatídica, a la hora precisa, para consolar el olvido del bocadillo, el olvido del lapicero, el extravío de la cola de la cometa, o algún indicio de una enfermedad perentoria.
Locos de júbilo porque la mamá sonríe antes de destapar la bandeja del almuerzo, porque la mamá tiene oídos para un no-me-gusta, para todos los no-quiero-garbanzos, y para algún no-tengo-hambre, y se enfada con la cara monótona del amor incomprendido, y a veces grita para no ser escuchada y se enoja para no ser consolada por los demonios del descontento.
Locos de regocijo porque la mamá ha tenido la idea de ir a la fiesta de los niños, y antes de haber marcado la hora del comienzo, ellos fueron a rastras porque no quisieron el peine, ni el zapato de puntera, y porque el vestido rosa estaba aún en la lavadora.
Locos de ensueño porque la mamá dijo basta, porque aquel día ella se sentó en el sofá y dijo hoy-no-cuenten-conmigo, y ellos se rieron y la besaron en la mejilla colorada del sopor del anuncio, para comprobar, cosquilleando sus costados y haciendo muecas omnímodas de descreídos, que ella finalmente se ríe y los besa y se levanta y juega con ellos un día más que es como un año en sus vidas elásticas pero confortables.

Y entonces la mamá entiende que ellos, de verdad, sí que están locos. 

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