"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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sábado, 29 de marzo de 2014

UNA COSTUMBRE INSOSPECHADA

Desde su regreso del hospital de San Lorenzo, el tío Santiago adoptó una costumbre que por aquel entonces nadie llegó a sospechar, ni siquiera su hermana Amalia, quien había acudido a pasar una temporada junto a él. Aquellos días de verano eran largos y el crepúsculo llegaba tarde, con el día ya agotado por tantas y tantas horas de calor. Poco antes de ese momento crepuscular, el tío se sentaba en su hamaca en el porche y esperaba a que alguien le hiciera una señal desde fuera. Entonces se acercaba a la valla y, a través del seto de tuyas, comprobaba que era ella. Luego, sin hacer chirriar la hoja de la verja, salía a su encuentro. Desde allí hasta la cima de una loma cercana caminaban sin apenas intercambiar palabras, cogidos de la mano. Luego se sentaban y esperaban a que el círculo incandescente comenzara a hundirse en el horizonte. No más de dos minutos tardaba aquel astro en su lento caminar hacia su ocaso, y durante aquellos dos minutos densos y evanescentes de suave plenitud, de dulce agonía y tranquilo silencio, ellos quedaban sumidos en una profunda espiritualidad. Pues en aquel dorado esplendor que quedaba en el cielo ellos veían su propio esplendor, el momento en el que ya podían mirar hacia arriba sin miedo a quemarse los ojos y deleitarse con el magnifico colorido que los dioses dibujaban en el cielo.
Poco a poco, las montañas quedaban sepultadas por la penumbra de la noche, los relieves oscuros de la vegetación se iban confundiendo con el negro de la noche y los monstruos de la noche despertaban de su letargo, como si hubieran estado esperando todo el día a que el astro rey escondiera sus brazos fulminantes. Pero ellos no se movían del sitio, pues desde aquella cima el viento les llevaba los olores del pasado, y entonces el tío Santiago comenzaba a sentir un halo de vida en el recuerdo de los cuarenta años que había pasado surcando aquellas tierras con su tractor, respirando el polvo aventado por el solano, embriagándose con el aroma de las cosechas, dejando su cuerpo y alma en aquel desierto día a día esquilmado. Y en aquel momento todo aquel mar de tierra extenuada que se hundía en la noche le despertaba una ola de grata nostalgia que no lograba entender.
El tío Santiago había vivido en aquel lugar toda su vida, sometido al inagotable trabajo de la tierra, y aquella idea le infundía un sentimiento de pertenencia. Aquella finca se le volvía infinita. En ella había construido su propia familia: Benito, Eustaquio, Ramón, jornaleros que habían sido sus hermanos, con los que había compartido el mismo plato, las mismas penurias y el mismo destino. Con ellos había aprendido a vivir en la aridez y a sacarle jugo a las penalidades, con ellos compartió sus silencios, sus secretos y sus oscuros deseos, y el más diáfano de todos: el amor nunca correspondido de la mujer de su vida. 
Al final, el Estado logró separarlo de aquella tierra. Una suerte de carta sellada firmada por el presidente le reconoció su derecho a reposar de su trabajo y a dejar para siempre la finca y la familia que él nunca quiso abandonar. Se jubiló, y entonces toda la vida sacrificada en aquella tierra se le volvió hermosa como nunca. Y, como si un vaticinio aciago y errático hubiera caído sobre él de repente, dijo: “No me quiero morir”. Y desde entonces el tío Santiago se aferró a la idea de que no quería morir, y huyó del desgaste solar, y consagró su vida a la noche, pues llegó a convencerse de que la luna paraliza la vida como paraliza a los espíritus melancólicos y profundos de la noche, y que desde que el mundo es mundo las tinieblas han conservado a los espíritus para siempre.
Cierto día era ya noche cerrada cuando el tío Santiago volvía a casa por el sendero de siempre. Aquel día había abrigado pensamientos reconfortantes: la eternidad existe, se decía mientras caminaba, huyendo de un frío húmedo que comenzaba a colarse por entre sus ropas solariegas y holgadas. Al llegar a su casa, vio que la verja estaba cerrada y pensó que alguien había entrado. Luego de hacer todas las comprobaciones oportunas tanto dentro de la casa como por el exterior, entró en casa y cerró la puerta. De pronto comenzó a sentir algo extraño, diferente, una especie de placer extraño y doloroso. Era el placer del miedo; él que jamás había sentido miedo en su vida, sintió de pronto rondar su mente la certidumbre de que todo es efímero y el temor perseguidor e inquietante de no saber qué ocurriría al día siguiente. Entonces apagó las luces y se volvió a refugiar en su oscuridad, pues era lo único que lo reconfortaba. Al cabo de unos minutos se durmió.
En el interior de la casa reinaba el silencio, desde el que se percibía el monótono sonido orquestado de los animales nocturnos del exterior. De repente, a media noche, algo lo despertó. Abrió los ojos ampliamente, pero sólo veía una oscuridad amplia, que le impedía moverse, sus miembros quedaron completamente paralizados durante unos minutos. Poco a poco, fue moviendo las piernas, los brazos, y por fin, tuvo fuerzas para levantarse. Con la luz apagada avanzó a tientas por el cuarto hacia la puerta. Abrió, y de nuevo la oscuridad del pasillo. Sin embargo al final de este atisbó una luz que procedía de la cocina. Una inquietud punzante se apoderó de él, una inquietud con la que avanzó lentamente sobre aquellas frías baldosas hasta llegar a la cocina. Entonces la vio, allí estaba ella, su soledad, con unos oscuros y opacos ojos. Se sorprendió al verla, pero antes de que él pronunciara su primera palabra, ella habló:
- Esta tarde, allí arriba, supe que no te encontrabas bien, y por eso decidí pasar la noche junto a ti.
Al oír aquellas palabras él se percató de repente de un dolor que le torturaba el pecho. Entonces, como siempre hacía, se encogió y se dirigió al salón. Allí, enroscado en el sofá, pasó varias horas en duermevela, con la mano en el pecho, esperando que le remitiera el dolor.
Cuando despertó, los primeros rayos de sol ya asomaban por la ventana. Se incorporó y, al primer movimiento ya notó que el dolor se había expandido por el plexo solar. Sabía que algo se había roto por dentro, y que algo importante iba a suceder de inmediato. Pero ella estaba allí, mirándole, sabiendo que su orgullo era de una naturaleza superior y que le impediría quedar postrado. De manera que, como ella esperaba, aun con el aguijón del dolor, el tío Santiago se levantó y se preparó un café. El líquido hirviente lo atravesó de arriba abajo. Luego comenzó a hablar con ella: le dijo que su hermana dormía en la habitación contigua y que no tardaría en despertar. Luego puso la radio: las noticias. El mundo, los hombres. Se sentó e intentó ordenar sus pensamientos. “Es bueno empezar con orden”, dijo, y una sonrisa quedó prendida en su rostro.
- Orden, orden –apuntaló ella-. Yo iré contigo, hasta el final.
Entonces como si hubiera agotado todas las fuerzas de su orgullo, él cayó desplomado al suelo, y se arrastró, contra su dignidad, contra su propia convicción de eternidad, como un reptil, hasta el cuarto de su hermana, para despertarla con cuidado.


miércoles, 19 de marzo de 2014

UN PASEO POR LA NOCHE


En el silencio de la noche sonó una guitarra, y de repente pareció como si se rasgara el velo oscuro que rodeaba su soledad en el huerto. Un acre olor a tierra se apoderó de sus sentidos. Entonces corrió, como si alguien le llamara desde la lejanía. Arrebatado por el desorden, por la desorientación de sus deseos, llegó al lugar. La losa era pesada, pero por fin la deslizó, hasta oír las voces del vacío, las voces de los que no existen, la multitud agolpada en las catacumbas, la fuerza emergente del pasado.
En aquel momento el galope de un caballo comenzó a retumbar en el suelo, y entonces recordó cuántos días había pasado sin el fuerte pisotón de su jinete, cuánto rebufo airado de su instinto asesino, cuánto buscar alocado el viento. Pero él sabía que nada había de temer, pues hacía tiempo que su caballo ya había abandonado su alma, desmelenada y sobria, y ahora vagaba sin estrella, e iba y venía al albur de la noche.

Como si no tuviera tiempo que perder, se deslizó hacia abajo. Al fondo de la gruta, una luz le atrajo como un influjo inexorable, y entonces lo vio. El niño aprendía a controlar su mente, a someter sus genes asesinos, posesivos e innatos; aprendía la norma uno, la norma dos, la norma tres, tres mil normas al son del chasquido de unos dedos negros y cuarteados. Y de repente el niño crecía, y se abría sitio entre las estrechas paredes del hastío, haciendo honor a su nueva patria, y veía sus brazos petaleados, sus manos almibaradas, sus cabellos dorados, su sangre destilada, y tras ellos reconocía una voz que desde el fondo se consumía en su regocijo: “qué bueno está el pequeño, que ni ríe ni mata ni llora”. Y aquel hombre se erguía grande, pues lo había domado, pues lo había sometido a su razón, a su dominio, y su grandeza aumentaba, hasta hacerle sombra. Entonces dio un paso atrás y regresó a través del vacío, a través de voces lejanas que ahora mutilaban los brazos de aquel espacio que le constreñía a avanzar, hacia el exterior donde su indolente ausencia, donde ahora había logrado comprender qué grande es el hombre,  qué grande el vacío tras la pesada losa, qué grande la noche silenciosa.

jueves, 6 de marzo de 2014

EL MITO DE LILITH

El mito de Lilith: todo un símbolo que ha enarbolado tiempo ha el movimiento feminista como representación de sus ideas y aspiraciones. 



Lilit es una mujer de una belleza suprema, de encantos irresistibles, de pelo largo pelirrojo y piel clara, que suele a veces aparecer representada con alas (sobre todo en las representaciones más antiguas), de costumbres nocturnas, sexuales y connotaciones tenebrosas.
Aunque existen en mitologías antiguas figuras con características parecidas a Lilith, no es sino en la mitología hebrea, como sabemos siempre fundamentada en los textos bíblicos,  donde se forja la leyenda que ha llegado hasta nuestros días sobre este personaje.
Según esta leyenda Lilith fue la primera mujer de Adán, también creada de barro, igual que él, y era en principio una mujer hermosa y libre, con la que Adán tenía que convivir para extender la especie. Sin embargo, como producto de aquella igualdad entre ambos, surgieron las desavenencias en la pareja, sobre todo en el terreno sexual, pues Lilith había mostrado su desacuerdo en yacer bajo Adán durante el acto sexual. “¿Por qué he de yacer yo debajo de ti si ambos hemos sido creados iguales?”, decía, y se rebelaba.  Pero Adán no cedía, y Lilith decidió abandonar el jardín del Edén. Para ello no tuvo más que pronunciar el nombre secreto de Dios, se elevó por los aires y huyó de allí, en dirección de un lugar a orillas del Mar Rojo, donde se entregó a la lujuria con demonios, con los que tuvo infinidad de hijos.
Adán, por su parte, viéndose  solo, imploró ayuda de Dios y este, apiadándose de él, envió a tres ángeles en busca de Lilith para que la hicieran volver al paraíso. Cuando los tres ángeles emisarios se presentaron ante ella, esta se negó a volver y, como castigo, Dios ordenó que cada día murieran cien de los hijos de Lilith. Esta, a su vez, tomó venganza de este castigo y durante todos sus días buscó a niños humanos recién nacidos incircuncisos, menores de ocho días, para matarlos. Según se cuenta en la leyenda siempre era posible repeler la venganza de Lilith si se colocaba en el neonato un amuleto con el nombre de alguno de los tres ángeles emisarios: Snvi, Snsvi y Smnglof.
Ni que decir tiene que Dios- Gehová entregó a Adán otra acompañante, la famosa Eva, esta sí sacada de una costilla de aquel, para que tuviera claro su sumisión, y sin los aires reivindicativos de la otra. Una mujer hecha para que después de todo fuese capaz de asumir la culpa de todos los males de la humanidad. 
¿Y qué fue de Lilit después de toda aquella guerra viva con Dios- Gehová? Con el tiempo, de tanto convivir y copular con demonios, se convirtió ella misma en un súcubo, un tipo singular de demonio femenino que, adoptando la forma de una mujer incandescente, de una extrema sensualidad, se introduce en los sueños de los varones, principalmente adolescente y monjes, para provocarles una polución nocturna y robarles el semen, con el que se alimenta y continúa su procreación.
Ya vemos que no hay hecho natural que no sea explicado por la magna mitología.
También existieron las versiones masculinas de los súcubos, llamados íncubos, que como podemos imaginar tenían forma de hombres, aunque no tan sensuales como sus correspondientes femeninas, y que atacaban sexualmente a las mujeres durante el sueño, impidiéndoles que despertaran, y dando a luz seres extraños o con poderes mágicos. Se dice que el mago Merlín fue nacido de una prostituta y un íncubo, por ejemplo.  

La figura de Lilit, como la de otras mujeres de la mitología más antigua, fue desapareciendo de los textos religiosos, con el imperio del patriarcado y de las religiones actuales. Atrás quedaron aquellas mujeres poderosas de la mitología griega, aquellas sacerdotisas de Delfos o aquellas otras profetisas y apóstoles mujeres que vivieron en el germen del cristianismo, siendo relegadas en todos los textos religiosos por mujeres cuyo papel se limitaba a ser proveedoras de los santos y profetas, a quienes socorrían y por cuyas muertes lloraban hasta la extenuación. De estas últimas, hoy día sabemos de vivas representaciones, para el regocijo de la Iglesia. 

martes, 4 de marzo de 2014

PASAJES OLVIDADOS


Desde el fondo de la habitación se deslizaba suavemente una sinfonía de Mahler, conduciendo sus palabras funestas hacia oscuras profundidades. La inflexión de su voz se sometía a la tristeza desesperada de los verbos, rotundos y venenosos. Un coro de violines jugueteaban díscolos con la viola dichosa en una danza caprichosa. Hasta que llegó el momento en que todo se quebró y quedó desdibujado bajo un llanto.
Ella lo había dicho. “Mañana parto hacia el norte”, y aún aquellas palabras reverberaban en la habitación, transidas de aquel impulso provocador con el que en voz alta soñó que volaba. “Algún día regresaré”, dijo, y en su mirada él supo que no huía de él, sino que huía de ella misma.
Y desde entonces, él dejó de sentir el tiempo, como hacen los viajeros, convertido en el eterno paciente de la estación que mil veces ve impasible el mismo tren, mil veces las mismas caras, mil veces los mismos adioses, los mil cielos, los mil crepúsculos y los mil relámpagos deslumbrándole el futuro. Y allí vivió oculto de su propia esperanza impronunciable, como un eremita de los andenes, volviendo y revolviendo los pasajes lanzados bajo los escalones vacíos, sin entender nada, sin pensar en alguna vida trazada desde las alturas, paralela a las catenarias infinitas que le disolvían la vista en los atardeceres. Y al mismo tiempo convencido de que el cielo protector lo había abandonado, y había dejado de encubrir sus ínfimos dolores y sus breves conatos de alegría, pues, como un manto infinito, al final de cada día siempre se perdía por el horizonte y acudía empujado por las nubes a algún punto de encuentro, donde una explosión silenciosa.
Al cabo de los años, ella fue vencida por el círculo inexorable de la vida, por el ciclo vital de la angustia, y regresó. Arribó con su maleta a los escalones lánguidos del andén cuatro, silente, mascullando algún reproche al pasado, hasta llegar a él. Allí lo encontró, con su abrigo gris, su gorra y sus zapatones, su cigarro entre sus dedos amarillentos, temblorosos, enterrado en el olvido, en su olvido.

Pero él había esperado durante tanto tiempo que al final había acabado enrocado en la convicción de que tan sólo tiene sentido vivir cuando se espera, y así, desobedeciendo a las cláusulas tradicionales del reencuentro, se conjuró con su propia sombra y volvió la mirada hacia aquella reaparición ominosa para decirle de nuevo “adiós”, y para seguir llenando sus bolsillos de pasajes desolados vueltos y revueltos, lanzados sin esperanza bajo los escalones vacíos de los andenes, bajo las infinitas catenarias de su espera.

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