Desde su regreso del hospital de San
Lorenzo, el tío Santiago adoptó una costumbre que por aquel entonces nadie
llegó a sospechar, ni siquiera su hermana Amalia, quien había acudido a pasar una
temporada junto a él. Aquellos días de verano eran largos y el crepúsculo
llegaba tarde, con el día ya agotado por tantas y tantas horas de calor. Poco
antes de ese momento crepuscular, el tío se sentaba en su hamaca en el porche y
esperaba a que alguien le hiciera una señal desde fuera. Entonces se acercaba a
la valla y, a través del seto de tuyas, comprobaba que era ella. Luego, sin
hacer chirriar la hoja de la verja, salía a su encuentro. Desde allí hasta la
cima de una loma cercana caminaban sin apenas intercambiar palabras, cogidos de
la mano. Luego se sentaban y esperaban a que el círculo incandescente comenzara
a hundirse en el horizonte. No más de dos minutos tardaba aquel astro en su
lento caminar hacia su ocaso, y durante aquellos dos minutos densos y
evanescentes de suave plenitud, de dulce agonía y tranquilo silencio, ellos
quedaban sumidos en una profunda espiritualidad. Pues en aquel dorado esplendor
que quedaba en el cielo ellos veían su propio esplendor, el momento en el que
ya podían mirar hacia arriba sin miedo a quemarse los ojos y deleitarse con el
magnifico colorido que los dioses dibujaban en el cielo.
Poco a poco, las montañas quedaban
sepultadas por la penumbra de la noche, los relieves oscuros de la vegetación
se iban confundiendo con el negro de la noche y los monstruos de la noche
despertaban de su letargo, como si hubieran estado esperando todo el día a que
el astro rey escondiera sus brazos fulminantes. Pero ellos no se movían del
sitio, pues desde aquella cima el viento les llevaba los olores del pasado, y
entonces el tío Santiago comenzaba a sentir un halo de vida en el recuerdo de
los cuarenta años que había pasado surcando aquellas tierras con su tractor,
respirando el polvo aventado por el solano, embriagándose con el aroma de las
cosechas, dejando su cuerpo y alma en aquel desierto día a día esquilmado. Y en
aquel momento todo aquel mar de tierra extenuada que se hundía en la noche le
despertaba una ola de grata nostalgia que no lograba entender.
El tío Santiago había vivido en aquel
lugar toda su vida, sometido al inagotable trabajo de la tierra, y aquella idea
le infundía un sentimiento de pertenencia. Aquella finca se le volvía infinita.
En ella había construido su propia familia: Benito, Eustaquio, Ramón, jornaleros
que habían sido sus hermanos, con los que había compartido el mismo plato, las
mismas penurias y el mismo destino. Con ellos había aprendido a vivir en la
aridez y a sacarle jugo a las penalidades, con ellos compartió sus silencios,
sus secretos y sus oscuros deseos, y el más diáfano de todos: el amor nunca
correspondido de la mujer de su vida.
Al final, el Estado logró separarlo de
aquella tierra. Una suerte de carta sellada firmada por el presidente le
reconoció su derecho a reposar de su trabajo y a dejar para siempre la finca y
la familia que él nunca quiso abandonar. Se jubiló, y entonces toda la vida
sacrificada en aquella tierra se le volvió hermosa como nunca. Y, como si un
vaticinio aciago y errático hubiera caído sobre él de repente, dijo: “No me
quiero morir”. Y desde entonces el tío Santiago se aferró a la idea de que no
quería morir, y huyó del desgaste solar, y consagró su vida a la noche, pues llegó
a convencerse de que la luna paraliza la vida como paraliza a los espíritus
melancólicos y profundos de la noche, y que desde que el mundo es mundo las
tinieblas han conservado a los espíritus para siempre.
Cierto día era ya noche cerrada cuando
el tío Santiago volvía a casa por el sendero de siempre. Aquel día había
abrigado pensamientos reconfortantes: la eternidad existe, se decía mientras
caminaba, huyendo de un frío húmedo que comenzaba a colarse por entre sus ropas
solariegas y holgadas. Al llegar a su casa, vio que la verja estaba cerrada y
pensó que alguien había entrado. Luego de hacer todas las comprobaciones
oportunas tanto dentro de la casa como por el exterior, entró en casa y cerró
la puerta. De pronto comenzó a sentir algo extraño, diferente, una especie de
placer extraño y doloroso. Era el placer del miedo; él que jamás había sentido
miedo en su vida, sintió de pronto rondar su mente la certidumbre de que todo
es efímero y el temor perseguidor e inquietante de no saber qué ocurriría al
día siguiente. Entonces apagó las luces y se volvió a refugiar en su oscuridad,
pues era lo único que lo reconfortaba. Al cabo de unos minutos se durmió.
En el interior de la casa reinaba el
silencio, desde el que se percibía el monótono sonido orquestado de los
animales nocturnos del exterior. De repente, a media noche, algo lo despertó. Abrió
los ojos ampliamente, pero sólo veía una oscuridad amplia, que le impedía
moverse, sus miembros quedaron completamente paralizados durante unos minutos.
Poco a poco, fue moviendo las piernas, los brazos, y por fin, tuvo fuerzas para
levantarse. Con la luz apagada avanzó a tientas por el cuarto hacia la puerta.
Abrió, y de nuevo la oscuridad del pasillo. Sin embargo al final de este atisbó
una luz que procedía de la cocina. Una inquietud punzante se apoderó de él, una
inquietud con la que avanzó lentamente sobre aquellas frías baldosas hasta
llegar a la cocina. Entonces la vio, allí estaba ella, su soledad, con unos
oscuros y opacos ojos. Se sorprendió al verla, pero antes de que él pronunciara
su primera palabra, ella habló:
- Esta tarde, allí arriba, supe que no
te encontrabas bien, y por eso decidí pasar la noche junto a ti.
Al oír aquellas palabras él se percató de
repente de un dolor que le torturaba el pecho. Entonces, como siempre hacía, se
encogió y se dirigió al salón. Allí, enroscado en el sofá, pasó varias horas en
duermevela, con la mano en el pecho, esperando que le remitiera el dolor.
Cuando despertó, los primeros rayos de
sol ya asomaban por la ventana. Se incorporó y, al primer movimiento ya notó
que el dolor se había expandido por el plexo solar. Sabía que algo se había
roto por dentro, y que algo importante iba a suceder de inmediato. Pero ella
estaba allí, mirándole, sabiendo que su orgullo era de una naturaleza superior
y que le impediría quedar postrado. De manera que, como ella esperaba, aun con
el aguijón del dolor, el tío Santiago se levantó y se preparó un café. El
líquido hirviente lo atravesó de arriba abajo. Luego comenzó a hablar con ella:
le dijo que su hermana dormía en la habitación contigua y que no tardaría en
despertar. Luego puso la radio: las noticias. El mundo, los hombres. Se sentó e
intentó ordenar sus pensamientos. “Es bueno empezar con orden”, dijo, y una
sonrisa quedó prendida en su rostro.
- Orden, orden –apuntaló ella-. Yo iré
contigo, hasta el final.
Entonces como si hubiera agotado todas
las fuerzas de su orgullo, él cayó desplomado al suelo, y se arrastró, contra
su dignidad, contra su propia convicción de eternidad, como un reptil, hasta el
cuarto de su hermana, para despertarla con cuidado.