"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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sábado, 26 de abril de 2014

CIRCO

Día tras día, semana tras semana, año tras año, los fatales vaticinios de los más pesimistas se iban cumpliendo, como gotas de rocío que caen de las hojas melancólicas de la noche. A veces una cuchillada penetraba en la carne de aquel pueblo insensible, y por un lado un grito tenue salía en dirección al cielo. Era la Desesperación. Pero inmediatamente allí llegaba su inseparable hermana, Resignación, derramando cordura sobre aquel terreno sembrado del dulce y placentero veneno de la infamia, evitando mayores estropicios.
Entonces aparecía el filósofo maldiciendo el círculo del Destino, la rueda que ordena el mundo según la comodidad y la pereza, y se levantaba de su asiento mullido y en un arrebato blasfemaba contra los hombres poderosos, contra el tiempo, contra los muros indecentes de la injusticia, en una expresión de ira irreversible.
El ínclito poeta escribía versos incomprendidos, llenos de belleza eterna, ardientes, en un afán desorbitado por crear un esbozo de imaginación colectiva, y en ellos reflejaba un retablo tenebroso en el que el pueblo sucumbía a los monstruos que caminan hacia el infierno sobre una carreta de heno.
Las masas humanas que llegaban del séptimo círculo del infierno rugían con sus antorchas inclementes e iban iluminando punto por punto el cielo oscuro de la noche, pero el hombre no veía nada porque otra luz más poderosa le tenía obnubilado, y reía de su propia comedia, y la música atronadora y procaz llegaba a sus oídos como una bella melodía que desafiaba las ondas beligerantes con un mágico encantamiento.
El político rompió la botella virginal y cortó el cordón tensado por la mesura, y todos los clamores llegaron al cielo, de donde cayeron relámpagos de emoción para sellar otra costumbre imperecedera. Y el hombre siguió obstinado en la amistad y, pertrechado con todas las viandas y licores requeridos para la ocasión, sucumbió al  hechizo de Baco, y desplegó la pasión desmesurada de su finitud, representando su miseria y su locura en un circo que sólo él reconoce.

Nadie cree ya en la redención, nadie cree que haya algo de verdad en esta burda representación, porque el hombre ha aprendido a conocerse, y a temerse cuando el mar de la locura se alza amenazante. Pero la risa es un licor tan embriagador.

domingo, 20 de abril de 2014

AHORA QUE EL NEGOCIO VA BIEN

Ahora que el negocio va bien, Ana María ha vuelto a la soledad. Y ahora recuerda continuamente aquella frase que Jorge decía al salir a altas horas de la noche del Horno: “Algún día yo seré mi propio jefe”. Porque hace ya unos meses que es jefe de cinco trabajadores, y parece como si disfrutara con ello. Pero a Ana María le parece que al mismo tiempo él se ha convertido en su propio esclavo.
Entre sus empleados está Angelita, la pobre, con su barriga de cinco meses. Él se lamenta y cree que ella le engañó, pues no se le notaba nada cuando entró en el Horno. “Y luego vendrán los días de permiso, y los días de enfermedad, y la lactancia…maldita ruina”, gruñe Jorge cuando Ana María le pide que cuide de ella y no le haga cargar peso.
A veces Ana María ayudaba a hacer masa. Pero sabía que a Jorge no le gustaba que fuera porque su ritmo era demasiado lento, y se entretenía demasiado hablando con Angelita de niños y del futuro. Entonces él comenzó a decir que no había trabajo para ella, para que no acudiera al Horno a entretener a sus empleados, y para que no sintiera pena de ellos, pues Jorge detestaba aquella mirada compasiva con que Ana María les trataba.
Cuando Ana María regresa de acompañar a los pequeños a la escuela, pasa por el Horno y recoge unos churros que luego desayuna en casa, a solas, pues desde que se casaron Jorge siempre madruga.  Cuando aún todos duermen, él se levanta y, sin hacer ruido, se marcha. Luego ella lo visita y le da los buenos días, y un beso. Y vuelve a marcharse.
Ana María nunca había dicho a nadie que estaba sola. Es una mujer muy introvertida. Pero un día rompió su silencio con su mejor amiga. Le confesó que llevaba dos semanas llorando todos los días y que creía necesitar ir a ver a un psiquiatra. Se abrazaron y su amiga le susurró al oído que siempre la tendría a ella.
Ana María pasa las tardes en casa con sus hijos, ambos hiperactivos, tal vez como Jorge. Le preocupa el mayor, pues es muy introvertido y apenas sale de su habitación. El pequeño no tiene querencia por los estudios, y ella le ayuda a estudiar. Desde que el negocio va bien, ella les habla constantemente de papá. Ellos la miran con cara extraña y no responden. Cuando Jorge llega por la noche, ellos ya duermen.
Ana María sabe que ya no son una familia pobre, y cada vez le cuesta más decir no a los chicos. Cree que el mayor tiene demasiados aparatos en su habitación,  y que ese es el motivo de que no salga de allí. Es un chico educado y saca buenas notas, pero no sabe por qué, ella cree que ha fracasado con él.
Ana María también era buena estudiante, pero dejó de estudiar a causa de sus fobias y pánico a la gente y a los lugares extraños. Desde que el negocio va bien, apenas se relaciona con nadie. Cuando vuelve del Horno, pasa por la Academia de Arte, y sueña con dar a conocer sus pinturas y sus dibujos, pero al punto una angustia galopante le oprime el pecho.
Ana María está sola y es incapaz de moverse entre la multitud. Hoy ha decidido ir a ver a un psiquiatra. Piensa que quizá con unas pastillas pueda salir de sí misma. Pero justamente hoy Jorge la ha llamado por teléfono para pedirle ayuda, pues necesita alguien para amasar.
Ana María acude al Horno y comprueba que su mejor amiga está ausente. Entonces llama y el teléfono no salta. Pregunta a Jorge y no encuentra respuesta. Ana María se lava las manos, toma unos churros y se marcha. Jorge la mira alarmado desde el otro lado de la vitrina.
Angelita se encuentra por fin en el hospital de Santa Ana. Se ha roto y ya todo es en vano. Ana María la abraza fuertemente y llora por ella. Pero Angelita es fuerte y hace acopio de palabras para decirle en un frío suspiro que quizá sea mejor así, pues ya no preocupará a Jorge con su futura maternidad.
Ana María escucha un eco de aquellas palabras y recuerda, de repente, con lágrimas en los ojos, que Angelita no tiene pareja. Porque ella siempre respetó que no quisiera hablar del padre de aquel bebé. Su mejor amiga, su gran amiga, su íntima, a quien ella tanto quería. Angelita, Angelita, ... dice, antes de volver a abrazarla, ahora con más fuerza aún. Como si fuera el último.
Ana María viaja en el tren de las nueve de la mañana. El psiquiatra le dio una caja de pastillas. 

lunes, 14 de abril de 2014

TRES SOMBRAS SOBRE LA TIERRA


Fuera de la casa caía la nieve. A lo lejos, tras un velo blanco, se podían atisbar las últimas montañas tras las cuales se extendía la infinita estepa. En el salón las llamas de la chimenea comenzaban a extinguirse lentamente bajo los troncos consumidos. Delante del hogar, sobre el sofá, yacían los dos amantes, entregándose cuerpo a cuerpo al acto descarnado para el que habían sido concebidos por la divinidad. Él resoplaba tensando su portentosa musculatura, con una sonrisa dibujada en su rostro, volteando a su pareja. Su piel de color rojo infierno contrastaba con la tersa blancura de su amante casual. El Bien y el Mal. Ninguno de ellos era consciente de sus actos, tal era la inconsciencia de la creación, y sin embargo, allí mismo el Mal inyectaba en su amante toda la voluptuosidad, la avaricia, la corrupción y los vicios con que había sido creado, tras lo cual la bondad inocente de aquella criatura iniciaría el camino hacia su propia consunción, fechada el día en que nacieran sus hijos, los gigantescos hijos del mundo.
Durante los meses que siguieron arreció el viento. La casa se erguía en la soledad a la espera del alumbramiento. Entre el vacuo cuerpo del viento a veces se divisaban espectros aciagos: un caballero  oscuro vestido con un raído uniforme militar acompañaba a una dama, blanquecina y difusa, evocando alguna cuenta pendiente con la Humanidad. Hasta que pasó el invierno, y el sol alumbró por primera vez la cima de las montañas. Fue entonces cuando se vieron por primera vez, como nacidos de las blancas tinieblas del invierno, los tres herederos de la divinidad y sus tres enormes sombras proyectadas sobre la tierra.

PASIÓN
Y los primeras pinceladas de la primavera comenzaron a aparecer sobre la tierra: el sonido de las aguas deslizándose entre el hielo sucio, los pájaros retozantes, las copas de los árboles adornándose con la fronda. La estepa se volvió verde y su hierba comenzó a ondear con el viento suave y frío que provenía de las montañas. Entonces, la Pasión surgió del frío, como un aire que se despliega para ejercer un influjo sobre los hombres. Hermosa dama con la que el hombre se volvería voluptuoso, porque así lo era ella, pues en su paseo por entre las almas terrenales aquella dama escanciaba un licor de felicidad entre ellas, en el lugar donde luego brotaba la alegría, y la inconsciencia, porque inconsciente era también su belleza. Y tan pronto esto ocurría, la perdición ponía las manos sobre el destino de aquellos pequeños seres.
Pero la Pasión era efímera, y el hombre mortal, débil y pobre. Y el fuego de la Pasión le daba una fuerza descomunal, pero efímera. Fue entonces que el hombre decidió que la Pasión no debía extinguirse y, con toda la fuerza del recuerdo incesante, quiso alimentarla. El hombre se dispuso entonces a quemar toda la materia que le rodeaba para alimentar la Pasión, y evitar que la llama se extinguiera, y deseó toda la riqueza a su alrededor para con ella perpetuar aquel fuego. Y a partir de entonces, cuanta materia le estaba prohibida al hombre él la arrebataba para quemarla y fundir con ella su alma. Ocurrió entonces que, en el devenir de los acontecimientos, el hombre no tuvo más remedio que entregarse al Mal, pues sólo Él atesoraba toda aquella materia prohibitiva que tanto deseaba el mortal de los mortales. Desde entonces aquella hermosa dama quedó para siempre entre los hombres, aunque envilecida por ese absurdo deseo de eternidad, y enloquecida al verse convertida en Lujuria.

RAZÓN
El sol ascendía lentamente hacia el solsticio, y el hombre continuaba el ritmo lento de los astros en su sucumbir bajo las llamas de la Lujuria cuando, de repente, la Razón apareció bajo el sol como un ave redentora. Aquel caballero de porte recto y flema de poderoso puso su mano en el hombro de aquel ser mortal y débil, y entonces el hombre entendió que había sido el elegido para crear un imperio en el mundo, y alcanzar la perfección y la sabiduría. Y de repente todo adquirió otro sentido para él, pues comenzó a ver su futuro y, ante este, la necesidad de acumular riqueza y asegurar la progenie que perpetuara el goce de los bienes terrenales y de la Lujuria. Y el hombre reivindicó ante el otro su territorio y su poder, y se entregó al Mal para trazar fronteras y alzarse en guerras contra sus oponentes, otros hombres, y con ello trató de vivir para siempre, pues la Razón le había enseñado que con ella alcanzaría la vida eterna.
Sin embargo, flotando sobre este pensamiento, el hombre se volvió orgulloso, y se hinchó de vanidad, y dejó de adorar a su dios la Razón, pues ahora él era fuerte, tan fuerte como el más poderoso dios. De esta forma, aquel caballero, entendiendo que el hombre ya había superado los límites de su propia ambición, decidió castigarlo y someterlo a su propia inconsistencia, inoculando en aquel insignificante ser la enfermedad de la duda. Desde aquel momento el hombre vivió atormentado por la duda de saberse absurdo y por el eterno sinsentido de su existencia.

FE
Y llegaron las lluvias del otoño, y los vientos se cernieron sobre la estepa milenaria vestida con su manto anaranjado. El hombre arrastraba consigo las cadenas de la Lujuria que lo consumía, de la soberbia que lo cegaba y de la duda que lo afligía, y la vida cada vez se le hacía más y más pesada. Ocurrió entonces que en su lento vagar por la estepa infinita, un ser apareció ante él para tomarlo de la mano. Y el hombre sintió que alguien lo dirigía hacia el lugar de las montañas, y miró al lado y vio un chico con la mirada perdida hacia el horizonte. Sus labios apenas se despegaban para exhalar un aliento, y la serenidad estaba impresa en su rostro. Entonces un sentimiento nuevo le fue imbuido en su corazón, y el hombre comenzó a soñar con la cima de las montañas, y una ilusión imprevista le creció en su alma, hasta hacerse adulta y adoptar forma de paraíso, pues sólo el paraíso podía crear la dicha que acababa de brotar en él. Y fueron días y días, años y años, cogido de la mano de aquel pequeño muchacho cuyo pelo crecía y ondeaba con el viento, cuya camisa blanca se deshacía frente al viento frío que les frenaba en su lento caminar hacia la cima. Y durante siglos y siglos el hombre no dejó de soñar, y cada vez que las cadenas se le enredaban en las piedras del camino el hombre miraba al pequeño y su sosiego le transmitía la energía que rompía el lastre del sendero.

Hasta que el cielo se puso blanco y la montaña se irguió ante él como un muro infranqueable. Al pie de la gran montaña, el hombre miró al chico y vio que le señalaba el lugar, y era tan grande la Fe que había depositado durante tantos años en aquel paraíso que sus brazos y sus piernas se alzaron sobre sus propios límites, hasta llegar impulso a impulso a lo más alto de la cima. Y habiendo alcanzado la más preciada de sus metas, aún con los ojos húmedos del contento y las sienes ardientes por la extenuación del viaje, el hombre buscó con su mirada una señal, la señal del cielo, la señal del paraíso anunciado. Y sin querer atosigar a los dioses ni despertar rumores infieles con su impaciencia, el hombre esperó allá arriba, ensimismado en la contemplación de su recuerdo. Hasta que sus huesos se endurecieron  con el frío de la montaña, y sus manos quedaron inertes ante la vana esperanza del paraíso, hasta despertar de repente sacudido por el apremio de la vida. Entonces el hombre recordó al jovencito que había abandonado por el camino y pensó que sólo él podía devolverle las fuerzas y la Fe, después de lo cual volvió sobre sus pasos y comenzó el descenso en dirección a la estepa infinita, en busca de la ilusión perdida, de una mano que lo guiara. Fue entonces, en su brusco retroceso, cuando la locura comenzaba a confundirle los sentidos, cuando halló al pequeño en medio del camino. Estaba tumbado en la nieve, con la mirada fija al cielo, los brazos en cruz y unos hilos de sangre brotando de sus pies y manos. En aquel momento, el hombre supo que ya nada podría salvarlo.  

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