Después de un día soleado, aquella
tarde invernal había caído rápidamente, y la oscuridad se había cernido sobre
las calles antes de que la iluminación pública despertara de su retardo. La
reunión en el mesón ya había llegado a su cénit, y había decaído con premura,
como siempre ocurría. A lo largo de la tarde él había bebido demasiado, hasta
el punto en que todo se le hizo insoportable. Fue entonces cuando alcanzó el
billete de encima de la mesa, se levantó con brusquedad de la reunión y, con
paso decidido, salió del mesón en dirección a la furgoneta. Las miradas cayeron
sobre él, sin embargo nadie se atrevió a interrumpir la silente y brusca
determinación con ninguna palabra de interrogación o de despedida, pues todos
supieron de inmediato lo que significaba aquel gesto sobrio con que los
abandonaba.
Subió al vehículo, arrancó y, dejando
caer la furgoneta lentamente, bajó la calle con el billete encima del asiento
del acompañante, brillando a la luz refulgente de los faroles que penetraban a
través del cristal. El Bigotes había logrado que aceptara el reto. Sin embargo,
ahora centraba la vista sobre las líneas discontinuas de la carretera y se
preguntaba por qué lo había hecho, comprendiendo que acababa de ser víctima en
un juego peligroso.
Llegó a casa e, inmediatamente, se
dirigió hacia la tienda a través de una puerta interior. De la estantería que
se encontraba detrás del mostrador retiró dos cajas de tomates, deslizó un
tablero vertical y se introdujo en un pasillo estrecho descubierto en la pared.
Invadido por una suerte de prisa nerviosa, abrió la caja fuerte, de donde sacó casi al tacto tres gavillas de billetes.
Luego, con inusitada precisión, deshizo todos los movimientos desde que entró
en la tienda, hasta finalmente girar el interruptor de la tienda y cerrar la
puerta.
En el piso de arriba, sobre la mesa
del salón los mazos de billetes habían sido ordenados formando una línea
soldadesca. En el extremo izquierdo los billetes de cinco, y a partir de ahí,
siguiendo una trayectoria iridiscente los colores se iban sucediendo de menor a
mayor valor, hasta acabar en un menudo montón de billetes violáceos. Cuando ya
lo tenía todo dispuesto, sacó de su bolsillo el billete de quinientos. Antes de
depositarlo sobre el montón correspondiente ojeó el color e intentó vislumbrar
someramente alguna distinción entre el billete falso y los auténticos. Los
raspó con la uña, los ondeó al aire y los colocó a contraluz, pero ninguna de
aquellas técnicas le devolvió ninguna conclusión. Entonces comenzó a mezclar
los billetes, como en un solitario, hasta que finalmente formó tres montones de
dos mil quinientos, los introdujo en tres sobres, los dejó sobre la mesa y se
dirigió a la cocina sin mirar atrás. Cayó
en un banquete casi a plomo, exhausto. Y entonces hizo cuenta de que no había
comido desde el almuerzo. Eran las once de la noche y tenía que tomar alguna
refacción antes de ir a dormir.
Mientras cortaba pedazos de algunos
fiambres y pellizcaba trozos de pan, su mente no podía de dejar de pensar en el
billete. Había aceptado aquel billete falso y podía ganar quinientos si
conseguía hacerlo valer, pero a cambio de... “A cambio de ¿qué?” se formuló prontamente
en voz alta, como para espantar las mordazas de su conciencia, para evadirse de
una realidad inminente y palpable que le estaba atormentando desde el momento
en que tres horas antes había oído el eco de sus propias palabras, revocado
desde las miradas sonrientes de los cinco hombres que le rodeaban, hasta
retumbar de nuevo en sus oídos y hacerse reconocibles y significativas: “Yo
mañana meto ese billete en el mercado”, había dicho. Y después vino el envite
del Bigotes, y su pulso tenaz, y luego entonaron el canto de aquel órdago con
otras copas, hasta que las caras de su alrededor comenzaron a tornarse
elásticas, como si las risas su hubieran estirado plásticamente y no pudieran
contenerse en aquellos rostros cargados de burla. Fue entonces cuando le pareció que todo aquello
había rebasado un límite, se levantó y se largó con el billete.
El lunes madrugó antes de lo habitual.
A las cinco de la madrugada apenas cuatro vehículos de carga conformaban la
cola ante la barrera del mercado. Un coche de la policía con los cristales
oscuros se hallaba aparcado al margen izquierdo, junto a la garita del vigilante
que revisaba los pases. Imbuidos de la
rutina dos agentes hablaban entre ellos apoyados en la parte delantera del
coche. El movimiento de furgonetas entre los almacenes y alrededor del edificio
principal comenzaba a trasegar el frío ambiente nocturno. En la puerta número cuatro de la plaza
central, un hombre espigado con un mostacho recortado y tez morena retiraba
pilas de cajas vacías de uno de los laterales de la puerta cuando su furgoneta
apareció dando marcha atrás para acoplarse al muelle de carga. Poco después, el
hombre del mostacho dio unas indicaciones a un muchacho que conducía un
elevador que, en pocos segundos, se puso en marcha en busca de las cajas de
naranjas apiladas en el almacén. Mientras
el elevador introducía las cajas en la boca de la furgoneta, los hombres
arreglaban cuentas. El mayorista hacía números en una mesita ubicada en un
rincón entre la mercancía: “Cinco mil cajas, pues son dos mil quinientos”, dijo.
Entonces él sacó un sobre del forro interior de la chamarra y, al tiempo que se lo entregaba, reanudaba la
conversación que les había ocupado desde su llegada: “Al final, los pequeños hemos
de apostar por grandes cantidades. No queda otro remedio. Espero que les pille
por sorpresa y no tengan tiempo de reaccionar. Tengo margen para ajustar los
precios al máximo.” El hombre del mostacho recortado mientras tanto tañía otro
instrumento muy diferente al que llegaba a sus oídos y, centrado en el recuento
del dinero, mascullaba unos números entre dientes mientras asentía levemente
con la cabeza al ver pasar los billetes. Al llegar al final y encontrar dos de
los grandes, levantó la mirada y la clavó en los ojos del comerciante: “Bueno,
viene hoy todo bastante atado”, dijo. Pero el otro quiso pasar el trago lo más
pronto posible sin más explicaciones: “¿Va todo bien?” El comerciante no contestó, tan sólo apartó la
mirada, metió los dos billetes grandes en una pequeña gaveta e introdujo los
demás de nuevo en el sobre al tiempo que, con voz más relajada y sentenciosa comentaba:
“El mercado está cada vez más reticente a estos billetes…, pero nosotros no
podemos recelar entre nosotros, ¿verdad? Llevamos ya demasiado tiempo juntos en
el negocio”. Y le tendió la mano, y él notó aquella mano de dedos largos y
duros apretando su mano pequeña y rolliza en un gesto sonriente que no dejaba
soltar toda la risa que podía dejar un trato cualquiera de cualquier mañana de cualquier
invierno, sino que había sido penetrada por la última frase pronunciada hasta
convertirse en una sonrisa ciega sostenida más tiempo del necesario. Luego, él
también esbozó una sonrisa teatral y, sin más, subió a la furgoneta.
Durante los tres días siguientes el
ajetreo del negocio no le permitió pensar en nada más. Había vendido todas las
naranjas y hallado nuevos clientes abducidos por el reclamo de su oferta
inigualable. El sueño y el cansancio que lo conducían al llegar a casa cada
anochecer ahogaban continuas y perseverantes alusiones de su recuerdo a aquel
lunes pasado. Sin embargo, después de aquellos días de profundo trasiego, el
silencio se hizo de nuevo en la blanca cocina que lo esperaba a altas horas de
la noche, en la que su madre le había cocinado las tortas de bacalao que tanto
le habían fascinado desde que tenía uso de razón, pero esta vez sin poder contener
las ganas de liberar de su mente hermética la patraña cometida en aquellos
últimos días. Y así fue como su madre entendió que su hijo aún no había
abandonado el espíritu jocoso y endiablado de su infancia, pero ahora
reconvertido en una astucia y una bravuconería sin límites sobre los que asentar
un poco de sentido común.
- ¿Estás seguro de que iba en el
sobre? –le preguntó ella con aire de incredulidad.
Pero la memoria ya le había jugado una
mala pasada y ahora él no podía asegurar haber introducido el billete falso en
el sobre del lunes.
- Esos hombres se han reído de ti -dijo
su madre, confiando en la voz de la supervivencia-. Te puedes meter en un buen
lío, así que deberías llevar esos billetes al banco y comprobar si aún tienes
entre tus manos ese billete. No debes temer nada si dices la verdad. Ellos lo
retirarán y toda la broma habrá acabado.
Él seguía con la cabeza inclinada fijando
la vista en el centro del plato de tortas de bacalao, devorando mecánicamente una
tras otra, absorto en el pensamiento que repentinamente le había sobrevenido y
que acababa de desintegrar, antes acaso de llegar a ser contemplada como una
posibilidad tangible, la razonable propuesta que acababa de hacer su madre.
El día siguiente era jueves. Mientras
conducía abriéndose paso en la oscuridad de la carretera, aún sentía en su estómago
el hartazgo de la noche anterior, y aún el momento definitivo en que vio la luz
y entendió que debía resolver su angustiosa situación cuanto antes. No había
querido esperar, y así, había tomado los dos sobres y preparado las dos compras
del día, de dos mil quinientos cada una, entregado al ciego determinismo en que
había quedado sumergido por la razón de los acontecimientos.
Aquel día la actividad en el mercado
era relajada, típica en un día entre semana en que la mayor parte del género
había sido vendida y en el que la población ya había consumido la mitad de las
provisiones semanales. El alba ya rayaba el horizonte, pero la oscuridad aún
reinaba entre los edificios bajos del mercado central. El almacén número cuatro
ya había abierto el portón trasero y la furgoneta se había instalado de espaldas
al muelle de carga. El hombre del mostacho recortado se hallaba en el interior
en torno a una pequeña báscula cuando se percató de que estaba allí tras él.
Entonces las palabras fueron rápidas, él habló de los últimos días, de sus
rápidas ventas y de su nueva experiencia. El otro escuchó atentamente, y tan
solo abrió la boca para preguntar “cuánto”. A renglón seguido habló con una
rotundidad que desplomó todo su optimismo de golpe: “Sólo puedo vender
cuatrocientos. Hoy tengo toda la mercancía comprometida.” Y dejó escapar la
mirada hacia fuera, antes de girarse de
nuevo hacia los pesos de la báscula.
De modo que, cuando menos lo había
esperado, su alma había sido sacudida por un negro presagio y la certeza de la
sospecha comenzó a hacer estragos en la determinación con que había entrado en
el recinto. Y sin embargo, había algo, un ciego impulso frenético, que lo
lanzaba al abismo, como si supiera que, resultara como resultara, ya había sido
escrito en algún lugar de su destino fatal que aquella situación inevitablemente
debía encontrar su punto final aquel mismo día en aquel mismo lugar.
El destino era el almacén número
siete, en el extremo opuesto de la plaza central. Tuvo que esperar para que un
tipo menudo y grácil pudiera atenderlo con la cordialidad y la confianza con
que se saludan los hombres que han compartido buenos negocios. Pero él no pudo
contener la prisa y, cambiando continuamente la conversación, acabó declarando
sus nuevas intenciones: “Me quiero hacer con el mercado de algunos productos.
De otra forma no podremos sobrevivir los pequeños...” El mayorista reculó tras
oír la cantidad: “cuatro mil quilos son muchas cajas, amigo”, y lo miró un
tanto perplejo, hasta que el otro sonrió y soltó el brazo para posarlo sobre su
hombro y así sellar con el contacto físico la amistad que se les suponía y que
debía espantar cualquier indecisión.
Y de nuevo, los billetes comenzaron a
pasar del fajo a la mesa, uno a uno, mientras el pequeño hombre de enormes y
abiertos ojos verdes contaba y sumaba. Pero esta vez ya había detectado el
color púrpura al fondo del paquete, de modo que el tiempo jugó a su favor,
hasta el momento en que llegó a ellos y dio el alto a su cantinela: “Bueno,
Tomás, no debería tomar estos billetes. ¿Sabes? El lunes pasaron billetes falsos”.
Pero el otro ya se había lanzado a la mayor de sus odiseas: la de la mentira,
aun sabiendo en su fuero interno que después de aquella nunca más regresaría a
su Ítaca. “Pero amigo, ¿cómo puedes dudar de lo que te traigo? ¿Crees que yo te
puedo traer moneda de la que no estoy seguro? Yo tengo mis máquinas y mis
técnicas para comprobar todo lo que me llega a las manos… Deberías hacerte de una de esas y así no
sembrar más incertidumbre sobre los mejores compradores que tienes.”
El vendedor lo miró una vez más a los
ojos, antes de aceptar y dar la señal a un joven de rostro duro que se
encontraba detrás de ellos atento a la conversación: “Cien cajas”, le dijo.
Entonces él se volvió y lo vio allí de pie detrás de ellos, y comprendió que aquel
individuo había sido testigo de todos los detalles de la transacción. “¿Y
este?”, preguntó con ligera inquietud. “Ah, tranquilo, es un pariente. El mozo
de carga lleva tres días en cama sin poder moverse… Aprende a su ritmo, ya
sabes, los comienzos no son fáciles para nadie.” Acto seguido el elevador
comenzó a trasladar la mercancía a la furgoneta mientras él, subido en el
vagón, iba disponiendo en la carga las cajas con una celeridad nerviosa pero pausada.
Luego, saltó fuera y se despidió del pequeño hombre con una sonrisa abierta y
un apretón de manos.
El sábado a las dos de la tarde, los
primeros días de la semana ya habían sido olvidados. Nada quedaba de aquellos
angustiosos momentos vividos y ahora era tiempo de saldar las deudas. Cuando
llegó al mesón no encontró a ninguno de los otros. Tuvo que esperar apostado en
la barra sobre un taburete de aluminio conversando con unos y otros conocidos,
mientras comía algunas tapas para saciar el hambre acumulada de la mañana. Una
hora y media más tarde, los seis hombres ya habían cerrado el círculo en torno
a una mesa. Habían bajado el volumen
para las confidencias, a pesar de que alrededor de ellos ninguna de las mesas
estaba ocupada. Los detalles de la historia fueron cayendo poco a poco,
adulterados por la alegría de la liberación y el sentimiento de triunfo;
algunos preguntaban los pormenores, la mayoría simplemente escuchaba en una
socarrona perplejidad. Luego, llegó el momento en que él sacó dos billetes de
cincuenta euros y los colocó encima de la mesa: “Aquí tenéis, mi parte del trato.”
Pidió otra botella de licor y entonces el ánimo comenzó a subir, con la alegría
que daba pensar que seis días atrás ninguno de ellos había imaginado que aquel
billete falso, con el que se habían amenizado tantas reuniones, con las más variadas
apuestas y asertos sobre su autenticidad, de buenas a primeras pudiera ser introducido
en el mercado, con el riesgo que ello conllevaba, y mucho menos, que aquel
papel les reportara un beneficio. De manera que después de todo él se supo
fuerte y valeroso, capaz de arriesgar y de hacer frente a nuevos desafíos, y el
pulso se le aceleró con el alcohol, hasta que, cuando menos lo esperaba,
sucedió algo que lo dejó fuera de lugar.
Fue una cara, una simple cara, un
hombre con el que, desde el mostrador, y por una remota casualidad, había
cruzado una mirada. Desde entonces, su mente no logró centrar la atención de
ninguna de las múltiples conversaciones que corrían en diagonales aleatorias
entre los vértices dispersos de la reunión, perdido entre la neblina que le
había provocado el alcohol en su cabeza, todo lo cual comenzó a sumirle en un
desasosiego que poco a poco fue creciendo en su interior. Uno de los otros de
repente lo miró y notó que algo extraño ocurría en su cara. Entonces se levantó
y se colocó a su lado, le tendió el brazo sobre el hombro y, adoptando una pose
paternalista, se ofreció a ser el confidente de sus zozobras. Pero su mirada ya
se había trastornado y sus ojos comenzaron a mostrar toda la sangre que
circulaba tras ellos. “Ese tipo, ese tipo, cómo…” Porque su recuerdo ya acababa
de condescender con él, y de pronto en el centro de su mente vio al mozo de
carga que miraba por detrás de su hombro cómo los billetes purpúreos se
detenían frente al dueño del almacén, cómo las palabras se demoraban y los
gestos eran meditados. Allí había aparecido su rostro entre la gente,
inexplicablemente. Y entonces volvió la cabeza, miró de nuevo a la barra y esperó
a que aquella cara volviera a dirigirle la mirada, una mirada tranquila y
segura, que se apartó con la prisa necesaria para hacer de aquel encuentro
visual tan sólo una fugacidad de la tarde. Solo que entonces él, con una determinación
impropia de la ocasión, ya se había levantado y se había presentado ante aquel
individuo para conocer cara a cara qué demonios hacía en aquel lugar.
Pero fue el otro fue quien se antepuso
a cualquier malentendido verbal y con un movimiento firme de su mano atajó todo
imprevisto, como si con la palma de la mano hubiera detenido en el aire la
frase que él se disponía a decir. “¿Puedo hablar contigo de un tema importante en
otro lugar”. “Vamos fuera”, dijo él con
determinación.
Y aquellas fueron las últimas palabras
que intercambiaron ambos, pues a diez metros de la puerta del mesón, dos hombres
sólo tuvieron que pronunciar su nombre para que el joven desapareciera de allí
ipso facto y para que él quedara paralizado ante aquella interpelación extraña
pero reveladora. Dos horas más tarde, en comisaría, una vez leídos los cargos, comenzaría
a salir de aquella turbación paralizante, para moverse en la dirección del
pasado lejano y hurgar en el recuerdo de aquellos billetes de quinientos. Allí en
el fondo de su memoria encontró por fin el fiel y amigable trato con el que,
cuatro meses antes, había vendido su antiguo automóvil a su amigo el Bigotes, allí
fue donde deseó con todas sus fuerzas no haberlo recordado nunca, y, por la
misma razón, que los demonios se lo llevaran para siempre.
La mañana del domingo fue soleada. En
el mesón todos se habían hecho eco de la noticia. La tranquilidad y el silencio
sólo eran interrumpidos por el rugido de la máquina del café. Entre los
instigadores de la apuesta surgían tímidas conversaciones.
- Al parecer el lunes introdujo dos
billetes falsos. Luego le siguieron la pista. Hasta que volvió con más, el miércoles. Esta vez fueron
tres, falsos también.
- Dicen que para entonces ya todo el
mercado lo sabía. Había una denuncia. Y entonces la policía introdujo a un
agente. El tipo aquel. ¿Quién lo habría dicho?
- Es extraño. ¿Cómo habrían llegado a
sus manos tantos billetes falsos?