"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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lunes, 27 de octubre de 2014

EL VIOLADOR

Cierto violador solía rondar un sendero por el que, por la tarde, antes de que el sol cayera, solían pasear las mujeres. Cuando el sol se ocultaba, y antes de que el halo luminoso del crepúsculo se extinguiera, aún se apresuraban las mujeres rezagadas por aquel camino térreo. Era aquel momento propicio cuando el violador planeaba sus asaltos.
Previsto de un pasamontañas, un día se situó al acecho de su víctima tras unos arbustos del camino. Desprotegida y solitaria, la mujer ya había sido marcada de forma precisa y definitiva en los días precedentes. Aquella no era la primera víctima, ciertamente, pero podemos decir que sí fue la última, pues a partir de aquel abordaje se retiró del oficio que, a la postre, tanta humillación le causaría.
La mujer, de cuarenta y ocho años, se demoraba por aquel sendero engrosando su ramo de flores silvestres. No conocía, desde luego, las violaciones que habían acontecido en aquel paraje, y por esa razón, en el momento en que el violador la abrazó por detrás pensó por un momento en una broma de su marido o de su hijo mayor, si acaso. Pero no, aquello no era ninguna broma, el violador había arremetido ya contra su sexo, difícilmente, sin demasiados gritos, con una simple amenaza al oído. Sin embargo, en aquella ocasión todo aconteció de un modo inesperado: de pronto, la mujer comenzó a besar el brazo del individuo, la mano, y comenzó a respirar exageradamente, como corresponde a un acto sexual apasionado. El violador quedó sorprendido por aquella reacción, lo que le alteraba el equilibrio adrenalínico con que había preparado aquel acto violento. Entonces, para su desgracia, una frase sonó vagamente en sus oídos: “Por favor, dime algo bonito, algo cariñoso. Dime que me quieres, que me quieres mucho, dime palabras bonitas.” El violador, cuyas manos de piel blanca dejaban entrever que más bien era una persona de oscuridades, no pudo, ante tal insistencia, más que ponerse a pensar qué podía decir a aquella mujer para que se callara y no le desconcentrara. Mientras su ímpetu sexual se iba tambaleando, el hombre pensaba y pensaba, y su mente incluso recurría a imágenes de Hollywood para saciar las expectativas amatorias de aquella mujer. Fueron preciosos segundos los que su imaginación perdió, pues finalmente cuando cayó en la cuenta del absurdo del que estaba siendo víctima, recurrió a lo que tantas otras películas le habían enseñado, lanzando aquel famoso ¡zorra! con el que abandonó el lugar sin haber consumado siquiera el acto, tan potente como se prometía.
A ella tampoco le cayó nada bien aquella huida. 

sábado, 11 de octubre de 2014

LA HUIDA


El día que le dijo que en aquella misma cama había muerto la abuela, Eula se volvió loca. Sus gritos e improperios llegaron a la casa de al lado. Así fue enterado luego por la señora Matilde, la anciana amiga de la abuela. Con voz tenue él le contaba a la señora que aquellos gritos procedían de los espíritus entre los que aún se debatía la abuela pues, le decía, esta aún no había abandonado la habitación en la que había pasado postrada los seis últimos meses de su vida. La señora Matilde se sobresaltaba y se persignaba, mascullando unas oraciones indescifrables, sin saber que aquel sería el último día en que oiría voces de mujer a través de la pared vecina.
Ahora, dos años después, lo recordaban con una sonrisa, mientras oían el aleteo de las palomas que se colaban en la habitación por el hueco del balcón descolgado. La habitación estaba en un estado ruinoso. La fachada de la casa estaba apuntalada a la espera del derribo, y una enorme grieta había surcado la pared del fondo de la habitación, donde aún se encontraba la cama, como si quisiera aislar aquel rincón inmaculado de amor. Ante aquella imagen de desolación, todo el pasado les vino de pronto como una sombra de nostalgia.
Eula había escapado del maldito lupanar el primer día de las inundaciones de mayo. Los días previos ella había contemplado a través de la ventana de su habitación cómo el cielo se enrojecía tras las nubes, y supo que aquello era una premonición. Aquel día, el negro Liberto había repasado una por una todas las habitaciones ante la visita de Donoso, el jefe,  y había reunido a todas las mujeres en el salón. Momentos después, el cielo explotó y en pocos minutos una lengua de agua comenzó a penetrar por debajo de la puerta. Aquel fenómeno extraordinario disgustó a los hombres que vigilaban a las mujeres. Entonces el negro hizo una señal a los otros dos e inmediatamente los tres hombres salieron. Entre el monótono trueno de lluvia, Eula oyó el rugido de los coches. En aquel momento y ante la mirada incrédula de las demás mujeres, Eula reaccionó con presteza, subió a su habitación, se colocó una bolsa en bandolera y, sin tiempo para despedirse, salió dispuesta a desafiar el temporal.
Al otro lado de la ciudad, el nivel de las aguas había subido hasta la primera ventana de la casa. Él se afanaba inútilmente en cortar el sumidero de agua hacia el interior cuando de repente la vio. La imagen lo paralizó. A pesar de la inquebrantable cortina de agua que los azotaba a ambos, pareció como si una nueva Venus hubiera emergido de aquellas aguas turbias y lodosas. Ella caminaba sufridamente hacia él, venciendo el sucia agua que la agarraba por la cintura y la empujaba hacia atrás, y lo miraba con el rostro exhausto y la mirada abnegada de los mártires, sabiendo  que tan sólo unos metros le separaban, no de su libertad, sino del único amor que la había cautivado a fuerza de ternura, haciéndole olvidar por completo la condición de hombre que tanto había llegado a odiar y que aún en sus horas más sórdidas odiaba con todas sus fuerzas.
Y sin embargo, él la conoció allí, en aquella mancebía. Fue dos meses antes, y nada más verla, supo que tras aquella mirada arrobada había una inquietud suicida, un desapego de la vida cuyo origen solo le costaría un puñado de billetes conocer. Ella puso el precio y él la siguió. Eula nunca sabría identificar lo que en aquel encuentro provocó que se derrumbara tan cándida y desconsoladamente. La mirada con que él la había perseguido, la voz delicada y serena con que se interesó por su pasado, la mano con que acarició su rostro, el beso en la mejilla, o el arrojo que tuvo para pronunciarla frase: “Ven conmigo”; y nunca olvidaría el llanto profundo que manó de sus entrañas en aquel momento, como un exorcismo iniciático que a la postre sería el augurio de sus nuevos días. A partir de entonces él acudió tres días por semana a verla y a llevarle tabaco y un poco de ron que ocultaba bajo las perneras del pantalón. El día antes de las inundaciones él estaba completamente desesperado. Ya habían trazado los planes, pero los últimos días había habido agitación en el club, lo que no fue obstáculo para que aquel mismo día él fijara la hora y el lugar en que tendría lugar el rapto de su Proserpina.  Pero el cielo estalló justo para evitar aquel rapto. Y ella llegó a sus brazos por sus propios medios, para entregarse a él.
Sabían que en la casa de la abuela nunca la buscarían los esbirros de Donoso, que nada se inmiscuían en la vida de la ciudad.  Durante los primeros días consiguieron limpiar el lodo acumulado en el suelo de la habitación, luego trabajaron ambos con una pasión encendida hasta convertir la habitación en un lugar donde nada entorpeciera su amor, aún sabiendo que aquel tan sólo sería una parada en el devenir de sus vidas, una especie de purgatorio de todo su pasado que, contra toda previsión, no duraría más de dos semanas.
Y entonces llegó el día en que él cometió el fatídico error. Aquel día habían hecho el amor al amanecer, como solían, cuando los primeros rayos de sol que se filtraban por la ventana se posaban sobre sus cuerpos. Ella miraba al techo y exhalaba la primera calada al cigarrillo, cuando preguntó por el pasado de aquella cama. Entonces él no pudo callar y lo dijo. Dos horas más tarde, él llegaba a la habitación con un barreño de agua y medio saco de cal, para iniciar el rito que ella le había enseñado: depositó la cal en el agua y esperó a que al cabo de unos minutos empezara a hervir; entonces los vapores subieron e impregnaron todos los rincones de la habitación, hasta acabar con todos los rescoldos de aquella muerte reciente. Al día siguiente, cuando él regresó al atardecer, no la encontró allí. El colchón había desaparecido. Apoyado en la jamba de la puerta, comenzó a comprender que ella ya había decidido huir de aquel lugar. Entonces, Eula surgió de algún lugar y se acercó lentamente por su espalda. Al abrazarlo por detrás pudo sentir la perplejidad que lo envolvía ante la imagen del cuarto desalojado. Y de repente, la historia de las frases hechas se irguió ante él como un círculo que se repite como se repite la vida de los hombres, para dejar retumbar en sus oídos: “Ven conmigo”.

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