Cierto
violador solía rondar un sendero por el que, por la tarde, antes de que el sol
cayera, solían pasear las mujeres. Cuando el sol se ocultaba, y antes de que el
halo luminoso del crepúsculo se extinguiera, aún se apresuraban las mujeres
rezagadas por aquel camino térreo. Era aquel momento propicio cuando el
violador planeaba sus asaltos.
Previsto
de un pasamontañas, un día se situó al acecho de su víctima tras unos arbustos
del camino. Desprotegida y solitaria, la mujer ya había sido marcada de forma
precisa y definitiva en los días precedentes. Aquella no era la primera
víctima, ciertamente, pero podemos decir que sí fue la última, pues a partir de
aquel abordaje se retiró del oficio que, a la postre, tanta humillación le
causaría.
La
mujer, de cuarenta y ocho años, se demoraba por aquel sendero engrosando su
ramo de flores silvestres. No conocía, desde luego, las violaciones que habían
acontecido en aquel paraje, y por esa razón, en el momento en que el violador
la abrazó por detrás pensó por un momento en una broma de su marido o de su
hijo mayor, si acaso. Pero no, aquello no era ninguna broma, el violador había
arremetido ya contra su sexo, difícilmente, sin demasiados gritos, con una
simple amenaza al oído. Sin embargo, en aquella ocasión todo aconteció de un
modo inesperado: de pronto, la mujer comenzó a besar el brazo del individuo, la mano, y comenzó a respirar exageradamente, como corresponde a un acto
sexual apasionado. El violador quedó sorprendido por aquella reacción, lo que
le alteraba el equilibrio adrenalínico con que había preparado aquel acto
violento. Entonces, para su desgracia, una frase sonó vagamente en sus oídos: “Por
favor, dime algo bonito, algo cariñoso. Dime que me quieres, que me quieres
mucho, dime palabras bonitas.” El violador, cuyas manos de piel blanca dejaban
entrever que más bien era una persona de oscuridades, no pudo, ante tal
insistencia, más que ponerse a pensar qué podía decir a aquella mujer para que
se callara y no le desconcentrara. Mientras su ímpetu sexual se iba
tambaleando, el hombre pensaba y pensaba, y su mente incluso recurría a
imágenes de Hollywood para saciar las expectativas amatorias de aquella mujer.
Fueron preciosos segundos los que su imaginación perdió, pues finalmente cuando
cayó en la cuenta del absurdo del que estaba siendo víctima, recurrió a lo que
tantas otras películas le habían enseñado, lanzando aquel famoso ¡zorra! con el
que abandonó el lugar sin haber consumado siquiera el acto, tan potente como se
prometía.
A
ella tampoco le cayó nada bien aquella huida.