“Y Damasita Boedo, la muchacha que
cabalga a su lado y que ansiosamente trata de penetrar en el rostro de aquel
hombre que ama, pero que siente en un mundo remoto, piensa: “General, querría
que descansases en mí, que inclinases tu cansada cabeza en mi pecho, que
durmieses acunado por mis brazos. El mundo podría contra ti, el mundo nada
puede contra un niño que duerme en el regazo de su madre. Yo soy ahora tu
madre, general. Mírame, dime que me quieres, dime que necesitas mi ayuda.
Pero el general Juan Galo de
Lavalle marcha taciturno y reconcentrado en los pensamientos de un hombre que
sabe que la muerte se aproxima. Es hora de hacer balances, de inventariar las
desdichas, de pasar revista a los rostros del pasado. No es hora de juegos ni
de mirar el simple mundo exterior. Ese mundo exterior ya casi no existe, pronto
será un sueño soñado. Ahora avanzan en su mente los rostros verdaderos y
permanentes, aquellos que han permanecido en el fondo más cerrado de su alma,
guardados bajo siete llaves. Y su corazón se enfrenta entonces con aquella cara
gastada y cubierta de arrugas, aquella cara que alguna vez fue un hermoso
jardín y ahora está cubierto de malezas, casi seco, desprovisto de flores. Pero
sin embargo vuelve a verlo y a reconocer aquella glorieta en que se encontraban
cuando eran casi niños, todavía; cuando la desilusión, la desdicha y el tiempo
no habían cumplido su obra de devastación; cuando en aquellos tiernos contactos
de sus manos, aquellas miradas de sus ojos anunciaba los hijos que luego
vinieron como una flor anuncia los fríos que vendrán: “Dolores”, murmura, con
una sonrisa que aparece en su cara muerta como una brasa ya casi apagada entre
las cenizas que apartamos para tener un poco y último calorcito en una desolada
montaña.” (De héroes y tumbas -Ernesto Sábato)