La noticia del
crimen de Peralta me sorprendió en la costa. Aquella era mi primera semana
libre del año y había viajado hacia aquellas latitudes para disfrutar del sol persistente
del sur y del refrescante viento de poniente, una delicia climática con la que
pretendía someterme a una exigente
limpieza mental y olvidar así aquellas últimas cincuenta y tres semanas de mi
existencia.
Y sin embargo, allí
estaba la noticia. No pudo ocultarse a mis ojos, por más fugaz que pasara la
vista por los titulares de la prensa del quiosco. Allí se erguió sólida y
poderosa, sobre un legajo de periódicos aún calientes de la mañana, casi a pie
de página, esperando a que yo y sólo yo la descubriera para quedar ipso facto
abrumado.

No me costó entender
el motivo por el qué me había sobrecogido el escueto titular, y era que mis
días de asueto se veían de inmediato amenazados por alguna inoportuna llamada.
El caso se antojaba importante. Peralta era un reputado personaje de la zona,
no sólo por ser el mayor constructor de la ciudad, sino por sus nada ocultas relaciones
con el hampa. Digamos que, para nosotros, era uno de esos personajes
intocables. Conocía a todos los agentes. Sus relaciones con el cuerpo eran
tales que se había convertido en uno más de la familia, como lo refrendaba el
hecho de ser un invitado permanente en las cenas que el alcalde nos brindaba antes
de Navidad. En aquellas veladas prenavideñas, antes de entregarse a un estado
de lujuriosa verborrea y al ostentoso compadreo con la comitiva consistorial,
Peralta siempre hacía gala de su pasión por el vino y nos daba lecciones de
cata probando este o aquel vino que el camarero traía para la ocasión. Al cabo,
obsequiaba a cada uno de los agentes con un lote de aquellos caros vinos de
excelentes cosechas, como “reconocimiento” a nuestras magníficas relaciones.
Así se manejaba Peralta, regalando confianzas, extendiendo sus tentáculos por
todo su entorno, minando las suspicacias de los más recelosos.
Su muerte fue, pues,
un suceso sonado y sentido en comisaría. Dos días después del suceso, recibí
una llamada del comisario del Distrito. Reconozco que quedé sumamente sorprendido
de aquella llamada, no porque el comisario interrumpiera mis jornadas
vacacionales, algo que esperaba desde que supe la noticia, sino por la urgencia
que noté en todo su discurso, a la vez que insistía fervorosamente en que yo, y
nadie más, debía hacerme cargo de este caso. Habló atropelladamente durante
diez minutos señalándome los detalles del caso, después de lo cual tan sólo dos
ideas quedaron claras en mi cabeza: que alguien había intentado saldar alguna
cuenta pendiente con Peralta, y que había un detenido, al parecer un individuo
que un testigo vio rondando la vivienda unas horas antes del suceso. De modo
que, una vez hecho el silencio al otro lado del auricular, el deseo de seguir
disfrutando de mis dulces vacaciones se trocó por la conveniencia de no
impacientar al comisario, pues nada valía menos que dos días de vacaciones
cuando te ronda la mente la idea de que a la vuelta te esperan los trabajos más
inmundos que puede inventar una mente terca como la del comisario. Así que
accedí a satisfacer aquella premura, y acepté el caso, con la ingenua esperanza
de conseguir pruebas definitivas para encerrar al tipo que había en aquellos momentos
en el calabozo, terminar rápido el trabajo y retomar mis días de asueto.
“Delincuente común”.
Así figuraba en la ficha de aquel individuo: un tipo de piel cetrina, rostro impenetrable
y espeso bigote. El interrogatorio no duró más de quince minutos, pues el
acusado no abrió la boca más que un par de veces, ambas para pronunciar con una
voz seca y firme la misma rotunda frase: “Soy inocente”, sabiendo quizá que tan
sólo unas horas más tarde, sin prueba incriminatoria alguna, estaría de nuevo
en la calle.
De modo que no me
quedaba más remedio que ir al lugar del crimen para intentar conseguir alguna
información con la que poder comenzar a trabajar. Los peritos de criminología habían
analizado algunas pertenencias que llevaba el difunto en el momento de su
muerte y otros objetos de la casa, pero no habían obtenido ningún dato que
levantara alguna hipótesis. Así que acudí al lugar del crimen sin demasiada
esperanza, un poco por curiosidad y otro tanto por confianza en algún golpe de
suerte que me ofreciera algo valioso que a ellos les hubiera pasado por alto.
Me acompañó un
agente judicial, un joven nervioso dotado de una incontinencia verbal agotadora.
La casa de Peralta se encontraba en una urbanización de lujo a unos quince
kilómetros de la ciudad. Cuando llegamos, ya hacía un rato que había dejado de
escuchar al agente y mi mente había volado hacia otros paraderos. Aparcamos el
vehículo en la parte frontal de la casa. El chalé estaba circundado por una alta
valla formada por un espeso seto de tuyas perfectamente recortado. El joven
agente me indicó que debíamos entrar por un acceso que había en la parte
posterior de la propiedad, y señaló un camino que rodeaba el chalé. Llegamos a
la zona trasera, un estrecho pasaje que separaba la propiedad de Peralta de
otra propiedad vecina. El agente se detuvo y me indicó una puerta oculta entre
los setos. Abrió. Franqueamos la valla y ocupamos el cuidado césped del
interior. En aquel momento, algo atrajo nuestra atención. Nos miramos en
silencio para confirmar con la mirada que era real lo que habíamos escuchado. De
la parte delantera de la casa nos habían llegado varias voces y ruidos de
puertas que se cerraban, luego unos pasos rápidos que corrían hacia la puerta y
huían. Entonces nos pegamos a la valla para no dejarnos ver y avanzamos con
precaución hacia la vivienda con la intención de descubrir quiénes eran
aquellos intrusos. De repente escuchamos el rugido de un coche que se
aproximaba a la casa, luego unos portazos, y el mismo coche en huida. En aquel
momento nos dimos cuenta de que habíamos perdido una oportunidad. Sin esperanza
alguna de encontrar rastro de los asaltantes, salimos por la puerta principal e
hicimos una ligera inspección por los alrededores. La tarde estaba cayendo y la
oscuridad acechaba nuestro trabajo.
Encontramos la
vivienda completamente revuelta: todos los cajones volcados sobre el suelo, los
muebles despegados de las paredes, los sofás rajados; había sido una búsqueda
nerviosa y agitada, con prisas, todo lo cual nos hizo pensar en la importancia
de lo que aquellos hombres habían estado buscando. Así que nos movimos por
entre aquel caos con tacto, sin salir de nuestro asombro. Ojeamos todas las
habitaciones, y en todas habían hecho el mismo destrozo. Los dormitorios habían
sido repasados palmo a palmo, y montañas de ropa se elevaban sobre los
rincones. En el salón el agente se entretuvo con varias botellas de vino que
habían salido de un pequeño mueble bar cuya cerradura había sido forzada. Con
una sonrisa complaciente en el rostro, examinaba las etiquetas de las botellas
con curiosidad. “¿Usted entiende de vinos?”, me preguntó. Me acerqué y las observé
una a una. Parecían vinos raros, sin valor, con grafías orientales y colores
llamativos. Me llamaban poderosamente la atención, tratándose como se trataba
en aquel caso de un curtido enólogo como Peralta. De modo que no pude
resistirme a abrir uno de ellos. Un fuerte olor a alcohol dio en mis narices,
lo que no fue impedimento para que en un acto de valentía llevara aquella
botella a mi boca y tomara un largo trago. De pronto, una ráfaga de fuego
demoníaco atravesó mi garganta, mi vista se obnubiló y no pude hacer más que
correr como un poseído a expulsar aquel veneno que acababa de tomar. El agente
me siguió hasta el baño, asombrado por mi reacción. Me encontró agarrado al
lavabo, con la cabeza metida en su seno. En aquella posición permanecí varios
minutos, recomponiéndome con agua. Finalmente levanté la cabeza y con los ojos
encendidos lo miré con serenidad. “Demonios”, dije, y me abstraje de oír las
risas jocosas y las bromas que el joven comenzó a repetir una y otra vez. Invadido
por una curiosidad nada profesional, volví sobre los vinos y los abrí uno a
uno, para comprobar que todos desprendían el mismo hediondo olor a alcohol que me
destrozó la garganta. Una idea confusa comenzó a inquietarme, una idea extraña
que comenzaba a forcejear contra la lógica de las cosas. Seguí reconociendo
aquellas botellas. El agente se entretenía hablando vanamente de algunos
objetos que había encontrado sobre el mueble-bar. Miré hacia él, parecía hablarle
a los objetos. Entonces bajé los ojos y vi los espejos del interior del mueble,
donde se encontraban las botellas y el efecto óptico que producían. Al fin, la
lógica había terminado venciendo a la confusión. En aquel momento anuncié, no
sin el alegre nerviosismo de mi descubrimiento, que debíamos terminar aquella
visita.
De vuelta en el
coche, entre la brumosa verborrea del agente, no podía dejar de pensar en lo
repugnante que era aquel líquido: lo más asqueroso que había bebido en mi vida.
Y sin embargo, aquel trago me había iluminado como nunca antes ningún otro
líquido lo había hecho. Poco a poco, fui impacientándome por llegar. La
oscuridad en la carretera era total. La luna no se atisbaba en el cielo. Todo
parecía que se había ordenado para que aquella noche fuera un hito en mi vida.
Llegamos a la
ciudad. Paré en la esquina de la calle Miguel Hernández, donde se encontraba la
comisaría. El agente me indicó que vivía justo a la mitad de la calle y se
despidió con una sonrisa y el deseo de pasar otra aventura juntos. No sonreí a
su propuesta. Giré el coche dos calles más abajo, y me dirigí a casa. Con el
coche encendido en la puerta, subí rápidamente para recoger una linterna y unos
guantes. Luego emprendí el viaje por la misma carretera que acabábamos de
dejar.
Ahora el tiempo me
pareció que corría más deprisa. Los árboles eran fugaces en la noche, las luces
que venían en dirección contraria volaban como pájaros por encima de mi
atención concentrada en un punto fijo al fondo de la carretera. Quería llegar
cuanto antes, no deseaba que la noche profunda me sorprendiera en aquel lugar.
Al llegar, rodeé con el coche la manzana donde vivía Peralta y aparqué en una
zona concurrida de vehículos. Me adentré por la zona trasera del chalé y abrí
la puerta que había fingido cerrar al salir. Entonces me coloqué los guantes y
me puse manos a la obra. La ventana seguía abierta y accedí sin ningún problema
al interior. Con cuidado de no tropezar y hacer demasiado ruido, llegué hasta
el mueble bar y comencé a sacar la parte trasera con el destornillador. No era
una premonición, era una certeza. Había golpeado una y otra vez y sabía que aquel
hueco estaba ocupado por algo mullido e insonoro. Tras el primer panel había
otro, pero este no estaba atornillado. Lo aparté con facilidad y extraje un
paquete rectangular con la forma del hueco entre los dos paneles que había
apartado. Palpé y me sonreí. Entonces una prisa nerviosa se apoderó de mí.
Coloqué el primer panel y enseguida comencé a atornillar el segundo. Sin
embargo, cuando tan solo me quedaba un tornillo, un ruido en el exterior de la
casa me paralizó. Quedé completamente quieto, mis pulsaciones se dispararon, el
corazón me palpitaba veloz y mis oídos se hacían eco del bombeo de la sangre a
todas las partes de mi cuerpo. Estuve dos minutos completamente inerte, sin
moverme de la postura con que me disponía a apretar el último tornillo. Los
pensamientos comenzaron a correr por mi cabeza uno tras otro, y el miedo me
había desatado un sudor frío. No oí nada más en los siguientes minutos, de modo
que terminé el trabajo, cogí el paquete y me dirigí a la ventana por la que
había entrado. Dejé el paquete en el alféizar y salté hacia el exterior, luego
lo tomé y me dispuse a salir rápidamente hacia la puerta trasera, antes de que
al destino se le ocurriera jugarme alguna mala pasada. Y entonces ocurrió lo
que nunca pude imaginar. Allí, bloqueando con su cuerpo oscuro y negruzco la
trayectoria que yo debía seguir para alcanzar mi objetivo, se encontraba la
figura de un hombre. Al verlo quedé paralizado y entendí que había llegado la
hora de defenderme en lo que podía ser un desenlace fatal que acabaría con mi
carrera y quién sabía si con mi vida. Pero de pronto un pequeño movimiento
inconsciente de mi mano colocó el foco de luz en su rostro, y una voz conocida
me derrumbó tras aquel momento de tensión. “Sabía que tú no fallarías”, dijo el
comisario, aún sumergido en la oscuridad y sin moverse de la posición hierática
con que me había descompuesto los nervios. Entonces me tomó del brazo y, con
una ligereza inusitada en él, me condujo hacia su coche a través de varios
pasajes que se formaban entre los chalés oscuros de aquella urbanización.
Huimos de aquel lugar.
Aún con el espasmo nervioso contraído por la tensión de aquella aventura,
escuché las razones del comisario. Según me contó, Peralta había sido encontrado
con signos de tortura: al parecer su piel había sido calada con punzones y había
sido sometido a otras ominosas crueldades que me despertaron unas náuseas impulsivas.
El comisario detuvo el coche y, después de expulsar toda la carga tensional de
la noche, me encontré mucho mejor.
Nunca pudimos saber si
Peralta había entregado su vida a cambio mantener en el fondo de un mueble bar
un paquete de varios miles de billetes de quinientos para que los ratones los royeran
algún día en el fondo de un anticuario, o fueran quemados en alguna pira fúnebre,
pero lo que sí sabíamos es que en aquel momento nuestra vida iba a cambiar como
de la noche al día y que pocas eran las horas que nos quedaban en esta
profesión ingrata. Aparcamos al borde de la carretera y, entre una oscuridad
opaca, en el fondo del maletero iluminado con la tenue luz de la linterna, dividimos
los paquetes. Luego el comisario me miró y me abrazó en una larga despedida.
Sin embargo, no quiso que nos separáramos sin que antes le explicara cómo había
conseguido encontrarlo. El fondo de espejos del mueble bar creaba un efecto de
profundidad, le dije, a medida que sacaba las botellas me había dado cuenta de
que eran menos de las que me habían parecido en un principio. Entonces me
percaté de que la profundidad no correspondía al fondo exterior del mueble. La
cara del comisario se había encendido alcanzando una especie de clímax
intelectual:
- Pero por qué, por
qué demonios te fijaste en aquel dichoso mueble al que nadie había prestado la
menor atención.
- Ya sabes que yo
también conocía a Peralta. Nada me habría dejado más perplejo en el mundo que
saber que un sibarita del vino guardaba bajo llave unas botellas de vino
barato.
El comisario me
abrazó de nuevo y me dijo que me llamaría en un par de semanas, desde un destino
desconocido.
Yo me había
prometido no descolgar el teléfono, desde allá en el sur, donde volvería a
seguir disfrutando de mi más merecido descanso, y donde celebraría con un gran
reserva haber perdido de vista para siempre al maldito comisario.