Desde el fondo de la habitación se deslizaba suavemente una sinfonía de Mahler, conduciendo sus palabras funestas hacia oscuras profundidades. La inflexión de su voz se sometía a la tristeza desesperada de los verbos, rotundos y venenosos. Un coro de violines jugueteaban díscolos con la viola dichosa en una danza caprichosa. Hasta que llegó el momento en que todo se quebró y quedó desdibujado bajo un llanto.
Ella lo
había dicho. “Mañana parto hacia el norte”, y aún aquellas palabras
reverberaban en la habitación, transidas de aquel impulso provocador con el que
en voz alta soñó que volaba. “Algún día regresaré”, dijo, y en su mirada él
supo que no huía de él, sino que huía de ella misma.
Y desde
entonces, él dejó de sentir el tiempo, como hacen los viajeros, convertido en
el eterno paciente de la estación que mil veces ve impasible el mismo tren, mil
veces las mismas caras, mil veces los mismos adioses, los mil cielos, los mil
crepúsculos y los mil relámpagos deslumbrándole el futuro. Y allí vivió oculto
de su propia esperanza impronunciable, como un eremita de los andenes,
volviendo y revolviendo los pasajes lanzados bajo los escalones vacíos, sin
entender nada, sin pensar en alguna vida trazada desde las alturas, paralela a
las catenarias infinitas que le disolvían la vista en los atardeceres. Y al
mismo tiempo convencido de que el cielo protector lo había abandonado, y había
dejado de encubrir sus ínfimos dolores y sus breves conatos de alegría, pues,
como un manto infinito, al final de cada día siempre se perdía por el horizonte
y acudía empujado por las nubes a algún punto de encuentro, donde una explosión
silenciosa.
Al cabo
de los años, ella fue vencida por el círculo inexorable de la vida, por el
ciclo vital de la angustia, y regresó. Arribó con su maleta a los escalones
lánguidos del andén cuatro, silente, mascullando algún reproche al pasado,
hasta llegar a él. Allí lo encontró, con su abrigo gris, su gorra y sus
zapatones, su cigarro entre sus dedos amarillentos, temblorosos, enterrado en
el olvido, en su olvido.
Pero él
había esperado durante tanto tiempo que al final había acabado enrocado en la
convicción de que tan sólo tiene sentido vivir cuando se espera, y así,
desobedeciendo a las cláusulas tradicionales del reencuentro, se conjuró con su
propia sombra y volvió la mirada hacia aquella reaparición ominosa para decirle
de nuevo “adiós”, y para seguir llenando sus bolsillos de pasajes desolados
vueltos y revueltos, lanzados sin esperanza bajo los escalones vacíos de los
andenes, bajo las infinitas catenarias de su espera.
Un estupendo relato, José Antonio. Me recuerda en cierto modo a la historia de Penélope (la canción de Serrat, no la mujer de Odiseo) que a fuerza de esperar, la propia espera es la que llena su vida. Me encantó el tono y el ritmo. Un abrazo.
ResponderEliminarLo comenté en TR cuando lo publicaste hace un mes (ya te vale, que primero debería estar aquí) pero dejo mi opinión nuevamente. Los regresos son imposibles porque cambia el que se fue y el que esperó. De las historias que remueven pasado y patologías, tan propias de nuestra neurótica condición humana. Tristeza infinita la que deja tu historia. Un abrazo, José.
ResponderEliminar