"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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martes, 23 de agosto de 2011

SÁBATO, TESTIGO DE UN FRACASO

Sólo le faltaban unos meses para ser centenario, pero la muerte no esperó, impaciente espectro visceral, y, tomándolo de la mano, lo acompañó por el pasillo de los héroes. Ernesto Sábato, un hombre que merece ser prodigado, conocido, como un héroe de la humanidad, como un modelo de valiente guerrero que vuelve de la batalla con el hacha mellada y la convicción de haber aprendido qué es el hombre.
No había más que impregnarse un poco de sus palabras para que surgiera de nuestra empática naturaleza un cariño cercano, quizá de humana ancianidad, provocado por la ternura y la bondad que se manifestaban en toda su inteligencia. Y sin embargo, la razón y algunas de mis arraigadas convicciones no estaban preparadas para encajar su forma de ver el mundo. Al final no tuve más remedio que postrarme ante uno de los seres de mayor inteligencia y sensibilidad que conocí, aun a través de esa comunicación unidireccional que es la literatura. Sábato, desde la grandeza expresionista de su obra, lograba introducir por ese tubito infinitamente retorcido que tenemos en nuestra cabeza una sonda limpiadora para abrirnos un ancho cauce por donde corriera un nuevo y fresco torrente de ideas, ideas ajenas a la codiciosa e inveterada moral materialista que nos invade desde el inicio de la modernidad. Impaciente espectro visceral. ¿Qué se la va a hacer? Los buenos tampoco son eternos.
Ernesto Sábato fue un hombre de ciencia, un hombre político y un hombre humanista. Recorrió el mundo bajo estas tres formas y, en sus últimos años, acabó acechado por un pesimismo cegador y nihilista que lo hizo abrazar la idea de Dios (hablaba continuamente de “lo Absoluto” para referirse a esta idea).
Dedicó una buena parte de su vida a las ciencias físicas. Como investigador recorrió París, Massachussets y finalmente vuelta a Argentina, moviéndose con autoridad en el “incontaminado reino de la ciencia”, como él llamaba. Sin embargo antes de cumplir sus treinta años aquel mundo de la ciencia ya lo había defraudado. Aquel Templo de la Ciencia, en el que los científicos creyentes musitaban sus oraciones solemnemente, no pudo convencerlo, con sus precarias hipótesis, ideas, teorías y ensayos, de que por sí mismas estas servían para justificar la existencia. Aquella ciencia, como podía ocurrir con cualquier otro tipo de actividad obsesiva, consoló durante un tiempo de su vida la angustia existencial de la que era verdaderamente consciente, sin embargo, Sábato reconoció que existían fuerzas mayores, antiguas, que, como “ratas hambrientas”, poco a poco fueron devorando los pilares hasta derribar aquella catedral de teoremas.
A partir de entonces Sábato salió del universo de la Verdad Pura de la Ciencia y se adentró en el mundo de las ficciones como forma de continuar esa huida del miedo a la nada. Aquella fue, desde entonces, la única manera de vivir en su plena irracionalidad.
Pero sus ficciones fueron sus sueños, sus visiones. ¿Y acaso se hallan estas de la mentira? A este respecto, Sábato siempre afirmó que “de un sueño se puede decir cualquier cosa menos que sea una mentira”, a pesar de que nuestra conciencia no reconozca nada de real en ellos. Aquellas representaciones de su realidad “en sus extremos o parcialidades, a menudo deshonrosas y hasta detestables, yendo más lejos de lo que su conciencia le reprochaba” fueron las fuentes de unas novelas y ensayos en los que grabó una persona que pasará sin duda a la posteridad. En sus palabras lo que significó aquel nuevo mundo de la literatura:
“Extraviado en un mundo en descomposición, entre restos de ideologías en bancarrota, la escritura ha sido para mí el medio fundamental, el más absoluto y poderoso que me permitió expresar el caos en que me debatía; y así pude liberar no sólo mis ideas, sino, sobre todo, mis obsesiones más recónditas e inexplicables.”
Sin duda no es esto más que otro claro ejemplo del poder catártico de la expresión. Cada vez parece más claro que el hombre no se libera de su angustia existencial más que reconociéndose fuera de sí mismo a través de su obra, ya sea su libro, su jardín o su crimen.
Pero Sábato tuvo otra faceta quizá menos conocida que la literaria: Su faceta política. En esta, fue alguien que antepuso la lucha por la justicia a la propia búsqueda de la perfección intelectual. Su conciencia política le hizo ser, en su juventud, miembro activo del Partido comunista, aunque años más tarde abjuraría del socialismo de estado, desilusionado con el giro del gobierno estalinista en la Unión Soviética.
En su país siempre perteneció a la intelectualidad política. Después de la dictadura argentina se puso al frente de la comisión encargada de investigar los crímenes y violaciones durante la dictadura, investigación que culminaría con el famoso Informe Sábato, que abriría las puertas para el juicio de las Juntas militares de la dictadura.
Pero desde su inteligencia política Sábato dejó ideas muy claras de lo que es el mundo y de las fuerzas que lo gobiernan. Si de algo estaba convencido era de que el neoliberalismo había fracasado:
“Hace escasos años, dos potencias se disputaban el mundo. Fracasado el comunismo, se difundió la falacia de que la única alternativa es el neoliberalismo. En realidad, es una afirmación criminal, porque es como si en un mundo en que sólo hubiese lobos y corderos nos dijeran: “Libertad para todos, y que los lobos se coman a los corderos.”
Sin embargo, el horror conocido de las dictaduras, de la segunda guerra mundial y de la barbarie de los estados omnipotentes, hicieron a Ernesto Sábato un hijo del existencialismo del siglo XX. ¿Cómo confiar en el hombre al frente de un Estado poderoso, socialista o fascista, después de la horrenda experiencia del siglo? Sábato quedó postrado ante la historia y quedó a merced de un pesimismo desaforado, crítico con el hombre y con la misma idea de progreso:
“El progreso es únicamente válido para el pensamiento puro. Las matemáticas de Einstein son evidentemente superiores a las de Arquímedes. El resto, prácticamente lo más importante, ocurre de la corteza cerebral para abajo. Y su centro es el corazón. Esa misteriosa víscera, casi mecánica bomba de sangre, tan nada al lado de la innumerable y laberíntica complejidad del cerebro, pero que por algo nos duele cuando estamos frente a grandes crisis. Por motivos que no alcanzamos a comprender, el corazón parece ser el que más acusa los misterios, las tristezas, las pasiones, las envidias, los resentimientos, el amor y la soledad, hasta la misma existencia de Dios o del Demonio. El hombre no progresa, porque su alma es la misma. Como dice el Eclesiastés, “no hay nada nuevo bajo el sol”, y se refiere precisamente al corazón del hombre, en todas las épocas habitado por los mismos atributos, empujado a nobles heroísmos, pero también seducido por el mal. La técnica y la razón fueron los medios que los positivistas postularon como teas que iluminarían nuestro camino hacia el Progreso. ¡Vaya luz que nos trajeron! El fin de siglo nos sorprende a oscuras, y la evanescente claridad que aún nos queda parece indicar que estamos rodeados de sombras. Náufrago en las tinieblas, el hombre avanza hacia el próximo milenio con la incertidumbre de quien avizora un abismo.”

Sábato fue víctima de la frustración, víctima de la idea preconcebida, y casi científica, de que la humanidad es una especie que lucha por su supervivencia como tal más que por el bienestar y vanidad de algunos de sus miembros. El propio escritor reconoció el carácter desdichado de su espíritu, muy diferente al dionisíaco espíritu caribeño de otros escritores latinos como García Márquez o Rulfo, que entendieron el viaje del hombre por el mundo como un viaje por la tragedia y el dolor cuya única forma de vivirlo es asumiendo esa irracionalidad y vertiendo toda la droga de la risa y la embriaguez en ella. Sábato, por el contrario, estaba tocado por la melancolía occidental, por la conciencia social, por la esperanza de mejorar el mundo.
Sin embargo, desde ese concepto científico del hombre-como-especie no es fácil asumir esas esperanzas, porque realmente estamos continuamente expuestos al infortunio, y estamos hechos de un material blando y frágil. La vanidad y la prepotencia con que nos recreamos en la naturaleza no pueden sino hacernos reír a carcajadas. Si fuéramos capaces de ver lo insignificantes y efímeros que somos, lo rápido que pasa el tiempo, lo rápido que pasa todo lo que queremos o nos hace felices, lo vulnerables que somos; si fuéramos capaces de ver las expectativas tan exageradas que se crea el hombre en su existencia, la importancia que damos a la apariencia, y, sobre todo, lo pronto que se tambalea y se derrumba nuestro ordenado mundo de valores cuando ocurre algo que ataca al corazón, entonces de seguro que nos volveríamos más humildes, más tempestuosos y más indiferentes a todo, condiciones válidas para simplemente amar la vida.
En sus obras postreras Sábato había sucumbido a ese pesimismo congénito de los supervivientes, como si asumiera definitivamente que la vida está destinada a ser un desencanto, y su esperanza en el Hombre también pareció desvanecerse como se desvanecen los fantasmas de la infancia en la pubertad.
El final de la vida de Ernesto Sábato fue el final de su pensamiento y de sus últimas convicciones, entre las que descollaron su confianza en el anarquismo, en el credo cristiano, en la única forma de conservar la esperanza: una fe inquebrantable en que sólo nos podremos salvar por los afectos y en que sólo consiguiendo la felicidad de aquellos que están a nuestro lado podremos expiar toda nuestra culpa.
Ernesto Sábato fue uno de los últimos testigos del infortunio del siglo XX, como Tolstoi lo fue del XIX, y, como éste, también nos dejó la palabra. Pero sobre todo, fue testigo del fracaso del hombre como ser racional, un ser que vagamente se defiende con una razón poderosa gobernada por unas profundas fuerzas indescriptibles y fabulosas quizás ingobernables.
Un abecé de su obra: El Túnel, Sobre Héroes y tumbas, y sus ensayos: Antes del fin, Resistencia.

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