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Se movían en manada, con un
movimiento uniforme, soltando bramidos de placer entre la lujuria desenfrenada,
violenta, que exhibían por las calles, por las esquinas encogidas a su paso.
Eran búfalos, por oposición a la identidad indefinida que los hombres asignan a
los desheredados de la patria, y eran fieles guerreros, y se amaban como se
aman los guerreros ante el miedo a la inexistencia. Y entonces ellos se posaron
en su atención vaga e inocente con la naturalidad con que se posa un pájaro en
el alféizar de la ventana. Y ellos correspondieron la mirada perdida de aquel
ser perdido y, desde aquel momento, él quedó cazado. El viernes a las tres.
Allí estaría él, sin falta.
Como no cabía esperar de otra
forma, aquellos búfalos se saludaban chocándose la cabeza con un golpe seco,
como salvajes iniciadores de una ronda cruel. Tal era el saludo del lugar. Con
alegría y hospitalidad, el invitado fue presentado a todos los miembros, uno a
uno, y con todos debía chocar su testa impoluta como aceptación del brindis de
acogida. A las tres de la madrugada, cuando el éxtasis de la comunión se había
consumido, el invitado había llegado a ese estado de ebriedad que sofoca todos
los dolores físicos y solivianta los adormilados dolores del alma. Fue entonces
cuando, aún rodeado de búfalos, una sensación de soledad le recorrió
inesperadamente y quiso abandonar aquella caterva. Comprendió entonces que
tenía la cabeza llena de abolladuras, pero aún así volvió a recorrer el foro
para despedirse, prestando de nuevo su testa al incoherente prestigio del
pertenecer. Alguien llevó a casa sus despojos.
Aquella noche, entre sueños,
a menudo se despertaba súbitamente, se incorporaba y decía muy deprisa:
“veintisiete”. Porque, en efecto, los había contado. Y así, ante los ojos de su
madre, deliró más de lo que los tiempos de la cordura aconsejan, y siguió
repitiendo aquel número: veintisiete señales en su cabeza que lo habían dejado
postrado en cama ante la paciencia apasionada de ella. Un día, cuando ya había
vaciado todos los números y todos los delirios de su cabeza, despertó.
Entonces, aún en la resaca del sueño, como no había hecho nunca en su vida,
detuvo sus ojos en ella, y entendió que ella había estado allí todo el tiempo,
a su lado, y que, ni en sus más largos viajes ni en sus más remotas ausencias,
ella había dejado de estar junto a él.
Pero de súbito, como si
hubiera regresado de nuevo a la misma pesadilla, se percató de que al otro lado
de la habitación estaban ellos, los búfalos, sonrientes y expectantes, en una
reposada actitud de espera. Cuando uno de ellos dio un paso hacia él, se
incorporó bruscamente, lanzó sus brazos hacia su madre y la besó. Entonces
ellos desaparecieron.
Desde aquel momento, poco a
poco, comenzó a recordarlo todo: aquel beso, o aquella melodía tierna y
cavernaria que había oído infinidad de veces en la oscuridad entre el brillo de
sus ojos.
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