Moisés ingirió demasiado vino durante la comida. Luego, un ardoroso
pesar le vació la mente, y se durmió, profundamente. La tarde acortaba sus horas
y el aire de levante entraba por la ventana arrastrando vehementemente el olor
a tierra dentro de la habitación. Cuando despertó ya era de noche. Su
perdición. El silencio de la noche le agitaba el espíritu, y se lo absorbía, abandonándolo
a un doloroso vacío que nunca logró comprender. Fue entonces cuando unas
imágenes incómodas volvieron a su cabeza. Aquella mañana había montado en
cólera delante de algunos empleados, olvidando su cargo de director, y el
aplomo de la autoridad. Quedó fuera de sí, como si de repente la mente le
hubiera estallado producto de una acumulación persistente de quimeras
fabricadas por su imaginación, del metalenguaje capturado por sus ojos, de los
movimientos y miradas subrepticias apenas percatadas al girar, de los cabeceos,
de los silencios, de la ausencia de palabras. “Qué necesarias son a veces las
palabras”, se dijo. Y se miró en su soledad, la soledad que hace al hombre quimérico
e imaginativo.
Jesse, su hijo mayor, lo amaba como se ama a un padre, como
se ama a un ídolo. Pero la mala suerte lo había separado de él: su mamá lo reivindicó
como parte del botín de guerra, y se lo llevó con la aquiescencia del juez.
Ahora era educado como un niño modélico, sin las locuras ni el desorden de su
padre. Y como todo cristiano, debía hacer la primera comunión. A pesar de su
padre, que tantas historias le había contado de la Santa Biblia, para
convencerlo casi sin querer, por obra y arte de la más ilustrativa fantasía, de
que nada existe más esperanzador en este mundo que el hombre y su capacidad
para hacer el bien, y muy a pesar del ateísmo exacerbado de su progenitor, que con
su terquedad había impedido a su inocente hijo acudir a las sesiones de
catequesis como dios manda, y a pesar de todos los inconvenientes que surgieron
tras aquella descarnada y cruel guerra conyugal recién librada. Su hijo mayor debía
hacer la primera comunión, pues así lo ordenaba la pulcritud, el orden y la decencia
de su madre.
Pero una de aquellas noches tuvo un momento de lucidez, y unos
segundos antes de decirlo y quedar embargado por sus propias palabras, ya lo
había planificado todo, como si de un solo golpe, su mente hubiera construido
el puente que lo llevaba de pronto a la felicidad.
Se había desplazado quinientos kilómetros, y llegó casi sin
dormir. Era el domingo sacramental y él lo esperaba fuera de casa. Había
declarado su intención de verlo antes de acudir a la iglesia. Entonces
penetraron ambos en el coche. Le llevaba su regalo envuelto en un estuche.
Cuando el chico lo abrió se le iluminó el rostro, luego se lanzó hacia él y le
dio un abrazo. De aquella manera reconocía a su padre de nuevo: su ídolo, el
hombre al que él de verdad quería. Luego arrancó el coche y partieron. Durante las
cinco horas de viaje Jesse leyó parte del libro a su padre, como él gustaba. Y
rieron y soñaron que alguna vez estaban juntos para siempre. El mar estaba
sereno aquel día, y se bañaron y comieron mirando a la luna elevarse sobre la
esfera oscura del cielo. A eso de las diez, volvieron a casa. La policía ya estaría
a punto de llamar a su puerta. El rescate no debía ser muy costoso.
Y después de todo, qué podía pedir a sus empleados. Para
ellos él había secuestrado a su hijo, aunque la policía no lo hubiera detenido;
para ellos, él se había convertido en un demonio que había impedido por la
fuerza que su primogénito fuese evangelizado en el orden de Dios. Ellos nunca entenderían
nada. Aunque quizá lo mejor sería explicarlo todo, y reconciliarse con ellos, y
lograr el perdón de aquellas lenguas esquivas y sedientas, y de aquella manera volverse
humano, así como de repente.
"La soledad que hace al hombre quimérico e imaginativo" El cambio de baraja a la mitad de la partida que nos pilla desprevenidos e indefensos. Hay tantos Moisés (y su variante femenina que desconozco) juzgados por el desconocimiento y a l@s que tu pluma hace justicia. Visitar tu biblioteca es un gusto repetido. Un abrazo, José
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