Había dejado de
interesarse por las cosas del mundo: ya no quería saber nada de política, ni de
los asuntos de los pueblos; ni de lo bonito o lo feo de los decorados con que
se ornamentaban sus paisajes cotidianos, ni de las obligaciones más urgentes
siquiera. A sus ochenta y cinco años, Ramón ya sólo recitaba con los pormenores
de la memoria los momentos de su infancia que quizá su mente guardara en su más
oculto rincón como los instantes verdaderamente felices de su vida. Cuando fue
a su pueblo natal, recordó toda su infancia de golpe, como si la luz de
la calle Central le iluminara de repente las aventuras que en aquel escenario
había guardado durante ochenta años, y entonces empezó a señalar el lugar donde
ensayaba la banda de cornetas, adonde acudían a comer limones para taponar los
pitorros de los cornetas babeantes; recitó luego las tonadillas de los
carnavales de la república, una a una, letra a letra, con una exactitud
prodigiosa. Fue entonces cuando el sobrino Luis, investigador de un grado de
Filología, decidió hacer de su tío su fuente de materia prima, y entonces se
sentó a su lado y dijo “Tío Ramón, ¿recuerda usted todas las letras?” Tomó
papel y lápiz, y de aquel hombre sacó su tesis doctoral.
Y hablando de
mentes prodigiosas, caímos en que Ramón se había largado de su trabajo por
negarse a utilizar calculadora. Los americanos, que tan rápido evolucionan en
la tecnología, le dijeron un día a su contable: “Mire, Ramón, a partir de ahora
ya no tiene que hacer más cuentas, porque le vamos a poner un ordenador…” Y
entonces aprovechó que acababa de cumplir sesenta y cinco años para despedirse
de la empresa. Cuando le entregaron el regalo por sus cuarenta y cinco años en
la empresa, él apartó al encargado y le pidió el compromiso de suministrarle
cada mes una caja de botellas de ginebra, la misma que había estado bebiendo
desde hacía veinticinco años.
Desde entonces Ramón
se levantaba todos los días a las siete de la mañana, paseaba por la manzana
durante una hora, hasta que abrían las panaderías y los quioscos, compraba el
periódico y el pan, y volvía a casa. Un día le robaron unos desalmados y
llenó de miedo a toda la familia, pero él no se arredró y a partir de entonces
tan sólo llevó el dinero justo del pan y el diario.
Otro día sufrió una
caída al llegar a casa: un desmayo. Al llegar al
hospital junto a su señora, la enfermera preguntó: “Señora, dígame el número de
alguno de sus hijos”, pero ella no sabía ninguno. “¿Entonces?”, respondió la
enfermera. Y fue aquel el momento en que Ramón despertó, miró a la enfermera y
dijo: “Llame a mi Rafael, nueve cuatro cinco cuatro tres cuatro dos tres, o a
Irene: seis seis seis cuatro cinco …, o a Manuel Jesús: siete, seis ocho….”,
con aquella facilidad con que almacenaba en la memoria los números de los
carnés de todos ellos, o la cuenta bancaria que le habían abierto hacía tres
meses a su cuarto nieto. En el hospital estuvo un día entero en observación. Al
llegar la noche despertó de un sueño y vio la noche posada sobre la ventana.
Entonces dijo a su mujer: “¿Qué hora es?” “Las nueve” “Pues dile a la enfermera
que nos vamos, que tenemos que cenar”. Su señora lo tranquilizó. Pero él tenía
otras razones. “Vámonos, Carmela, que aquí está todo el mundo enfermo”.
Hace tres meses que
Ramón no sale de casa. Ya no se fía de sus propios pasos. Y la avenida a las
ocho de la mañana es otra cosa. Fíjense ustedes.
La vejez, en la mayoría de los casos, es la muestra del humor negro y atravesado de un Dios despechado. Tu texto me ha recordado una de las frases preferidas de mi abuelo "Dios nos bendiga con un buen infarto". Quiera el destino, amigo mío, que no tengamos que pasar por el mal trago de Ramón. Un abrazo enorme, José
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