A través de la fresca brisa del atardecer lanzaba al banco
de enfrente esa dulce mirada que refleja todo un sentimiento de plenitud. Su
cuerpo se relajaba, su corazón anhelaba el soplo alegre de una cálida
conversación, su mente necesitaba desembarazarse de sus graves pensamientos, de
la tenacidad de su soledad. Y sin embargo, fue el apetito de su pasión,
impreciso pero valiente, lo que lo arrojó a una descarada presentación de su
persona.
Y más allá de la reciprocidad de las palabras, el aire se
enfriaba y las horas buscaban unas salida por el horizonte conspicuo. Hasta que
por fin sus manos se entrelazaron. La oscuridad se cernió sobre los cuerpos, el
olor de las magnolias revoloteó sobre ellos y sus almas desaparecieron para dar
paso al deseo.
Horas más tarde, cuando la luna alcanzaba su zénit, ya le había invadido el sentimiento de haber saciado su amor y haber olvidado
su soledad. Entonces se levantó y se marchó. Pero al punto cayó en la cuenta de
haber dejado olvidado algo y se volvió rápidamente, casi en carrera. Al llegar,
una joven de pelo rizado y largo, de ojos oscuros y un vestido de flores,
fumaba con la cabeza altiva. Cruzaba sus piernas y apoyaba sus brazos en el
espaldar del banco. Al verlo, volvió la mirada hacia él, contemplándolo en su
liviano caminar. “Perdona, ¿y el hombre que estaba aquí hace un minuto?”, dijo
él. La chica lo miró sorprendida: “No entiendo”. “Un hombre de pelo cano y
gafas gruesas, de mediana estatura y camisa azul”, precipitaba él las palabras.
“El único hombre que estuvo aquí en toda la tarde eres tú”, dijo ella.
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