El aire del sur penetraba por la ventana de par en
par, y con él, el esperado verano se anunciaba en la calidez de la noche. La
música invadía el ambiente; a través de ella los sentimientos más inquietos brotaban
como notas de una guitarra que rasga el silencio nocturno. A veces salían a la
terraza y fumaban, uno y otro, posponiendo las inexcusables obligaciones para
otras horas menos perturbadoras. Entre aquella atmósfera de zozobra, las
conversaciones no iban demasiado lejos, no duraban más de lo que la gramática
exigía, pero de aquella brevedad se
desprendía la esencia inexpresable de una verdadera amistad. A lo lejos, las
luces de la gran ciudad tendían un halo luminoso bajo las estrellas.
Entonces, alguien llamó a la puerta. Era ella, con
tan solo quince años, completamente apabullada. Pedía socorro. El mismo día que
escapaba del internado se había metido en un lío: En el autoservicio de la
manzana había puesto sus ojos curiosos donde no debía, y los había sostenido
más tiempo de la cuenta sobre el cinturón de piel de serpiente de uno de los
matones, allí donde había hallado la pistola. Pero él la había visto mirar, y había
entendido el riesgo latente de aquella mirada. Entonces el matón siguió sus
pasos. Ella corrió afuera asustada, cruzó la calle, y miró atrás. Allí estaban
ellos, dispuestos a arrancar en una inicua persecución. Entonces se escurrió hacia
el pasaje entre los dos edificios.
Y eso fue todo lo que ella contó antes de calmarse.
Él siempre había entendido de miedos, y aquella desconocida le había puesto a
prueba una vez más. Luego Juan se fue a dormir, a perderse entre el orden
intrínseco de su propio caos, y quedaron ellos solos. Tenía la certeza de que
sus padres la estarían buscando, pero ella ya había tomado aquella decisión,
meditada e irrevocable, un camino hacia una libertad envenenada.
Entre los hilos de la conversación, los lazos rubios
cayeron sobre su cara, y quedaron a contraluz. Entonces sus pupilas se
acomodaron a la cara de aquella irreverente colegiala, y la necesidad de sentir
aquella belleza comenzó a surcar los órganos de su inconsciencia. En ese mismo
lado de la oscuridad, ella también sintió una llamada, como un susurro de la
noche sobre las brasas de sus miedos. Fue entonces cuando ella fumó su primer
cigarro.
Y el verano se acercaba con ligereza, los días se
consumían y ellos no cesaban de hablar bajo aquel cielo infinito. Frente a
aquella terraza se extendía un vasto trigal en el que alguien había colocado un
cartel que prohibía construir viviendas. Al fondo, el cuartel general de la
policía del que, como hormigas, las luces intermitentes de los coches se
cruzaban en un trayecto rectilíneo y solitario. Una de aquellas sirenas llevaba
su nombre.
Diez años después, ella respiraba en la terraza el
aroma de la humedad que ascendía del asfalto, e intentaba recordar su cara,
apoyada en el pretil frente a aquellas tres moles gigantescas que cerraban el
paso al cielo, tres edificios que habían sepultado las lejanas luces de la
ciudad y ahora tan solo ofrecían a la vista decenas de escuálidas ventanas
rayadas de luces movedizas. En aquel momento, vio acercarse por el fondo de la
calle un coche negro con los cristales oscuros. Entonces el corazón le dio un
vuelco. Y sin embargo, era el mismo que pasaba todos los días a la misma hora
por aquella misma calle, para recordarle lo efímero de la juventud, del amor y
de la libertad, para traerle la imagen del fatídico atropello y del rostro
exánime que miraba al cielo, y de nuevo la cara de aquel matón saliendo del
coche y de nuevo el resplandor de aquella pistola rodeada de piel de cobra. Y para
recordarle de nuevo el silencio, aprendido con la sangre de los vivos, con la
sangre del hombre que había amado y que ya apenas se esbozaba en su recuerdo,
aprendido para siempre.
Y era entonces cuando un suspiro recorría la sala hacia
las habitaciones interiores y regresaba aprisa para abrazarla por detrás, y
ella no miraba porque sabía que era él, pues así era como Juan había aprendido
a abrazarla y a enseñarle el orden intrínseco de su propio caos.
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