Cada cierto tiempo volvía a la tienda a renovar
alguno de mis héroes. No es que yo fuera un tipo veleidoso, antojadizo o
inconformista, sino era solamente que me gustaba ver al chico. Era una especie
de atracción incomprensible, como si fuera él y nada más que él en el mundo lo
que daba sentido a aquellos héroes que yo compraba. Lo encontraba siempre allí
plantado en el vano de la puerta de la tienda; cuando yo entraba me esbozaba
una sonrisa, y yo le correspondía. Él allí, con su bola de cristal entre sus
manos, fuertemente agarrada, me llenaba de desasosiego, pues imaginaba que en
cualquier momento el menor empellón de las personas aguerridas que abarrotaban
la tienda le podía hacer caer la bola de cristal al suelo y hacerse añicos, y
con ella todo el futuro. Años después
volví a pasar por el mismo bulevar de los años pasados y decidí cruzar la calle
para verlo. Y sí, allí se encontraba: estaba hecho todo un caballerito, con su
misma tranquilizante sonrisa y su inquietante bola de cristal entre las manos.
Y ya no volví a verlo, pues no volví nunca más por
allí, hasta que muchos años más tarde un día, sí, fue sorprendente,
emocionante, incluso delirante, pero un día la encontré allí en mi
habitación. La misma bola de cristal, posando sobre una de las estanterías, justo
delante del lugar en el que yacen inhumados en vetustos libros todos aquellos
héroes a quienes ella dio alguna vez algún sentido. Allí estuvo acompañándome un día, hace ahora unos meses, en que sucedió un fatídico accidente: encontré la bola en el suelo, hecha añicos,
probablemente después de que alguno de aquellos héroes impetuosos se
desempolvara de uno de los libros y la hiciera caer al suelo. Yo siempre lo
había temido, siempre había portado aquella congoja sobre el futuro, y como si
fuera un temor de mal agüero, ahora ya se había producido el lamentable
presagio. Y entonces, ya sin la misteriosa bola, y con esos héroes ahora absurdos, disparatados
y sin sentido, el futuro ha dejado fulminantemente de sonreírme. Y ahora todas
las tardes acuden los pájaros a posarse en mi ventana, para llenarme la cabeza
con historias extrañas sobre no sé qué bola del pasado, y no dejar de recordarme que fue aquel el día en que murió mi padre.
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