Cuando estaba a su lado, él se refugiaba cándidamente en el
silencio, pues pensaba que las palabras no significaban nada para ellos, entre
ellos: un incordio para el amor, para el afecto, para el tacto o para la
mirada. Pero acaeció lo que él nunca pudo imaginar: llegó el invierno y, de
pronto, todo se desvaneció como una densa niebla que ve salir al sol y huye
airada y temerosa. Y allí atrás quedaron su imagen, su olor, su humedad
reconfortante y sus lenguas silenciosas eternamente dispuestas a rellenarse
mutuamente los oídos con dulces zalemas, pertrechos infalibles para el amor. Y
como si hubiera sido víctima de un castigo inmerecido, aquella ausencia comenzó
a despertar las palabras de su pecho con ira, con un furor multiplicado,
corroído por la visión de su pasado inexplicable, de un silencio culpable y
abstruso. Desde entonces, tarde tras
tarde, la misma ausencia mordaz acude a verle con gran solemnidad, para
mostrarle el camino de vuelta atrás: un papel, una pluma, y horas y horas trazando
versos, escribiendo dramas, cartas de amor y fatales esperanzas, sin saber que
esas palabras son una mera ilusión, la ilusión de una vuelta atrás por un
camino infinito que jamás recuerda por donde ha pasado, pero que finge una
espera, un retorno, una redención, y el prurito de ser aún el gobernador de una
lejana cordura.
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