"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

Índice


martes, 24 de septiembre de 2013

NOCHES ROTAS

El aire del sur penetraba por la ventana de par en par, y con él, el esperado verano se anunciaba en la calidez de la noche. La música invadía el ambiente; a través de ella los sentimientos más inquietos brotaban como notas de una guitarra que rasga el silencio nocturno. A veces salían a la terraza y fumaban, uno y otro, posponiendo las inexcusables obligaciones para otras horas menos perturbadoras. Entre aquella atmósfera de zozobra, las conversaciones no iban demasiado lejos, no duraban más de lo que la gramática exigía,  pero de aquella brevedad se desprendía la esencia inexpresable de una verdadera amistad. A lo lejos, las luces de la gran ciudad tendían un halo luminoso bajo las estrellas.
Entonces, alguien llamó a la puerta. Era ella, con tan solo quince años, completamente apabullada. Pedía socorro. El mismo día que escapaba del internado se había metido en un lío: En el autoservicio de la manzana había puesto sus ojos curiosos donde no debía, y los había sostenido más tiempo de la cuenta sobre el cinturón de piel de serpiente de uno de los matones, allí donde había hallado la pistola. Pero él la había visto mirar, y había entendido el riesgo latente de aquella mirada. Entonces el matón siguió sus pasos. Ella corrió afuera asustada, cruzó la calle, y miró atrás. Allí estaban ellos, dispuestos a arrancar en una inicua persecución. Entonces se escurrió hacia el pasaje entre los dos edificios.
Y eso fue todo lo que ella contó antes de calmarse. Él siempre había entendido de miedos, y aquella desconocida le había puesto a prueba una vez más. Luego Juan se fue a dormir, a perderse entre el orden intrínseco de su propio caos, y quedaron ellos solos. Tenía la certeza de que sus padres la estarían buscando, pero ella ya había tomado aquella decisión, meditada e irrevocable, un camino hacia una libertad envenenada.
Entre los hilos de la conversación, los lazos rubios cayeron sobre su cara, y quedaron a contraluz. Entonces sus pupilas se acomodaron a la cara de aquella irreverente colegiala, y la necesidad de sentir aquella belleza comenzó a surcar los órganos de su inconsciencia. En ese mismo lado de la oscuridad, ella también sintió una llamada, como un susurro de la noche sobre las brasas de sus miedos. Fue entonces cuando ella fumó su primer cigarro.
Y el verano se acercaba con ligereza, los días se consumían y ellos no cesaban de hablar bajo aquel cielo infinito. Frente a aquella terraza se extendía un vasto trigal en el que alguien había colocado un cartel que prohibía construir viviendas. Al fondo, el cuartel general de la policía del que, como hormigas, las luces intermitentes de los coches se cruzaban en un trayecto rectilíneo y solitario. Una de aquellas sirenas llevaba su nombre.
Diez años después, ella respiraba en la terraza el aroma de la humedad que ascendía del asfalto, e intentaba recordar su cara, apoyada en el pretil frente a aquellas tres moles gigantescas que cerraban el paso al cielo, tres edificios que habían sepultado las lejanas luces de la ciudad y ahora tan solo ofrecían a la vista decenas de escuálidas ventanas rayadas de luces movedizas. En aquel momento, vio acercarse por el fondo de la calle un coche negro con los cristales oscuros. Entonces el corazón le dio un vuelco. Y sin embargo, era el mismo que pasaba todos los días a la misma hora por aquella misma calle, para recordarle lo efímero de la juventud, del amor y de la libertad, para traerle la imagen del fatídico atropello y del rostro exánime que miraba al cielo, y de nuevo la cara de aquel matón saliendo del coche y de nuevo el resplandor de aquella pistola rodeada de piel de cobra. Y para recordarle de nuevo el silencio, aprendido con la sangre de los vivos, con la sangre del hombre que había amado y que ya apenas se esbozaba en su recuerdo, aprendido para siempre.

Y era entonces cuando un suspiro recorría la sala hacia las habitaciones interiores y regresaba aprisa para abrazarla por detrás, y ella no miraba porque sabía que era él, pues así era como Juan había aprendido a abrazarla y a enseñarle el orden intrínseco de su propio caos. 

1 comentario:

  1. Acabo de leerlo en TR y admito que me ha calado. Se palpa el miedo y la angustia contenida durante diez años. Me ha gustado cómo has recalcado el paso del tiempo con los edificios que antes eran solares. Un abrazo.

    ResponderEliminar

Vistas de página en total