"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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jueves, 24 de noviembre de 2011

RESOLUCIÓN A TENER EN CUENTA


La obra nace como una bocanada. Entonces va tomando formas y va entrando en algunos, y en otros sólo roza. En unos terceros, algo más especiales, deja una semilla, qué bonito. En todo su recorrido infinito por el tiempo la obra rodea al mundo, va y viene, se enfría y se calienta, se expande y se contrae. La obra es una preciosa bocanada, aspirada de vez en cuando al pasar. Pero entonces llega el crítico y la fotografía, y dice “así es la obra”, sin darse cuenta de que en ese preciso momento acaba de decretar la muerte de la misma obra y sin hallar en derredor a nadie que le haga observar que no es esa la naturaleza de la obra, la de estar para que los demás contemplen su decoro.
Resolución a tener en cuenta: la obra nace para vivir; la crítica existe para decorar.

martes, 15 de noviembre de 2011

LO QUE MÁS DESEA LA MUJER

José Antonio Nisa
La mujer salió de la habitación y se dirigió rápidamente al sótano. Allí levantó el tonel del suelo con una palanca y sacó el polvoriento cofrecito de madera. Lo abrió con presteza y contó: cuatro, cinco, diez, quince, veinte, cincuenta, ciento veinte, y doscientos. Los enrolló apretadamente, se los estrechó en la mano y subió con la celeridad de sus palpitaciones. Había esperado aquel momento durante los últimos ocho años desde que murió su tercer hijo. Desde entonces la desesperación se había cebado con ella. “Tres, fueron tres, mis desgracias, a cual más fuerte”, le había dicho a la vendedora, una mujer blanca que llegaba del este, sobria, de rostro frío, con el pelo estirado hacia atrás. Las dos mujeres habían tomado café mientras ella le contaba la enfermedad que acabó con sus tres hijos: “Los médicos me dijeron que lo llevaban en la sangre”, le confesó.
Aquel día, la vendedora había visitado otro pueblo en el que había cerrado otro trato. Y ahora se encontraba allí, esperando en el salón, frente a una taza de café, frente a la ventana en la que los tejados de las casas parecían dibujados. Había hecho calor desde muy temprano y llevaba ya muchos kilómetros recorridos; aquella bebida le mitigó el cansancio acumulado en dos días de viaje. Cuando volvió la mujer de la casa, recuperó la atención decaída y se puso de pie.
“Aquí tienes, doscientos”. La vendedora los contó depositando los billetes uno a uno en la mesa formando mazos de veinte, tras lo cual los juntó y los metió en un bolsillo interior de la falda, enrollándolos a la manera en que lo había hecho la mujer de la casa.  Salió la vendedora, después de despedirse y desearse suerte, y allí quedó ella, con el corazón alterado, dispuesta a hacer feliz a su marido después de tanto tiempo de oscuridad y desesperante melancolía, después de tantos años de frustración y dolor. Esperó tres horas entre la cocina y la alcoba, disponiéndolo todo para su nueva vida. Al fin, el marido apareció por la esquina con su furgoneta traqueteante. Abrió la puerta y allí estaba ella con su sorpresa en los brazos. Cuando le explicó todo, el marido bramó un llanto inexplicable, algo que pareció no entender el bebé que, acostumbrado a otras caras más inexpresivas, empezó a sollozar.

jueves, 10 de noviembre de 2011

LUNA, UNA HISTORIA MUY SERIA

José Antonio Nisa

El día después de cumplir sus tres primeros años de vida, unas voces alteradas provenientes de la cocina penetraron en el cuarto de Luna. Aquello la despertó bruscamente; entonces se incorporó, recogió su peluche de la cama, se lo pegó al pecho y corrió hacia aquel alboroto. La niña se apoyó en la jamba de la puerta y vio a su madre llorando. Cuando su padre se percató de su presencia y la vio con la cara transfigurada, salió de allí sin decir palabra. Al día siguiente el padre acudió por primera vez a su despertar. Luna quedó extrañada. No tardó en descubrir la pequeña que su mamá no se hallaba en casa, y entonces preguntó por ella. Su padre le dijo que no estaba, que había ido de compras. A continuación la llevó a casa de su abuela quien, con lágrimas en sus ojos, la hundió entre sus brazos. Luna no abandonó la casa de su abuela en los siguientes trece años. Su madre había desaparecido y su padre se había declarado incompetente para la crianza de la niña y del hermano mayor, muchacho que portaba un retraso mental que los médicos nunca llegaron a averiguar si en verdad se trataba de subnormalismo. Ambos niños convivieron en casa de la abuela durante los dos siguientes años, pues al cabo de aquel tiempo, su padre reclamó al muchacho, según afirmaron las malas lenguas, para hacerse con una pequeña paga de discapacitado que el chico recibía.
No tardó demasiado el padre de Luna en saborear las mieles de la vida en pareja. Y así, tres años después de  la huida de su mujer, se reunió en contubernio con una mujer magrebí, quien le ofreció todas las atenciones y cuidados que un hombre como él, que sólo pisaba su casa para comer y dormir, podía necesitar. La situación económica de la nueva pareja de conveniencia era solvente: él trabajaba de agente forestal y ella se embarcaba en las campañas de recolección de la fresa. La pareja tuvo una hija, en la que la mora volcó todo el afecto que llevaba en su corazón desde que abandonó a su familia paterna en Marruecos.
El hermano de Luna, al que su deficiencia no impedía ir de parranda y gastar todo lo que podía, dormía en un lavadero en el ático de la casa. Allí lo había relegado la mora, cuyas austeras costumbres y moral atávica le escatimaban cualquier atención a los discapacitados. Los días más duros del invierno el muchacho no podía dormir a causa del frío que calaba las paredes de aquel soberado. Aquella calamidad le hizo adquirir la costumbre de bajar por la noche cuando todos se habían dormido, extendía entonces un grueso cobertor en el suelo de la cocina y se echaba a dormir tapado con una manta. Procuraba por todos los medios que la madrastra, que parecía estar despierta toda la noche, no lo escuchara, pues le tenía prohibido dormir en el sofá.
Los años pasaban en aquella casa solitaria y silenciosa. Al otro lado del pueblo, Luna ayudaba a su abuela y estudiaba concienzudamente con la esperanza de alcanzar la universidad.  Quería hacer estudios de psicología; aspiraba con ello a alcanzar alguna comprensión de la mente humana que tanto dolor era capaz de verter en el mundo, según su experiencia.
Pero la vida fuera de casa era cruda. En el instituto sufría la mofa de algunas desvergonzadas, que se reían de ella porque sacaba buenas notas, o porque no salía los fines de semana de lujuria como todas las demás chicas. Aquel pueblo era primitivo, los hombres rudos y las mujeres ancladas en unas costumbres que se iban modernizando al ritmo que marcaban las modas de televisión. Pero Luna pensaba entonces en otra cosa.
Cuando Luna cumplió los dieciséis años su abuela recibió una citación de Servicios Sociales. Algo malo, se dijo. Y allá, las dos mujeres, nieta y abuela, agarradas de la mano, se hallaron sentadas en un despacho en el que una señorita les explicaba que ya había finalizado el periodo de custodia para la abuela, y que si se daban las circunstancias favorables, Luna podía ahora ir a vivir con su padre. Pero Luna no lo entendió muy bien y, cerrando los ojos, vio a través de aquella puerta abierta un humo lejano que le anunciaba el lugar adonde tenía que ir para dar a su vida la forma que había decidido el destino. Su padre la acogió con indiferencia.
La Mora, como Luna empezó a llamar a la madrastra, siempre le hablaba muy serenamente, sin alterar el tono de voz, con mucha corrección, pero se negó desde el principio a hacer de criada de su hijastra, así que Luna tuvo que hacerse más mujer aún: lavaba, planchaba, cocinaba, compraba y cuidaba de que el hermano vistiera decentemente, pues ya todos en el pueblo lo tenían por una especie de vagabundo borracho y enfermizo que había sido desechado por el mundo.
La primera discusión con la Mora en la que tuvo que intervenir su padre desquició a Luna. La madrastra se negaba a que Luna utilizara la máquina lavadora de la casa, pues, según decía, la niña no aportaba nada en casa como para hacer tal despilfarro. El padre condescendió a la razón de la Mora y salió por la puerta sin decir palabra. A partir de aquel momento Luna comprendió en qué infierno se había metido sin darse cuenta. Durante meses tuvo que combatir el poder en la sombra de su madrastra, y chocarse contra la cruel indiferencia de su padre, completamente subyugado por la Mora.
Mientras tanto Luna seguía sacando tiempo para estudiar su último año de instituto, la miseria le daba cada vez más fuerzas y ya en Navidad había conseguido el mejor expediente de su promoción, lo que le inundó de una brutal alegría. Sin embargo, aquella alegría no podía sino caer en la sombra de su desgraciado destino. Pese a sus insistencias, Luna jamás había visto a su padre pisar el colegio, pero aquella navidad le rogó encarecidamente que acudiera a aquella recepción. Luna intentó hacer ver a su padre la importancia de aquel momento, de su reconocimiento en el centro, pero el sujeto encontró una excusa para eludir aquel aprieto. El día de la entrega de notas, de nuevo Luna tuvo que argüir que su padre se encontraba enfermo; mientras, el susodicho viajaba con la Mora hasta la capital para cobrar la paga del mes.
Entre aquellos designios Luna se abría paso en la vida, cuando ocurrió lo que le rompió la vida por completo, como caída a plomo: el día de nochebuena de sus diecisiete años, Luna regresaba al pueblo de un viaje que acababa de realizar con su novio. Era este un chico de buenas entrañas y de familia honrada al que conoció en sus primeros años de instituto. Ahora su familia vivía en la costa, donde también Luna había encontrado un refugio para protegerse del monstruoso destino que la acechaba. Inusitadamente, aquel día su padre la esperaba frente a la puerta de casa, franqueando la entrada. Bajaron ambos novios del coche para entrar en casa, pero al pasar por su lado, después del saludo, su padre le advirtió que había llegado su madre y que se encontraba dentro. Como si hubiera oído mentar al diablo, Luna tomó a su chico por el  brazo y tiró de él hacia atrás. Se subieron al coche y se alejaron de allí. Durante dos semanas su padre le insistió para que viera a su madre, pero ella siguió huyendo de él. Aquel momento le cambió la vida por completo. Un dolor ancestral que había sido sepultado durante catorce años por toneladas de granos de supervivencia, hasta el punto de llegar a olvidarlo por completo y convertirlo en una especie de resignada alegría, de repente, se le había aparecido crudamente descubierto, para hacer inútil todo el sufrimiento restallado del tronco de su vida. Luna estuvo vertiendo lágrimas sobre su vestido durante cuarenta días.
Al cumplir la cuarentena, Luna acudió al instituto con los ojos rojos aún, se dirigió al director y pidió entrevistarse con la psicóloga del centro. Esta la atendió urgentemente. Luna vació todo su dolor ante ella, exprimiéndose las lágrimas. La familia de su novio la quería y le había abierto las puertas para que se fuera a vivir con ellos. Luna le dijo que no podía más, que había llegado a una saturación de dolor y que no sabía qué hacer: había pensado en la posibilidad de irse a vivir a casa de su novio y abandonar a su familia. Pero también barajó otra opción: el suicidio. Al día de hoy Luna aún sobrevive.

sábado, 5 de noviembre de 2011

PENITENCIA


José Antonio Nisa
Jon entró en la iglesia. No encontró a nadie. Sus pasos rebotaban de pared en pared, hasta llegar a sus oídos multiplicados. Aquel eco le puso nervioso. Caminó por el pasillo principal, entre los bancos, despacio, buscando con la mirada a alguien que saliera a su encuentro. Se desató el rojo pañuelo que llevaba al cuello, para dar salida al calor que le sofocaba. A pesar de todo, entre aquellos muros reinaba el frío. Llegó al final, frente al altar; echó las manos a su cinturón de cuero negro y se colocó el pantalón en su sitio. Sin esperar más tiempo decidió avisar:
- ¡Padre!
Esperó la respuesta durante unos segundos, antes de repetir.
-¡Padre!
Una voz que parecía ocupada surgió de alguna profunda habitación.
-¡Sí, enseguida! –se escuchó lejana.
El párroco acudió aprisa hasta asomarse un tanto agitado por la puerta lateral que daba a la sacristía.
- Hola, joven –saludó jovial, tranquilizado de repente al poner rostro a la voz llamante- ¿En  qué puedo servirle?
- He venido a confesarme. ¿He llegado en mal momento?
- No, por Dios, las puertas de la misericordia están abiertas en el cielo permanentemente. Pero, dígame, ¿tiene usted prisa?
- No, no tengo prisa, sólo tengo una carga demasiada pesada.
- Pues vamos a aligerarla. Ninguna carga es tan pesada que Dios no pueda poner su mano para echársela sobre sus hombros. Los hombros de Dios son más fuertes que todas las conciencias de los hombres juntas.  Dime, ¿quieres más intimidad?
- Creo que la voy a necesitar.
- Pasa al confesionario, voy a prepararme.
 Jon se acercó tímidamente al confesionario, se situó ante él, una enorme caja de madera, con las puertas abiertas y coronada por una cruz medio caída. La primera sensación que le sacudió fue tenebrosa: aquel cubículo oscuro tenía sus tablas impregnadas de una negra resina procedente de tantas y tantas lágrimas derramadas sobre su suelo, de tanto arrepentimiento y dolor de conciencia. Entonces le pareció repugnante aquella idea del dolor y la pena condensada en una materia pegajosa. Oyó entonces los pasos del sacerdote que se le acercaba por detrás:
- Venga hijo, acércate, ¿qué pasa? ¿es la primera vez que te confiesas?
- Ah, no, no es la primera vez.
Sus pensamientos se esfumaron rápidamente y al segundo se vio prosternado a un lado de la celosía.
- Padre, no me ha sido fácil dar este paso. Sé que puede parecer inoportuno que le diga esto pero quiero antes que nada que me diga si alguna vez en su vida de párroco ha guardado usted un secreto que comprometiera a alguna persona ante la justicia de los hombres.
- Hijo, la confesión es una redención divina. Quien alguna vez haya prestado a los hombres los pecados depositados en este sagrado lugar para ser purgados por la justicia humana, seguro que no lo ha hecho en nombre de Dios.
- Y usted, ¿habla en nombre de Dios?
- No lo dudes. Puedes confiar en Dios y en la mano que ha puesto sobre un servidor.
- Mi caso no es normal, padre. Seguramente le parecerá abominable, y puede que tenga que pararme a mitad de la confesión, pero es necesario. Últimamente no puedo dormir, estoy comenzando a padecer de insomnio. Las pesadillas me asaltan en cada ocasión. Y aun sin estar dormido, estoy muy mal. A veces me viene la idea de que estoy enloqueciendo.
- Hijo, comparte con Dios esos monstruos.
- Padre, yo he matado. He sido un vil asesino, he destrozado muchas vidas, de una forma fría y cruel. Y me arrepiento.
- Cálmate, cálmate. No todos los crímenes son iguales ante los ojos de Dios. Cuéntame cómo fue.
- El mío fue abominable. Pero yo vivía en otro mundo. La razón de mi vida era la guerra. Y así actuábamos, como guerreros. Pero en verdad no era un guerrero, porque los guerreros acaso ponen la pasión en la lucha. Yo era un simple soldado, un vil y miserable soldado que actuaba por miedo a mis superiores.
- Mira, hijo, aún no has entendido nada. El soldado es un obrero de la nación, y actúa para defender a la patria, como un deber y una necesidad bendecida por Dios. Dios nos manda defender a nuestra patria. El crimen en la guerra es un acto de defensa, tan necesario como inevitable, pero nunca un pecado cuando se hizo pensando en el cumplimiento de un mandato divino.
- No, padre, no. No era ese ejército el mío. El mío era un ejército inexistente, mis superiores decíanse amigos míos, mi patria, una utopía, y mis ideales, una sarta de mentiras.
- No entiendo bien, creo que necesito que me aclares todo desde el principio.
- El principio de todo, padre, creo que está en mi nacimiento. La vida con que uno se encuentra no es más que un continuo salvarse de caer en la miseria y en la muerte precoz. Uno se halla de repente con un haz de cuerdas y con ellas ha de sostenerse. Las va lanzando a uno y otro lado, a su padre, a su madre, a los hermanos, a los amigos, a los héroes, y con todas ellas bien atadas construye una red sobre la que se mueve como una araña en su tela. A veces uno de los cabos se suelta, y entonces la araña se tambalea, y se conmueve, y ha de esforzarse para reparar aquel estropicio. Yo, en un momento de mi vida me vi pendiendo de un solo hilo, ¿sabe? Fue un amigo, quien ya tenía trenzada su telaraña para que yo me moviera por ella. Pero aquella no era mi red, no era mía. Yo aquello no lo comprendí. Así acabé integrado en los grupos juveniles revolucionarios por la independencia, los alevines de la GRI. Llegué rápidamente a entender que para funcionar colectivamente era necesaria la disciplina y el orden, y que las obligaciones había que cumplirlas. Y así me fue, maldita sea. Llegó el día en que tuve que demostrar mi disciplina y mi compromiso con el grupo. Fue una preparación fría y minuciosa, había que dar un golpe que nos pusiera en el panorama político de lleno, teníamos que dar muestras de estar ahí, y con ello reivindicar nuestras ideas, tan justas, tan prósperas, tan humanas. Sí, padre, fue el atentado del centro.
- Oh, por Dios.
- Teníamos prohibido ver la televisión, escuchar la radio y los testimonios, habíamos previsto irnos a la montaña durante una semana, y evadirnos de cualquier contacto con el dolor causado. Yo tenía intención de hacerlo, pero todo sucedió de una forma imprevista. Estaba en el coche cuando accioné el mando y se produjo la explosión, entonces intenté arrancar para irme. Pero el coche no arrancó. El nerviosismo se apoderó de mí, bajé del coche y comencé a caminar con la bolsa del detonador al hombro, y a alejarme. Pero aquellos fueron unos pasos que di sobre el infierno. Lo que vi me trastornó, me llenó de horror, me hizo temblar, me dejó una huella imborrable. Cuando llegué al lugar convenido a reunirme con los otros rompí en gritos y lloré desconsoladamente. Desde entonces me siento vigilado, ¿se da cuenta, padre? ¡Mis compañeros me vigilan! Pero lo peor son aquellas imágenes horribles que me acompañan, aquel estruendo que día y noche se me repite cada vez que oigo llorar a alguna mujer, cuando veo a algún niño agarrado de la mano de su madre, cuando pasa por mis  oídos la satánica melodía de las sirenas. Padre, siento miedo, siento vergüenza, siento que me quiero morir.
- Tranquilo, hijo, tranquilízate y reza. Yo también rezaré por ti, eres demasiado joven para estar así.
Una respiración acelerada y un lamento apagado invadieron el silencio. El sacerdote no esperaba aquella confesión tan terrible, y aguardó a que una voz divina le dijera qué debía hacer en aquel preciso momento. Mientras tanto, caminó por el sendero que frecuentan los hombres:
- Aquello fue terrorífico. Lo sabes. No pude entenderlo, ni lo entiendo aún. El mal es muy poderoso, y es capaz de penetrar en las almas más cándidas. Aquella vez se adueñó de ti. Fue terrible. ¿Viste entonces la cara del dolor?
- Desde entonces no veo otra cosa, padre.
- Siéntate y reza, hijo, reza todo lo que puedas, y convence a nuestro padre de que mereces el perdón. Yo ya te he perdonado.
- Padre, necesito que me comprenda, necesito liberarme de esto.
- Reza y habla con Dios. Acude todos los días a la misa de tarde, ven a escuchar la liturgia, lee la Biblia. El camino hacia el perdón no es fácil.
- Gracias, padre. Así lo haré.
Fue otro martes. Era por la tarde, la iglesia estaba más concurrida de lo habitual. Un autobús de turistas estaba aparcado en la plaza. Era extraño que el párroco no advirtiera a los visitantes, como solía hacer, de la seriedad que debía imperar en la casa de Dios. La lectura fue de San Mateo, rematada con una frase que le hizo pensar que había elegido el buen camino:  “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.” Ensimismado en estos pensamientos, Jon vio cómo un rubio turista con chaqueta de explorador y gafas de sol se le acercaba de una forma extraña. Frente a aquel otro turista lanzó un flash hacia su cara. De pronto se azoró, comenzó a mirar las caras a su alrededor, y notó que los turistas estaban todos vestidos con la misma cazadora. Todos tenían cámara de fotos en la mano. Aquel espectáculo le puso en alerta. Salió rápidamente del templo. A la salida varias personas hacían fotos a la fachada del edificio. Caminó rápidamente, tenía que desaparecer de allí. Al girar la calle vio un coche aparcado frente a un hotel en el que dos tipos con americana y auriculares lo observaban atentamente. Al final del callejón que tomaba hacia su apartamento vio un furgón de la policía. “Sólo Dios está facultado para la misericordia y el perdón” había pronunciado días antes el sacerdote. Entonces empezó a entender el verdadero sentido de todo aquello en lo que había empezado a creer. De pronto una palabra acudió a su mente, para descubrir la increíble ingenuidad que le había ocupado durante tanto tiempo: “Penitencia”, exclamó el eco de su voz.
Jon no ofreció resistencia.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

LA GATA

José Antonio Nisa
 
            El cañaveral se ceñía al curso del arroyo, enmarañando la ribera y haciendo el camino intransitable. Allí, en la oculta ladera, algo más alejadas del agua, se encontraban las tres madrigueras, bien ocultas entre la maleza. 
La astuta gata ya había notado la presencia de conejos por aquella zona, así que, con el paso de los días y la paciencia que Dios le dio, saltando la valla y moviéndose oculta y sigilosamente por entre los arbustos, logró encontrar la morada de aquellos roedores.
Cierto día la gata observó que la hinchada coneja llevaba dos días sin salir de la madriguera. Supo entonces que la camada de conejitos estaba ya en el mundo. Ese hecho excitó su instinto y aguzó su atención e interés sobre aquellos nuevos roedores. El viernes por la tarde, cuando ya la coneja madre se ausentaba largos momentos de la zona en busca de comida para sus gazapos, la gata atravesó el arroyo por un vado de piedras altas, entró rápidamente en la madriguera, sacó sus uñas y allí dio caza y muerte a un inocente conejo. El recorrido de vuelta fue veloz; con el gazapo entre los dientes no tuvo tiempo que perder: saltó la valla de nuevo, entró en el huerto y entre dos plantaciones hundió el animalito en el suelo, cubriéndolo con tierra.
Lo que resultaba verdaderamente curioso era que los perros nunca hurgaran con su divino olfato en aquellos túmulos, pero lo cierto es que estaban aquellos animales demasiado bien acostumbrados a la buena comida de mesa bien servida que el hortelano les ofrecía puntualmente todas las tardes.
Dos semanas más tarde el gato salvaje ya había repetido la operación una docena de veces: doce raptos, doce muertes, doce sepulturas. Fue entonces cuando el campesino, al encontrar la tierra ligeramente levantada, descubrió el primer gazapo enterrado. De repente, el hombre miró al gato que descansaba sobre una vieja mesa moviendo reptilmente su cola, y entonces tuvo miedo de aquel animal tan enigmático, tan astuto y tan pérfido. Evocó el tiempo en que llegó a tener a veinte gatos bajo su amparo y manutención, y cómo habían desaparecido todos de aquel recinto tan limitado y escaso. Todos salvo la madre. A la progenie nunca más la volvió a ver por allí. Fue ese el momento en que entendió la verdadera naturaleza salvaje de aquel animal y el instinto de supervivencia tan desarrollado con que se maneja.
Pasaron varias semanas en las que aquel miedo no le dejaba apartar la vista de aquel animal, en una apasionada y oculta adoración. Cada día el campesino veía la tierra un tanto levantada por aquel rincón del huerto, sabía las artes a las que se dedicaba el animal por aquel rincón, pero no quería intervenir. Al cabo de diez días, el hortelano se rebeló contra el inusitado respeto que profesaba a aquel animal y, en un arrebato, decidió descubrir todo lo que el animal había ocultado en aquel espacio, firmemente dispuesto a poner fin a aquella tenebrosa costumbre felina de continuos enterramientos. Se dirigió al lugar, con la azada, comenzó a remover la tierra, cavando cada vez con más ímpetu, profundamente. No encontró nada. Entonces miró hacia la casa: el gato yacía de nuevo sobre la vieja mesa, al acecho de todos sus actos, con los enigmáticos ojos grisáceos fijados en él, moviendo la cola con repticia.

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