"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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miércoles, 25 de julio de 2012

LA NADA DEL CIELO


El verano en la ciudad es silencioso, no hay bocinas que apremien el paso, no hay casi nada. La gente está en la playa, de vacaciones por la montaña, o bien simplemente ocultos del calor en sus tabucos. Las conversaciones se distorsionan con el calor, el alcohol penetra fácilmente entre el frío líquido combatiente. Algunas cosas se despiertan en estas fechas, como la lentitud, el sabor del paso del tiempo, el sabor de la música, de la noche, el cielo alto.
Entregado a la ferocidad de la canícula, el cielo se difumina cuando el implacable sol rubicundo de mediodía despliega sus haces sobre el asfalto. Los animales aprietan el paso tras la última línea de sombra, los amantes se esconden, y entre sordos ronquidos de sobremesa esperan el crepúsculo para sacudirse las flechas abrasantes del amor. Es entonces cuando el cielo surge allí en lo alto, al fondo del halo luminoso de la ciudad, una oscuridad inveterada sobre la que a veces la luna sonríe ante el cosquilleo de esa brisa amilanada por el cemento ardiente.
Y al fin de semana, el largo viaje hacia el mar, entre autopistas desenfrenadas, rociadas de una prisa inmensa por el placer. El cielo se vuelve real frente al mar, el horizonte tangente de dios, el duelo ante un beso pasado henchido de recuerdos, toda la belleza del verano queda por encima de nuestras cabezas, indolentemente.
El verano nos invita a mirar al cielo, como una orden mayestática de un instinto envenenado de deseo. Ver el cielo por encima de las estrellas es algo que escapa a la razón, porque la razón no ve donde no hay nada, y sin embargo allí está la nada del cielo, azul, turquesa sobre el mar de las tardes de verano, negro entre la noche, y suavemente gris al desplegarse ante los retazos de una tormenta.

domingo, 22 de julio de 2012

PRONOMBRES

José Antonio Nisa

La cena era copiosa. Todos reían y bebían. Y hablaban. De pronto, el maestro alzó la copa y, con su habitual desparpajo, dio la señal. El primero de los comensales acudió a él. Era un tipo alto, de cabeza erguida y hombros abiertos. Entonces pronunció su defensa, de la que el maestro solo recordaría una palabra: “Yo”. El maestro lo miró durante unos segundos en silencio, se llevó su copa a los labios y, habiendo descubierto que la vanidad se encontraba entre aquellos hombres, esbozó una ligera sonrisa que explotó finalmente en una sonora carcajada. El primer hombre se marchó, convencido de haber fracasado.

El segundo hombre era de nariz afilada y pronunciada calvicie. Se acercó al maestro y comenzó un discurso que a la postre el maestro resumiría de forma breve y definitoria con un “Tú”. El preceptor, entendiendo que también la adulación lo acechaba,  hizo un movimiento de negación con la cabeza, escupió bajo la mesa y, elevando una voz cobriza y vibrante, dio paso al siguiente.

El próximo discípulo acabó provocando una profunda tristeza en el maestro. Su alegato había sido inesperado: parco en palabras, de tono taciturno y sometido al fantasma de la autocensura. El maestro lo reflejaría bien en su libro: “Vosotros”. No dejó de mirar fijamente a aquel hombre por unos segundos, comprendiendo que la frustración también le había sorprendido en aquella velada. Al punto, le llenó una copa, se la entregó bruscamente y le dijo: bebe hasta olvidarnos, amigo.

El siguiente comensal sostenía una mirada ladina, los ojos se le disparaban hacia los lados, suspicaces; llevaba un oscuro atuendo clerigal que el maestro escrutó mientras aquel le arrullaba en voz baja el mensaje de su alegato. El maestro agitaba su copa, moviendo en círculo el líquido oscuro que humedecía en ondas licuosas las paredes del cristal tallado, mientras una palabra le atravesaba una y otra vez los oídos: “Ellos”. Entonces de pronto ordenó parar, y renunció a seguir escuchando aquella voz en el momento en que un profundo malestar le torcía el rostro. Acababa de percatarse de que también el odio se había colado en el banquete.

El siguiente comensal que presentaría sus credenciales al maestro llevaba el pelo alborotado, era joven y de palabras firmes. Entonó con energía su exposición, con un rotundo “¡nosotros!”. El maestro lo miraba fijamente, intentando atisbar un movimiento en sus ojos que le revelara cómo se había introducido el fanatismo en aquel individuo. Entonces el maestro levantó la palma de la mano en señal de alto, y le pidió que se retirara, lo que despertó aún más la ira de aquel hombre, quien no pudo dejar de mascullar palabras sucias hasta su sitio.

Un terror ciego sobrecogió de pronto al maestro. Entonces decidió detener los alegatos de los comensales: no elegiría a ninguno de ellos. El gobierno quedaría en manos de todos ellos y la sabiduría sería un bien de todo el pueblo. “Democracia”, se dijo. Y así lo comunicó seriamente a los comensales en los siguientes minutos, en un manifiesto sin precedentes.

Pero de pronto, al fondo de la mesa, una voz se elevó de entre el murmullo que se había creado en la sala. Era el primer hombre que había declarado. Con voz iracunda se dirigió a los demás comensales. Y habló con desdén del maestro, y habló de la tradición, y de la figura del preceptor, y por último habló de rebelión. Pero el maestro solo oiría una palabra acusatoria: “él”. Y una risa grandiosa se derramó de su boca sobre los oídos de aquellos, hasta que, de súbito, su risa paró y su rostro se trocó histriónico. Entonces, en un arrebato de locura, el maestro dio un brusco golpe con la copa en la mesa y la lanzó a lo lejos. Luego, se levantó de su escaño y salió de la sala. Minutos más tarde los comensales salieron fuera en busca del maestro, pero este ya se había marchado con la sabiduría a otra parte.

domingo, 15 de julio de 2012

FRATRICIDIO


José Antonio Nisa
El pequeño Gabri lo vio todo. De pronto la terrible escena le sacudió la conciencia de lo que estaba viviendo y dejó de recordar la sucesión de hechos y pensamientos que lo habían precipitado hacia la habitación. Olvidó que el señor Sampayo lo había enviado con la orden de recoger el relato de aquel día, que no había encontrado a nadie en la habitación y que, tras unas violentas voces procedentes del cuarto de al lado, un miedo infundado lo hizo agazaparse en aquel rincón flanqueado por los dos sillones de orejeras.
Lo que el pequeño Gabri no olvidaría nunca en su vida fue el olor a polvo viejo que desprendían aquellos sillones a través de cuyos brazos cercanos él vio cómo avanzaba la discusión hasta llegar al momento en que dos lágrimas de miedo le recorrieron la cara mientras con sus dos manos se tapaba la boca y la nariz a punto de la asfixia, la asfixia que la crueldad humana es capaz de provocar en la mente de un niño de diez años.
Los dos hombres se encontraron en la primera frase: “La daga blanca sobre la mesa”, “La blanca daga adornaba la mesa”, “La daga color marfil brillaba sobre la mesa”, “El marfil de la daga irisada deslumbraba sobre la mesa”, “La hoja irisada de la daga color marfil brillaba sobre el tapiz aterciopelado de la mesa”. A partir de aquella frase controvertida no fue posible avanzar más. El mayor de ellos se volvió sobre el otro y sonrió: “Bien, amigo, no avancemos más y admitamos cada uno la realidad: para ti la realidad es lo simple y visible, para mí el mínimo detalle y la complejidad. Basta. Pero faltan diez minutos y aún no hemos escrito nada.” El otro hombre, de cara enjuta y pelo largo y mugriento, giró la cara sobre el papel y dijo: “Tú siempre con tus abstracciones. Me conoces y sabes que no soy hombre de mucha dialéctica. Pero no por ello doy mi brazo a torcer.” Aquellas serían sus últimas palabras pues ya el mayor había decidido descargar su teoría sobre el cuerpo de su compañero, a la fuerza, haciendo infructuosos todos sus argumentos. El chico escuchó de repente un quejido largo, una inspiración sin respuesta; cuando el otro se apartó, vio cómo una fuente de sangre recorría la espalda del cuerpo que se encontraba sentado sobre el taburete, la cabeza pesaba sobre el papel y los brazos caían hacia el suelo.
El hombre mayor volcó el cuerpo inerte sobre el suelo y se sentó a escribir. Aquellos veinte minutos se le hicieron interminables al pequeño Gabri. Tuvo tiempo de recordar las palabras  del señor Sampayo sobre el último día para presentar el nuevo relato. Había oído que la editorial esperaba con entusiasmo el nuevo relato de los artistas y algo de la prensa que no acertaba a precisar con su corto entendimiento.
Aquel lunes por la tarde, el señor Sampayo lo buscó por todos lados. Lo encontró aterido en la habitación de Beni. Lo abordó con delicadeza, como nunca lo había tratado. Entonces, después de darle una pequeña charla sobre el mundo, sobre los fuertes y los débiles, sobre la necesidad, el bien y el mal, le habló sobre su nueva vida.
- Tu tío Julio será un gran escritor y ganará mucho dinero. Créeme. No tienes que preocuparte por nada. El tío Emilio se ha ido para siempre. Ha preferido tomar otro camino diferente. Pero eso ya es pasado. ¿Me comprendes?
El pequeño Gabriel dejó caer la cabeza hacia abajo en un ligero movimiento. El señor representante volvió a preguntar con un tono de voz más severo: “¿Me comprendes?” y un olor a polvo viejo volvió a penetrar el olfato del muchacho. Entonces su mirada atravesó los ojos de aquel hombre, impelida por un pánico a lo que él intuía que podía desvelársele como el verdadero mundo de los hombres y sus “necesidades”. Y en aquel momento, exhalando el aire contenido por un momento y colocando la mano sobre el hombro del pequeño en un intento por sosegar el miedo que se esconde tras la ira impotente de un niño,  el señor Sampayo supo que el chico nunca diría nada.

miércoles, 4 de julio de 2012

VÍAS DE ESCAPE


No hay sitios adonde escapar, no demasiados. Y entonces, qué hacemos cuando la insoportable realidad de la letra del piso, del empleo imposible, de esos ladrones hijos de puta que se pasean por las pantallas de televisión inmunizados por la fama, de la chica que se droga y lanza al vacío su vida encallada, de la interminable sarta de necedades que escuchamos al día sobre la crisis y las impronunciables apreturas de cinturón que ya nos cortan la respiración. Malditos. Qué hacemos cuando la revolución queda tan lejos. Qué hacemos ante tanto sufrimiento.
No, amigos. Es necesaria una vía de escape. Es la energía del cuerpo  y de la mente la que pide una vía para la fuga, para escapar del sufrimiento. La mente tiene incorporados estos mecanismos de defensa: la amnesia de esos momentos que nos avergonzaron, del dolor de la humillación; incluso los sueños poseen ese mismo mecanismo de defensa ante los deseos o dolores lacerantes que afloran en el terreno del inconsciente.
La inconsciencia es la mejor protección del ser humano contra la crueldad intrínseca de la existencia. Démonos droga, sí, es la única forma de sobrevivir cuando los huesos crujen y quedan a un paso de la fractura. Tomemos esa droga. Y cuando alguien nos abrace y veamos en sus ojos un brillo de indignación suicida, cuando ese brazo nos anuncie que hay cómplices entre los nuestros, entonces leeremos la prensa, venceremos la desidia del vencido y mataremos la esfinge del poder que nos apagó la consciencia. Proclamaremos nuestro propio Edipo rey.
Pero mientras tanto, déjennos gozar del fútbol, de la patria, de la mierda exquisita que cuecen en televisión para recreo de nuestros bajos instintos. Déjennos olvidarnos de que más allá de nuestra relamida vida perfectamente diseñada para el presente hay algo que se llama “futuro”.

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