El joven señor dijo a su sirviente: "Prepárame el caballo que he de partir", pero este, viendo que era ya muy tarde, y conociendo las veleidades de su señor, estaba convencido de que en realidad no iría a ningún lugar y que tan sólo era otro más de sus efímeros caprichos de muchacho solitario. Así que se desvió del camino de las caballerizas y se dirigió a la cabaña. Entonces el joven señor, viendo que se retrasaba, fue él mismo al establo, ensilló a un caballo y salió. El sirviente, sorprendido al ver que su señor se disponía a salir, le abordó a la salida: "¿Adónde va el señor a estas horas de la noche?" A lo que el señor respondió: "Lejos, muy lejos de aquí, he decidido dar un sentido a mi vida". El sirviente contestó: "Pero señor, esta es su tierra, ¿no es acaso todo lo que hay en ella el sentido de su vida?” “No alcanzas a entenderlo: el sentido de la vida no se halla en ningún lugar”. El sirviente quedó perplejo: “Ciertamente no entiendo nada”. El joven señor espoleó su caballo y, antes de alejarse, dijo: “No temas: algún día quizá podrás comprenderlo”.
Convencido de que aquello no era más que otro nuevo arrebato místico de su señor, el sirviente volvió a la cabaña.
Pasó el sirviente dos semanas de soledad y angustia por el paradero y fortuna de su señor. Hasta que una mañana, cuando el sol llegaba a su cenit, el sirviente vio aparecer por el horizonte a dos hombres a caballo. Venían a traerle la noticia de la muerte de su joven señor, víctima de una sangrienta querella. En aquel momento, el sirviente quedó bajo el influjo de una gran pena y de un augurio incierto de desamparo, cuando una extraña pregunta invadió su cabeza: "¿Qué sentido tendrá ahora mi vida?" Entonces, como si una luz divina le hubiera ayudado a comprender todo lo que su señor le dijera, se dirigió a las caballerizas, ensilló un caballo y, sin más, partió en dirección al sol, muy lejos de aquel lugar, en busca de alguien que, de nuevo, llenara su vida de sentido.