"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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miércoles, 27 de marzo de 2013

RÍGOR MORTIS



En el hospital pusieron cara de extrañeza cuando ella quiso llevarse a casa a su madre, ya en fase terminal, pero al final hizo valer el buen nombre que su primo Aurelio ostentaba en el centro clínico para lograr poner de vuelta y media a todo el personal sanitario buscando los instrumentos y maquinaria para llevar a su casa a la moribunda Josefina. La cama, el oxígeno, el goteo, todo el aparataje en fin, para detectar científicamente cuando se producía el último suspiro.
Pero su madre murió en su casa, como ella quiso. Una mañana Carlos apareció en la cocina, donde ella estaba tomando el té, y se lo dijo susurrándole al oído, para no alertar a ningún espíritu procaz: “Creo que tu madre ya está muerta”. Y entonces, sin soltar ningún gemido, quejido ni lágrima, fueron ambos a comprobarlo.
Se miraron ligeramente ambos ante aquella circunstancia prevista de antemano. Había que darse prisa, pues en media hora ya estaría rígida como una estaca y no sería posible. La tía Yerma, una mujer hecha a aquellos avatares, de cara agitanada y aires adivinatorios, les ayudaría a amortajarla.
Aquella experiencia le despertó cierta alegría: “Mamá, es la última vez que te visto. Te voy a poner guapa, que ya pronto llegará la gente. Me quedaré con tu rebeca, ¿de acuerdo? Me gusta tu ropa, mamá.”  Y entonces dio un último beso a su madre. Pero entonces ya no era Josefina. Ciertamente ocurre algo extraño en la cara de las personas que de un segundo a otro pierden la vida. De pronto el poco color blanco que les quedaba, aquella respiración tenue que le consumía poco a poco las esperanzas, dejan de estar y algo nos dice que ya no son ellos. Josefina ya no era Josefina. Media hora cambia la cara de los muertos hasta hacerlos irreconocibles. Y así Josefina se esfumó a algún lugar y dejó allí un cuerpo recto e indócil. Pero aun tuvo tiempo de entender las últimas palabras de su hija. Y por eso, desde la mortaja, le devolvió una sonrisa que solo ella pudo ver, y de la que nunca a nadie dijo nada.

lunes, 25 de marzo de 2013

EL CAMBIO CLIMÁTICO



Siempre nos decía que antaño, cuando él era un chaval, allí en sus montañas, las semanas de tempestad, lluvia y frío duraban meses. Nos hablaba de las fuentes de las que brotaban manantiales, del verde primaveral con la hierba alta que alcanzaba la cintura y de un cielo invernal más blanco que el de ahora. Pero desde que llegó a la ciudad, nada fue lo mismo. Comenzó a quejarse de todo. Decía que allí en invierno todo olía a humedad, que el agua empapaba el cemento y todo se volvía oscuro, que  siempre todo era igual y que ni siquiera la lluvia lograba cambiar el hábito de la gente, y veía con incredulidad cómo los coches no se dejaban amedrentar por la lluvia y deambulaban por las calles en una irrespetuosa provocación.  Al mirar por la ventana siempre hacía el mismo comentario sobre los edificios que recortaban el cielo y no dejaban ver más allá de los muros. Mis hermanos decían que aquel era un verdadero caso de inadaptación a la civilización y pensaron que aquel sitio no era el mejor para él.  
Así que nos reunimos y decidimos que lo mejor para él era volver al campo. Le procuramos una casa de campo, no muy lejos de la ciudad. Él estuvo encantado.  Poco a poco, se fue dando cuenta de que la naturaleza no había cambiado, como él creía, y que los que habíamos cambiado éramos nosotros los hombres, en algunos aspectos que él bien me señalaba: nuestra comodidad, nuestra facilidad de identificarnos con ciertos estereotipos que crean los medios, nuestra hipocresía, mucho más sofisticada, nuestro sentido común, … pero lo otro: la lluvia, los campos anegados, el sol, las flores, todo eso seguía siendo igual que siempre.
Y sin embargo, después de unos años, la historia llegó a su final. Tenía ochenta y ocho años y en los últimos dos meses había sido operado dos veces de unas cosas extrañas en la tripa. La segunda vez que me llamó para decirme que la bolsa se le caía, me dijo que con aquel aparato que le habían puesto los médicos ni siquiera podía cortar los rosales. Fue un anuncio solemne, al que yo no supe qué responder. Una semana más tarde, me llamó por teléfono para decirme que el lunes siguiente volvía con nosotros: había vendido la finca.
Recompuesto ya del asombro de aquella noticia, el lunes por la mañana le acompañé a recoger los últimos enseres. Una carga de tristeza lo tenía completamente abatido. Pero al fin nos despedimos de los perros, de aquel noble y precioso pastor alemán y del pequeño bodeguero juguetón. Y dejamos en aquel lugar el frío, la humedad, la verdina implacable, el cielo pasajero, los eucaliptos salvajes, los olivos, el huerto, las gallinas, la piscina herrumbrosa de invierno llena hasta rebosar, el barro, la chimenea. Nos despedimos de un trozo de vida abandonado allí en todas aquellas cosas. Sin duda, él sufrió mucho con aquella despedida y, sin embargo, un sentimiento vitalista y rocoso le hizo recomponerse en poco tiempo, pues sabía, y así me lo contaba, que la vida que le quedaba no estaba para gastarla en muchas nostalgias ni melancolías.
Conociéndolo como lo conocía, no me extrañó nada que al poco tiempo se aficionara a leer el periódico y a hacer sudokus, y a pasar horas y horas dando vueltas por el piso con el cuaderno y el bolígrafo en la mano. “Hay que mantener la mente fresca”, decía.  
Como yo esperaba, no mucho después, volvió a defender sus tesis sobre el cambio climático.

jueves, 14 de marzo de 2013

UN IMPREVISTO



Lo había preparado todo concienzudamente, al detalle; había controlado todos los tiempos, todos los momentos en que irían surgiendo los pormenores de su obra, imaginado las bocas abiertas de los periodistas, los ojos hipnotizados de los invitados a la presentación, todo tan exhaustivamente estudiado, que nada podía estropear el día más importante de su vida. El discurso era conciso pero emotivo, y no había pregunta sobre la obra que no hubiera previsto y cuya respuesta no hubiera preparado.
Los libros se hallaban en un estante de un lateral de la sala, apilados en columnas no excesivamente altas, multiplicados, para su venta, para colmar la ansiedad que despertaría aquella obra maestra en todos tras oírle defender su grandeza.
Y sin embargo, aquella risa no había sido prevista. Vino del fondo, en forma de un cacareo jocoso prolongado más allá del límite dentro del cual podría haberse considerado un incidente ajeno a sus palabras, y atravesó toda la sala despertando el arrobamiento en que se sumía la media sala ocupada de una tropa variopinta de periodistas, familiares, amigos y personajes enigmáticos. Entonces la última frase que había pronunciado reverberó en su cabeza, y comenzó a hurgar entre las palabras que acababan de salir por su boca. No había dicho nada importante, ni ridículo, ni trascendente, ni siquiera gracioso; simplemente había despachado el interés de un periodista por su fuente de inspiración: “la vida, esa es mi inspiración”, había dicho. Esta frase era muy simple, tanto que su significado podía ser ambiguo, pensaba, y al tiempo que volvía a contestar a las preguntas que continuaban llegando desde los primeros asientos de la sala, su mente volaba hacia atrás e intentaba atisbar una señal, una cara sarcástica a la que poder hacer frente con su mirada, una mueca extraña que le informara del error que había cometido. Pero no encontraba nada, y, de pronto, de su subconsciente comenzaron a brotar imágenes del pasado, cual espejo retrógrado y perseverante. Y surgía la cara de Juan José, completamente encendida de sangre, riendo a carcajadas como la que acababa de oír, y buscaba la misma cara diáfana y díscola, que reía después de gastarle una de las suyas. Porque él, Juan José, era la vida. Siempre lo había pensado. Era la vida cuando le llevaba al río y después de escuchar lo que él le contaba sobre las Perseidas y la constelaciones más cercanas, veía una señal premonitoria en su cara que le decía que debía pagar por hablarle de cosas ininteligibles, y entonces lo cogía por las piernas, como si fuera un juguete, y lo lanzaba al agua, y desternillándose de risa repetía “peseidas”, “peseidas de mi amor”, y reía con el corazón, porque él no era sino un efluvio de vida. Y nunca renunció a aceptar que su amigo fue quien le mostró por primera vez el sexo en esos años de descubrimiento, llevándole a escondidas al lugar donde las parejas acudían para aparearse, y él se avergonzaba y se ruborizaba y le reprendía diciéndole que aquello estaba mal, y entonces el otro hacía el ruido de la perdiz desde detrás de los arbustos y él le golpeaba para que se callara y finalmente alertaban a las parejas medio desnudas y salían corriendo hacia el lugar donde abandonaban las bicicletas para emprender el camino de regreso a casa, con el alma excitada, con un puñado de sueños pendientes de realizar en la soledad de sus estudios, desde donde reconocía no haber salido nunca.
Y de pronto buscó a Juan José por la sala, y un periodista le hablaba del prólogo del libro, de lo acertado de aquella reflexión, pero él vislumbró por fin a Juan José, y entendió que aquel se había reído porque probablemente no hubiera entendido aquella frase, “la vida, esa es mi inspiración”, porque ni siquiera sabría qué es una inspiración. Allí estaba su amigo del alma, al que hacía once años que no veía, desde que se marchó a las islas con una inglesa a la que enamoró con su imitación de la perdiz, o con sus músculos y su rubia melena, o con la risa contagiosa con la que se reía del mundo, de los sabihondos, de los estudiosos, de todo el que no sabía silbar o del que no sabía beber. Y allí estaba riéndose de él, de sus frases, y esperándolo para darle un abrazo y desarmarlo, despojándole de sentido aquella frase que de seguro no había entendido pero que, inconscientemente, sabía que era una frase que no significaba nada.
De repente, los periodistas callaron. No había más preguntas. El editor rumió a sus oídos unas palabras, pero él tenía la mente en otro lado. Volvió la cabeza hacia él y le miró a los ojos, y el editor vio algo extraño en su mirada. Entonces el mismo editor despidió a la concurrencia y emplazó a los asistentes a tomar una copa y recibir los libros firmados del autor. Todo se había venido abajo, bruscamente, como si aquellos pensamientos no hubieran hecho más que desproveer a todo aquel acto de sentido, aquel libro, aquella presentación, aquellas palabras, aquella historia, y se percató de que todos aquellos pensamientos que le habían brotado no eran más que capítulos de su libro y que él era, finalmente, el protagonista del mismo, su propia inspiración, su propia vida narrada bajo una gran carcajada.

martes, 5 de marzo de 2013

EL LUNÁTICO



En aquellos días de verano, su locura adquiría una forma muy especial: recorría la orilla del mar declamando versos de sus poetas favoritos, exclamando frases grandilocuentes de filósofos o de grandes héroes de la humanidad, y sufría al saberse expuesto a la extrañeza de los hombres que con cómoda distracción lo contemplaban. Entonces, completamente enajenado alquilaba una de esas barcas de a 20 euros la hora y se adentraba con ella en el mar. Para él, nadar era lo más parecido a la ingravidez de la luna, y el silencio en el fondo del agua, y las ondas de la superficie que se reflejaban en el fondo del mar, todo era lunático. Y se lanzaba al agua cristalina y nadaba como si en la luna se encontrara, y allí en medio del mar también declamaba y lanzaba frases grandilocuentes. A veces salía a la superficie y tomaba de ese aire contaminado de los hombres y con toda la pasión de su locura volvía a sumergirse en el agua y bajaba hasta tocar el suelo con sus pies desnudos, momento en el cual, casi siempre sonaba el runrún de un motor que atravesaba sus oídos como una estela sonora acercándose cada vez más a su barcaza, hasta frenar y colocarse justo encima de su cabeza. Entonces un buzo se lanzaba y en un baile esotérico lo tomaba de la mano y lo elevaba a la superficie, presa de un miedo incierto. Y sin decir nada, volvían a la orilla en la lancha motora, ahora sí, para encontrar un tumulto alrededor del punto usual de partida, esperando noticias suyas, fatídicas o felices, y él quedaba expuesto de nuevo a la extrañeza de aquellos hombres y mujeres y niños que aplaudían a la lancha de rescate, exponiendo un entusiasmo vacío y sin sentido, por haberle salvado de la ingravidez a la que se acercaba allí en el fondo marino, expuesto a la extrañeza de los peces, y devolverlo a su habitual locura.  

domingo, 3 de marzo de 2013

ALGO OBVIO



La historia de la humanidad no nos demuestra ningún tipo de evolución. No ha existido civilización que no se haya rendido siempre a la belleza y a los apetitos carnales. Los niños siempre han juzgado con los ojos de los mayores: lo feo, lo bello, lo sensual, lo adecuado, lo oportuno, lo transitorio, lo definitivo. Todo con los ojos que calan la hembra o el macho según los patrones aprendidos, trasvasados de generación en generación. El toque mágico del primer desnudo que llegó a la vista llamando a la puerta de los instintos, la búsqueda del beso perdido al desvanecerse la infancia y el amor materno, el amigo pervertido, las prostitutas rondando las esquinas y asombrando a la inocencia, las escenas de amor en los largos, todo, todo, está dispuesto para que el hombre desde su infancia anhele no más que la belleza, la sensualidad y la carne. Así es cómo la sociedad se rinde a sus instintos.

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