Lo había preparado todo
concienzudamente, al detalle; había controlado todos los tiempos, todos los
momentos en que irían surgiendo los pormenores de su obra, imaginado las bocas
abiertas de los periodistas, los ojos hipnotizados de los invitados a la
presentación, todo tan exhaustivamente estudiado, que nada podía estropear el
día más importante de su vida. El discurso era conciso pero emotivo, y no había
pregunta sobre la obra que no hubiera previsto y cuya respuesta no hubiera
preparado.
Los libros se hallaban en un
estante de un lateral de la sala, apilados en columnas no excesivamente altas,
multiplicados, para su venta, para colmar la ansiedad que despertaría aquella
obra maestra en todos tras oírle defender su grandeza.
Y sin embargo, aquella risa
no había sido prevista. Vino del fondo, en forma de un cacareo jocoso
prolongado más allá del límite dentro del cual podría haberse considerado un
incidente ajeno a sus palabras, y atravesó toda la sala despertando el
arrobamiento en que se sumía la media sala ocupada de una tropa variopinta de
periodistas, familiares, amigos y personajes enigmáticos. Entonces la última
frase que había pronunciado reverberó en su cabeza, y comenzó a hurgar entre las
palabras que acababan de salir por su boca. No había dicho nada importante, ni
ridículo, ni trascendente, ni siquiera gracioso; simplemente había despachado
el interés de un periodista por su fuente de inspiración: “la vida, esa es mi
inspiración”, había dicho. Esta frase era muy simple, tanto que su significado
podía ser ambiguo, pensaba, y al tiempo que volvía a contestar a las preguntas
que continuaban llegando desde los primeros asientos de la sala, su mente
volaba hacia atrás e intentaba atisbar una señal, una cara sarcástica a la que
poder hacer frente con su mirada, una mueca extraña que le informara del error
que había cometido. Pero no encontraba nada, y, de pronto, de su subconsciente
comenzaron a brotar imágenes del pasado, cual espejo retrógrado y perseverante.
Y surgía la cara de Juan José, completamente encendida de sangre, riendo a
carcajadas como la que acababa de oír, y buscaba la misma cara diáfana y
díscola, que reía después de gastarle una de las suyas. Porque él, Juan José,
era la vida. Siempre lo había pensado. Era la vida cuando le llevaba al río y
después de escuchar lo que él le contaba sobre las Perseidas y la
constelaciones más cercanas, veía una señal premonitoria en su cara que le
decía que debía pagar por hablarle de cosas ininteligibles, y entonces lo cogía
por las piernas, como si fuera un juguete, y lo lanzaba al agua, y
desternillándose de risa repetía “peseidas”, “peseidas de mi amor”, y reía con
el corazón, porque él no era sino un efluvio de vida. Y nunca renunció a aceptar
que su amigo fue quien le mostró por primera vez el sexo en esos años de
descubrimiento, llevándole a escondidas al lugar donde las parejas acudían para
aparearse, y él se avergonzaba y se ruborizaba y le reprendía diciéndole que
aquello estaba mal, y entonces el otro hacía el ruido de la perdiz desde detrás
de los arbustos y él le golpeaba para que se callara y finalmente alertaban a
las parejas medio desnudas y salían corriendo hacia el lugar donde abandonaban
las bicicletas para emprender el camino de regreso a casa, con el alma
excitada, con un puñado de sueños pendientes de realizar en la soledad de sus
estudios, desde donde reconocía no haber salido nunca.
Y de pronto buscó a Juan José
por la sala, y un periodista le hablaba del prólogo del libro, de lo acertado
de aquella reflexión, pero él vislumbró por fin a Juan José, y entendió que
aquel se había reído porque probablemente no hubiera entendido aquella frase,
“la vida, esa es mi inspiración”, porque ni siquiera sabría qué es una
inspiración. Allí estaba su amigo del alma, al que hacía once años que no veía,
desde que se marchó a las islas con una inglesa a la que enamoró con su
imitación de la perdiz, o con sus músculos y su rubia melena, o con la risa
contagiosa con la que se reía del mundo, de los sabihondos, de los estudiosos,
de todo el que no sabía silbar o del que no sabía beber. Y allí estaba riéndose
de él, de sus frases, y esperándolo para darle un abrazo y desarmarlo,
despojándole de sentido aquella frase que de seguro no había entendido pero
que, inconscientemente, sabía que era una frase que no significaba nada.
De repente, los periodistas
callaron. No había más preguntas. El editor rumió a sus oídos unas palabras,
pero él tenía la mente en otro lado. Volvió la cabeza hacia él y le miró a los
ojos, y el editor vio algo extraño en su mirada. Entonces el mismo editor
despidió a la concurrencia y emplazó a los asistentes a tomar una copa y
recibir los libros firmados del autor. Todo se había venido abajo, bruscamente,
como si aquellos pensamientos no hubieran hecho más que desproveer a todo aquel
acto de sentido, aquel libro, aquella presentación, aquellas palabras, aquella
historia, y se percató de que todos aquellos pensamientos que le habían brotado
no eran más que capítulos de su libro y que él era, finalmente, el protagonista
del mismo, su propia inspiración, su propia vida narrada bajo una gran
carcajada.