"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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sábado, 31 de diciembre de 2011

CUESTIÓN DE FE

José Antonio Nisa

 “¿En qué creer hoy día? ¿Por qué creer?” Suenan estas preguntas como las cadenas arrastradas de un fantasma ululante que inquietan a la Razón y al que sólo podemos vencer con la palabra, aunque no es fácil agarrar palabras para lograr creer que lo vencemos. Sin embargo, nos conformaremos con creerlo.
No hay que haber vivido demasiado para comprobar que la fe del hombre no pertenece al terreno de la voluntad. El hombre no puede plantearse si creer o no creer; el individuo, sencillamente, cree o no cree, como un hecho que surge de las profundidades de su alma. Pensar que la fe es un acto de voluntad es caer en la tópica ilusión de que el hombre controla sus impulsos, sus deseos o sus sueños.
El hombre tiene la necesidad de creer en algo, como máxima expresión de lo único que lo mantiene vivo a pesar de todo: la Esperanza. Todas las personas confían en que un Algo que no depende de ellos los salve de la angustia existencial congénita: Dios, la Ciencia, la Razón, la Magia, la Justicia, el Socialismo,… sin embargo, estos dioses nunca se han podido mantener solos, sin una moral o doctrina que lo sustente, basada en unos valores que respondan realmente a lo que el hombre necesita. El paso del tiempo ha demostrado, no obstante, el fracaso de estas doctrinas, y, en definitiva, de estos dioses, porque ni el catolicismo ni el socialismo ni la ciencia ni el ateísmo, supieron responder a las necesidades del hombre, al deseo de ser amparado en la tierra por una patria, por una especie de Humanidad pura, porque todas ellas clavaron alguna vez la espada en la tierra para proteger su oro. Todas las creencias que alguna vez predicaron la salvación de la Humanidad fracasaron y ahora el hombre vaga por el mundo sin una clara idea siquiera de que la Humanidad exista, buscando ese sentimiento de fraternidad por algún sitio, la calidez humana, algún lugar al que pertenecer. La fe es para el hombre la posibilidad de una patria, un lugar donde depositar sus más profundas raíces humanas sin avergonzarse, una nueva patria para superar la decepción del Hombre.
Pero ¿hacia dónde camina el hombre errabundo? ¿Y cuál es la creencia que podría salvar a la humanidad? Más allá del debate, más o menos artificioso, que se establece hoy en día entre los diferentes dioses o religiones, entre las no-creencias y las creencias más consolidadas, existe en cada hombre una fe íntima que bien se cuida de guardar en su cuarto más oscuro.
Aun siendo consciente de su poder sobre la naturaleza, aun ostentando los principios más sólidos que caben en su consciencia, todo hombre en algún momento ha sucumbido a la imploración irracional: “Ojalá”, “Dios mío”. Aunque no crea en nada, aunque crea firmemente en el poder de la Razón, en la Ciencia, en el orden social y universal que ha construido, el hombre lanza su “Ojalá” en ese anhelo de que exista esa Voluntad universal que atienda a sus deseos, que sea capaz de perdonar, de hacer olvidar, de imponer una Justicia verdadera, que no es más que la justicia que desea para sí. Porque ¿quién no cree merecer algo que el mundo no le ha dado? ¿quién no cree que la Justicia de los hombres es injusta y espera que algún dios le resarza?
Calvero, el protagonista de Candilejas, lanzaba retos al destino con su “¡Viva la vida, viva sin esperanzas!”. Y, sin embargo, llegó el día en que tuvo que entregar su amor a una triste bailarina, y allí se encontró estragado tras las bambalinas, lanzando con toda su alma las palabras a algún rincón del universo “Por favor, dale fuerzas para que baile”. ¿Y no era aquello una oración? ¿Qué es la oración sino la expresión de un deseo? El hombre desea, y a veces el deseo egoísta le lleva a dotar a esa Voluntad que rige el mundo de una personalidad antojadiza, cruel y caprichosamente benévola, y una naturaleza egoísta, tanto como la suya propia, y así, según esa misma lógica, piensa: “Para que la Voluntad actúe a nuestro favor, es necesario entregarle algo a cambio. Como compensación, haré un Sacrificio”. Qué burda esa creencia de que el dolor compensa al placer. Quizá Dios se haya reído de nosotros al vernos prosternados durante horas en las iglesias, o al vernos sacar el corazón al cordero, o cumpliendo estoicamente las normas más severas de la moral, quizá ni siquiera haya dios que se ría de nada y sólo sea esto nuestra risa imaginada.
No deja de sorprender la vigencia que tienen aún hoy los dilemas filosóficos sobre esta cuestión que creaba el escritor Feodor Dostoievski a través de sus personajes. En todas sus grandes obras aparece la figura de ese individuo con “ausencia de juicios” o con una “comprensión absoluta” de todos los actos humanos. Aliosha, en Los Hermanos Karamazov, Marcar Ivanovich, en El adolescente, o el príncipe Mishkin en El Idiota, son personajes que encarnan ese arquetipo de ser humano: hombres absolutamente ridículos en una sociedad urgida por los valores materiales y por una moral llena de hipocresía. Cuando estos personajes se aferran a la divinidad como único modo de salvarse están declarando al mismo tiempo el fracaso del hombre como ser racional, el fracaso del hombre como individuo más allá de su animalidad. Toda la construcción social que hace el hombre para poder convivir con sus semejantes se basa en la razón y en la ciencia, y al frente de esta artificiosa construcción, como fin último que mueve y dirige al hombre por los caminos de la vida, se encuentra la idea de la conservación y prosperidad de la especie humana (el patriotismo y los ideales políticos no son sino las caras más perceptibles de esto). Sin embargo, el ser moral, resultado de esa construcción social del hombre, no sobrelleva muy bien sus impulsos más irracionales y, consecuentemente, hace el mal, mata, roba, difama,… Parece que en este sentido el hombre moral ha demostrado no tener remedio. La moral rígida ha generado odio entre los seres humanos, guerras, malquerencias, horrores; la bondad ha quedado como algo meramente formal, como una licencia para ser reconocido y aceptado, pero muy lejos de ser una bondad auténtica, emanada del alma. El amor es un concepto que queda en el ámbito de lo privado, de las pasiones amorosas, o de los afectos familiares, pero casi siempre es algo ajeno a toda ley moral. Así, esos personajes de Aliosha o Makar Ivanovich encarnan ese pensamiento rebelde con el que Dostoievski quiere romper la moral basada en la razón y en la ciencia, y en el que desea con todas sus fuerzas que el mundo deje de juzgar y comprenda que lo único que nos puede salvar de este tormento de la vida es el amor incondicional, al día de hoy un amor ridículo a los ojos de la moral establecida, como los mismos personajes que lo encarnan. Para Dostoievski ahí es donde interviene Dios, ese es el sentido de la fe: el hombre no puede anteponer ninguna idea al amor incondicional, a la compasión, el valor de la bondad cristiana como bondad que nace de un puro sentimiento humano es el valor que coloca por encima de todos los demás valores de los hombres a través de estos personajes. Todo lo cual le lleva, además, a realizar una dura crítica a la institución de la Iglesia como institución que ha aniquilado los verdaderos valores del cristianismo e instaurado una moral basada en el miedo y cuyo objetivo último siempre fue la conservación de su poder.
En un mundo en el que ya quedan pocos lazos humanos por romperse, existen almas que han perdido la fe en todo, y a las que sólo queda entregarse al presente y a lo material, porque la vida los ha convencido de que todos los deseos se pueden satisfacer con ello. Los esfuerzos de un alma así cincelada se obstinan en el placer y el dinero, los dioses bien avenidos del siglo, mostrando el síntoma de una enfermedad: la pérdida de la Esperanza. ¿En qué creer? ¿Por qué creer?, suenan las cadenas de nuevo. Cuando el hombre ha muerto ya tantas veces, a causa de los fracasos de tantos y tantos dioses, cuando el calor humano le ha abandonado, ya no le queda más remedio que entregarse a sí mismo y al puro hedonismo.
Y sin embargo, a lo largo de la historia de los hombres, al final de la tragedia, en el último episodio, siempre surgió aquella fe que salvó de la ruina a la especie humana. Una fe tan ancestral como el arrullo de una madre, de la que se quiso impregnar el cristianismo, o el socialismo, o las primeras almas cándidas que volaron hasta la mano de Charles Manson. Aquella fe que movió al hombre hacia el alma del otro e hizo que se apoderara de su tristeza, de su alegría, y poder conocer así el dolor ajeno, aquella fe siempre estuvo ahí, esperando para salir al rescate.
Pero eso sólo al final de la tragedia. Mientras tanto seguiremos mejorando Facebook.




miércoles, 28 de diciembre de 2011

A PIG ON THE ROAD

José Antonio Nisa
            Al fondo de la carretera la noche era cerrada, la oscuridad opaca. El halo de luz que la ciudad proyectaba en el cielo ya había quedado atrás, oculto tras las negras montañas, y ahora tan sólo las consumidas luces de los faros de la vieja furgoneta iluminaban un suelo en el que no brillaba nada. Sin líneas, sin ningún elemento reflectante, sus ojos se agrietaban al intentar encontrar los límites de aquella carretera desdibujada. Más allá sólo se veían tinieblas.
Había bebido algo más que de costumbre, razón por la cual su mente mezclaba lo real y lo imaginario, los hechos pasados y sus deseos más recónditos. Aquella noche había cerrado el bar demasiado tarde y ahora, aprovechando la flaqueza del cansancio, el sueño empezaba a hacer estragos en su mente. Las imágenes del día se le agolpaban una tras otra: su debilidad, su falta de coraje para afrontar la realidad con valentía, aquellos tres tipos... poco a poco iba sumergiéndose en aguas nauseabundas. Ahora acudían a su mente sus días en el matadero, y echaba de menos aquellas horas de tedio degollando y destripando animales. Su padre fue quien le había colocado en aquel lugar sangriento: “cuando aprendas a manejar el cuchillo entonces sabrás manejar a los hombres”, le dijo el día en que con tan sólo dieciséis años lo llevaba en el coche para presentarlo al encargado del matadero. Pero él no nació para manejar a los hombres.
Siempre evitaba los conflictos, porque tenía demasiado miedo al dolor. Su corazón nunca quiso exponerse a la tiranía de la fuerza, y por eso, cada vez que pensaba en esa debilidad que su padre siempre le había reprochado, se humillaba. “Los hombres tienen que pelear para ser respetados”. Él era un tipo bajo, ancho y sus ojos entristecidos sobre unas permanentes lívidas ojeras estaban hechos para aguantar la imposición de los fuertes, para resistir los envites del destino que su padre tan bien supo capear con su arrojo y valentía. Nunca quiso pensar en ello, y se respondía que aferrarse a la vida no significa tener miedo. Fuera lo que fuere, el temor a la inquina y desprecio que vislumbraba en algunos ojos humanos le habían hecho, con el paso de los años, envolverse en una profunda indiferencia en su modo de ser y de comportarse.
Aquel día que se agotaba en la oscuridad de la noche fue un día de infortunio, el final de una historia que había comenzado dos semanas antes, en una mañana de la que no se esperaba más que su final. Era poco más de mediodía cuando cuatro hombres entraron en el bodegón distraídos entre risas, y se colocaron al fondo de la barra. A tenor de sus vestimentas, le parecieron obreros de la construcción que quizá hacían un receso en su jornada de trabajo. Los atendió con su voz tenue y ronca. Sus movimientos parecían estar dominados por una inseguridad congénita, aunque él se sabía válido para aquella profesión, era servicial y se había ganado el reconocimiento de su clientela complaciendo más de lo que el servicio exigía.
Los cuatro hombres bebieron sin prisas, riendo y elevando a veces el tono de voz. De pronto, ocurrió algo desagradable, como así indicaban todas las caras del lugar que miraban con rictus de sorpresa al rincón donde se encontraban aquellos individuos. Uno de ellos, un tipo alto, delgado y de cabeza oblonga, tenía agarrado por el cuello a un vagabundo asiduo del bar que solía acudir todas las tardes a tomar su plato de comida, y le espetaba a voz en cuello: “No quiero verte por aquí nunca más, ¿entiendes?...¡Escoria!” Acto seguido se sacudió las manos y, escupiendo al suelo con un gesto de repugnancia, sentenció: “Una limpieza de esta escoria, eso es lo que hace falta en este país.” Pedro se acercó al grupo de hombres a interesarse en lo que había ocurrido, pero nadie quiso aclarar exactamente lo que había pasado; el desprecio aún permanecía latente en la cara de aquel individuo iracundo y ahora la emprendió contra el camarero: “¿Que si me ha molestado, me pregunta? Esta escoria molesta a cualquier persona decente. Si usted es una persona decente debería poner un poco de orden en su negocio.”
Pedro entendió que toda razón estaba de más en aquel momento y se volvió hacia el otro lado de la barra después de susurrar una disculpa. Ahora, sin embargo, mientras sacaba los vasos del lavavajillas y los secaba de cara a la ventana opuesta a aquellos tipos, sentía que las miradas se cernían sobre su espalda. Las palabras que saltaban de aquella conversación a su espalda llegaban a sus oídos como bolas de plomo cargado. Había notado el diálogo hostil y comenzaba a mirar el reloj con la esperanza puesta en que aquello acabara cuanto antes.
Pasada algo más de una hora, saltó la voz de uno de aquellos hombres pidiéndole la cuenta. Pedro acercó un enorme cuaderno en el que anotaba todas las consumiciones que acumulaban los clientes, pero el alcohol ya vibraba en la voz y guiaba las razones de aquellos hombres:
- ¿Cómo que cinco rondas? Han sido cuatro –interrumpió bruscamente el tipo alto del altercado.
- Mire, yo he apuntado cinco rondas –contestó con prudencia el camarero, enseñándoles el cuaderno.
- ¿Pero usted quiere cobrarnos una ronda de más? ¿Quiere engañarnos? ¿Cree que no nos damos cuenta de lo que tomamos? ¿Qué se cree usted?
- Yo no engaño a nadie.
Pedro no quiso dar terreno a la agresividad de aquel individuo, pero ya no había forma de parar la afrenta.
-¿Así trata usted a todos sus clientes? Mire, le voy a decir una cosa. Nosotros somos gente de bien y no vagabundos, y a personas como nosotros son a las que usted tendría que hacer volver procurándoles respeto. Le he dicho que han sido cuatro y usted sigue en sus trece, ¿qué nos insinúa con esa insistencia? ¿Eh? Dígame. –Entonces miró a los compañeros y con desaire dijo:
-Vámonos.
Y volviéndose de nuevo al camarero, insinuando una sonrisa maliciosa:
- ¿O querrá que, después de llamarnos ladrones, le paguemos lo que nos pide?
Pedro quedó completamente abrumado con aquella reacción y con cómo aquel individuo le había hablado y sólo atinó a balbucir: “No le voy a discutir si me he equivocado o no, sólo les he dicho lo que tengo apuntado. Ustedes hagan lo que quieran.”
- Sí, eso es lo que hacemos. –Y el tipo soltó una carcajada completamente impostada para salir de aquel escenario, buscando la mirada cómplice de los otros tres hombres. Los demás lo siguieron lanzándose miradas de soslayo sin ocultar al camarero una simple cara risueña de incomprensión. Antes de salir, el tipo alto se volvió de nuevo hacia Pedro y, apuntándose con el dedo la sien, apuró su salida: - No lo olvide.

“No le dije nada, te lo aseguro. Sólo los miraba porque se encontraban frente a mí, no puedo evitar mirar a la gente. Pero no les hice nada, Pedro. Créeme.”
El tono lastimero de Julio, el vagabundo del incidente, ocultaba quizá alguna verdad, pero Pedro no quiso insistirle porque ya lo había olvidado y esperaba que aquellos tipos no aparecieran nunca más por allí.  
Sin embargo, estas esperanzas ya incluso olvidadas se vieron desmoronadas cuando a los dos días de aquel primer incidente aparecieron por la puerta dos de aquellos cuatro tipos. Uno de ellos era el larguirucho que arrojó a Julio a la calle, el otro era un joven rubio con la cara encendida y picada de viruela. Cuando Pedro los vio entrar sintió que una especie de provocación insistente comenzaba a cernirse sobre él. Los miró de reojo y esperó que lo llamaran. Entonces el tipo alto lo hizo. El camarero acudió y les recordó que tenían una cuenta anterior sin abonar. El tipo lo miró fijamente y le contestó con una especie de furia reconcentrada en los ojos, con intimidación, pero sin alterar un ápice el tono de voz: “Le vuelvo a repetir, camarero. Pónganos dos cervezas.” Los cuatro ojos apuntaban seriamente al camarero, esperando una reacción hostil para saltar en pedazos y estallar en algo imprevisible. Pedro estuvo entonces a punto de romperse por dentro y no ceder a aquella cara de insidia contenida ni a aquella amenaza impronunciada, pero el coste le parecía demasiado alto, tanto más cuanto que no confiaba nada en su capacidad para frenar un brote violento en su terreno. Se volvió entonces y les colocó lentamente las dos jarras de cerveza sobre el mostrador.
Se volvió de nuevo frente al ventanal opuesto y calló. Su cara estaba tensa, sus movimientos eran torpes, sensibles, se encontraba atenazado ante la posibilidad de un escándalo. Nunca había sufrido escándalos de aquel tipo en su local. Más tarde, puso la segunda copa a los individuos, que entre la conversación que mantenían en voz tranquila y baja, no despegaban la mirada del camarero. Después de apurar la segunda bebida, los dos hombres se apartaron de la barra y salieron sin pronunciar palabra. Pedro vio cómo escapaban y, a pesar de la tensión que había mantenido, sintió cómo su dignidad era pisoteada: “¡Eh, oigan!”, les gritó. Pero los dos hombres hicieron oídos sordos y salieron. Cuando el camarero se disponía a cruzar la puerta tras ellos, no sabía muy bien con qué intención, en aquel mismo instante, inoportunamente,  topó de frente con Julio. Una mezcla de pensamientos desagradables le hizo pararse.
- Tienes mala cara, Pedro. ¿Te ha ocurrido algo?
El vagabundo tomó su plato de comida mientras escuchaba a Pedro declarar que era la última vez que pisaban aquel lugar.
Y sin embargo, ocurrió como estaba escrito en el destino, su destino. Lo percibía con total nitidez a medida que la furgoneta, con su maquinal ronroneo, ayudaba a aumentar sus ganas de dormir. La carretera ya había dejado las curvas y ahora todo era una enorme recta infinita y eterna, y sus recuerdos volvían sobre sus pasos. Lo ocurrido esa tarde le había invadido las vísceras de una maligna inquietud y todo su deseo era borrar aquel día de su memoria.
Aquella misma tarde lo había vuelto a ver: había entrado acompañado de dos hombres desconocidos imbuidos de alguna conversación que parecía impedirles mirar el lugar donde entraban. Ya apostados en el mismo rincón, el tipo paró la conversación, se volvió hacia la barra y esperó la presencia del camarero. Había adelantado los hombros y ahuecado el pecho sobre la barra, ocultando un billete de cincuenta euros. Los otros dos hombres callaron por un momento y comenzaron a percatarse de lo anodino de aquel recinto, mientras esperaban para proseguir la conversación. Entonces surgió delante de él el camarero, con rictus tenso y mirada indescifrable, que ojeó a los dos individuos expectantes y vio en sus caras alguna señal de no saber nada. Entonces comprendió que el escenario en el que se desenvolvía aquel individuo era muy distinto al de días anteriores. Aquellos hombres iban vestidos de traje y tenían aires de ejecutivos.
-Oiga, acérquese, hombre –dijo, mostrándose sonriente y falso. Pedro no podía entrever ninguna sinceridad en aquellas palabras. Le acercó entonces el billete que ocultaba en la mano y le dijo, tocándole el hombro:
- Se lo debo, quédese lo que sobre.
Se volvió hacia los otros y pidieron.
Por un instante Pedro miró aquel billete y vio en él el vil reflejo de un cúmulo de nuevas deudas, nuevos equívocos, nuevas humillaciones, nuevas licencias para matar y agredir, todas pagadas por adelantado. Se dijo que no iba a tolerar nada de aquello. Sin embargo, introdujo el billete en la caja.  En aquel momento tenía la convicción de que nada bueno podía resultar de la disposición de los astros que había creado aquel escenario.
La cruel conciencia que se burlaba de su miedo le llevó a la cocina, cogió el primer cuchillo de más de una cuarta que encontró y se lo metió bajo la cintura, atándolo con la cinta sobrante del delantal; lo tapó y volvió a la tarima de la barra a servir. Sus ojos se volvieron entonces hacia la mesa que había bajo la ventana que quedaba detrás de aquellos hombres. Allí Julio se despachaba jugando a las cartas con otro mendigo, un tipo despelucado y astroso con la cara enrojecida por alguna enfermedad. Habían ingerido dos botellas de vino tras el almuerzo y ahora parecían tranquilos e impermeables a todo lo que había alrededor, así que se olvidó de ellos. Seguramente caerían dormidos sobre la mesa.
No pasaron, sin embargo, más de veinte minutos cuando, de repente, se rompió la tranquilidad del recinto. En el ignominioso rincón ocupado por los individuos, el camarero pudo contemplar cómo el mendigo que acompañaba a Julio se encontraba de pie frente al mostrador, al lado de aquel grupo de hombres, y el tipo alto le gritaba a voz en cuello, blandiendo el dedo frente a su cara: “¡Me has faltado al respeto y eso no lo consiento!”. Los otros intentaban tranquilizarlo tomándolo por el brazo. Entonces, de la forma más inesperada, irrumpiendo en la escena, Julio se levantó de su silla y, apoyándose en la mesa para no caerse, cogió una de las dos botellas vacías, dio un golpe sobre el respaldo de la silla e hizo del cristal roto un arma con el que dio dos pasos en dirección a aquel individuo amenazante. Un cliente logró retenerlo por detrás e inmovilizarlo, cuando la ira del tipo alto salía de su boca en unos rugidos templados pero letales.
-¡Dejadme, voy a hacer limpieza! ¡Esto es lo que este país necesita! ¡Dejadme, sólo le voy a abrir la cabeza!
Pedro actuó rápidamente: salió fuera del mostrador y, con un par de palabras apaciguantes, logró sacar del local a los dos vagabundos. Cuando volvió a entrar, los dos acompañantes sacaban al tipo iracundo del bar, intentando tranquilizarle y dejar la revuelta tal como había quedado. Sin embargo, el tipo se desprendió de los otros dos y, al pasar por el lado, agarró por la camisa a Pedro.
- Esto es lo que me tenías preparado, ¿no? ¿Es esto lo que me he de encontrar la próxima vez? ¡No, no quedará esto aquí! ¡No lo dudes!
Pero el camarero no sabía de qué hablaba, no sabía nada de lo que había motivado el altercado, no había visto nada, ni oído nada, y así lo quiso decir, pero de su boca no salió ninguna palabra cuando el tipo lo tenía prendido de las ropas.
La policía llegó no más de media hora después. Unos clientes declararon a la policía que uno de los vagabundos había atacado con una botella rota a un cliente. Los agentes se llevaron a los dos indigentes en el coche.

Ahora, después de recordar ligeramente y una vez más la escena del día, se sentía de nuevo humillado. ¿Para qué había cogido el cuchillo de la cocina?, se preguntaba, y se enojaba consigo mismo al pensar que aún lo llevaba bajo el pantalón.
La noche ya se le hacía demasiado larga. Por un momento, miró por un momento hacia arriba: no había estrellas en el firmamento. Entre las luces del salpicadero vio que, tal vez por efecto de la somnolencia, había disminuido la velocidad e intentó pisar el acelerador a fondo sin éxito. Intentó mover la cabeza para despabilarse, pero justo en aquel momento algo surgió en la carretera. Frenó de golpe y, tras un momento de conmoción, se quedó observando, atónito sobre el volante, allá en el cono de espacio que proyectaban los faros de la furgoneta, lo que parecía una enorme masa de animales de pelo ralo. Metió una marcha y dejó caer el vehículo hacia el arcén.
Eran cerdos. El gruñido de los animales era nervioso, en el centro de la carretera se movían todos alrededor de algo que no dejaban ver, como si esa presa o lo que fuera les impidiera dispersarse y seguir su camino. Pedro tomó una correa de la guantera de la puerta de la furgoneta y, un tanto temeroso, bajó del coche. Se acercó, dio un grito, blandió la correa y el grupo de animales se abrió apartándose  hacia el otro lado de la carretera; de pronto la oscuridad ocultó tímidamente a los gorrinos. En medio del asfalto quedó al descubierto un cerdo moribundo que movía la cabeza en intermitentes espasmos. Una sangre espesa y renegada brotaba lentamente de una brecha en la testuz. Todo apuntaba a un atropello. Tras un minuto contemplando el animal, obnubilado, reaccionó e intentó arrastrarlo hacia el arcén tirando de las patas, pero el animal se removió bruscamente en un arrebato nervioso e hizo que se cayera hacia atrás. Se repuso rápidamente e intentó sosegar al animal. A pesar de su inconsciencia, el animal se aferraba a la vida con todo su instinto.
-Tranquilo. Tranquilo. No te voy a hacer nada. –dijo Pedro al animal, mientras lograba prenderlo por las patas derechas y mandarlo a la cuneta en dos empellones.
La piara seguía gruñendo sordamente en la cercana oscuridad del otro lado de la carretera. Pedro acercó la cara a la herida del animal, de repente vio sus ojos brillantes y negros, y por primera vez en su vida, a pesar de los cientos y cientos de puercos que había degollado en tantos años en el matadero, sintió a través de aquellos ojos el sufrimiento del animal. ¿De qué le sirvieron entonces tantos años de matanza? El sufrimiento de aquel cerdo era inútil, acabaría muriendo antes que después. Podía acabar con él: una tajada en el cuello y toda aquella pena habría acabado. Pero no lo haría. Por alguna razón lo había decidido así. Se dirigió entonces a la furgoneta en busca de una cuerda, volvió y comenzó a atarle las patas al verraco para inmovilizarlo.
En la oscuridad ya no se oía a los otros cerdos, se habrían separado o tomado alguna vereda en busca de algún refugio, huyendo de su propio miedo. Era verano y los pastos acechados por el relente impregnaban la noche de un olor a tierra revuelta. Los grillos cantaban. A lo lejos el eco de un coche rodando por la carretera comenzaba a tomar presencia lentamente, hasta que, por fin, se hizo real. Pedro esperaba que pasara de largo, pero, de repente, el ruido del motor comenzó a decaer: el coche deceleró suavemente después de rebasar unos metros la furgoneta. Finalmente se detuvo. Los faros del coche quedaron encendidos, el motor en ralentí. Pedro sabía que no había sido visto pues se encontraba resguardado por la furgoneta. Entonces, una prisa nerviosa le urgió y se apresuró a  arrastrar el cerdo hacia la parte trasera de la furgoneta, con todas sus fuerzas, pero el gorrino ya había convertido su gruñido en un grito estridente. A pesar de que sabía que finalmente el estrepitoso griterío del animal le delataría, siguió empleándose a fondo para ocultar al animal. A lo lejos se escuchó el sonido apagado de la puerta del coche al cerrarse. Por fin, dio el último impulso al animal hasta lograr alzarlo y depositarlo en la bandeja del vagón de la furgoneta. Quedó exhausto, su cuerpo buscaba el aire, y sus miembros temblaban del esfuerzo. Pero entonces su mente extenuada fue interrumpida.
- Hola, amigo.
No lo había esperado por detrás. Ahora se hacía consciente del tiempo que había tardado en querer ocultar el cerdo en el vagón, lo que le abochornó, como a un niño al que pillan robando. Miró hacia atrás y entre la oscuridad no vio bien quién le hablaba. Con un par de pasos abandonó el espacio entre las puertas abiertas del vehículo y respondió al saludo. En aquel momento quedó de piedra al descubrir quién era aquel hombre que le hablaba. Se quedó mudo. Fue el tipo del bar, plantado frente a él con las piernas abiertas, quien, como si no lo conociese de nada, rompió el silencio.
- He visto cerdos por la carretera. Supuse que habían escapado de algún sitio. Y ahora al toparme con su coche, pensé que podía ayudarle.
Sabía que mentía. Sus palabras tenían un cerco de falsedad que lo hacían rozar el ridículo. Pensó en seguir su tarea y partir de allí cuanto antes. No tenía nada que hablar con aquel hombre. Salvo que el otro quisiera algo de él.
El tipo se acercó unos pasos y le miró a la cara. Él retrocedió un paso inconscientemente.
-Usted es el camarero de…
-Sí. Nos hemos visto hoy –dijo, no pudiendo controlar el espasmo que le palpitaba en el labio inferior-.
- No hubo suerte, ¿verdad? A veces las cosas suceden así porque los hombres somos imperfectos. Pero no tiene nada que temer de mí. Soy hombre de buena familia. Yo soy Andrés Bunardi. Mi familia lleva más de un siglo en estas tierras.
Y le alargó la mano. No supo negarle el contacto, aun sin ofrecer ningún apretón. Luego el camarero apostilló.
- Sí, me suena de algo ese nombre.
Aunque en realidad no había oído aquel apellido jamás, Pedro se mantuvo erguido, pensando aún que aquel hombre estaba mintiendo o fingiendo, no sabía con qué pretensión, pero imaginó que aquel guardaba aún algún rescoldo de la ira que le había brotado aquella tarde.
- ¿Y el cerdo? – pronunció de repente el tipo. Desde que apareció no había quitado ojo al animal, que al parecer era lo único que le interesaba. Dio entonces dos pasos y se adentró entre los dos portones abiertos del vehículo, ojeando a cierta distancia al puerco. Ahora se encontraba a escasos palmos de él, justo al lado. Su corazón comenzó a palpitar y precipitó sus palabras:
- Está malherido, habrá sido atropellado. El conductor ni siquiera se ha parado. Lo encontré rodeado de los otros cerdos que habrán escapado dios sabe dónde.
- Está sufriendo. Esos gritos… ¡dios! ¿Cómo puede usted soportarlos?
- Lo llevaré a un veterinario, conozco a uno que lo podrá atender de inmediato.
El tipo se volvió gravemente hacia Pedro. Su rostro había cambiado repentinamente. Era el mismo rostro que lo había prendido por el cuello de la camisa horas atrás.
- No puede hacer eso. ¿No se da cuenta de su estado? Este cerdo está condenado, no vivirá más de unas horas. Hay que acabar con esta locura.
- He visto curar animales malheridos como este. Lo llevaré a ese veterinario sin más demora.ç
            Pero el otro comenzó a imponer un tono de voz autoritario. De pronto comenzó a hablar lentamente, con gravedad.
- Es usted cruel. ¿Es que no oye los gritos? Pero… Sí, creo que ya lo voy conociendo. Y no puedo esperar nada de usted. Si usted no puede hacerlo, lo haré yo.
Entonces, prendiéndole por el antebrazo, miró al camarero fijamente, durante dos segundos, en un silencio que se hizo demasiado denso. Luego se apartó y dijo: -Espere aquí, no se mueva. –Y no dijo nada más.  
El tipo bordeó la furgoneta y comenzó a caminar adonde se encontraba aparcado su vehículo aún en ralentí. El miedo de pronto se apoderó del camarero hasta el límite en el que no hay más opción que actuar para sobrevivir. Así que se armó de valor, se movió fuera de la furgoneta y gritó al tipo que se parara. El otro se detuvo, miró hacia atrás y tras unos segundos de duda comenzó lentamente a desandar los pasos dados. El cerdo seguía gritando. Pedro sudaba, se miraba las manos, había soltado la cinta del delantal y, fuera de la luz de la furgoneta, se había escondido el cuchillo en la espalda. –Yo lo haré. Sé cómo hacerlo –le gritó escuetamente. Aquellas palabras quedaron solidificadas en el silencio de la oscuridad, como si el olor a tierra y la brisa que ahora empezaba a moverse las hubieran atrapado como una pluma en el hielo.
Los dos hombres primero frente a frente y luego uno tras otro se adentraron en el umbral luminoso que se había creado entre las portezuelas. El cerdo seguía gritando. –¿Sabe una cosa? –dijo el tipo alto- yo sé manejar el cuchillo - y se agachó para sacar algo del interior de su pernera.

- Se lo comerán los buitres. Lo escondí entre la retama del monte, en la cima –le diría a ella. O tal vez callarlo para siempre.

Regina siempre lo esperaba despierta. Aquella noche eran las cuatro de la mañana cuando la furgoneta irrumpió entre sus nervios para apaciguarlos. Era entonces cuando todo el cansancio se desataba y caía sobre sus ojos bruscamente. Pero aquella noche, al entrar Pedro por la puerta, no oyó el sonido de esta al cerrarse, aquella falta se introdujo en su sueño de la misma manera que la ausencia del padre en el miedo de los niños. Entonces, como si hubiera estado esperando esa misma señal de alarma, notó la presión en su brazo.
- Re, necesito tu ayuda.
Y salió de casa, tras él, bajando las escaleras comunes, pisando peldaño a peldaño lentamente el miedo a algo inequívoco e inexorable. Ya abajo, él se adelantó en un movimiento decidido. Abrió los portalones del furgón y un animal negro surgió de las tinieblas del vagón. Tenía un lazo en el hocico. Se movía levemente. Entonces él penetró en la cavidad, arrastró hacia sí el animal, le cogió por las dos patas delanteras y dijo:
- Vamos a subirlo. Mañana haremos matanza.  


  

viernes, 23 de diciembre de 2011

YO SÓLO PASABA POR ALLÍ

José Antonio Nisa
 

Mordí el polvo tras el primer golpe, me removí en el suelo, y sólo deseaba que todo se acabara cuanto antes para poder levantarme e irme a casa. Pero no, de pronto, me patearon en la ingle una y dos veces seguidas. Bramé. Me volví en un acto reflejo y, ante la posibilidad de recibir más golpes en el suelo, intenté levantarme. Entonces me patearon el pecho con una de artes marciales. Me golpeé la cabeza contra la tierra y perdí el sentido por unos segundos. Durante los siguientes instantes en que parecía que ya había sido suficiente mi merecido, las injurias caninas se sucedían: "Perro asqueroso.Te van a dar ganas de volverlo a hacer." Y entonces se me ocurrió hablar: "Están confundidos. Yo no conozco a esa mujer de nada." Un pie volvió a sacudirme con violencia el costado. Entonces, logré retener la pierna con mi brazo. "Hijo de puta, maldito hijo de puta, suelta." Y se desprendió de mí pisoteándome el brazo que encogí rápidamente.
La chica habló entonces algo que no logré entender muy bien. El tipo le respondió: "No me jodas, ¿qué me dices?" Ella volvió a hablar, y ahora sí la entendí: "No sé, puede que no sea él. Puede." El hombre se atemperó: "Mira, vámonos de aquí antes de que me cabree." Pero ella se volvió y me retiró la cartera de la chaqueta. Yo no ofrecí resistencia. "Por si acaso, me tomaré mis cincuenta euros.", dijo la chica. Y huyeron del lugar.
Un vagabundo acercó su cara a la mía. Me tocó los párpados y reaccioné. "¿Quieres que pida ayuda, amigo?", me dijo. Pero mi cuerpo era lo de menos, ante todo yo quería tener razón, y por eso volví a repetir:"No conozco a esa mujer de nada. Yo sólo pasaba por aquí y un hombre en calzones me abordó para robarme los pantalones. Luego llegaron los otros tipos con la chica". "Sí, ya veo.", y prosiguió: "Iré a buscarte algo de ropa...Pobre diablo."

martes, 13 de diciembre de 2011

AL CRUZAR LA PLAZA


José Antonio Nisa
Siempre fue el alumno más atento, y el que siempre hablaba con un cariño que no cabía en su inteligencia. Ya de mayor me hablaba de la vulgaridad de las mujeres que había conocido. Y me razonaba así y así, hasta que alguien me dijo que era homosexual: bocas ligeras, mentes mórbidas. Luego quiso estudiar pero se encontró con una profunda inquietud ante la vida que le empujó al desastre: el desasosiego que a todo el mundo llega tarde o temprano cuando el corazón se abre y comienza a sufrir. Es la única envidia razonable, la del sufrimiento del corazón.
Y sin embargo, mi amigo jamás mostró una cara triste. Se fue a las islas y allí estudió. Recuerdo que le conté mi desencanto con la universidad. Luego me arrepentí de haberlo hecho: la gente debe pensar por sí mismo, qué joder le importa la opinión de un mortal cuyo único destino es disolverse entre la masa y el tiempo.
Al final no he podido tomarme una cerveza con él. Me dio su número de teléfono y lo apunté. Me despedí hasta otra, entonces. Hasta otra ocasión en que pueda disfrutar de un amigo. Porque la gloriosa plenitud de los minutos que caen en la monotonía del día llega el momento en que uno encuentra un amigo con el que se comunica simplemente mirándole a los ojos. Y ese fue él.
Seguí caminando. Las palomas. Qué plaga. Entre todas las que pasan por encima de uno al cabo del día debe haber alguna que tenga un mensaje atado a su patita, por pura probabilidad. El día que la encuentre vendrá a mi mano y me dejará que le desate la noticia en la que el buen dios me dirá que estoy exento de repetir los días. Pura probabilidad. El empedrado. La alfombra del hotel, el portero, con su palmito. Volví a las malas lenguas: Los vieron entre la oscuridad humeante de un pub, besándose con el cuerpo tenso. “Los hechos están ahí”, me decía el tipo. Los hechos. Qué coño importan los hechos. El deseo espera su momento, su ocasión, y luego aparecen los hechos y todo parece como si hubiera sido planificado para la autodestrucción. Las lenguas siempre se encargan de destruir los sueños consolidados cuando salen a la luz los hechos de un cálido apretón de manos, o de una silueta acariciada por una mano de venas salidas de sí por el deseo, por la tristeza, por la alegría o por los nervios. Los hechos… No me jodas, tío. Todo fluye por debajo, la auténtica realidad de nuestro ser auténtico y tenebroso está por dentro, y sin embargo, son los hechos los que gobiernan nuestra otra puta realidad. Sin voluntad alguna, seguramente. Y nosotros no somos conscientes de lo que hacemos y tan sólo sentimos ese hilo de frío invisible que nos recorre de atrás adelante para posarse sobre los ojos fijos de algún punto irreconocible que hasta digamos que no existe. Los hechos, y las lenguas lenguaraces. Puag.
Me gustan los corazones grandes.
Eso está mejor.

viernes, 2 de diciembre de 2011

SÓLO SE MUERE UNA VEZ


José Antonio Nisa
La primera vez que su madre murió tenía ocho años. Recordó entonces aquel día de blanco invierno en que, antes de que el sueño lo atrapara por completo, logró espantar un fantasma que le rondaba por el cabecero de su cama: “Mamá, prométeme que tú nunca te morirás”. Insospechadamente, su mamá le consoló por entonces con la promesa. Sin embargo, allí quedó él, solo con su papá en una casa solitaria y vacía de ruidos, voces, discusiones y miradas pálidas, mientras su mamá moría con una nueva juventud en casa del papá de otro niño para el que, lejos de morir, acababa de nacer una nueva mamá.
Antes de que su madre volviera a morir por segunda vez, le había prometido que nunca más le dejaría, que nunca más, nunca más, repitió con lágrimas en los ojos. Mas a fuerza de llorar, su mamá remozó su autocompasión con un nuevo capítulo de serial de sobremesa: un nuevo bandido se la llevó de casa con una flecha en su corazón, mientras ella lloraba la mala conciencia de su pasión. Lágrimas de cocodrilo, decía su papá. Tenía entonces doce años, y aquella vez su papá no le ayudó con las maletas, sencillamente porque ni siquiera se las llevó. De aquella segunda muerte de su madre, más tarde supo que un alemán calvo de gran fortuna le había embaucado el corazón.
La tercera muerte de su mamá ya la esperaba después de su segundo regreso, pues ya apenas se le escuchaba hablar con su padre tras la puerta de la cocina. Él tenía entonces quince años, y ya salía con chicas a las que decía que su mamá había muerto. Su madre se fue a vivir con un profesor de yudo, también calvo, de musculatura redundante y ojos rasgados. Los vio juntos del brazo paseando de tiendas por el centro y pensó que era un espejismo.
Al cumplir los dieciocho años su madre ya era un fantasma. No se había atrevido a volver a casa, quizá por temor a morir por cuarta vez, y había acabado arruinada en casa de sus abuelos. Cierto día, el chico acudió de visita ante una insistente llamada de su abuela. Fue entonces cuando la descubrió. Al cruzar la puerta del vestíbulo ella se aferró a su cuerpo y gimió. No derramó lágrimas, pues ya las había agotado todas. Su abuela, oscurecida por la vergüenza, volvió la cabeza. Pero ella, la mamá pródiga, cándida alma polvorienta, le hablaba arremetiendo contra su propia existencia: “¿Me quieres? ¿Podrás perdonarme alguna vez?” Él sentía que algo ocurría a su alrededor, aunque no lo podía definir demasiado bien: un marasmo extraño, un susurro incomprensible. Al fin y al cabo, es lo más que se puede entender cuando hablan los muertos.

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