"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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viernes, 31 de agosto de 2012

RITMO

La sala verde. Atrapado por una parálisis vernácula, oigo golpes, uno tras otro. El corazón se acelera, el espíritu se excita y mi imaginación se escapa hacia el pasado: los amantes copulan a ritmo, frenéticamente, a golpes, a bestiales impulsos de la sangre. Todo es ritmo, pienso, como la vida misma: subir, bajar, y volver a brotar una y otra vez, hasta la muerte, hasta la línea plana, como el corazón.
Afuera oigo gritos, ajenos, otro ritmo: la cadencia de los látigos en mis oídos, la repetición monótona del mismo grito, señalándome las entrañas. Es otra, me digo, pero vuelvo a escuchar mi propio corazón que se inunda del sufrimiento rítmico que entra por sus oídos sordos. Ahí está, vivo, lleno de ritmo, de orden, de regularidad, de reiteración, perseverante. Me concentro en la sala, en el ritmo, como me dijo el doctor, en el sonido del fiel metrónomo, y de pronto me invade los oídos un pitido en La menor que me lleva al infierno. Doy dos pasos urgentes hacia ella y ahora ya no escucho el ritmo cobarde del seno materno, y una respiración ardua, sediciosa, y silenciosa, la suya, me inunda de sudor. Aguanto, a ritmo de sufrimiento, y entonces allí aparece él, frente a mí, y tras él una divinidad que se clava en sus carnes a fuerza de golpes para decirle: “Ábrete, corazón”. Y un llanto estridente se mezcla en la sala con un llanto arrastrado en silencio durante nueve meses, y un gemido entrecortado comienza a golpear de uno y otro lado en mis oídos. Ritmo, ritmo.

domingo, 19 de agosto de 2012

LA BIBLIOTECA


José Antonio Nisa
Llegó, puso el libro en la mesa y se sentó frente a la vitrina resplandeciente, entre cuyos vidrios refulgían los clásicos de vetustos lomos con ardientes proclamas a la fantasía, al amor y a la muerte. Más allá vio de nuevo su cabeza inclinada, sus hermosos ojos esquivos, su nariz de muñeca de porcelana, su pelo castaño liso y recortado contra las suaves líneas de su cara delgada y sutil. Hipnotizado con sus movimientos, con la belleza y el misterio indómito que revelaban sus giros y su frágil mirada extraviada sobre puntos indefinidos de la mesa, con el aire juguetón de sus dedos inocentes sobre las páginas demoradas de su lectura, quedó tan impregnado del placer de su visión que se olvidó de volver la mirada, de tan solo un ligero disimulo que le hiciera aparecer ante la realidad como un ser normalmente recatado, como un hombre que controla sus actos y sus impulsos. Sin embargo, no fue así, y entonces, casi por la instigación tenaz de su mirada, llegó el momento en que ella levantó la cabeza y sus miradas confluyeron. Ella sostuvo su mirada por unos segundos. Él percibió cómo sus enormes ojos castaños se clavaban en él y su corazón comenzó a palpitar, empujado por un deseo indefinido de devorar aquella belleza, de petrificar aquel momento en que su alma se salía de su boca.  Al cabo ella apartó la mirada y volvió sobre su libro. Pocos minutos después se levantó, recogió sus cosas y salió. En aquel momento, él sintió que todo a su alrededor se volvía oscuro, que la luz se esfumaba y las palabras de su libro se sumergían en una negritud que hacía imposible discernirlas. El bibliotecario se le acercó entonces para anunciarle que había apagado las luces porque era la hora de cierre.
Al día siguiente él llegó a la misma hora, puso el libro sobre la mesa y se sentó. Entonces al levantar la mirada encontró, para su sorpresa, sus ojos posados sobre él y sus movimientos. Su cara se apareció de pronto más preciosa que todo lo que había imaginado, sus finas cejas arqueadas, sus ojos color café, sus labios acorazonados y carnosos. Él quedó de piedra, sin saber qué hacer ni qué decir ante el ataque violento de aquella belleza. Sostuvieron la mirada durante varios minutos, casi sin pestañear. Él ya había comenzado a ponerse nervioso cuando ella, de repente, esbozó una sonrisa. Entonces él, herido por una ardiente comezón, se levantó, bordeó la mesa, recorrió el pasillo de la vitrina de clásicos y finalmente se presentó frente a ella. En ese momento ella se encontraba sumida en la lectura, de modo que casi no se percató de su presencia. Entonces levantó la mirada e inquiriendo una explicación, esperó a que él hablara. Se encontraban tan cerca uno de otro que tan solo con extender el brazo podría tocar su rostro y acariciar su dulce piel, tentar los flecos de su pelo, rozar sus labios y olerse como animales en resuello amoroso. Hacía falta tan poco movimiento para caer uno en los brazos del otro que, como si algún dios hubiera puesto una condición hercúlea para su realización, ninguna palabra vino a su mente para romper el hechizo que allí lo mantenía como una estatua. Minutos más tarde, el bibliotecario pasó por delante de él y, viendo el estado de conmoción en que se encontraba aquel joven frente aquella mesa solitaria, entendió que se encontraba ante otra víctima de aquella locura que asolaba a los hombres de aquel lugar desde tiempos lejanos. Se paró ante él y, tomándolo del brazo para tranquilizarlo, le dijo: “Siéntate y te relajas, muchacho. Eso es la Literatura. Mal nos pese. ¿Qué te habías creído?”

viernes, 17 de agosto de 2012

ESCRITO EN LOS ASTROS

José Antonio Nisa
Desde la ventana veía llegar a los invitados, escondido tras los visillos con el recatado temor a ser visto fisgoneando el preludio de la fiesta, el nerviosismo irreparable de los hombres y las mujeres en el trayecto desde la verja hasta la puerta que Alba María abría con su sonrisa difuminada en un rayo de luz que le deshacía su rostro taciturno. Dieciocho años después, había decidido acabar con todo. La premeditación, la exactitud de sus pasos, y la esperanza de una nueva ilusión en una nueva vida lo habían dotado de una firme frialdad en sus movimientos. Lo tenía todo controlado, como lo había tenido durante los últimos dieciocho años de su vida, en que había quedado desarmado en una soledad inviolable, tras un conato de amor que duraría lo necesario para asentar su carácter acomodaticio al paso de los días.
Había contado más de cincuenta y ya un leve murmullo traspasaba la puerta de la habitación, anunciándole que ya era el momento de hacer su aparición. Entonces se apartó de la ventana y se dirigió hacia la cama, se sentó al borde y se apretó los cordones de los botines. Se puso de pie y con la tranquilidad ceremoniosa que le había enseñado su abuelo, se dijo: “Despacio, despacio”, para confirmarse en la seguridad de hacer lo que había previsto desde hacía quince días, sin errores ni imprevistos. Se colocó la chaqueta, se miró al espejo por última vez y cerró la puerta de la habitación por fuera.
Alba María se encontraba sumergida en un mar protocolario, atendiendo a unos y a otros, saludando y departiendo brevemente con sus hombres y mujeres predilectos, a quienes había elegido en aquel gran día para ella. Su presentación al mundo del arte exigía una recepción notable y un elenco de notoriedad que pudieran proyectar al mundo su obra. De repente, un grito sonó desde el fondo de la sala: “¡Aah! ¿Dónde está mi corazón? ¿Dónde está?, ¡Maldita sea! Ah, sí, lo veo, lo veo allí, robado, mancillado, ultrajado como un sapo de cloaca al que han intentado enterrar vivo. Sí, lo veo, allí, escondido entre la multitud.”  Desde el pie de las escaleras, señalaba a Alba María, sobrecogida ante tal inesperado espectáculo. La gente miraba al payaso con media sonrisa en la boca, imaginando que aquello había sido preparado para la ocasión. De modo que, con el fiel respeto que la escena requería, el silencio se extendió por la sala. Entonces el payaso,  con su chaqueta roja, su chaleco de cuadros multicolor y su  corbata erguida, dio dos pasos adentrándose en la multitud, que en movimiento inconsciente había retrocedido dejando un escenario en derredor del payaso. En el momento en que su tono de voz se tornó tranquilo y suave, Alba María supo que era él, y entonces, un rubor incoloro subió desde sus entrañas. Aquel hombre silencioso, opaco y de sentimientos resbaladizos, ahora aparecía ante ella en el día más importante de su vida para deslustrar su horizonte de éxito. Pero el payaso ya había reiniciado su plan:
- “Bienvenidos al día de Alba María, señores y señoras. Bienvenidos al día en que por fin Alba María limpiará la conciencia de su crimen: el crimen de su amor. Pobre mujer, oh, pobre. Cuánto color se depura en sus cuadros, cuán ricamente se entrelazan los pinceles sobre los paisajes de invierno, qué bellas flores de primavera retoñan en sus amaneceres. Pero ningún esfuerzo ha sido en vano, ningún esfuerzo ha caído en saco roto, y ahora está todo aquí, en esta sala, flotando sobre sus cabezas, la aureola de placer infinito que Alba María ha de recoger en breve. Y mientras tanto, su vanidad se inunda de felicidad porque, por fin, señores, Alba María, una mujer que nunca ha sido consciente de la soledad de su alma, una mujer que jamás se ha mirado a través de sus propios ojos, ha expiado su crimen. Hoy es un gran día, señores. Celebrémoslo. ¡Muerte al desencanto, muerte al nihilista, muerte al vacío! ¡Aquí, ahora, entre esta bella multitud, Alba María presenta su mayor obra: el crimen de su propio yo! ¡Oh, Señores, ayúdenla, pobre de ella! ¡Pobre, pobre!”
Estas últimas palabras las dijo mientras se abría paso hacia la puerta de salida. Alba María quedó perpleja, le invadía el pensamiento de estar ante un alma deconstruida a base de golpes y desaires, o más bien ante una parte de ella, la parte diabólica, la parte que nunca conoció, la parte resarcida del olvido. No tuvo tiempo de pensar nada más sobre lo que lo que había sido toda una vida ignorando a su hombre, a ese hombre que la conoció entregada a la oscura licencia de la noche, pues ahora, de pronto, una vez terminado el espectáculo, un sonoro aplauso de los invitados rompió bruscamente su cavilar deambulante. El público, convencido de no haber entendido nada y de que aquella puesta en escena era de lo más original, sintió que, en el fondo, aquella recreación dramática daba al acto una profundidad inusitada, idea que al día siguiente recogieron los periódicos especializados. Al fondo del salón, un joven con gafas oscuras y pelo encrespado gritó “¡Bravo!”, levantando la copa. Entonces Alba María volvió a sonreír, ahora más convencida que nunca de que todo su futuro está escrito en los astros.

lunes, 13 de agosto de 2012

MIEDO

J. A. Nisa
La niña gozaba por fin del delicioso momento de su tarde. Había conseguido sus dos pequeños globos de agua. Y justo entonces, justo cuando comenzaba a sentir el mullido órgano ahuecarse ante la presión de sus dedos, puso freno a su decidida disposición de chasquearlo contra el suelo, a ese augurio de placer desmedido de sentir el reventón de un órgano cuyo trágico final está escrito desde el momento de su creación. Los balanceó entre sus manos, sopesándolos, hundió sus dedos en aquella goma retráctil, y sonrió furtiva y maliciosamente antes de tomar consciencia del poder de su libre voluntad. Pensaba en posponer el final de los globos de forma indefinida, pensaba en seguir deleitándose con la deliciosa blandura de aquellos órganos vivos entre sus manos. Pero entonces salió mamá y gritó: “¡Noelia!”
Aquella exclamación la estremeció. Un terror indefinido le recorrió de arriba abajo en una frágil milésima de segundo y, antes de que sus oídos atendieran a alguna razón poderosa y contundente de su madre, golpeó contra el suelo aquellos orgánulos acuosos. Visiblemente insatisfecha, acudió con paso lento a la llamada de mamá, pero su madre no quería saber qué había sido de los globos. Entonces ella, seriamente contrariada, se arrepintió de aquel impulso irracional y su desastrosa consecuencia, lejos de comprender qué demonio la había poseído en aquella frágil milésima de segundo.

jueves, 9 de agosto de 2012

AMOR DE VERANO


     Caía la tarde. Las olas ya habían perdido la fuerza del día y se sucedían lentamente unas tras otras como suaves capas de plata líquida sobre el espejo de la arena. El sonido del mar era sereno. Era aquel el momento en que él salía a su encuentro. Paseaba por el borde del mar con pose seductor. Sus pies se hundían en la arena dejando tras él un camino solitario de hormigas decididas y constantes. Ella lo esperaba al final de la bahía, sentada en la arena, penetrando la mirada en el horizonte que se diluía entre el cielo y la tierra, con su pelo largo y deshilachado por la brisa inoportuna que levantaba la luna a su llegada. Las rocas se alzaban a su espalda. Entonces se tomaban de la mano y trepaban con cautela por las rocas hasta llegar a un arenero que se había formado entre las enormes y porosas piedras. Allí, entre el rugido y los zarpazos de un dragón que escupía violentamente agua sobre los recovecos del acantilado, hacían el amor. Retozaban en la arena, se besaban, se mermeladeaban, forcejeaban entregados al delirio del placer, se retorcían entre una sábana de espuma y finalmente siempre se decían “te quiero”, como una promesa eterna hecha tras el sello de la carne. Aquel día, al volver, él no se percató de que sus huellas habían sido devoradas por el mar con su líquido absorbente, como siguiendo una orden oceánida, como el presagio de algún final.
Y siguiendo aquel vaticinio surrealista, al día siguiente, su recorrido fue infructuoso. En el lugar previsto no encontró a nadie. Y entonces un dolor brotó en su pecho. Los días se sucedieron sin que el crepúsculo dotara a su mundo de la magia del pasado y su dolor comenzó a solidificarse como las rocas del final de la bahía, y un rugido furibundo comenzó a batirse entre sus entrañas.
Cierto día, encontró en el lugar una sombrilla burlona, abandonada, cuya sombra infinita apuntaba a oriente, lugar desde donde un mes antes había llegado ella con su vestido blanco y su pañuelo en el pelo. Entonces una fuerza de bravura incontestable surgió en sus brazos para alzarse sobre las rocas y acceder valiente hasta el lugar en que tantas y tantas veces habían desnudado sus deseos. Allí aguardaba hambriento el dragón marino que aquel día escupía agua con una violencia extrema revolviendo la arena entre las rocas. Entonces él se entregó al recuerdo y se introdujo en aquel hueco amoroso, y alzó la mirada para soñar de nuevo con una aparición espectral de su querida. Pero entre su sueño brotó una gigantesca lengua de agua blanca y retorcida para sacudirle y golpearle contra la pared del fondo de aquel hueco rocoso. Segundos más tarde, una voz hercúlea surgía de un lugar indefinido tras las rocas pronunciando en sonoro reclamo su nombre una y otra vez. El agua ya le cubría dos metros por encima de la cabeza cuando se percató de unas ninfas que disimulaban su risa manteniéndose a una distancia que él poco a poco intentó reducir acercándose a ellas. Arrastrado por los seres del mar llegó al fondo del océano oscuro, donde fue confinado durante toda la eternidad, y donde inició la búsqueda del amor que le había sido usurpado por el infinito dominio de los océanos. En el preludio de su eternidad, conoció, además de la oscuridad, los infinitos amores que allí yacían, robados a los hombres, robados a los veranos; conoció el designio de las huellas robadas a la arena, el fervoroso rito robado a las hogueras marinas, el sonido de las sirenas invisibles; conoció, en suma, el mar. Y pasaron veranos y veranos y no cesó de vagar en busca del amor del que el mar se había impregnado en tantos y tantos de aquellos atardeceres. Hasta que un día cualquiera de su eternidad, siguiendo la costumbre que había adquirido de acercarse a los acantilados de su ciudad al anochecer, reconoció una figura que se contoneaba entre los movimientos perseverantes y rítmicos de otro cuerpo desconocido y real. Su pelo se desplegaba entre la espuma de agua que borboteaba entre los poros del acantilado, sus gritos eran apagados por los rugidos del ser monstruoso que le había arrebatado la vida. Desde aquel día nunca más volvió por allí y quedó postrado en una eterna melancolía en lo más oscuro de las profundidades, convencido por fin de la mayor mentira del amor: su eternidad.

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