El
miedo, siempre el miedo. Y ahí en la más honda indignación aún se respira un
cierto miedo al cambio, un miedo a que todo salga mal, a que todo lo que nos
propone nuestro maltratado sentido común sea una trampa de la misma realidad,
del mismo destino a que hemos sido condenados para siempre.
Desde
aquel 15M mucho ha llovido, muchas suspicacias, muchos sueños derramados y
absorbidos por la cruda realidad política. Muchos meses después casi todos
estaban convencidos de que aquel movimiento había sido no más que un arrebato
de las clases atosigadas por la crisis, una pataleta a la que también se
sumaron los burgueses que de la noche a la mañana dejaron de serlo para
convertirse en desempleados o simples asalariados, y los asalariados que
soñaron con ser burgueses y asistieron de pronto el anuncio de su propio
engaño. El bipartidismo y el capital al que sirve se frotaron las manos al
comprobar que la sociedad era inerme, como un niño destetado, incapaz de
encauzar ni siquiera la indignación de tamaña infamia sufrida, incapaz de una
adusta organización. Para ello, los palos de la policía y las manipulaciones de
sus espúreos medios de comunicación se encargaron de enseñarles el camino a
aquellos díscolos manifestantes: el de la Ley y los votos. Y entonces aquellos
jóvenes, adultos y ancianos vapuleados por las calles consiguieron armarse de la serena paciencia
revolucionaria para hacerse con fuerza, y echaron un órdago a la casta.
“Construyamos un partido”. Desde entonces, al tiempo que aquella indignación
iba siendo interiorizada por la ciudadanía, al tiempo que los casos de
corrupción, de nepotismo, las mentiras y el lento desmantelamiento del estado
de bienestar no hacían más que alimentar al monstruo que había despertado en el
seno de la sociedad, algunas mentes clarividentes se movieron para construir su
caballo de Troya, perfectamente enjaezado, para abrirse paso en los platós de
televisión y desembarcar una vez dentro con cientos de ideas, con una
dialéctica envidiable y sutil, y mucho mucho sentido común. Y mientras día tras
día los medios prestaban sus platós para poner en entredicho aquellas ideas
utópicas, mientras semana tras semana la casta reía con prepotencia de la
pequeñez de su número, ellos sabían que la batalla estaba en otro lado, en un
lugar que los poderosos se habían olvidado de controlar: Facebook y Twitter
hervían, y los soldados anónimos poco a poco iban formando escuadrones,
batallones, un ejército de indignación al borde del abismo prendiendo las
antorchas en un campo de batalla
preparado para la verdadera revolución.
Y
así llegó el día en que las radios gubernamentales y las cadenas de la
oposición ya no pudieron seguir vetando aquel movimiento, y tuvieron que entregar
al mundo los datos oficiales del primer plebiscito: las elecciones europeas. De
repente, el monstruo de la indignación se hizo real. Urgentemente, aún con la
turbación del golpe, ellos, la casta poderosa, armó su ejército, pertrechó a
sus soldados y comenzaron su batalla: la de la mentira, la de la calumnia, la
del miedo, la del veto en las radios, en la prensa, ignorando una realidad que
ya les superaba; y comenzaron a temblar y pusieron todos sus esbirros
mediáticos a golpear una y otra vez con la misma mentira y apelaron a los
fantasmas de las dictaduras, los populismos y los imposibles para meternos de
nuevo en el cinto del capital, sin saber que cada golpe no hacía más que
despertar aún más a toda la masa que vivía la pesadilla más horrible.
Y
en esas estamos. Y ahora que los vientos corren a nuestro favor, ahora llega el
momento en que atónitos contemplamos cómo también surgen golpes desde abajo,
desde la izquierda más arraigada a los ideales históricos, desde fuentes que
aún viven en la circunscripción histórica del marxismo-leninismo-troskismo-anarquismo,
una izquierda desubicada que no cree en la revolución moderna; llega el tiempo
en que se descubre que la casta también invadió a un sector de la izquierda
oficialista-sindicalista apoltronada a la sombra del capital, alimentada con
las sobras de poder; y entonces otro monstruo, el histórico monstruo de la
división que tantas veces ha apagado la fogosidad rebelde de los pueblos, comienza
a roer los cimientos de esta nueva construcción.
Tiempo
ha que la izquierda incrédula de este país soñaba con algo así, con un
movimiento que de repente capturara toda la indignación del pueblo, con un
pueblo consciente de su poder y unos líderes que arrastraran a la gran masa
hacia la liberación del yugo del capitalismo. Tiempo ha que la izquierda se
desmarcó de la revolución y la convirtió en utopía; tiempo, mucho tiempo estuvo
la indignación adormecida entre las páginas de los abstrusos libros del
marxismo. Y ahora los espíritus más cándidos de la izquierda miran de punta a
punta a la izquierda de este país y se preguntan por qué este desacuerdo en las
formas si el fondo es el mismo. Y muchos se preguntan hasta qué punto la
izquierda ha sido imbuida por el espíritu del establishment, hasta qué punto el
individualismo y el egoísmo mueven a esos sectores de la izquierda que anteponen
sus intereses partidistas a los intereses de esta revolución pacífica y
silenciosa a la que habrían de aportar los ojos de su experiencia. Y surgen
voces de cantautores, de artistas, de intelectuales, poniendo palos en las
ruedas de este movimiento que ha sido capaz de ilusionar a todo un pueblo, sin
obligar a nadie a mostrar algún carné o a examinarse de materialismo
dialéctico. Un movimiento al que ya algunos piden que no sea utópico y que se
cargue de realismo, como si hubiera otro realismo distinto del que marcan los
bancos y los políticos de turno; un movimiento en el que otros ven el origen de
un caos y un desastre económico, el derrumbamiento de la economía, la hecatombe
milenaria, la mayor de las miserias de
los pueblos, como si no fuera este el fin premonitorio del capitalismo salvaje
que dirigen estos gobernantes y toda la corruptela que abunda por todos los
rincones de nuestra patria, como si el pueblo no hubiera aprendido ya a estas
alturas que ninguna miseria saldrá nunca de sus propias manos.
Mal
les pese a los caducos elefantes del sistema, este nuevo movimiento es un tren
imparable, como imparable es todo movimiento impulsado por la pasión, el mismo
sentimiento inconsciente e irracional que mueve hacia la desmesura, surgida de
las vísceras de una sociedad que está renaciendo de sus propias cenizas, una
pasión efímera, como todas, cuyo destino sin duda estará plagado de desatinos,
incoherencias y desvaríos, tantos como quieran vaticinar aquellos que con su
lógica económica e histórica quieren detener este curso inexorable, pero que,
como todo lo que pone el corazón por bandera, sin duda conseguirá regenerar la
política y la ilusión de este pueblo derrengado.