"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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martes, 30 de diciembre de 2014

EL HIPNOTIZADOR

Veinte años después, el hipnotizador Kerkus volvía a pisar el mismo escenario que lo había catapultado a la fama.  En aquel círculo iluminado, miraba a su alrededor y no veía más que la oscuridad que envolvía a unos asientos negros y anónimos. Aún faltaban varias horas para el comienzo del espectáculo y allí, con su traje negro, su perilla recién recortada y sus ojos negros de largas pestañas, sufrió la evocación de un sentimiento, a la vez placentero y doloroso, que le punzaba el alma. Al fondo de la sala recordaba ahora la imagen espectral de un grupo de jóvenes ebrios que se reían de los sujetos que se encontraban bajo los efectos de su hipnosis, de una mujer mayor que gritaba y de varios hombres que se abalanzaban sobre el individuo que le cambiaría la vida.
Jamás hasta aquel momento había sufrido la crueldad de sus propios pacientes, pero aquel individuo se le fue de las manos. Los recuerdos que ahora le llegaban reproducían fielmente lo ocurrido aquel sábado 3 de abril de 1988. Durante la sesión prehipnótica el hipnotizador había inducido en uno de los pacientes un falso recuerdo: lo sugestionó para que recordara a un padre que lo había maltratado de pequeño, de una infancia llena de dolor y algunos episodios violentos en que se hubo empleado con despiadada crueldad contra otras personas sin motivo alguno. Ya en plena función, en el escenario Kerkus sumergió de nuevo a aquel señor en el estado de trance. En un principio lo hacía dormir y despertar a su antojo, con el único fin de demostrar al público el efecto y dominio de su maravillosa técnica. A instancias suyas, el individuo debía que reaccionar con miedo y sollozos ante la imaginaria presencia de su padre. Y así ocurrió: una vez dadas las instrucciones precisas el señor fue despierto. De pronto, comenzó a gritar, y a enroscarse protegiéndose la cabeza con las manos; sin levantarse del sillón, encogía las rodillas y negaba con la cabeza la acción de un padre imaginario. En aquel tenso momento el corazón del deslumbrado público estaba sobrecogido, el sufrimiento de aquel señor y la idea que rondaba las mentes de los espectadores sobre la posibilidad de un pasado desgarrador, habían sepultado el local en un denso y oscuro silencio. Kerkus dominaba perfectamente la técnica, en cualquier momento, con un sólo chasquido de dedos el señor volvería a dormirse. Sin embargo, un tonto suceso fortuito ocurrió de repente: la música saltó violentamente de los altavoces, una tortuosa y agresiva música de discoteca que hizo trizas el silencio. Un problema en el sistema de sonido. Entonces, sobre el escenario, el hombre que sollozaba en la silla se levantó de repente, como si se hubiera producido su segundo despertar. Tenía los ojos desencajados, los brazos tensos, las manos abiertas. Se encaminó hacia el grupo de chicos del fondo y prendió a uno de ellos por el cuello. Se sucedieron entonces unos minutos caóticos; en aquel rincón se formó un bullicio sordo bajo la música estrepitosa que sonaba descontrolada. El hipnotizador Kerkus intentaba hacerse oír entre el tumulto. En pocos minutos la melé se deshizo, el sujeto salió con la cabeza alta y el cuerpo erguido de allí y se dirigió a la puerta. Kerkus intentó alcanzarlo, pero el hombre ya había echado a correr. Kerkus no imaginaba lo que podía ocurrir, sus presentimientos no eran nada buenos, pero sabía que el hombre había salido con la historia de su vida alterada por aquellos falsos recuerdos que él le había infundido.
La función acabó con aquella algarabía. El discjokey se lamentó del problema técnico y dio paso a una sesión de música latina. Algunos jóvenes se lanzaron a la pista.
Aquella noche, al llegar a casa,  Kerkus indagó en algunos manuales las distintas teorías sobre la hipnosis y sobre los efectos posteriores de las sesiones hipnóticas.  Su conciencia no estaba tranquila y el sueño retenido por la inquietud no hacía sino aumentar su estado de nerviosismo y las especulaciones tremendistas. Finalmente se quedó dormido en el sofá con un Tratado sobre la Hipnosis sobre el pecho.
A las nueve de la mañana le despertó una llamada telefónica. La mujer propietaria del local que había organizado el espectáculo le anunciaba los altercados que había protagonizado en algunos lugares de la ciudad el hombre que había hipnotizado la noche anterior. Según dijo, había agredido a un camarero, a un conductor que le había sonreído al parar en un paso de peatones y había tenido una trifulca con un guardia de seguridad, lo que motivó la presencia de la policía. Finalmente pasó la noche en comisaría. La señora le preguntó si creía que aquello tenía algo que ver con la sesión de hipnosis a la que el hombre se había sometido. Aquella noticia le inundó de desasosiego. Un nervioso temblor le recorría las manos. Acababa de darse cuenta de que estaba siendo una víctima más de sus prácticas sugestivas.
A mediodía Kerkus ya había decidido actuar. Después de hacer algunas averiguaciones sobre aquel hombre en la comisaría de policía, se encaminó hacia la casa de aquel. Vivía en un residencial de clase media de reciente construcción; el hombre era funcionario del Ayuntamiento, tenía dos hijos y su mujer regentaba una guardería infantil que se hallaba a pocos metros de su casa. Abrió la señora. Desconfiante al principio, cuando el hipnotizador le dijo que la noche anterior había hipnotizado a su marido, la mujer le respondió que su marido había tenido aquella mañana un comportamiento muy extraño. Había llegado, incluso, a golpear a su hijo mayor y a ella la había insultado al intentar oponerle resistencia. Según observó, su marido aquel día estaba irreconocible, no había dado explicaciones sobre dónde había pasado la noche y luego de la discusión se marchó dando un portazo. La señora le preguntó cuánto duraba los efectos de la hipnosis; al atisbar un pozo de dudas en la mirada y en el silencio del hipnotizador, le cambió la cara. Entonces le agarró el brazo y levantó ligeramente el tono de voz: “Por dios, no puede dejar usted así a mi marido”.
En la terraza del bar el hombre se encontraba rodeado de otros hombres que escuchaban con atención; departía entusiastamente contando alguna historia. Su voz era tranquila y alegre. El hipnotizador bajó unas estrechas escaleras, cuando estuvo en el mismo nivel que el grupo, algunas miradas se dirigieron hacia él. Al mirar, el hombre reconoció al hipnotizador inmediatamente. Calló entonces, los ojos se le tornaron serios y, antes de que Kerkus se acercara, salió a su encuentro. En el grupo de contertulios se creó una incierta expectación. Frente a frente, antes de intercambiar otras palabras, el hipnotizador se identificó. Al oír su voz, al hombre le inundó una sensación de protección, sus defensas se vinieron abajo. Kerkus vio que sus ojos estaban perdidos y quiso aprovechar aquella receptividad. Se fueron a un apartado. Entonces el hipnotizador flexionó la voz, clavó la mirada en sus ojos y pasó la mano por delante de su cara. Con aquel gesto logró absorber toda la atención de aquel hombre. Se dispuso a emplear su técnica para deshacer aquel entuerto: por medio de una dulce letanía Kerkus le evocaba sus recuerdos anteriores al episodio de la última noche, lo apaciguaba y le hacía saber que era un hombre normal, que quería a su mujer y a sus hijos, y que de lo que había sucedido el día anterior no recordaría nada. El hombre callaba, sus ojos no decían nada. El hipnotizador le tocó la frente e hizo un chasquido con los dedos. De pronto el hombre pestañeó varias veces e hizo un gesto de extrañeza, preguntando qué hacían en aquel lugar. El hipnotizador no quiso contar lo que había ocurrido y, con aire decidido, se despidió alegremente de aquel individuo volviendo a casa con la satisfacción de haberse demostrado a sí mismo ser un gran hipnotizador.
Todo ha sido una farsa, se dijo. Kerkus había llegado a esta conclusión después de descubrir que el individuo seguía haciendo de las suyas. Su mujer lo había llamado desconsolada para anunciarle que todo seguía igual, había empezado a agredirle a ella por cualquier fruslería, su hijo se había marchado de casa; desde aquel día no había vuelto al trabajo y la policía lo buscaba por diversos altercados. Hasta qué punto podría ser algo ajeno al hipnotismo fue algo que se planteaba continuamente el hipnotizador, buscando mecanismos psíquicos de defensa que lo libraran del sentimiento de culpabilidad que le azoraba. Pero las piezas que sustentaban esta hipótesis no encajaban. Y Kerkus seguía sin dormir tranquilo.
Sin embargo, el caso llegó a la policía y de esta trascendió a los medios de comunicación. Kerkus se convirtió de la noche a la mañana en el hipnotizador que cambió la vida de un hombre.Mientras Kerkus el Hipnotizador era aclamado en programas de televisión y en salas nocturnas, el hombre había vuelto a la calle. Desde hacía días vagaba errabundo de un lugar a otro, después de perder a su familia, a sus amigos, después de perderlo casi todo. Sin embargo, sorprendentemente, como si de la última esperanza para sobrevivir en aquel entorno hostil se tratara, el hombre acudió a la consulta del hipnotizador con el fin de pedirle ayuda. Al llegar a la consulta una secretaria le indicó que para visitar al doctor Kerkus debía tomar cita para otro día. él no estuvo conforme y discutió con la joven secretaria, luego él comenzó a gritar a la chica, lo que sirvió para que Kerkus saliera a ver qué ocurría. Cuando Kerkus se asomó a la sala de espera lo reconoció inmediatamente. Era él.
Era una sala oscura, una solitaria luz se proyectaba sobre un cuadro colgado en la pared. Desde un cómodo sofá azul, las palabras de aquel hombre comenzaron a derrumbar  todas las teorías sobre la conducta humana que Kerkus había concebido a lo largo de su vida: “La fuerza es mi única verdad. La gente teme a la violencia, y ante eso no hay ninguna razón que valga. Las personas viven con el miedo al dolor y a la violencia. Yo quiero convencerme de que no es así, pero cuando veo sus caras, ante un grito o un pellizco en el brazo, todos se vienen abajo, y todas las razones y argumentos se apartan de mi camino. Ni el mejor juez tiene la osadía de aplicar sus leyes cuando un cuchillo caliente pende sobre su espalda.”
El hipnotizador no podía entender lo que oía. Aquel sujeto había confesado auténticas barbaridades; había, incluso, matado. Kerkus entró en un estado de estupor profundo. Jamás había oído pensamientos de aquella índole; el individuo que le hablaba era un auténtico monstruo. Y la idea de haber sido creado por él penetraba por las rendijas de su mente hasta calar en su conciencia. ¿Y no era él responsable de todos los males que aquel hombre estaba causando en el mundo? Por un momento sus pensamientos se paralizaron y se sintió turbado. Comenzó a sentir un punzante dolor de cabeza. El hombre seguía narrando pormenorizadamente todos los golpes que había dado, la sangre que había hecho derramar, la crueldad que lo dominaba. ¿Qué podía hacer? Ahora dudaba de su técnica. Sus métodos ya habían fallado una vez con aquel monstruoso ser. Sin embargo, no quiso desperdiciar un último intento.
El hombre quedó dormido. De nuevo, comenzó a sugerirle otro pasado diferente. Estaba modulando su voluntad, le tocaba los ojos: se encontraban en la fase REM, la fase receptiva. Trabajó una media hora con él. Ya era demasiado tiempo, tenía que despertarlo. Sólo cabía esperar a que aquel hombre retomara su anterior vida para que él pudiera limpiar su conciencia.
Cuando el hombre despertó, el hipnotizador le preguntó si recordaba algo de lo que habían hablado. El otro se quedó pensativo, con la cabeza agachada, sentado en el sofá, intentando recordar tras el sueño. De repente, miró con ojos desencajados al hipnotizador, se levantó del sillón y lo prendió por el cuello de la camisa: “¿Qué ocurre? ¿Por qué no quiere curarme? ¿No se da cuenta de que así nadie me quiere, maldita sea?” Kerkus entendió que todo estaba perdido. Una sensación de terror le suplantó por completo el sentimiento de culpa que lo había dominado hasta entonces.
Lo volvió a dormir. En un momento salió a la sala de espera y le dijo a la chica que ya no recibiría a nadie más aquel día. La chica se fue a casa. En poco más de media hora la consulta quedó vacía; las luces del piso, apagadas. El hipnotizador salió entonces al rellano, sigilosamente estuvo escuchando el silencio que reinaba en el bloque, oteó desde arriba por el hueco de la escalera, se cercioró de que no había nadie, y cerró de nuevo la puerta. Entonces hizo una llamada de teléfono. La ambulancia apareció a los quince minutos. Un accidente.
A las tres de la madrugada Kerkus leía en el sofá de casa: era la Biblia. El sueño le consumía. Apagó la luz. Él tenía recursos para dormir: “quien a hierro mata...” se dijo esta vez, y se quedó dormido, profundamente.

domingo, 21 de diciembre de 2014

EFECTOS COLATERALES

La puerta del apartamento estaba abierta. El hedor corría intenso hacia dentro. Siete gatos rondaban la cocina, husmeando y relamiendo restos derramados de comida. En el salón una mujer reposaba en el sofá con la cabeza ladeada. Un cuerpo yacía exánime a sus pies. Cuando vio al intruso, se incorporó rápidamente y les apuntó con la pistola, temblorosa. El hombre hizo un gesto de tranquilidad con las manos y balbuceó algunas palabras significativas e inconclusas acerca de una orden de desahucio. Entonces la mujer disparó cinco veces. El hombre cayó al suelo desplomado.

La mujer se dirigió a la cocina e hizo un aspaviento con la mano. Los gatos la siguieron hasta el salón. Se sentó en el sofá y los gatos se encaramaron según una inopinada jerarquía. Entonces comenzó a acariciar al más pequeño, arrellanado en su regazo: “Mis mininos… Mamá os defenderá de esos hombres malvados…”

martes, 16 de diciembre de 2014

LIBERACIÓN

Llegó al café atenazada por la angustia. Se sentó en un rincón, pidió una copa y esperó. Entre sus nervios aún abrigaba la esperanza de que todo volviera a ser como antes, de que el amor reviviera y los sueños siguieran guiando su vida. Durante aquellos minutos de espera, sin embargo, el alcohol fue invadiendo sus pensamientos y produciendo un efecto liberalizador. Todos sus miedos se fueron desvaneciendo sorbo a sorbo, y todas sus expectativas fueron deformándose, hasta el momento en que se dio cuenta de que sus ojos llevaban posados más tiempo de la cuenta sobre aquel joven que se movía entre las mesas y de que le había lanzado una mirada furtiva e inconfundible de deseo.
Pero entonces llegó él y se sentó a su lado. Guiado por una urgencia nerviosa, llamó al camarero. El joven apareció en el lugar y clavó en ella una mirada inquisitiva que ella devolvió con resignación. Luego vino todo lo demás: él dio poderosas razones, y habló de la libertad, del futuro, del destino,…hasta que sus palabras dijeron todo lo que tenían que decir, se despidió y se largó para siempre.

Al otro lado de sus palabras quedó ella, ante el silencio del café vacío, ajena a todas las preocupaciones del mundo, ajena al futuro. Pero de repente, poseída de una extraña energía, una brizna de alegría recorrió su cara, para convertirse en un impulso del que nunca sería consciente. Entonces, se levantó lentamente de la mesa, se acercó a la barra y, haciendo un gesto al camarero, pidió dos copas. 

domingo, 14 de diciembre de 2014

ENTRE LAS SOMBRAS

La ciudad es enorme; los edificios son de paredes duras e irrompibles; los hombres caminan rápido cerca de los vehículos, incautos; las tiendas abren y cierran sus bocas hambrientas a los viandantes. Desde aquel promontorio todo se ve pequeñito, y lejano. Ella aún está envuelta en jirones, como el mundo la fijó en su retina, y sus lágrimas ya son perlas en su rostro escuálido. A veces recuerda a los hombres de ojos fríos que en el frío la contemplaban, y su voz adquiere una vibración extraña. Entonces una sombra extraña la rodea y la abraza, para que continúe olvidando, y sienta la felicidad que se eleva en la desmemoria. Pero entonces el sol termina su trayecto en el cielo y retazos de nubes desgajadas se encienden, y ella señala el día en que un cielo como aquel fue testigo de sus manos lívidas, de sus pies bajo la nieve, de su aliento envenenando el aire, y entonces ella se libra de aquellos brazos oscuros y se dirige enfurecida hacia el precipicio, para tomar una piedra y lanzarla contra el orden y el tiempo devastado. Luego vuelve a su lugar, cierra los ojos y se duerme de nuevo. 

domingo, 7 de diciembre de 2014

TEMBLORES

Nos habían quitado el sol y, aun así, el mundo seguía girando, y la gente viviendo como si nada, con la impronta del astro en la retina, con el recuerdo de aquellos maravillosos años de luz.
Hasta que años más tarde, la esperanza se cansó de hacer tiempo, y se derrumbó. Entonces la gente comenzó a salir a la calle, porque la crisis ya no daba miedo, y aquella obscena tristeza de catacumbas había comenzado a hacerse insoportable. La necesidad había vencido toda estrategia.
Así, la gente bajó a la plaza. Y el comité revolucionario declaró que el sol era un derecho inalienable. Y el gobierno reculó. No sin reticencias policiales, por supuesto. Y se formaron círculos en la plaza, y los niños retozaron al son del murmullo sedicioso, y los gritos de protesta alcanzaron el cielo.  Finalmente la policía creó otro círculo. Y el sol volvió a iluminar el adoquinado.

Y sin embargo, ahora, cuando más evidente se hace nuestra victoria y el hecho insoslayable de haberles arrebatado el sol a aquella poderosa minoría, no sé por qué, es cuando empieza a temblarme la mano. 

miércoles, 19 de noviembre de 2014

EL SALTO

Tardé seis horas en atravesar el desierto sobre el duro asiento de una furgoneta con el estómago vacío. Pero no sirvió de nada. Mañana regreso a casa, después de haber dejado la ilusión clavada en esta valla, y caminaré de nuevo bajo el sol, esta vez sin la defensa invisible de los sueños, esperando que el poblado se yerga sobre las nubes de polvo y que la vergüenza se asome a mi rostro.

Se han apagado las luces y todo está en silencio. Necesito dormir, pero el silencio de padre se ha adueñado de mi mente, y me vuelve loco.

martes, 11 de noviembre de 2014

LA PIEDRA DEL EGO

Recuerdo el bolsillo abultado de la abuela, y su mano escondida en él mientras me aconsejaba sobre las trampas de la vida. Y aquellas otras veces en que mamá, con su piedra bamboleando el bolsillo de su delantal, me enseñaba a ser yo y a defenderme de los demás. Luego llegaba papá, cambiaba la piedra de la chaqueta de pana al pantalón, y me arengaba como si yo fuera un joven soldado ante la inminente batalla.
Ahora comprendo que los decepcioné a todos, pues por más que lo intenté, no pude soportar el peso de la piedra entre mis ropas, y no tuve más remedio que entregarme a los brazos abiertos del enemigo. 

lunes, 27 de octubre de 2014

EL VIOLADOR

Cierto violador solía rondar un sendero por el que, por la tarde, antes de que el sol cayera, solían pasear las mujeres. Cuando el sol se ocultaba, y antes de que el halo luminoso del crepúsculo se extinguiera, aún se apresuraban las mujeres rezagadas por aquel camino térreo. Era aquel momento propicio cuando el violador planeaba sus asaltos.
Previsto de un pasamontañas, un día se situó al acecho de su víctima tras unos arbustos del camino. Desprotegida y solitaria, la mujer ya había sido marcada de forma precisa y definitiva en los días precedentes. Aquella no era la primera víctima, ciertamente, pero podemos decir que sí fue la última, pues a partir de aquel abordaje se retiró del oficio que, a la postre, tanta humillación le causaría.
La mujer, de cuarenta y ocho años, se demoraba por aquel sendero engrosando su ramo de flores silvestres. No conocía, desde luego, las violaciones que habían acontecido en aquel paraje, y por esa razón, en el momento en que el violador la abrazó por detrás pensó por un momento en una broma de su marido o de su hijo mayor, si acaso. Pero no, aquello no era ninguna broma, el violador había arremetido ya contra su sexo, difícilmente, sin demasiados gritos, con una simple amenaza al oído. Sin embargo, en aquella ocasión todo aconteció de un modo inesperado: de pronto, la mujer comenzó a besar el brazo del individuo, la mano, y comenzó a respirar exageradamente, como corresponde a un acto sexual apasionado. El violador quedó sorprendido por aquella reacción, lo que le alteraba el equilibrio adrenalínico con que había preparado aquel acto violento. Entonces, para su desgracia, una frase sonó vagamente en sus oídos: “Por favor, dime algo bonito, algo cariñoso. Dime que me quieres, que me quieres mucho, dime palabras bonitas.” El violador, cuyas manos de piel blanca dejaban entrever que más bien era una persona de oscuridades, no pudo, ante tal insistencia, más que ponerse a pensar qué podía decir a aquella mujer para que se callara y no le desconcentrara. Mientras su ímpetu sexual se iba tambaleando, el hombre pensaba y pensaba, y su mente incluso recurría a imágenes de Hollywood para saciar las expectativas amatorias de aquella mujer. Fueron preciosos segundos los que su imaginación perdió, pues finalmente cuando cayó en la cuenta del absurdo del que estaba siendo víctima, recurrió a lo que tantas otras películas le habían enseñado, lanzando aquel famoso ¡zorra! con el que abandonó el lugar sin haber consumado siquiera el acto, tan potente como se prometía.
A ella tampoco le cayó nada bien aquella huida. 

sábado, 11 de octubre de 2014

LA HUIDA


El día que le dijo que en aquella misma cama había muerto la abuela, Eula se volvió loca. Sus gritos e improperios llegaron a la casa de al lado. Así fue enterado luego por la señora Matilde, la anciana amiga de la abuela. Con voz tenue él le contaba a la señora que aquellos gritos procedían de los espíritus entre los que aún se debatía la abuela pues, le decía, esta aún no había abandonado la habitación en la que había pasado postrada los seis últimos meses de su vida. La señora Matilde se sobresaltaba y se persignaba, mascullando unas oraciones indescifrables, sin saber que aquel sería el último día en que oiría voces de mujer a través de la pared vecina.
Ahora, dos años después, lo recordaban con una sonrisa, mientras oían el aleteo de las palomas que se colaban en la habitación por el hueco del balcón descolgado. La habitación estaba en un estado ruinoso. La fachada de la casa estaba apuntalada a la espera del derribo, y una enorme grieta había surcado la pared del fondo de la habitación, donde aún se encontraba la cama, como si quisiera aislar aquel rincón inmaculado de amor. Ante aquella imagen de desolación, todo el pasado les vino de pronto como una sombra de nostalgia.
Eula había escapado del maldito lupanar el primer día de las inundaciones de mayo. Los días previos ella había contemplado a través de la ventana de su habitación cómo el cielo se enrojecía tras las nubes, y supo que aquello era una premonición. Aquel día, el negro Liberto había repasado una por una todas las habitaciones ante la visita de Donoso, el jefe,  y había reunido a todas las mujeres en el salón. Momentos después, el cielo explotó y en pocos minutos una lengua de agua comenzó a penetrar por debajo de la puerta. Aquel fenómeno extraordinario disgustó a los hombres que vigilaban a las mujeres. Entonces el negro hizo una señal a los otros dos e inmediatamente los tres hombres salieron. Entre el monótono trueno de lluvia, Eula oyó el rugido de los coches. En aquel momento y ante la mirada incrédula de las demás mujeres, Eula reaccionó con presteza, subió a su habitación, se colocó una bolsa en bandolera y, sin tiempo para despedirse, salió dispuesta a desafiar el temporal.
Al otro lado de la ciudad, el nivel de las aguas había subido hasta la primera ventana de la casa. Él se afanaba inútilmente en cortar el sumidero de agua hacia el interior cuando de repente la vio. La imagen lo paralizó. A pesar de la inquebrantable cortina de agua que los azotaba a ambos, pareció como si una nueva Venus hubiera emergido de aquellas aguas turbias y lodosas. Ella caminaba sufridamente hacia él, venciendo el sucia agua que la agarraba por la cintura y la empujaba hacia atrás, y lo miraba con el rostro exhausto y la mirada abnegada de los mártires, sabiendo  que tan sólo unos metros le separaban, no de su libertad, sino del único amor que la había cautivado a fuerza de ternura, haciéndole olvidar por completo la condición de hombre que tanto había llegado a odiar y que aún en sus horas más sórdidas odiaba con todas sus fuerzas.
Y sin embargo, él la conoció allí, en aquella mancebía. Fue dos meses antes, y nada más verla, supo que tras aquella mirada arrobada había una inquietud suicida, un desapego de la vida cuyo origen solo le costaría un puñado de billetes conocer. Ella puso el precio y él la siguió. Eula nunca sabría identificar lo que en aquel encuentro provocó que se derrumbara tan cándida y desconsoladamente. La mirada con que él la había perseguido, la voz delicada y serena con que se interesó por su pasado, la mano con que acarició su rostro, el beso en la mejilla, o el arrojo que tuvo para pronunciarla frase: “Ven conmigo”; y nunca olvidaría el llanto profundo que manó de sus entrañas en aquel momento, como un exorcismo iniciático que a la postre sería el augurio de sus nuevos días. A partir de entonces él acudió tres días por semana a verla y a llevarle tabaco y un poco de ron que ocultaba bajo las perneras del pantalón. El día antes de las inundaciones él estaba completamente desesperado. Ya habían trazado los planes, pero los últimos días había habido agitación en el club, lo que no fue obstáculo para que aquel mismo día él fijara la hora y el lugar en que tendría lugar el rapto de su Proserpina.  Pero el cielo estalló justo para evitar aquel rapto. Y ella llegó a sus brazos por sus propios medios, para entregarse a él.
Sabían que en la casa de la abuela nunca la buscarían los esbirros de Donoso, que nada se inmiscuían en la vida de la ciudad.  Durante los primeros días consiguieron limpiar el lodo acumulado en el suelo de la habitación, luego trabajaron ambos con una pasión encendida hasta convertir la habitación en un lugar donde nada entorpeciera su amor, aún sabiendo que aquel tan sólo sería una parada en el devenir de sus vidas, una especie de purgatorio de todo su pasado que, contra toda previsión, no duraría más de dos semanas.
Y entonces llegó el día en que él cometió el fatídico error. Aquel día habían hecho el amor al amanecer, como solían, cuando los primeros rayos de sol que se filtraban por la ventana se posaban sobre sus cuerpos. Ella miraba al techo y exhalaba la primera calada al cigarrillo, cuando preguntó por el pasado de aquella cama. Entonces él no pudo callar y lo dijo. Dos horas más tarde, él llegaba a la habitación con un barreño de agua y medio saco de cal, para iniciar el rito que ella le había enseñado: depositó la cal en el agua y esperó a que al cabo de unos minutos empezara a hervir; entonces los vapores subieron e impregnaron todos los rincones de la habitación, hasta acabar con todos los rescoldos de aquella muerte reciente. Al día siguiente, cuando él regresó al atardecer, no la encontró allí. El colchón había desaparecido. Apoyado en la jamba de la puerta, comenzó a comprender que ella ya había decidido huir de aquel lugar. Entonces, Eula surgió de algún lugar y se acercó lentamente por su espalda. Al abrazarlo por detrás pudo sentir la perplejidad que lo envolvía ante la imagen del cuarto desalojado. Y de repente, la historia de las frases hechas se irguió ante él como un círculo que se repite como se repite la vida de los hombres, para dejar retumbar en sus oídos: “Ven conmigo”.

lunes, 1 de septiembre de 2014

AHORA QUE PODEMOS...


El miedo, siempre el miedo. Y ahí en la más honda indignación aún se respira un cierto miedo al cambio, un miedo a que todo salga mal, a que todo lo que nos propone nuestro maltratado sentido común sea una trampa de la misma realidad, del mismo destino a que hemos sido condenados para siempre.
Desde aquel 15M mucho ha llovido, muchas suspicacias, muchos sueños derramados y absorbidos por la cruda realidad política. Muchos meses después casi todos estaban convencidos de que aquel movimiento había sido no más que un arrebato de las clases atosigadas por la crisis, una pataleta a la que también se sumaron los burgueses que de la noche a la mañana dejaron de serlo para convertirse en desempleados o simples asalariados, y los asalariados que soñaron con ser burgueses y asistieron de pronto el anuncio de su propio engaño. El bipartidismo y el capital al que sirve se frotaron las manos al comprobar que la sociedad era inerme, como un niño destetado, incapaz de encauzar ni siquiera la indignación de tamaña infamia sufrida, incapaz de una adusta organización. Para ello, los palos de la policía y las manipulaciones de sus espúreos medios de comunicación se encargaron de enseñarles el camino a aquellos díscolos manifestantes: el de la Ley y los votos. Y entonces aquellos jóvenes, adultos y ancianos vapuleados por las calles  consiguieron armarse de la serena paciencia revolucionaria para hacerse con fuerza, y echaron un órdago a la casta. “Construyamos un partido”. Desde entonces, al tiempo que aquella indignación iba siendo interiorizada por la ciudadanía, al tiempo que los casos de corrupción, de nepotismo, las mentiras y el lento desmantelamiento del estado de bienestar no hacían más que alimentar al monstruo que había despertado en el seno de la sociedad, algunas mentes clarividentes se movieron para construir su caballo de Troya, perfectamente enjaezado, para abrirse paso en los platós de televisión y desembarcar una vez dentro con cientos de ideas, con una dialéctica envidiable y sutil, y mucho mucho sentido común. Y mientras día tras día los medios prestaban sus platós para poner en entredicho aquellas ideas utópicas, mientras semana tras semana la casta reía con prepotencia de la pequeñez de su número, ellos sabían que la batalla estaba en otro lado, en un lugar que los poderosos se habían olvidado de controlar: Facebook y Twitter hervían, y los soldados anónimos poco a poco iban formando escuadrones, batallones, un ejército de indignación al borde del abismo prendiendo las antorchas en  un campo de batalla preparado para la verdadera revolución.
Y así llegó el día en que las radios gubernamentales y las cadenas de la oposición ya no pudieron seguir vetando aquel movimiento, y tuvieron que entregar al mundo los datos oficiales del primer plebiscito: las elecciones europeas. De repente, el monstruo de la indignación se hizo real. Urgentemente, aún con la turbación del golpe, ellos, la casta poderosa, armó su ejército, pertrechó a sus soldados y comenzaron su batalla: la de la mentira, la de la calumnia, la del miedo, la del veto en las radios, en la prensa, ignorando una realidad que ya les superaba; y comenzaron a temblar y pusieron todos sus esbirros mediáticos a golpear una y otra vez con la misma mentira y apelaron a los fantasmas de las dictaduras, los populismos y los imposibles para meternos de nuevo en el cinto del capital, sin saber que cada golpe no hacía más que despertar aún más a toda la masa que vivía la pesadilla más horrible.
Y en esas estamos. Y ahora que los vientos corren a nuestro favor, ahora llega el momento en que atónitos contemplamos cómo también surgen golpes desde abajo, desde la izquierda más arraigada a los ideales históricos, desde fuentes que aún viven en la circunscripción histórica del marxismo-leninismo-troskismo-anarquismo, una izquierda desubicada que no cree en la revolución moderna; llega el tiempo en que se descubre que la casta también invadió a un sector de la izquierda oficialista-sindicalista apoltronada a la sombra del capital, alimentada con las sobras de poder; y entonces otro monstruo, el histórico monstruo de la división que tantas veces ha apagado la fogosidad rebelde de los pueblos, comienza a roer los cimientos de esta nueva construcción.
Tiempo ha que la izquierda incrédula de este país soñaba con algo así, con un movimiento que de repente capturara toda la indignación del pueblo, con un pueblo consciente de su poder y unos líderes que arrastraran a la gran masa hacia la liberación del yugo del capitalismo. Tiempo ha que la izquierda se desmarcó de la revolución y la convirtió en utopía; tiempo, mucho tiempo estuvo la indignación adormecida entre las páginas de los abstrusos libros del marxismo. Y ahora los espíritus más cándidos de la izquierda miran de punta a punta a la izquierda de este país y se preguntan por qué este desacuerdo en las formas si el fondo es el mismo. Y muchos se preguntan hasta qué punto la izquierda ha sido imbuida por el espíritu del establishment, hasta qué punto el individualismo y el egoísmo mueven a esos sectores de la izquierda que anteponen sus intereses partidistas a los intereses de esta revolución pacífica y silenciosa a la que habrían de aportar los ojos de su experiencia. Y surgen voces de cantautores, de artistas, de intelectuales, poniendo palos en las ruedas de este movimiento que ha sido capaz de ilusionar a todo un pueblo, sin obligar a nadie a mostrar algún carné o a examinarse de materialismo dialéctico. Un movimiento al que ya algunos piden que no sea utópico y que se cargue de realismo, como si hubiera otro realismo distinto del que marcan los bancos y los políticos de turno; un movimiento en el que otros ven el origen de un caos y un desastre económico, el derrumbamiento de la economía, la hecatombe milenaria,  la mayor de las miserias de los pueblos, como si no fuera este el fin premonitorio del capitalismo salvaje que dirigen estos gobernantes y toda la corruptela que abunda por todos los rincones de nuestra patria, como si el pueblo no hubiera aprendido ya a estas alturas que ninguna miseria saldrá nunca de sus propias manos.
Mal les pese a los caducos elefantes del sistema, este nuevo movimiento es un tren imparable, como imparable es todo movimiento impulsado por la pasión, el mismo sentimiento inconsciente e irracional que mueve hacia la desmesura, surgida de las vísceras de una sociedad que está renaciendo de sus propias cenizas, una pasión efímera, como todas, cuyo destino sin duda estará plagado de desatinos, incoherencias y desvaríos, tantos como quieran vaticinar aquellos que con su lógica económica e histórica quieren detener este curso inexorable, pero que, como todo lo que pone el corazón por bandera, sin duda conseguirá regenerar la política y la ilusión de este pueblo derrengado.


viernes, 15 de agosto de 2014

ESQUIZOFRENIA



Sus últimos pasos antes de pulsar el timbre fueron iluminados por una blanquecina luz que borboteaba a través de la ventana lateral. Más allá, la noche se había cerrado hermética alrededor de la casa. La música zumbaba en los cristales y escapaba por las ventanas abiertas a la oscuridad. Ocho años, dijo el hombre que apareció ante él, y entonces pudo ver la sombra de inquietud que había emborronado su rostro alegre, las palabras trémulas con que le había acogido y la mano temerosa que adelantó y que él se negó a estrechar. Y pasó adelante, y el hombre quedó atrás, pues la sorpresa le había paralizado. Sus pasos eran lentos pero firmes. La quietud de sus miembros y el pesado traje oscuro que llevaba contrastaban con la hilaridad y la liviandad que reinaban en el tono general de la fiesta. De modo que todo se convirtió a su paso en una enorme expresión de asombro y temor. La música siguió sonando ya sin el seguimiento acompasado de los cuerpos evanescentes; las miradas se cernieron solapadas sobre él, esquivas, alarmadas ante lo que la memoria acababa de iluminar: aquellas noches en que el alcohol arrancaba los demonios de su infierno y les abría la puerta a base de golpes y gritos, en los que nadie le reconocía de repente; sus pasos medidos y desconsolados después de la tormenta, cuando su madre acudía angustiada a socorrer al mundo de su delirio y los cristales rotos que yacían bajo las lágrimas de aquella, excusando la ingrata naturaleza de su hijo, llorando entre los ridículos aspavientos con que él se serenaba, pues ella era la única que lo podía aplacar.
Y entonces él la vio allí, hablando con alguien al otro lado de la puerta. Y continuó hasta llegar a ella, hasta que los demás inmovilizaron sus miembros y cedieron el paso a algún anuncio intempestivo, violento, brutal. Ella miró sus ojos oscurecidos, y su corazón comenzó a latir, y los golpes bajo su pecho subieron a su cabeza y sonrió al contemplar su rostro enjuto y sombrío, porque después de todo era él, y el hilo de esperanza que la había mantenido viva durante tanto tiempo comenzó a manar a chorros sobre un soñado manantial de felicidad, y entonces ella le tomó la mano y él tiró de ella hacia fuera. La luz del umbral iluminó sus ojos y ella vio unos ojos profundos, concretos, adheridos a un punto definido de su mirada, y entonces comprendió que, por fin, algo había cambiado.Luego, todos contemplaron cómo a lo lejos dos siluetas unidas por algún nexo negro e indefinido eran devoradas por la oscuridad, hasta desaparecer. Entonces todos se miraron sin decir palabra; múltiples miradas de horror y de incertidumbre estampadas de repente sobre rostros ya entumecidos por el alcohol.Horas más tarde, él apareció en el salón. La puerta estaba abierta, las luces centrales encendidas. Cuatro mujeres bailaban aún la música tenue que sonaba por los altavoces agostados; un joven descamisado dormía en un sofá. Entonces ellas pararon su baile y lo miraron con cara descompuesta: su aspecto harapiento, el rostro consumido, los ojos inexpresivos. Entonces las cuatro mujeres caminaron alocadamente hacia fuera, llevadas de un mal recuerdo y de un negro presagio, conducidas por un grito interior que a punto estuvieron de verter a la oscuridad opaca de la noche en modo de alarma si no la hubieran encontrado a ella en el umbral de la puerta, con la melena alborotada, los ojos alegres y sonrientes y la faz encendida y diáfana, dispuesta a explicar a todos que por fin él se había curado. 

viernes, 18 de julio de 2014

EL BILLETE

Después de un día soleado, aquella tarde invernal había caído rápidamente, y la oscuridad se había cernido sobre las calles antes de que la iluminación pública despertara de su retardo. La reunión en el mesón ya había llegado a su cénit, y había decaído con premura, como siempre ocurría. A lo largo de la tarde él había bebido demasiado, hasta el punto en que todo se le hizo insoportable. Fue entonces cuando alcanzó el billete de encima de la mesa, se levantó con brusquedad de la reunión y, con paso decidido, salió del mesón en dirección a la furgoneta. Las miradas cayeron sobre él, sin embargo nadie se atrevió a interrumpir la silente y brusca determinación con ninguna palabra de interrogación o de despedida, pues todos supieron de inmediato lo que significaba aquel gesto sobrio con que los abandonaba.
Subió al vehículo, arrancó y, dejando caer la furgoneta lentamente, bajó la calle con el billete encima del asiento del acompañante, brillando a la luz refulgente de los faroles que penetraban a través del cristal. El Bigotes había logrado que aceptara el reto. Sin embargo, ahora centraba la vista sobre las líneas discontinuas de la carretera y se preguntaba por qué lo había hecho, comprendiendo que acababa de ser víctima en un juego peligroso.
Llegó a casa e, inmediatamente, se dirigió hacia la tienda a través de una puerta interior. De la estantería que se encontraba detrás del mostrador retiró dos cajas de tomates, deslizó un tablero vertical y se introdujo en un pasillo estrecho descubierto en la pared. Invadido por una suerte de prisa nerviosa, abrió la caja fuerte, de donde sacó  casi al tacto tres gavillas de billetes. Luego, con inusitada precisión, deshizo todos los movimientos desde que entró en la tienda, hasta finalmente girar el interruptor de la tienda y cerrar la puerta.
En el piso de arriba, sobre la mesa del salón los mazos de billetes habían sido ordenados formando una línea soldadesca. En el extremo izquierdo los billetes de cinco, y a partir de ahí, siguiendo una trayectoria iridiscente los colores se iban sucediendo de menor a mayor valor, hasta acabar en un menudo montón de billetes violáceos. Cuando ya lo tenía todo dispuesto, sacó de su bolsillo el billete de quinientos. Antes de depositarlo sobre el montón correspondiente ojeó el color e intentó vislumbrar someramente alguna distinción entre el billete falso y los auténticos. Los raspó con la uña, los ondeó al aire y los colocó a contraluz, pero ninguna de aquellas técnicas le devolvió ninguna conclusión. Entonces comenzó a mezclar los billetes, como en un solitario, hasta que finalmente formó tres montones de dos mil quinientos, los introdujo en tres sobres, los dejó sobre la mesa y se dirigió a la cocina sin mirar atrás.  Cayó en un banquete casi a plomo, exhausto. Y entonces hizo cuenta de que no había comido desde el almuerzo. Eran las once de la noche y tenía que tomar alguna refacción antes de ir a dormir. 
Mientras cortaba pedazos de algunos fiambres y pellizcaba trozos de pan, su mente no podía de dejar de pensar en el billete. Había aceptado aquel billete falso y podía ganar quinientos si conseguía hacerlo valer, pero a cambio de... “A cambio de ¿qué?” se formuló prontamente en voz alta, como para espantar las mordazas de su conciencia, para evadirse de una realidad inminente y palpable que le estaba atormentando desde el momento en que tres horas antes había oído el eco de sus propias palabras, revocado desde las miradas sonrientes de los cinco hombres que le rodeaban, hasta retumbar de nuevo en sus oídos y hacerse reconocibles y significativas: “Yo mañana meto ese billete en el mercado”, había dicho. Y después vino el envite del Bigotes, y su pulso tenaz, y luego entonaron el canto de aquel órdago con otras copas, hasta que las caras de su alrededor comenzaron a tornarse elásticas, como si las risas su hubieran estirado plásticamente y no pudieran contenerse en aquellos rostros cargados de burla.  Fue entonces cuando le pareció que todo aquello había rebasado un límite, se levantó y se largó con el billete.
El lunes madrugó antes de lo habitual. A las cinco de la madrugada apenas cuatro vehículos de carga conformaban la cola ante la barrera del mercado. Un coche de la policía con los cristales oscuros se hallaba aparcado al margen izquierdo, junto a la garita del vigilante que revisaba los pases.  Imbuidos de la rutina dos agentes hablaban entre ellos apoyados en la parte delantera del coche. El movimiento de furgonetas entre los almacenes y alrededor del edificio principal comenzaba a trasegar el frío ambiente nocturno.  En la puerta número cuatro de la plaza central, un hombre espigado con un mostacho recortado y tez morena retiraba pilas de cajas vacías de uno de los laterales de la puerta cuando su furgoneta apareció dando marcha atrás para acoplarse al muelle de carga. Poco después, el hombre del mostacho dio unas indicaciones a un muchacho que conducía un elevador que, en pocos segundos, se puso en marcha en busca de las cajas de naranjas apiladas en el almacén.  Mientras el elevador introducía las cajas en la boca de la furgoneta, los hombres arreglaban cuentas. El mayorista hacía números en una mesita ubicada en un rincón entre la mercancía: “Cinco mil cajas, pues son dos mil quinientos”, dijo. Entonces él sacó un sobre del forro interior de la chamarra y,  al tiempo que se lo entregaba, reanudaba la conversación que les había ocupado desde su llegada: “Al final, los pequeños hemos de apostar por grandes cantidades. No queda otro remedio. Espero que les pille por sorpresa y no tengan tiempo de reaccionar. Tengo margen para ajustar los precios al máximo.” El hombre del mostacho recortado mientras tanto tañía otro instrumento muy diferente al que llegaba a sus oídos y, centrado en el recuento del dinero, mascullaba unos números entre dientes mientras asentía levemente con la cabeza al ver pasar los billetes. Al llegar al final y encontrar dos de los grandes, levantó la mirada y la clavó en los ojos del comerciante: “Bueno, viene hoy todo bastante atado”, dijo. Pero el otro quiso pasar el trago lo más pronto posible sin más explicaciones: “¿Va todo bien?”  El comerciante no contestó, tan sólo apartó la mirada, metió los dos billetes grandes en una pequeña gaveta e introdujo los demás de nuevo en el sobre al tiempo que, con voz más relajada y sentenciosa comentaba: “El mercado está cada vez más reticente a estos billetes…, pero nosotros no podemos recelar entre nosotros, ¿verdad? Llevamos ya demasiado tiempo juntos en el negocio”. Y le tendió la mano, y él notó aquella mano de dedos largos y duros apretando su mano pequeña y rolliza en un gesto sonriente que no dejaba soltar toda la risa que podía dejar un trato cualquiera de cualquier mañana de cualquier invierno, sino que había sido penetrada por la última frase pronunciada hasta convertirse en una sonrisa ciega sostenida más tiempo del necesario. Luego, él también esbozó una sonrisa teatral y, sin más, subió a la furgoneta. 
Durante los tres días siguientes el ajetreo del negocio no le permitió pensar en nada más. Había vendido todas las naranjas y hallado nuevos clientes abducidos por el reclamo de su oferta inigualable. El sueño y el cansancio que lo conducían al llegar a casa cada anochecer ahogaban continuas y perseverantes alusiones de su recuerdo a aquel lunes pasado. Sin embargo, después de aquellos días de profundo trasiego, el silencio se hizo de nuevo en la blanca cocina que lo esperaba a altas horas de la noche, en la que su madre le había cocinado las tortas de bacalao que tanto le habían fascinado desde que tenía uso de razón, pero esta vez sin poder contener las ganas de liberar de su mente hermética la patraña cometida en aquellos últimos días. Y así fue como su madre entendió que su hijo aún no había abandonado el espíritu jocoso y endiablado de su infancia, pero ahora reconvertido en una astucia y una bravuconería sin límites sobre los que asentar un poco de sentido común.
- ¿Estás seguro de que iba en el sobre? –le preguntó ella con aire de incredulidad.
Pero la memoria ya le había jugado una mala pasada y ahora él no podía asegurar haber introducido el billete falso en el sobre del lunes.
- Esos hombres se han reído de ti -dijo su madre, confiando en la voz de la supervivencia-. Te puedes meter en un buen lío, así que deberías llevar esos billetes al banco y comprobar si aún tienes entre tus manos ese billete. No debes temer nada si dices la verdad. Ellos lo retirarán y toda la broma habrá acabado.  
Él seguía con la cabeza inclinada fijando la vista en el centro del plato de tortas de bacalao, devorando mecánicamente una tras otra, absorto en el pensamiento que repentinamente le había sobrevenido y que acababa de desintegrar, antes acaso de llegar a ser contemplada como una posibilidad tangible, la razonable propuesta que acababa de hacer su madre.
El día siguiente era jueves. Mientras conducía abriéndose paso en la oscuridad de la carretera, aún sentía en su estómago el hartazgo de la noche anterior, y aún el momento definitivo en que vio la luz y entendió que debía resolver su angustiosa situación cuanto antes. No había querido esperar, y así, había tomado los dos sobres y preparado las dos compras del día, de dos mil quinientos cada una, entregado al ciego determinismo en que había quedado sumergido por la razón de los acontecimientos.
Aquel día la actividad en el mercado era relajada, típica en un día entre semana en que la mayor parte del género había sido vendida y en el que la población ya había consumido la mitad de las provisiones semanales. El alba ya rayaba el horizonte, pero la oscuridad aún reinaba entre los edificios bajos del mercado central. El almacén número cuatro ya había abierto el portón trasero y la furgoneta se había instalado de espaldas al muelle de carga. El hombre del mostacho recortado se hallaba en el interior en torno a una pequeña báscula cuando se percató de que estaba allí tras él. Entonces las palabras fueron rápidas, él habló de los últimos días, de sus rápidas ventas y de su nueva experiencia. El otro escuchó atentamente, y tan solo abrió la boca para preguntar “cuánto”. A renglón seguido habló con una rotundidad que desplomó todo su optimismo de golpe: “Sólo puedo vender cuatrocientos. Hoy tengo toda la mercancía comprometida.” Y dejó escapar la mirada hacia fuera, antes de girarse de  nuevo hacia los pesos de la báscula.
De modo que, cuando menos lo había esperado, su alma había sido sacudida por un negro presagio y la certeza de la sospecha comenzó a hacer estragos en la determinación con que había entrado en el recinto. Y sin embargo, había algo, un ciego impulso frenético, que lo lanzaba al abismo, como si supiera que, resultara como resultara, ya había sido escrito en algún lugar de su destino fatal que aquella situación inevitablemente debía encontrar su punto final aquel mismo día en aquel mismo lugar.
El destino era el almacén número siete, en el extremo opuesto de la plaza central. Tuvo que esperar para que un tipo menudo y grácil pudiera atenderlo con la cordialidad y la confianza con que se saludan los hombres que han compartido buenos negocios. Pero él no pudo contener la prisa y, cambiando continuamente la conversación, acabó declarando sus nuevas intenciones: “Me quiero hacer con el mercado de algunos productos. De otra forma no podremos sobrevivir los pequeños...” El mayorista reculó tras oír la cantidad: “cuatro mil quilos son muchas cajas, amigo”, y lo miró un tanto perplejo, hasta que el otro sonrió y soltó el brazo para posarlo sobre su hombro y así sellar con el contacto físico la amistad que se les suponía y que debía espantar cualquier indecisión.
Y de nuevo, los billetes comenzaron a pasar del fajo a la mesa, uno a uno, mientras el pequeño hombre de enormes y abiertos ojos verdes contaba y sumaba. Pero esta vez ya había detectado el color púrpura al fondo del paquete, de modo que el tiempo jugó a su favor, hasta el momento en que llegó a ellos y dio el alto a su cantinela: “Bueno, Tomás, no debería tomar estos billetes. ¿Sabes? El lunes pasaron billetes falsos”. Pero el otro ya se había lanzado a la mayor de sus odiseas: la de la mentira, aun sabiendo en su fuero interno que después de aquella nunca más regresaría a su Ítaca. “Pero amigo, ¿cómo puedes dudar de lo que te traigo? ¿Crees que yo te puedo traer moneda de la que no estoy seguro? Yo tengo mis máquinas y mis técnicas para comprobar todo lo que me llega a las manos…  Deberías hacerte de una de esas y así no sembrar más incertidumbre sobre los mejores compradores que tienes.”
El vendedor lo miró una vez más a los ojos, antes de aceptar y dar la señal a un joven de rostro duro que se encontraba detrás de ellos atento a la conversación: “Cien cajas”, le dijo. Entonces él se volvió y lo vio allí de pie detrás de ellos, y comprendió que aquel individuo había sido testigo de todos los detalles de la transacción. “¿Y este?”, preguntó con ligera inquietud. “Ah, tranquilo, es un pariente. El mozo de carga lleva tres días en cama sin poder moverse… Aprende a su ritmo, ya sabes, los comienzos no son fáciles para nadie.” Acto seguido el elevador comenzó a trasladar la mercancía a la furgoneta mientras él, subido en el vagón, iba disponiendo en la carga las cajas con una celeridad nerviosa pero pausada. Luego, saltó fuera y se despidió del pequeño hombre con una sonrisa abierta y un apretón de manos.
El sábado a las dos de la tarde, los primeros días de la semana ya habían sido olvidados. Nada quedaba de aquellos angustiosos momentos vividos y ahora era tiempo de saldar las deudas. Cuando llegó al mesón no encontró a ninguno de los otros. Tuvo que esperar apostado en la barra sobre un taburete de aluminio conversando con unos y otros conocidos, mientras comía algunas tapas para saciar el hambre acumulada de la mañana. Una hora y media más tarde, los seis hombres ya habían cerrado el círculo en torno a una mesa.  Habían bajado el volumen para las confidencias, a pesar de que alrededor de ellos ninguna de las mesas estaba ocupada. Los detalles de la historia fueron cayendo poco a poco, adulterados por la alegría de la liberación y el sentimiento de triunfo; algunos preguntaban los pormenores, la mayoría simplemente escuchaba en una socarrona perplejidad. Luego, llegó el momento en que él sacó dos billetes de cincuenta euros y los colocó encima de la mesa: “Aquí tenéis, mi parte del trato.” Pidió otra botella de licor y entonces el ánimo comenzó a subir, con la alegría que daba pensar que seis días atrás ninguno de ellos había imaginado que aquel billete falso, con el que se habían amenizado tantas reuniones, con las más variadas apuestas y asertos sobre su autenticidad, de buenas a primeras pudiera ser introducido en el mercado, con el riesgo que ello conllevaba, y mucho menos, que aquel papel les reportara un beneficio. De manera que después de todo él se supo fuerte y valeroso, capaz de arriesgar y de hacer frente a nuevos desafíos, y el pulso se le aceleró con el alcohol, hasta que, cuando menos lo esperaba, sucedió algo que lo dejó fuera de lugar.
Fue una cara, una simple cara, un hombre con el que, desde el mostrador, y por una remota casualidad, había cruzado una mirada. Desde entonces, su mente no logró centrar la atención de ninguna de las múltiples conversaciones que corrían en diagonales aleatorias entre los vértices dispersos de la reunión, perdido entre la neblina que le había provocado el alcohol en su cabeza, todo lo cual comenzó a sumirle en un desasosiego que poco a poco fue creciendo en su interior. Uno de los otros de repente lo miró y notó que algo extraño ocurría en su cara. Entonces se levantó y se colocó a su lado, le tendió el brazo sobre el hombro y, adoptando una pose paternalista, se ofreció a ser el confidente de sus zozobras. Pero su mirada ya se había trastornado y sus ojos comenzaron a mostrar toda la sangre que circulaba tras ellos. “Ese tipo, ese tipo, cómo…” Porque su recuerdo ya acababa de condescender con él, y de pronto en el centro de su mente vio al mozo de carga que miraba por detrás de su hombro cómo los billetes purpúreos se detenían frente al dueño del almacén, cómo las palabras se demoraban y los gestos eran meditados. Allí había aparecido su rostro entre la gente, inexplicablemente. Y entonces volvió la cabeza, miró de nuevo a la barra y esperó a que aquella cara volviera a dirigirle la mirada, una mirada tranquila y segura, que se apartó con la prisa necesaria para hacer de aquel encuentro visual tan sólo una fugacidad de la tarde. Solo que entonces él, con una determinación impropia de la ocasión, ya se había levantado y se había presentado ante aquel individuo para conocer cara a cara qué demonios hacía en aquel lugar.
Pero fue el otro fue quien se antepuso a cualquier malentendido verbal y con un movimiento firme de su mano atajó todo imprevisto, como si con la palma de la mano hubiera detenido en el aire la frase que él se disponía a decir.  “¿Puedo hablar contigo de un tema importante en otro lugar”.  “Vamos fuera”, dijo él con determinación.
Y aquellas fueron las últimas palabras que intercambiaron ambos, pues a diez metros de la puerta del mesón, dos hombres sólo tuvieron que pronunciar su nombre para que el joven desapareciera de allí ipso facto y para que él quedara paralizado ante aquella interpelación extraña pero reveladora. Dos horas más tarde, en comisaría, una vez leídos los cargos, comenzaría a salir de aquella turbación paralizante, para moverse en la dirección del pasado lejano y hurgar en el recuerdo de aquellos billetes de quinientos. Allí en el fondo de su memoria encontró por fin el fiel y amigable trato con el que, cuatro meses antes, había vendido su antiguo automóvil a su amigo el Bigotes, allí fue donde deseó con todas sus fuerzas no haberlo recordado nunca, y, por la misma razón, que los demonios se lo llevaran para siempre.
La mañana del domingo fue soleada. En el mesón todos se habían hecho eco de la noticia. La tranquilidad y el silencio sólo eran interrumpidos por el rugido de la máquina del café. Entre los instigadores de la apuesta surgían tímidas conversaciones.
- Al parecer el lunes introdujo dos billetes falsos. Luego le siguieron la pista. Hasta  que volvió con más, el miércoles. Esta vez fueron tres, falsos también.
- Dicen que para entonces ya todo el mercado lo sabía. Había una denuncia. Y entonces la policía introdujo a un agente. El tipo aquel. ¿Quién lo habría dicho?
- Es extraño. ¿Cómo habrían llegado a sus manos tantos billetes falsos?



lunes, 23 de junio de 2014

UN DESTINO BENDECIDO

Tras la muerte de su padre, las cosas se complicaron. El país había caído en una profunda crisis y las cosas ya no eran como antes. Su situación era delicada: en pocos meses había consumido todos los recursos y ahora se veía sumergido en el angustioso mar de la necesidad en el que durante años había visto a tanta gente desde su elevada posición, contemplando cómo el futuro se hacía trizas, cómo las caras se enfurecían con la miseria y cómo muchos hombres y mujeres con la soga al cuello hacían las maletas y se alejaban de la tierra que los vio nacer.
De modo que no pudo soportar durante más tiempo aquella sumersión en la escasez, pues él sabía que la naturaleza no lo había creado para vivir en aquellas penosas condiciones, y estaba convencido de que su destino había sido bendecido por los dioses, y que aquella situación tarde o temprano cambiaría apenas se moviera.
Aquella noche él no podía dormir. Había discutido con su esposa acaloradamente y aún le quemaban por dentro los rescoldos de aquella discusión. Ella dormía como si nada, como siempre hacía, después de desahogarse con él, después de soltarlo todo y de relamerse en su propia soberbia. Mientras tanto, en su cabeza quedaron flotando insistentemente aquellas palabras reveladoras: “Tú eres quien tiene problemas con la justicia. Yo no me moveré de aquí”. Fue entonces cuando, resuelto a dar el paso definitivo hacia delante, decidió hacer la jugada que alguna vez había planeado en las estribaciones de su fantasía, en aquellos momentos en que la abundancia le había permitido caminar todos los senderos y jugar a todos los juegos sin renunciar a nada. Sin mediar más cavilaciones, tomó por fin el teléfono e hizo una llamada.
El presidente había esperado aquella llamada desde hacía unas semanas, cuando se iniciaron los primeros brotes violentos entre la población. Entonces él lo dijo: “He cambiado de opinión”. Porque nadie en ningún momento le había negado una salida, y había sido él quien había rechazado el salvoconducto, esperando que la situación revirtiera de nuevo a su estado anterior. El presidente mantuvo su palabra, y propuso un día y una hora, con la mayor discreción.
El día previsto, él no se despidió de su esposa. Salió bien entrada la noche y condujo durante una hora. El comisario lo esperaba envuelto en un largo gabán en el lugar convenido. El cálido hálito que exhalaba delataba el frío seco de la oscuridad. Entonces él llegó y el comisario penetró en el vehículo. Le ofreció un cigarrillo que el otro aceptó antes de enseñarle el maletín y darle las consignas: las cuentas desbloqueadas, el puesto número tres, la calle Regina, la nueva documentación… Cuando  el comisario acabó de hablar, él preguntó por ella, sin mencionar su nombre, porque él sabía que el policía le entendería, pues quién si no él conocía en el país los más recónditos secretos de palacio. Entonces contestó que ella lo esperaba allí, como le habían prometido. Luego apuró el cigarro, le estrechó la mano y salió del coche. Tres horas después, en el puesto número tres de la frontera, un soldado le pedía la documentación. Él sacó la llave y se la mostró. El soldado bajó de nuevo la cabeza y fijó la mirada para comprobar que, efectivamente, era él. Luego, levantó la barrera y lo dejó pasar.
Tras una larga noche de espera, el teléfono volvió a sonar en la sede del gobierno: “Ya pasó, señor presidente”, dijo alguien al otro lado de la línea. El presidente se volvió, ofreció una sonrisa tranquilizadora, y habló: “Señores, el príncipe ha llegado a su destino.” Y tras unos segundos en que nadie se atrevió a decir ninguna palabra, como si  todos supieran que aquella información estaba incompleta, añadió: “Está todo arreglado. Ahora volverá a vivir a cuerpo de rey.” Aquella frase pareció una ironía, casi un chiste, lo que no todos entendieron como tal. Pero el secretario de Interior sí lo había entendido perfectamente, y apostilló: “No duden ustedes que de ahora en adelante el príncipe adorará nuestra república”. 

sábado, 21 de junio de 2014

LOS BUSCADORES

            Entre la humedad frondosa que envuelve en sombra a la ciudad, entre las salivas que corren de un lado para otro, entre los fluidos latentes que se entretienen entre papeles, con imágenes de pantallas oscuras, con el ruido de martillos y motores, entre todo el lodo que rezuma el cielo y cae sobre nuestra existencia, encontramos unos seres anómalos, a causa de dios sabe qué motivo ignoto, quienes, sin la más mínima consciencia de sus actos, son movidos por una búsqueda incesante de algo que hasta ellos mismos desconocen, y que, no conformes con esa carencia indeterminada que les conduce amargamente en el pensamiento, se lanzan a la calle sin buscar pero con la ilusión de que hay algo que encontrar. A veces esos seres pueden parecer demasiado egoístas, demasiado raros o incluso demasiado ingenuos, pero se trata sólo de manifestaciones acuñadas por el hombre para el hombre, y por tanto dentro de la ley. Si miras alguna vez hacia algún lado y ves unos ojos perdidos en busca de algo que parecen no encontrar, no dudes que se trata de esa especie referida de hombres, aunque probablemente si tú lo detectas es porque también tú eres uno de ellos. Pero lo más importante de todo es saber que entre la frondosa humedad de la ciudad, entre los vaivenes de los cuerpos entre la multitud embelesada con lo cotidiano, entre el silencio de la humedad reflejada en la vegetación que absorbe el humo de los coches, estos seres de ojos abiertos desconocen el desconsuelo del futuro, y por más que la evidencia les caiga sobre sus cabezas, seguirán buscando aquello que, sin saberse perdido y lejos de su existencia, les hace incomprensiblemente dichosos.

jueves, 29 de mayo de 2014

UN POCO DE SANGRE



Los brazos caen abajo, las manos escapan hacia los bolsillos, la persistencia de la necedad ha hecho mella en el ánimo exhausto de los más entusiastas, como si el sistema se empeñara en desesperar. Robados los últimos céntimos de ilusión, ¿qué queda? Si ya el imperio de la ignorancia domina el mundo de la comodidad, de la dependencia enfermiza, de la obscena gloria de los símbolos de la muerte, qué nos queda: la danza de la inconsciencia que se deleita con la destrucción, con el afanoso ruido de la pandereta académica, las vidas agostadas en cuerpos acomplejados, escuálidas almas robadas a la esperanza, seres antojadizos royendo la puerta del mal, cual ratas inmunes a la estulticia, a la miseria moral, al hambre de la pasión que enamora. 
El verde rencor de la primavera suspira por sangre, ¿dónde? Sangre, hagamos sangre antes de que se pierda el lugar hacia dónde escapa la vida. Sólo para orientarnos. Quizá alguna forma de arte, algún escenario diáfano donde se derramen lágrimas de alegría y de dolor, algún ídolo facineroso que nos saque el rostro rebelde y diabólico. Sólo hacer un poco sangre, y seguirla hasta el mar.  

sábado, 24 de mayo de 2014

EL MAESTRO LUDÓPATA

En verdad, el maestro no pasa de ser más que un simple ludópata: sacrificar su tiempo, sus pensamientos libres y sus fuerzas en un impulso ciego por ganar algo en este juego de la educación no lo hace diferente de un ludópata de otro género.
El maestro se ilusiona, sueña con que el tiempo empleado en sus alumnos sirva para algo, a saber: que en cualquier momento cercano, el alumno sufra un cambio en su conocimiento o en su forma de ver el mundo; sueña, en definitiva, con contagiar su ser a sus alumnos en alguno de los sentidos en que esto pudiera suceder. Una y otra vez repite la operación: mira a los ojos del muchacho, comprende su necesidad y ¡zas! se lanza a la tarea, con esa ciega ilusión del jugador compulsivo, esperando el premio mayúsculo que lo llene de regocijo y satisfacción, que lo haga, en suma, un gran jugador. Sin embargo, el juego no sería tal si el premio estuviera cercano, si el temor a perder no fuera el hilo que tensa la emoción, y por eso quizá la derrota no sea más que una necesidad de su propia naturaleza.
Si tan sólo una vez la objetiva obviedad del mundo que le rodea pudiera por unos segundos hacerle comprender que todo eso no es más que una  mera ilusión, el maestro quizá comenzaría a saber que se encuentra enfermo, y que más allá de sus vanos intentos por domar la naturaleza indómita de sus alumnos, sólo puede conseguir consumirse en los intentos, sin que jamás la suerte le sonría más que en algunos reintegros.
Quizá habría que pensar en primer lugar en unos planes educativos contra este tipo de enfermedad tan nociva para el resto de la sociedad y, sobre todo, para esos otros impostores de profesión. Aunque se sabe que hay delegaciones trabajando desde hace tiempo en este sentido.

sábado, 26 de abril de 2014

CIRCO

Día tras día, semana tras semana, año tras año, los fatales vaticinios de los más pesimistas se iban cumpliendo, como gotas de rocío que caen de las hojas melancólicas de la noche. A veces una cuchillada penetraba en la carne de aquel pueblo insensible, y por un lado un grito tenue salía en dirección al cielo. Era la Desesperación. Pero inmediatamente allí llegaba su inseparable hermana, Resignación, derramando cordura sobre aquel terreno sembrado del dulce y placentero veneno de la infamia, evitando mayores estropicios.
Entonces aparecía el filósofo maldiciendo el círculo del Destino, la rueda que ordena el mundo según la comodidad y la pereza, y se levantaba de su asiento mullido y en un arrebato blasfemaba contra los hombres poderosos, contra el tiempo, contra los muros indecentes de la injusticia, en una expresión de ira irreversible.
El ínclito poeta escribía versos incomprendidos, llenos de belleza eterna, ardientes, en un afán desorbitado por crear un esbozo de imaginación colectiva, y en ellos reflejaba un retablo tenebroso en el que el pueblo sucumbía a los monstruos que caminan hacia el infierno sobre una carreta de heno.
Las masas humanas que llegaban del séptimo círculo del infierno rugían con sus antorchas inclementes e iban iluminando punto por punto el cielo oscuro de la noche, pero el hombre no veía nada porque otra luz más poderosa le tenía obnubilado, y reía de su propia comedia, y la música atronadora y procaz llegaba a sus oídos como una bella melodía que desafiaba las ondas beligerantes con un mágico encantamiento.
El político rompió la botella virginal y cortó el cordón tensado por la mesura, y todos los clamores llegaron al cielo, de donde cayeron relámpagos de emoción para sellar otra costumbre imperecedera. Y el hombre siguió obstinado en la amistad y, pertrechado con todas las viandas y licores requeridos para la ocasión, sucumbió al  hechizo de Baco, y desplegó la pasión desmesurada de su finitud, representando su miseria y su locura en un circo que sólo él reconoce.

Nadie cree ya en la redención, nadie cree que haya algo de verdad en esta burda representación, porque el hombre ha aprendido a conocerse, y a temerse cuando el mar de la locura se alza amenazante. Pero la risa es un licor tan embriagador.

domingo, 20 de abril de 2014

AHORA QUE EL NEGOCIO VA BIEN

Ahora que el negocio va bien, Ana María ha vuelto a la soledad. Y ahora recuerda continuamente aquella frase que Jorge decía al salir a altas horas de la noche del Horno: “Algún día yo seré mi propio jefe”. Porque hace ya unos meses que es jefe de cinco trabajadores, y parece como si disfrutara con ello. Pero a Ana María le parece que al mismo tiempo él se ha convertido en su propio esclavo.
Entre sus empleados está Angelita, la pobre, con su barriga de cinco meses. Él se lamenta y cree que ella le engañó, pues no se le notaba nada cuando entró en el Horno. “Y luego vendrán los días de permiso, y los días de enfermedad, y la lactancia…maldita ruina”, gruñe Jorge cuando Ana María le pide que cuide de ella y no le haga cargar peso.
A veces Ana María ayudaba a hacer masa. Pero sabía que a Jorge no le gustaba que fuera porque su ritmo era demasiado lento, y se entretenía demasiado hablando con Angelita de niños y del futuro. Entonces él comenzó a decir que no había trabajo para ella, para que no acudiera al Horno a entretener a sus empleados, y para que no sintiera pena de ellos, pues Jorge detestaba aquella mirada compasiva con que Ana María les trataba.
Cuando Ana María regresa de acompañar a los pequeños a la escuela, pasa por el Horno y recoge unos churros que luego desayuna en casa, a solas, pues desde que se casaron Jorge siempre madruga.  Cuando aún todos duermen, él se levanta y, sin hacer ruido, se marcha. Luego ella lo visita y le da los buenos días, y un beso. Y vuelve a marcharse.
Ana María nunca había dicho a nadie que estaba sola. Es una mujer muy introvertida. Pero un día rompió su silencio con su mejor amiga. Le confesó que llevaba dos semanas llorando todos los días y que creía necesitar ir a ver a un psiquiatra. Se abrazaron y su amiga le susurró al oído que siempre la tendría a ella.
Ana María pasa las tardes en casa con sus hijos, ambos hiperactivos, tal vez como Jorge. Le preocupa el mayor, pues es muy introvertido y apenas sale de su habitación. El pequeño no tiene querencia por los estudios, y ella le ayuda a estudiar. Desde que el negocio va bien, ella les habla constantemente de papá. Ellos la miran con cara extraña y no responden. Cuando Jorge llega por la noche, ellos ya duermen.
Ana María sabe que ya no son una familia pobre, y cada vez le cuesta más decir no a los chicos. Cree que el mayor tiene demasiados aparatos en su habitación,  y que ese es el motivo de que no salga de allí. Es un chico educado y saca buenas notas, pero no sabe por qué, ella cree que ha fracasado con él.
Ana María también era buena estudiante, pero dejó de estudiar a causa de sus fobias y pánico a la gente y a los lugares extraños. Desde que el negocio va bien, apenas se relaciona con nadie. Cuando vuelve del Horno, pasa por la Academia de Arte, y sueña con dar a conocer sus pinturas y sus dibujos, pero al punto una angustia galopante le oprime el pecho.
Ana María está sola y es incapaz de moverse entre la multitud. Hoy ha decidido ir a ver a un psiquiatra. Piensa que quizá con unas pastillas pueda salir de sí misma. Pero justamente hoy Jorge la ha llamado por teléfono para pedirle ayuda, pues necesita alguien para amasar.
Ana María acude al Horno y comprueba que su mejor amiga está ausente. Entonces llama y el teléfono no salta. Pregunta a Jorge y no encuentra respuesta. Ana María se lava las manos, toma unos churros y se marcha. Jorge la mira alarmado desde el otro lado de la vitrina.
Angelita se encuentra por fin en el hospital de Santa Ana. Se ha roto y ya todo es en vano. Ana María la abraza fuertemente y llora por ella. Pero Angelita es fuerte y hace acopio de palabras para decirle en un frío suspiro que quizá sea mejor así, pues ya no preocupará a Jorge con su futura maternidad.
Ana María escucha un eco de aquellas palabras y recuerda, de repente, con lágrimas en los ojos, que Angelita no tiene pareja. Porque ella siempre respetó que no quisiera hablar del padre de aquel bebé. Su mejor amiga, su gran amiga, su íntima, a quien ella tanto quería. Angelita, Angelita, ... dice, antes de volver a abrazarla, ahora con más fuerza aún. Como si fuera el último.
Ana María viaja en el tren de las nueve de la mañana. El psiquiatra le dio una caja de pastillas. 

lunes, 14 de abril de 2014

TRES SOMBRAS SOBRE LA TIERRA


Fuera de la casa caía la nieve. A lo lejos, tras un velo blanco, se podían atisbar las últimas montañas tras las cuales se extendía la infinita estepa. En el salón las llamas de la chimenea comenzaban a extinguirse lentamente bajo los troncos consumidos. Delante del hogar, sobre el sofá, yacían los dos amantes, entregándose cuerpo a cuerpo al acto descarnado para el que habían sido concebidos por la divinidad. Él resoplaba tensando su portentosa musculatura, con una sonrisa dibujada en su rostro, volteando a su pareja. Su piel de color rojo infierno contrastaba con la tersa blancura de su amante casual. El Bien y el Mal. Ninguno de ellos era consciente de sus actos, tal era la inconsciencia de la creación, y sin embargo, allí mismo el Mal inyectaba en su amante toda la voluptuosidad, la avaricia, la corrupción y los vicios con que había sido creado, tras lo cual la bondad inocente de aquella criatura iniciaría el camino hacia su propia consunción, fechada el día en que nacieran sus hijos, los gigantescos hijos del mundo.
Durante los meses que siguieron arreció el viento. La casa se erguía en la soledad a la espera del alumbramiento. Entre el vacuo cuerpo del viento a veces se divisaban espectros aciagos: un caballero  oscuro vestido con un raído uniforme militar acompañaba a una dama, blanquecina y difusa, evocando alguna cuenta pendiente con la Humanidad. Hasta que pasó el invierno, y el sol alumbró por primera vez la cima de las montañas. Fue entonces cuando se vieron por primera vez, como nacidos de las blancas tinieblas del invierno, los tres herederos de la divinidad y sus tres enormes sombras proyectadas sobre la tierra.

PASIÓN
Y los primeras pinceladas de la primavera comenzaron a aparecer sobre la tierra: el sonido de las aguas deslizándose entre el hielo sucio, los pájaros retozantes, las copas de los árboles adornándose con la fronda. La estepa se volvió verde y su hierba comenzó a ondear con el viento suave y frío que provenía de las montañas. Entonces, la Pasión surgió del frío, como un aire que se despliega para ejercer un influjo sobre los hombres. Hermosa dama con la que el hombre se volvería voluptuoso, porque así lo era ella, pues en su paseo por entre las almas terrenales aquella dama escanciaba un licor de felicidad entre ellas, en el lugar donde luego brotaba la alegría, y la inconsciencia, porque inconsciente era también su belleza. Y tan pronto esto ocurría, la perdición ponía las manos sobre el destino de aquellos pequeños seres.
Pero la Pasión era efímera, y el hombre mortal, débil y pobre. Y el fuego de la Pasión le daba una fuerza descomunal, pero efímera. Fue entonces que el hombre decidió que la Pasión no debía extinguirse y, con toda la fuerza del recuerdo incesante, quiso alimentarla. El hombre se dispuso entonces a quemar toda la materia que le rodeaba para alimentar la Pasión, y evitar que la llama se extinguiera, y deseó toda la riqueza a su alrededor para con ella perpetuar aquel fuego. Y a partir de entonces, cuanta materia le estaba prohibida al hombre él la arrebataba para quemarla y fundir con ella su alma. Ocurrió entonces que, en el devenir de los acontecimientos, el hombre no tuvo más remedio que entregarse al Mal, pues sólo Él atesoraba toda aquella materia prohibitiva que tanto deseaba el mortal de los mortales. Desde entonces aquella hermosa dama quedó para siempre entre los hombres, aunque envilecida por ese absurdo deseo de eternidad, y enloquecida al verse convertida en Lujuria.

RAZÓN
El sol ascendía lentamente hacia el solsticio, y el hombre continuaba el ritmo lento de los astros en su sucumbir bajo las llamas de la Lujuria cuando, de repente, la Razón apareció bajo el sol como un ave redentora. Aquel caballero de porte recto y flema de poderoso puso su mano en el hombro de aquel ser mortal y débil, y entonces el hombre entendió que había sido el elegido para crear un imperio en el mundo, y alcanzar la perfección y la sabiduría. Y de repente todo adquirió otro sentido para él, pues comenzó a ver su futuro y, ante este, la necesidad de acumular riqueza y asegurar la progenie que perpetuara el goce de los bienes terrenales y de la Lujuria. Y el hombre reivindicó ante el otro su territorio y su poder, y se entregó al Mal para trazar fronteras y alzarse en guerras contra sus oponentes, otros hombres, y con ello trató de vivir para siempre, pues la Razón le había enseñado que con ella alcanzaría la vida eterna.
Sin embargo, flotando sobre este pensamiento, el hombre se volvió orgulloso, y se hinchó de vanidad, y dejó de adorar a su dios la Razón, pues ahora él era fuerte, tan fuerte como el más poderoso dios. De esta forma, aquel caballero, entendiendo que el hombre ya había superado los límites de su propia ambición, decidió castigarlo y someterlo a su propia inconsistencia, inoculando en aquel insignificante ser la enfermedad de la duda. Desde aquel momento el hombre vivió atormentado por la duda de saberse absurdo y por el eterno sinsentido de su existencia.

FE
Y llegaron las lluvias del otoño, y los vientos se cernieron sobre la estepa milenaria vestida con su manto anaranjado. El hombre arrastraba consigo las cadenas de la Lujuria que lo consumía, de la soberbia que lo cegaba y de la duda que lo afligía, y la vida cada vez se le hacía más y más pesada. Ocurrió entonces que en su lento vagar por la estepa infinita, un ser apareció ante él para tomarlo de la mano. Y el hombre sintió que alguien lo dirigía hacia el lugar de las montañas, y miró al lado y vio un chico con la mirada perdida hacia el horizonte. Sus labios apenas se despegaban para exhalar un aliento, y la serenidad estaba impresa en su rostro. Entonces un sentimiento nuevo le fue imbuido en su corazón, y el hombre comenzó a soñar con la cima de las montañas, y una ilusión imprevista le creció en su alma, hasta hacerse adulta y adoptar forma de paraíso, pues sólo el paraíso podía crear la dicha que acababa de brotar en él. Y fueron días y días, años y años, cogido de la mano de aquel pequeño muchacho cuyo pelo crecía y ondeaba con el viento, cuya camisa blanca se deshacía frente al viento frío que les frenaba en su lento caminar hacia la cima. Y durante siglos y siglos el hombre no dejó de soñar, y cada vez que las cadenas se le enredaban en las piedras del camino el hombre miraba al pequeño y su sosiego le transmitía la energía que rompía el lastre del sendero.

Hasta que el cielo se puso blanco y la montaña se irguió ante él como un muro infranqueable. Al pie de la gran montaña, el hombre miró al chico y vio que le señalaba el lugar, y era tan grande la Fe que había depositado durante tantos años en aquel paraíso que sus brazos y sus piernas se alzaron sobre sus propios límites, hasta llegar impulso a impulso a lo más alto de la cima. Y habiendo alcanzado la más preciada de sus metas, aún con los ojos húmedos del contento y las sienes ardientes por la extenuación del viaje, el hombre buscó con su mirada una señal, la señal del cielo, la señal del paraíso anunciado. Y sin querer atosigar a los dioses ni despertar rumores infieles con su impaciencia, el hombre esperó allá arriba, ensimismado en la contemplación de su recuerdo. Hasta que sus huesos se endurecieron  con el frío de la montaña, y sus manos quedaron inertes ante la vana esperanza del paraíso, hasta despertar de repente sacudido por el apremio de la vida. Entonces el hombre recordó al jovencito que había abandonado por el camino y pensó que sólo él podía devolverle las fuerzas y la Fe, después de lo cual volvió sobre sus pasos y comenzó el descenso en dirección a la estepa infinita, en busca de la ilusión perdida, de una mano que lo guiara. Fue entonces, en su brusco retroceso, cuando la locura comenzaba a confundirle los sentidos, cuando halló al pequeño en medio del camino. Estaba tumbado en la nieve, con la mirada fija al cielo, los brazos en cruz y unos hilos de sangre brotando de sus pies y manos. En aquel momento, el hombre supo que ya nada podría salvarlo.  

sábado, 29 de marzo de 2014

UNA COSTUMBRE INSOSPECHADA

Desde su regreso del hospital de San Lorenzo, el tío Santiago adoptó una costumbre que por aquel entonces nadie llegó a sospechar, ni siquiera su hermana Amalia, quien había acudido a pasar una temporada junto a él. Aquellos días de verano eran largos y el crepúsculo llegaba tarde, con el día ya agotado por tantas y tantas horas de calor. Poco antes de ese momento crepuscular, el tío se sentaba en su hamaca en el porche y esperaba a que alguien le hiciera una señal desde fuera. Entonces se acercaba a la valla y, a través del seto de tuyas, comprobaba que era ella. Luego, sin hacer chirriar la hoja de la verja, salía a su encuentro. Desde allí hasta la cima de una loma cercana caminaban sin apenas intercambiar palabras, cogidos de la mano. Luego se sentaban y esperaban a que el círculo incandescente comenzara a hundirse en el horizonte. No más de dos minutos tardaba aquel astro en su lento caminar hacia su ocaso, y durante aquellos dos minutos densos y evanescentes de suave plenitud, de dulce agonía y tranquilo silencio, ellos quedaban sumidos en una profunda espiritualidad. Pues en aquel dorado esplendor que quedaba en el cielo ellos veían su propio esplendor, el momento en el que ya podían mirar hacia arriba sin miedo a quemarse los ojos y deleitarse con el magnifico colorido que los dioses dibujaban en el cielo.
Poco a poco, las montañas quedaban sepultadas por la penumbra de la noche, los relieves oscuros de la vegetación se iban confundiendo con el negro de la noche y los monstruos de la noche despertaban de su letargo, como si hubieran estado esperando todo el día a que el astro rey escondiera sus brazos fulminantes. Pero ellos no se movían del sitio, pues desde aquella cima el viento les llevaba los olores del pasado, y entonces el tío Santiago comenzaba a sentir un halo de vida en el recuerdo de los cuarenta años que había pasado surcando aquellas tierras con su tractor, respirando el polvo aventado por el solano, embriagándose con el aroma de las cosechas, dejando su cuerpo y alma en aquel desierto día a día esquilmado. Y en aquel momento todo aquel mar de tierra extenuada que se hundía en la noche le despertaba una ola de grata nostalgia que no lograba entender.
El tío Santiago había vivido en aquel lugar toda su vida, sometido al inagotable trabajo de la tierra, y aquella idea le infundía un sentimiento de pertenencia. Aquella finca se le volvía infinita. En ella había construido su propia familia: Benito, Eustaquio, Ramón, jornaleros que habían sido sus hermanos, con los que había compartido el mismo plato, las mismas penurias y el mismo destino. Con ellos había aprendido a vivir en la aridez y a sacarle jugo a las penalidades, con ellos compartió sus silencios, sus secretos y sus oscuros deseos, y el más diáfano de todos: el amor nunca correspondido de la mujer de su vida. 
Al final, el Estado logró separarlo de aquella tierra. Una suerte de carta sellada firmada por el presidente le reconoció su derecho a reposar de su trabajo y a dejar para siempre la finca y la familia que él nunca quiso abandonar. Se jubiló, y entonces toda la vida sacrificada en aquella tierra se le volvió hermosa como nunca. Y, como si un vaticinio aciago y errático hubiera caído sobre él de repente, dijo: “No me quiero morir”. Y desde entonces el tío Santiago se aferró a la idea de que no quería morir, y huyó del desgaste solar, y consagró su vida a la noche, pues llegó a convencerse de que la luna paraliza la vida como paraliza a los espíritus melancólicos y profundos de la noche, y que desde que el mundo es mundo las tinieblas han conservado a los espíritus para siempre.
Cierto día era ya noche cerrada cuando el tío Santiago volvía a casa por el sendero de siempre. Aquel día había abrigado pensamientos reconfortantes: la eternidad existe, se decía mientras caminaba, huyendo de un frío húmedo que comenzaba a colarse por entre sus ropas solariegas y holgadas. Al llegar a su casa, vio que la verja estaba cerrada y pensó que alguien había entrado. Luego de hacer todas las comprobaciones oportunas tanto dentro de la casa como por el exterior, entró en casa y cerró la puerta. De pronto comenzó a sentir algo extraño, diferente, una especie de placer extraño y doloroso. Era el placer del miedo; él que jamás había sentido miedo en su vida, sintió de pronto rondar su mente la certidumbre de que todo es efímero y el temor perseguidor e inquietante de no saber qué ocurriría al día siguiente. Entonces apagó las luces y se volvió a refugiar en su oscuridad, pues era lo único que lo reconfortaba. Al cabo de unos minutos se durmió.
En el interior de la casa reinaba el silencio, desde el que se percibía el monótono sonido orquestado de los animales nocturnos del exterior. De repente, a media noche, algo lo despertó. Abrió los ojos ampliamente, pero sólo veía una oscuridad amplia, que le impedía moverse, sus miembros quedaron completamente paralizados durante unos minutos. Poco a poco, fue moviendo las piernas, los brazos, y por fin, tuvo fuerzas para levantarse. Con la luz apagada avanzó a tientas por el cuarto hacia la puerta. Abrió, y de nuevo la oscuridad del pasillo. Sin embargo al final de este atisbó una luz que procedía de la cocina. Una inquietud punzante se apoderó de él, una inquietud con la que avanzó lentamente sobre aquellas frías baldosas hasta llegar a la cocina. Entonces la vio, allí estaba ella, su soledad, con unos oscuros y opacos ojos. Se sorprendió al verla, pero antes de que él pronunciara su primera palabra, ella habló:
- Esta tarde, allí arriba, supe que no te encontrabas bien, y por eso decidí pasar la noche junto a ti.
Al oír aquellas palabras él se percató de repente de un dolor que le torturaba el pecho. Entonces, como siempre hacía, se encogió y se dirigió al salón. Allí, enroscado en el sofá, pasó varias horas en duermevela, con la mano en el pecho, esperando que le remitiera el dolor.
Cuando despertó, los primeros rayos de sol ya asomaban por la ventana. Se incorporó y, al primer movimiento ya notó que el dolor se había expandido por el plexo solar. Sabía que algo se había roto por dentro, y que algo importante iba a suceder de inmediato. Pero ella estaba allí, mirándole, sabiendo que su orgullo era de una naturaleza superior y que le impediría quedar postrado. De manera que, como ella esperaba, aun con el aguijón del dolor, el tío Santiago se levantó y se preparó un café. El líquido hirviente lo atravesó de arriba abajo. Luego comenzó a hablar con ella: le dijo que su hermana dormía en la habitación contigua y que no tardaría en despertar. Luego puso la radio: las noticias. El mundo, los hombres. Se sentó e intentó ordenar sus pensamientos. “Es bueno empezar con orden”, dijo, y una sonrisa quedó prendida en su rostro.
- Orden, orden –apuntaló ella-. Yo iré contigo, hasta el final.
Entonces como si hubiera agotado todas las fuerzas de su orgullo, él cayó desplomado al suelo, y se arrastró, contra su dignidad, contra su propia convicción de eternidad, como un reptil, hasta el cuarto de su hermana, para despertarla con cuidado.


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