El padre fue el
último en levantarse de la mesa. Cuando ya todos habían vuelto a sus quehaceres
de sobremesa, él solía permanecer absorto en sus pensamientos con los codos
apoyados en el mantel flanqueando el plato con los restos de comida, hasta que
ella le tocaba el hombro y lo nombraba: “Andrés”.
Retiró la silla y se
dispuso a recoger. Entonces vio algo extraño bajo la mesa. Envuelto en papel de
arroz adivinó algo que parecía chocolate pero que, al acercárselo a la nariz,
distinguió con nitidez. Lo guardó rápidamente en su bolsillo.
El joven se
encontraba arrellanado en el sofá, disfrutando de un rato de televisión y
saboreando una pequeña onza de aquel chocolate negro con pepitas de cacao
tostadas que su tío le solía traer de Holanda. Entonces su padre se plantó ante
él, con un rostro abatido.
- Hijo, quizá ya hayas
descubierto que el mundo no es ese castillo en el que has vivido toda tu
infancia. Tendrás que estar preparado y construirte una coraza para soportar al
monstruo que se te aparecerá en su lugar. Cuando la tengas, cuídate bien de no
caer sepultado bajo ella.
No dijo más, y se
volvió hacia fuera. El joven vio lo que su padre llevaba en la mano
entreabierta, expuesta adrede a su vista. Se levantó sonrojado y salió. Al
pasar de largo por la terraza gritó: “No quiero ninguna coraza. Me gusta el
monstruo.”
El padre no supo qué
responder y, ciertamente turbado por la respuesta de su hijo, se desplomó en la
hamaca, donde al instante cayó en un trance que lo sacó de la realidad por largos
minutos.
De pronto se le
apareció un castillo. Era su castillo, al que no visitaba desde su infancia. Se
dirigió hacia la entrada y llamó a la puerta. Una señora de pelo cano
ensortijado, fastuosamente vestida, le invitó a pasar. Su vista recorrió el
salón, las caras, los vestidos de unas señoras y los trajes de unos señores que
apenas habían percibido su presencia, las caras apagadas de los criados, la
lámpara, las escaleras, los enormes retratos en las altas paredes. No reconocía
a ninguna de aquellas personas y, no obstante, se dio cuenta de que era el
mismo castillo que durante años le había enseñado a su hijo. La impresión tan
horrible que le causaron aquellos extraños personajes le tiró hacia atrás y
quiso salir de allí. Se acercó a un mayordomo para decirle que tenía intención
de irse. Este asintió y le abrió la puerta, pero justo al cruzar el umbral de
la puerta vio frente a él a una hermosa y joven mujer, en la que reconoció a su
madre, resucitada de la inexistencia. Caminaba hacia él misteriosamente, como
un fantasma que volaba hacia él a través de su imaginación. La puerta del
castillo se cerró y allí fuera quedó a solas con aquel precioso espectro que ya
le rodeaba el hombro en un abrazo. De repente la miró a la cara para sentir la
cercanía de aquella belleza, pero tan solo encontró el rostro de su propio hijo,
demacrado, famélico y desarrapado, que le susurró al oído:
- Ahora empezarás a
comprenderme, hijo mío.
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