El gato paseaba con total naturalidad por el
salón tras haber derramado el tazón de leche. Yo me levanté con la intención de
recogerlo, maldiciendo la inconsciencia felina, pero él ya lo había visto, y
entonces no dudó. ¡Maldito gato!, espetó. Menudo guerrero estaba hecho. Antes
de lanzarse hacia él, me detuvo y me cubrió la cabeza con una capa negra.
Aquellos movimientos bruscos que noté en el sonido del aire de la habitación me
enfriaron las entrañas. Yo no podía creer lo que luego vi, pero de una manera
insospechada lo había previsto en mis pensamientos. Luego me dijo que tenía que
irse, pues ella lo esperaba. Yo me asomé a aquel ventanal desde el que a veces
oteaba los hermosos paisajes exteriores que rodean la casa. Allí afuera estaba
ella, esperándole, con su penetrante mirada lobuna, como si no esperara de él una
acción menos cruenta que la que acababa de acometer. Él caminaba hacia ella
saltando sobre las puntas de los pies, dándole vueltas a la cadena en torno a
su dedo índice y silbando al cielo, como si nada. Se unieron y marcharon. El
despecho y la impotencia van de la mano, me dije, y me pregunté hasta cuándo
este gobierno desalentador. Entonces maldije al mundo, cerré la cortina y
regresé a la habitación. Pobre gato. Llegué a estar convencido de sus siete
vidas. Aunque creo que el guerrero ha acabado con las siete de una vez.
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