"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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lunes, 14 de abril de 2014

TRES SOMBRAS SOBRE LA TIERRA


Fuera de la casa caía la nieve. A lo lejos, tras un velo blanco, se podían atisbar las últimas montañas tras las cuales se extendía la infinita estepa. En el salón las llamas de la chimenea comenzaban a extinguirse lentamente bajo los troncos consumidos. Delante del hogar, sobre el sofá, yacían los dos amantes, entregándose cuerpo a cuerpo al acto descarnado para el que habían sido concebidos por la divinidad. Él resoplaba tensando su portentosa musculatura, con una sonrisa dibujada en su rostro, volteando a su pareja. Su piel de color rojo infierno contrastaba con la tersa blancura de su amante casual. El Bien y el Mal. Ninguno de ellos era consciente de sus actos, tal era la inconsciencia de la creación, y sin embargo, allí mismo el Mal inyectaba en su amante toda la voluptuosidad, la avaricia, la corrupción y los vicios con que había sido creado, tras lo cual la bondad inocente de aquella criatura iniciaría el camino hacia su propia consunción, fechada el día en que nacieran sus hijos, los gigantescos hijos del mundo.
Durante los meses que siguieron arreció el viento. La casa se erguía en la soledad a la espera del alumbramiento. Entre el vacuo cuerpo del viento a veces se divisaban espectros aciagos: un caballero  oscuro vestido con un raído uniforme militar acompañaba a una dama, blanquecina y difusa, evocando alguna cuenta pendiente con la Humanidad. Hasta que pasó el invierno, y el sol alumbró por primera vez la cima de las montañas. Fue entonces cuando se vieron por primera vez, como nacidos de las blancas tinieblas del invierno, los tres herederos de la divinidad y sus tres enormes sombras proyectadas sobre la tierra.

PASIÓN
Y los primeras pinceladas de la primavera comenzaron a aparecer sobre la tierra: el sonido de las aguas deslizándose entre el hielo sucio, los pájaros retozantes, las copas de los árboles adornándose con la fronda. La estepa se volvió verde y su hierba comenzó a ondear con el viento suave y frío que provenía de las montañas. Entonces, la Pasión surgió del frío, como un aire que se despliega para ejercer un influjo sobre los hombres. Hermosa dama con la que el hombre se volvería voluptuoso, porque así lo era ella, pues en su paseo por entre las almas terrenales aquella dama escanciaba un licor de felicidad entre ellas, en el lugar donde luego brotaba la alegría, y la inconsciencia, porque inconsciente era también su belleza. Y tan pronto esto ocurría, la perdición ponía las manos sobre el destino de aquellos pequeños seres.
Pero la Pasión era efímera, y el hombre mortal, débil y pobre. Y el fuego de la Pasión le daba una fuerza descomunal, pero efímera. Fue entonces que el hombre decidió que la Pasión no debía extinguirse y, con toda la fuerza del recuerdo incesante, quiso alimentarla. El hombre se dispuso entonces a quemar toda la materia que le rodeaba para alimentar la Pasión, y evitar que la llama se extinguiera, y deseó toda la riqueza a su alrededor para con ella perpetuar aquel fuego. Y a partir de entonces, cuanta materia le estaba prohibida al hombre él la arrebataba para quemarla y fundir con ella su alma. Ocurrió entonces que, en el devenir de los acontecimientos, el hombre no tuvo más remedio que entregarse al Mal, pues sólo Él atesoraba toda aquella materia prohibitiva que tanto deseaba el mortal de los mortales. Desde entonces aquella hermosa dama quedó para siempre entre los hombres, aunque envilecida por ese absurdo deseo de eternidad, y enloquecida al verse convertida en Lujuria.

RAZÓN
El sol ascendía lentamente hacia el solsticio, y el hombre continuaba el ritmo lento de los astros en su sucumbir bajo las llamas de la Lujuria cuando, de repente, la Razón apareció bajo el sol como un ave redentora. Aquel caballero de porte recto y flema de poderoso puso su mano en el hombro de aquel ser mortal y débil, y entonces el hombre entendió que había sido el elegido para crear un imperio en el mundo, y alcanzar la perfección y la sabiduría. Y de repente todo adquirió otro sentido para él, pues comenzó a ver su futuro y, ante este, la necesidad de acumular riqueza y asegurar la progenie que perpetuara el goce de los bienes terrenales y de la Lujuria. Y el hombre reivindicó ante el otro su territorio y su poder, y se entregó al Mal para trazar fronteras y alzarse en guerras contra sus oponentes, otros hombres, y con ello trató de vivir para siempre, pues la Razón le había enseñado que con ella alcanzaría la vida eterna.
Sin embargo, flotando sobre este pensamiento, el hombre se volvió orgulloso, y se hinchó de vanidad, y dejó de adorar a su dios la Razón, pues ahora él era fuerte, tan fuerte como el más poderoso dios. De esta forma, aquel caballero, entendiendo que el hombre ya había superado los límites de su propia ambición, decidió castigarlo y someterlo a su propia inconsistencia, inoculando en aquel insignificante ser la enfermedad de la duda. Desde aquel momento el hombre vivió atormentado por la duda de saberse absurdo y por el eterno sinsentido de su existencia.

FE
Y llegaron las lluvias del otoño, y los vientos se cernieron sobre la estepa milenaria vestida con su manto anaranjado. El hombre arrastraba consigo las cadenas de la Lujuria que lo consumía, de la soberbia que lo cegaba y de la duda que lo afligía, y la vida cada vez se le hacía más y más pesada. Ocurrió entonces que en su lento vagar por la estepa infinita, un ser apareció ante él para tomarlo de la mano. Y el hombre sintió que alguien lo dirigía hacia el lugar de las montañas, y miró al lado y vio un chico con la mirada perdida hacia el horizonte. Sus labios apenas se despegaban para exhalar un aliento, y la serenidad estaba impresa en su rostro. Entonces un sentimiento nuevo le fue imbuido en su corazón, y el hombre comenzó a soñar con la cima de las montañas, y una ilusión imprevista le creció en su alma, hasta hacerse adulta y adoptar forma de paraíso, pues sólo el paraíso podía crear la dicha que acababa de brotar en él. Y fueron días y días, años y años, cogido de la mano de aquel pequeño muchacho cuyo pelo crecía y ondeaba con el viento, cuya camisa blanca se deshacía frente al viento frío que les frenaba en su lento caminar hacia la cima. Y durante siglos y siglos el hombre no dejó de soñar, y cada vez que las cadenas se le enredaban en las piedras del camino el hombre miraba al pequeño y su sosiego le transmitía la energía que rompía el lastre del sendero.

Hasta que el cielo se puso blanco y la montaña se irguió ante él como un muro infranqueable. Al pie de la gran montaña, el hombre miró al chico y vio que le señalaba el lugar, y era tan grande la Fe que había depositado durante tantos años en aquel paraíso que sus brazos y sus piernas se alzaron sobre sus propios límites, hasta llegar impulso a impulso a lo más alto de la cima. Y habiendo alcanzado la más preciada de sus metas, aún con los ojos húmedos del contento y las sienes ardientes por la extenuación del viaje, el hombre buscó con su mirada una señal, la señal del cielo, la señal del paraíso anunciado. Y sin querer atosigar a los dioses ni despertar rumores infieles con su impaciencia, el hombre esperó allá arriba, ensimismado en la contemplación de su recuerdo. Hasta que sus huesos se endurecieron  con el frío de la montaña, y sus manos quedaron inertes ante la vana esperanza del paraíso, hasta despertar de repente sacudido por el apremio de la vida. Entonces el hombre recordó al jovencito que había abandonado por el camino y pensó que sólo él podía devolverle las fuerzas y la Fe, después de lo cual volvió sobre sus pasos y comenzó el descenso en dirección a la estepa infinita, en busca de la ilusión perdida, de una mano que lo guiara. Fue entonces, en su brusco retroceso, cuando la locura comenzaba a confundirle los sentidos, cuando halló al pequeño en medio del camino. Estaba tumbado en la nieve, con la mirada fija al cielo, los brazos en cruz y unos hilos de sangre brotando de sus pies y manos. En aquel momento, el hombre supo que ya nada podría salvarlo.  

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