"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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martes, 4 de marzo de 2014

PASAJES OLVIDADOS


Desde el fondo de la habitación se deslizaba suavemente una sinfonía de Mahler, conduciendo sus palabras funestas hacia oscuras profundidades. La inflexión de su voz se sometía a la tristeza desesperada de los verbos, rotundos y venenosos. Un coro de violines jugueteaban díscolos con la viola dichosa en una danza caprichosa. Hasta que llegó el momento en que todo se quebró y quedó desdibujado bajo un llanto.
Ella lo había dicho. “Mañana parto hacia el norte”, y aún aquellas palabras reverberaban en la habitación, transidas de aquel impulso provocador con el que en voz alta soñó que volaba. “Algún día regresaré”, dijo, y en su mirada él supo que no huía de él, sino que huía de ella misma.
Y desde entonces, él dejó de sentir el tiempo, como hacen los viajeros, convertido en el eterno paciente de la estación que mil veces ve impasible el mismo tren, mil veces las mismas caras, mil veces los mismos adioses, los mil cielos, los mil crepúsculos y los mil relámpagos deslumbrándole el futuro. Y allí vivió oculto de su propia esperanza impronunciable, como un eremita de los andenes, volviendo y revolviendo los pasajes lanzados bajo los escalones vacíos, sin entender nada, sin pensar en alguna vida trazada desde las alturas, paralela a las catenarias infinitas que le disolvían la vista en los atardeceres. Y al mismo tiempo convencido de que el cielo protector lo había abandonado, y había dejado de encubrir sus ínfimos dolores y sus breves conatos de alegría, pues, como un manto infinito, al final de cada día siempre se perdía por el horizonte y acudía empujado por las nubes a algún punto de encuentro, donde una explosión silenciosa.
Al cabo de los años, ella fue vencida por el círculo inexorable de la vida, por el ciclo vital de la angustia, y regresó. Arribó con su maleta a los escalones lánguidos del andén cuatro, silente, mascullando algún reproche al pasado, hasta llegar a él. Allí lo encontró, con su abrigo gris, su gorra y sus zapatones, su cigarro entre sus dedos amarillentos, temblorosos, enterrado en el olvido, en su olvido.

Pero él había esperado durante tanto tiempo que al final había acabado enrocado en la convicción de que tan sólo tiene sentido vivir cuando se espera, y así, desobedeciendo a las cláusulas tradicionales del reencuentro, se conjuró con su propia sombra y volvió la mirada hacia aquella reaparición ominosa para decirle de nuevo “adiós”, y para seguir llenando sus bolsillos de pasajes desolados vueltos y revueltos, lanzados sin esperanza bajo los escalones vacíos de los andenes, bajo las infinitas catenarias de su espera.

miércoles, 19 de febrero de 2014

RAMÓN

Había dejado de interesarse por las cosas del mundo: ya no quería saber nada de política, ni de los asuntos de los pueblos; ni de lo bonito o lo feo de los decorados con que se ornamentaban sus paisajes cotidianos, ni de las obligaciones más urgentes siquiera. A sus ochenta y cinco años, Ramón ya sólo recitaba con los pormenores de la memoria los momentos de su infancia que quizá su mente guardara en su más oculto rincón como los instantes verdaderamente felices de su vida. Cuando fue a su pueblo natal, recordó toda su infancia de golpe, como si  la luz de la calle Central le iluminara de repente las aventuras que en aquel escenario había guardado durante ochenta años, y entonces empezó a señalar el lugar donde ensayaba la banda de cornetas, adonde acudían a comer limones para taponar los pitorros de los cornetas babeantes; recitó luego las tonadillas de los carnavales de la república, una a una, letra a letra, con una exactitud prodigiosa. Fue entonces cuando el sobrino Luis, investigador de un grado de Filología, decidió hacer de su tío su fuente de materia prima, y entonces se sentó a su lado y dijo “Tío Ramón, ¿recuerda usted todas las letras?” Tomó papel y lápiz, y de aquel hombre sacó su tesis doctoral.
Y hablando de mentes prodigiosas, caímos en que Ramón se había largado de su trabajo por negarse a utilizar calculadora. Los americanos, que tan rápido evolucionan en la tecnología, le dijeron un día a su contable: “Mire, Ramón, a partir de ahora ya no tiene que hacer más cuentas, porque le vamos a poner un ordenador…” Y entonces aprovechó que acababa de cumplir sesenta y cinco años para despedirse de la empresa. Cuando le entregaron el regalo por sus cuarenta y cinco años en la empresa, él apartó al encargado y le pidió el compromiso de suministrarle cada mes una caja de botellas de ginebra, la misma que había estado bebiendo desde hacía veinticinco años.
Desde entonces Ramón se levantaba todos los días a las siete de la mañana, paseaba por la manzana durante una hora, hasta que abrían las panaderías y los quioscos, compraba el periódico y el pan, y volvía a casa.  Un día le robaron unos desalmados y llenó de miedo a toda la familia, pero él no se arredró y a partir de entonces tan sólo llevó el dinero justo del pan y el diario.
Otro día sufrió una caída al llegar a casa: un desmayo. Al llegar al hospital junto a su señora, la enfermera preguntó: “Señora, dígame el número de alguno de sus hijos”, pero ella no sabía ninguno. “¿Entonces?”, respondió la enfermera. Y fue aquel el momento en que Ramón despertó, miró a la enfermera y dijo: “Llame a mi Rafael, nueve cuatro cinco cuatro tres cuatro dos tres, o a Irene: seis seis seis cuatro cinco …, o a Manuel Jesús: siete, seis ocho….”, con aquella facilidad con que almacenaba en la memoria los números de los carnés de todos ellos, o la cuenta bancaria que le habían abierto hacía tres meses a su cuarto nieto. En el hospital estuvo un día entero en observación. Al llegar la noche despertó de un sueño y vio la noche posada sobre la ventana. Entonces dijo a su mujer: “¿Qué hora es?” “Las nueve” “Pues dile a la enfermera que nos vamos, que tenemos que cenar”. Su señora lo tranquilizó. Pero él tenía otras razones. “Vámonos, Carmela, que aquí está todo el mundo enfermo”.

Hace tres meses que Ramón no sale de casa. Ya no se fía de sus propios pasos. Y la avenida a las ocho de la mañana es otra cosa. Fíjense ustedes.  

sábado, 8 de febrero de 2014

UN INFIERNO

La serpiente despertó y encontró a Adán y a Eva desnudos. Dios los había castigado a volver de nuevo al paraíso. Pero ahora sin amor, como en un infierno.

LOCOS POR MAMÁ

Locos de contento porque la madre existe, porque está ahí desayunándose las ganas de matar a alguno de esos que no le han dejado dormir, mientras luego prepara los desayunos y los coloca ceremoniosa en las mochilas alineadas para la batalla.
Locos de alegría porque la mamá existe, porque los llamó a una hora en que ellos querían estar durmiendo, cuando después gentilmente ellos lloran ante un vestuario no consensuado, hasta exasperar los nervios apenas despiertos de la mamá preparada ya de antemano.
Locos de placer porque la mamá duerme, porque es el momento en que bajo la suave sábana ellos meten sus cuerpecitos entre los intersticios de su cuerpo blandito y rellenan todos los espacios hasta formar una bola compacta e indivisible donde los latidos forman una música deliciosa que se inmiscuye en los sueños arteros.
Locos de gozo porque la mamá está allí a la hora imprevista, a la hora inesperada, a la hora fatídica, a la hora precisa, para consolar el olvido del bocadillo, el olvido del lapicero, el extravío de la cola de la cometa, o algún indicio de una enfermedad perentoria.
Locos de júbilo porque la mamá sonríe antes de destapar la bandeja del almuerzo, porque la mamá tiene oídos para un no-me-gusta, para todos los no-quiero-garbanzos, y para algún no-tengo-hambre, y se enfada con la cara monótona del amor incomprendido, y a veces grita para no ser escuchada y se enoja para no ser consolada por los demonios del descontento.
Locos de regocijo porque la mamá ha tenido la idea de ir a la fiesta de los niños, y antes de haber marcado la hora del comienzo, ellos fueron a rastras porque no quisieron el peine, ni el zapato de puntera, y porque el vestido rosa estaba aún en la lavadora.
Locos de ensueño porque la mamá dijo basta, porque aquel día ella se sentó en el sofá y dijo hoy-no-cuenten-conmigo, y ellos se rieron y la besaron en la mejilla colorada del sopor del anuncio, para comprobar, cosquilleando sus costados y haciendo muecas omnímodas de descreídos, que ella finalmente se ríe y los besa y se levanta y juega con ellos un día más que es como un año en sus vidas elásticas pero confortables.

Y entonces la mamá entiende que ellos, de verdad, sí que están locos. 

domingo, 12 de enero de 2014

INMORTALIDAD

“¿No me reconoces? ¿Aún no me reconoces? ¿Qué debo hacer para que por una vez sepas quién soy? Bueno, te refrescaré un poco la memoria. Piensa en la semana pasada, para no ir más lejos, ¿no te acuerdas cuando expulsaste del autobús a aquel tipo que acosaba a la chica? Pues fue aquel un momento glorioso, no sé cómo no me reconociste. Todos comenzaron a mirarme, la chica creo que se enamoró de mí en un flechazo de película. Las dos mujeres que había frente a ti me halagaban, el estudiante me miraba a los ojos y me elevaba a los cielos del heroicismo, creo que hasta estuvo a punto de pedirme un autógrafo. Pero tú apenas levantabas los ojos de tus zapatos, parecía como si en ellos tuvieras el alma.  
Si alguna vez me hubieras reconocido, quizá habrías sabido sacarle más partido a la vida. Recuerda cuando regresaste de Chad. Yo seguí en la ciudad durante un tiempo, las chicas jóvenes creo que incluso aún suspiran cuando piensan en mí. En aquel entonces todos me querían, hombres y mujeres me miraban como se contempla a un dios, con una admiración infinita. Y mientras tanto, tú aquí de nuevo con tu vacante del hospital, con esa perniciosa melancolía que nunca te ha abandonado. Nunca supiste aprovechar tu estancia en aquel país. Al tiempo que tú salvabas aquellas vidas agonizantes, yo me había convertido en una especie de sacerdote para ellos, me erigía como un gran hechicero a cuyos pies todos se rendían. Pero tú no pudiste aguantar. Tienes culo de mal asiento. Y volviste a tu trabajo, a pasar horas y horas absorbido como un poseso, como si en ello te fuera la vida. Pero sabe que nada de eso me redimió: yo seguí disfrutando en la calle de la gloria, hinchándome como un globo, llenándome de una reputada excelencia, mientras tú apenas sacabas la cabeza de ese tabuco lleno de corazones enfermos. ¿Cómo pudiste ser feliz así? Nunca lo podré entender.
Ahora mírate. Ya todo ha terminado. Toda esa gente ahí afuera ha venido a preguntar por ti. Para mí este es un momento mágico, si supieras cómo hablan de mí. Ni a un santo lo adularían tanto. El doctor lo ha dicho: es cuestión de horas. Te mueres, amigo. Y yo sólo lamento que no hayas sido capaz ni siquiera una vez en la vida de olerme, de sospechar mi existencia más allá de esa tu estúpida espiritualidad. Creo que juntos podríamos haber corrido aventuras maravillosas. Ahora ya todo se va al garete, compañero. Te voy a dar por última vez las gracias. ¿Sabes por qué? Te lo voy a confesar: he oído al alcalde hablar de un busto, de cambiar el nombre del centro e inmortalizarme, ¿sabes? No podré creer el día en que me vea frente a las dos palmeras del jardín convertido en bronce, hecho realidad, después de tantos y tantos años volando de un lugar a otro, apareciendo y desapareciendo sin que tú, por primera vez, me miraras a los ojos y me dijeras de una puñetera vez: Este soy yo. Grr, maldita sea, ya no hablo más, me voy, me voy, me esperan ahí afuera, no pueden dejar de hablar de mí y, claro, debo llevarles mi presencia.
De repente el enfermo se retorció bruscamente durante unos segundos en un ataque nervioso. Al cabo, el movimiento cesó y miró a su esposa con los ojos caídos: “¿Quién demonios era ese?” Pero en la habitación no había nadie más. 

viernes, 3 de enero de 2014

LA PRIMERA COMUNIÓN

Moisés ingirió demasiado vino durante la comida. Luego, un ardoroso pesar le vació la mente, y se durmió, profundamente. La tarde acortaba sus horas y el aire de levante entraba por la ventana arrastrando vehementemente el olor a tierra dentro de la habitación. Cuando despertó ya era de noche. Su perdición. El silencio de la noche le agitaba el espíritu, y se lo absorbía, abandonándolo a un doloroso vacío que nunca logró comprender. Fue entonces cuando unas imágenes incómodas volvieron a su cabeza. Aquella mañana había montado en cólera delante de algunos empleados, olvidando su cargo de director, y el aplomo de la autoridad. Quedó fuera de sí, como si de repente la mente le hubiera estallado producto de una acumulación persistente de quimeras fabricadas por su imaginación, del metalenguaje capturado por sus ojos, de los movimientos y miradas subrepticias apenas percatadas al girar, de los cabeceos, de los silencios, de la ausencia de palabras. “Qué necesarias son a veces las palabras”, se dijo. Y se miró en su soledad, la soledad que hace al hombre quimérico e imaginativo.
Jesse, su hijo mayor, lo amaba como se ama a un padre, como se ama a un ídolo. Pero la mala suerte lo había separado de él: su mamá lo reivindicó como parte del botín de guerra, y se lo llevó con la aquiescencia del juez. Ahora era educado como un niño modélico, sin las locuras ni el desorden de su padre. Y como todo cristiano, debía hacer la primera comunión. A pesar de su padre, que tantas historias le había contado de la Santa Biblia, para convencerlo casi sin querer, por obra y arte de la más ilustrativa fantasía, de que nada existe más esperanzador en este mundo que el hombre y su capacidad para hacer el bien, y muy a pesar del ateísmo exacerbado de su progenitor, que con su terquedad había impedido a su inocente hijo acudir a las sesiones de catequesis como dios manda, y a pesar de todos los inconvenientes que surgieron tras aquella descarnada y cruel guerra conyugal recién librada. Su hijo mayor debía hacer la primera comunión, pues así lo ordenaba la pulcritud, el orden y la decencia de su madre.
Pero una de aquellas noches tuvo un momento de lucidez, y unos segundos antes de decirlo y quedar embargado por sus propias palabras, ya lo había planificado todo, como si de un solo golpe, su mente hubiera construido el puente que lo llevaba de pronto a la felicidad.
Se había desplazado quinientos kilómetros, y llegó casi sin dormir. Era el domingo sacramental y él lo esperaba fuera de casa. Había declarado su intención de verlo antes de acudir a la iglesia. Entonces penetraron ambos en el coche. Le llevaba su regalo envuelto en un estuche. Cuando el chico lo abrió se le iluminó el rostro, luego se lanzó hacia él y le dio un abrazo. De aquella manera reconocía a su padre de nuevo: su ídolo, el hombre al que él de verdad quería. Luego arrancó el coche y partieron. Durante las cinco horas de viaje Jesse leyó parte del libro a su padre, como él gustaba. Y rieron y soñaron que alguna vez estaban juntos para siempre. El mar estaba sereno aquel día, y se bañaron y comieron mirando a la luna elevarse sobre la esfera oscura del cielo. A eso de las diez, volvieron a casa. La policía ya estaría a punto de llamar a su puerta. El rescate no debía ser muy costoso.

Y después de todo, qué podía pedir a sus empleados. Para ellos él había secuestrado a su hijo, aunque la policía no lo hubiera detenido; para ellos, él se había convertido en un demonio que había impedido por la fuerza que su primogénito fuese evangelizado en el orden de Dios. Ellos nunca entenderían nada. Aunque quizá lo mejor sería explicarlo todo, y reconciliarse con ellos, y lograr el perdón de aquellas lenguas esquivas y sedientas, y de aquella manera volverse humano, así como de repente. 

sábado, 28 de diciembre de 2013

LLAMANDO A LAS PUERTAS DEL CIELO

 "Siendo grillo resabido, qué crees que debo cantar" (Germán Coppini)

Se volvió y saludó al escenario vacío.  Apenas se mantenía en pie con su trompa. “Gracias, gracias, por dármelo todo”, dijo. Y se fue. 
Todavía y siempre lo alcanzaremos. 

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