"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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domingo, 15 de julio de 2012

FRATRICIDIO


José Antonio Nisa
El pequeño Gabri lo vio todo. De pronto la terrible escena le sacudió la conciencia de lo que estaba viviendo y dejó de recordar la sucesión de hechos y pensamientos que lo habían precipitado hacia la habitación. Olvidó que el señor Sampayo lo había enviado con la orden de recoger el relato de aquel día, que no había encontrado a nadie en la habitación y que, tras unas violentas voces procedentes del cuarto de al lado, un miedo infundado lo hizo agazaparse en aquel rincón flanqueado por los dos sillones de orejeras.
Lo que el pequeño Gabri no olvidaría nunca en su vida fue el olor a polvo viejo que desprendían aquellos sillones a través de cuyos brazos cercanos él vio cómo avanzaba la discusión hasta llegar al momento en que dos lágrimas de miedo le recorrieron la cara mientras con sus dos manos se tapaba la boca y la nariz a punto de la asfixia, la asfixia que la crueldad humana es capaz de provocar en la mente de un niño de diez años.
Los dos hombres se encontraron en la primera frase: “La daga blanca sobre la mesa”, “La blanca daga adornaba la mesa”, “La daga color marfil brillaba sobre la mesa”, “El marfil de la daga irisada deslumbraba sobre la mesa”, “La hoja irisada de la daga color marfil brillaba sobre el tapiz aterciopelado de la mesa”. A partir de aquella frase controvertida no fue posible avanzar más. El mayor de ellos se volvió sobre el otro y sonrió: “Bien, amigo, no avancemos más y admitamos cada uno la realidad: para ti la realidad es lo simple y visible, para mí el mínimo detalle y la complejidad. Basta. Pero faltan diez minutos y aún no hemos escrito nada.” El otro hombre, de cara enjuta y pelo largo y mugriento, giró la cara sobre el papel y dijo: “Tú siempre con tus abstracciones. Me conoces y sabes que no soy hombre de mucha dialéctica. Pero no por ello doy mi brazo a torcer.” Aquellas serían sus últimas palabras pues ya el mayor había decidido descargar su teoría sobre el cuerpo de su compañero, a la fuerza, haciendo infructuosos todos sus argumentos. El chico escuchó de repente un quejido largo, una inspiración sin respuesta; cuando el otro se apartó, vio cómo una fuente de sangre recorría la espalda del cuerpo que se encontraba sentado sobre el taburete, la cabeza pesaba sobre el papel y los brazos caían hacia el suelo.
El hombre mayor volcó el cuerpo inerte sobre el suelo y se sentó a escribir. Aquellos veinte minutos se le hicieron interminables al pequeño Gabri. Tuvo tiempo de recordar las palabras  del señor Sampayo sobre el último día para presentar el nuevo relato. Había oído que la editorial esperaba con entusiasmo el nuevo relato de los artistas y algo de la prensa que no acertaba a precisar con su corto entendimiento.
Aquel lunes por la tarde, el señor Sampayo lo buscó por todos lados. Lo encontró aterido en la habitación de Beni. Lo abordó con delicadeza, como nunca lo había tratado. Entonces, después de darle una pequeña charla sobre el mundo, sobre los fuertes y los débiles, sobre la necesidad, el bien y el mal, le habló sobre su nueva vida.
- Tu tío Julio será un gran escritor y ganará mucho dinero. Créeme. No tienes que preocuparte por nada. El tío Emilio se ha ido para siempre. Ha preferido tomar otro camino diferente. Pero eso ya es pasado. ¿Me comprendes?
El pequeño Gabriel dejó caer la cabeza hacia abajo en un ligero movimiento. El señor representante volvió a preguntar con un tono de voz más severo: “¿Me comprendes?” y un olor a polvo viejo volvió a penetrar el olfato del muchacho. Entonces su mirada atravesó los ojos de aquel hombre, impelida por un pánico a lo que él intuía que podía desvelársele como el verdadero mundo de los hombres y sus “necesidades”. Y en aquel momento, exhalando el aire contenido por un momento y colocando la mano sobre el hombro del pequeño en un intento por sosegar el miedo que se esconde tras la ira impotente de un niño,  el señor Sampayo supo que el chico nunca diría nada.

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