Antes
de sucumbir a la suerte del destino, cuando ya dos meses en altamar comenzaban
a hacer real la posibilidad de morir por inanición, el capitán de la fragata
Conrad se levantó de su cama con la decidida pretensión de escribir la historia
que le había acontecido en aquellas últimas semanas. Tal fue la idea que le
acechó durante el sueño de aquella noche. Allí, encerrado sin remedio en su
camarote, comenzó a escribir la historia que años más tarde nos haría dudar de
la plenitud de juicio de su autor, pero que, como paradigma de religiones, no
podemos desmerecer.
“El
viento del crepúsculo soplaba en la mar calma. Como acostumbraba hacer en los
atardeceres en que me hallaba imbuido de una angustiosa melancolía, había
salido a cubierta y me encontraba apoyado en el pretil de la borda; allí lloraba
la ausencia de mis amantes, tantas, tan dispersas, y tan lejos, endulzando mis
deseos impotentes con lágrimas negras de pirata malo, cuando, de repente, atisbé
una especie de pez gigante que se movía delante de mis ojos, muy cerca de la
superficie. Me incorporé y me puse en alerta. Sin embargo, de inmediato quedé
hipnotizado por mis propios sentidos al no poder digerir aquello que veía: de
la superficie del mar comenzó a brotar un ser celestial que enseguida reconocí.
Era ella: la túnica turquesa, el cabello negro, los ojos azules, las delicadas
manos, la estrella coronando la brillante diadema, sus piernas fundiéndose en
el mar…, no había duda. “¡Jemanjá!”, grité. Y entonces ella, acercándose a mí,
me ofreció su mano en la que portaba un pequeño cofre que entendí que debía
tomar. Quedé completamente mudo, como si mi lengua hubiera quedado enredada en
un nudo de perplejidad. Luego la mujer desapareció y yo quedé conmocionado con
aquella aparición fugaz. Pasados unos minutos comencé a comprender que la reina
de los mares había aparecido para hacerme un regalo. Yo había sido el ser
elegido por la diosa, y en aquella caja habría un mensaje para los hombres,
para los marineros, o tal vez para el mundo. Entonces, saliendo de aquel
estupor, sin perder un segundo, me apresuré a abrir el pequeño cofre con una
expectación nerviosa y unos dedos temblorosos que al principio no atinaban a
encontrar el modo de destapar aquel objeto. Lo logré por fin, y con la misma
rapidez que había deseado abrir la caja, toda mi ilusión se desvaneció de
pronto. Aquella caja estaba vacía. En el fondo se veía un círculo negro del
tamaño de una moneda, pero al tocarlo no distinguí en ningún modo su tacto del
resto y me desentendí de él. Me quedé un rato pensativo, contemplando aquella
caja de metal, en cuya lisa superficie no había incrustaciones, ni más
ornamentación que aquel enigmático círculo negro de su interior. Y sin embargo,
al momento comencé a sentir un estado de plenitud en mi interior que creo que
nunca jamás había sentido. Quedé sumido en una especie de contento por la vida,
por todo lo que me rodeaba, por mis circunstancias; miré al cielo y sentí una
suerte de placer al contemplar la belleza de las escasas nubes que se deshacían
con las luces del día. No podía explicarme lo que me ocurría, pero di la
bienvenida a aquellas sensaciones que no sospechaba que iban a perdurar mucho
más de aquellos escasos segundos en que conservé la caja abierta en mis manos.
Puedo
decir que no concebí la magnitud del cambio que había surgido en mí hasta que
no entablé contacto con los demás marineros. Sentí que todos ellos eran
hermanos míos, amigos íntimos, todos ellos se convirtieron de repente en
personas a las que yo comprendía, a las que amaba, con quienes nada podía
enemistarme porque en mí había nacido el don del perdón. Y si bien al principio
les oculté de dónde procedía la misma, aquellos sentimientos fraternales me
hicieron ofrecerles la caja a todos ellos.
Me
di cuenta de inmediato que el efecto que había producido la caja en toda la
tripulación era exactamente el mismo que había producido en mí. En adelante,
las relaciones entre los hombres que habitaban el barco fulguraron con una
hermosa fraternidad, como si de una misma madre y por una misma idea todos nos
reuniéramos, siendo guiados por la compasión, la tolerancia, la solidaridad, de
una manera impensable días antes.
Cuando
conté mi historia a los hombres, todos estuvieron de acuerdo en que debíamos
dibujar la imagen que yo había descrito de Jemanjá y darle las gracias día y
noche por la vida que nos había dado, por todo su amor, por la sonrisa que nos
había hecho aflorar y por toda la gracia que había depositado en nosotros. Nos
habíamos convertido de la noche a la mañana en devotos de la reina de los mares
y como tales comenzamos a actuar.
Y
si ahora cuento esto es porque la lógica y la misma naturaleza de las cosas me
hicieron entender el cambio sustancial que aquella caja había causado en
nosotros. Una mañana en que desperté antes del amanecer, abrí los ojos y con la
tenue luz de la luna que entraba por el ojo de buey observé la caja encima de
la cómoda. Entonces mis pensamientos regresaron a días antes de la aparición y
comencé a recordar los deseos que me poseían, cómo por entonces una angustia colapsaba
mi corazón ante el ardiente deseo de ver a mis amantes, cómo deseaba llegar a
puerto, y me empleaba con rigor con la tripulación y la espoleaba y la obligaba
a observar las normas del barco con severidad. Y, en aquel preciso instante,
volví a pensar en mis amantes y sentí que no las deseaba con el ardor de antes,
y tan sólo me sentía feliz por haberlas conocido, y las visiones que brotaban
en mi cabeza en las que ellas eran poseídas por las manos desconocidas de otros
marineros no sólo no me sublevaban el espíritu, sino que además me conformaban
con una suerte de placidez. Entonces sentí el rumor del mar tras el silencio
del barco y supe que ningún marinero había despertado aún porque la noche
anterior se habían entregado a los placeres del juego y del vino, sin roces,
sin peleas, todo en una balsa de hermanamiento. Entonces entendí que aquella
caja había absorbido mis deseos y los deseos de toda la tripulación. Y aquello
había sido el origen de una vida de paz y serenidad en que todos se habían
entregado a la cordialidad, a la amistad y a la devoción de nuestra nueva
deidad.
Sin
embargo, aquel silencio y aquel rumor de las olas sobre el costado de mi
camarote me trajeron asimismo un pensamiento fatal. Esperé la salida del sol,
momento en que me incorporé, me vestí, salí del camarote y me dirigí a la
cabina de mando. Extraje el sextante y medí. Efectivamente, justo como había sospechado,
llevábamos varios días que apenas avanzábamos en el mar, y sin embargo, sabía
que pronto las provisiones comenzarían a escasear, a pesar de la feliz
inconsciencia de la tripulación, que parecía no haberse percatado de aquel
hecho. En aquel instante descubrí que la situación nos obligaba a ponernos
manos a la obra con urgencia. Y sin embargo, ¿cómo podría entusiasmar a una
tripulación que llevaba diez días ensimismada en su propia complacencia, que
había dejado de preocuparse por el rumbo que debíamos seguir y se entregaba a
los placeres de la compañía, al sueño y a la sonrisa fatua?, pensaba.
Como
si la razón de repente me hubiera despertado, bajé al camarote y volví a abrir
la caja, dispuesto a buscar la forma de revertir el efecto tan nocivo que había
producido la caja en la tripulación. De inmediato se me ocurrió una idea
siniestra. Quizá impulsado por aquellas teorías taoístas de las dualidades que
siempre me fascinaron, tomé una vela y coloqué la llama contra el enigmático
punto negro del interior de la caja, del cual comenzó a gotear un viscoso
líquido negro semejante al petróleo que cayó en el suelo. Si bien, al
principio, no me percaté de ningún cambio, nada más subir a cubierta y ver a
tres marineros sentados frente a la imagen de Jemanjá, un sentimiento de
vergüenza me recorrió de arriba abajo. Entonces me di cuenta de que la tensión
había vuelto a mi alma. Grité a aquellos hombres que se levantaran de allí y se
pusieran manos a la obra. Había que desplegar velas, limpiar la cubierta, rehacer
la estiba, y todas las tareas de las que nos habíamos desentendido en aquellos
días. Me acerqué a ellos y noté que el brillo en sus ojos había desaparecido y,
tal como yo me dirigí a ellos, sentí que, lejos de mirarme, volvían la mirada y
se apresuraban a huir de mis órdenes, poniéndose manos a la obra cada uno en su
tarea.
Aquel
fue el comienzo del reencuentro con el estado normal de las cosas, la
reposición del espíritu guerrero de los marineros, el regreso del fluir normal
de la vida en nuestra nave. Y sin embargo, algo aún permanecía elevado sobre
nuestras cabezas: nadie se atrevía a profanar a la reina de los mares
eliminando aquella imagen. En los días siguientes observé cómo todos los
atardeceres los marineros se congregaban en torno a la imagen y oraban. Tras la
oración, hablaban entre ellos y algunas veces discutían sobre un asunto que yo
no podía sospechar.
La
mañana de hace tres días descubrí qué asunto era aquel que se traían entre
manos tras aquellos momentos de oración. Acababa de subir de la bodega y uno de
los guardias de puente me esperaba justo en la boca de las escaleras. Al subir
y acercarme le pregunté si ocurría algo. Él me preguntó sin titubeos si yo ya
no era devoto de Jemanjá, pues desde hacía unos días no me veían orar ni dirigirme
a la diosa con el respeto que se merece. Verdaderamente no sabía qué había
ocurrido en mi interior para que se produjera aquella transformación, pero no
quise rehuir de una respuesta y, sin llegar a contarle lo que había hecho con
la caja, le contesté que entendía que en aquel momento Jemanjá no me podía
aportar ningún beneficio. El guardia me miró fijamente; yo percibí una mirada
de desacato, al tiempo que sus ojos me herían con un odio mayor que las
palabras con que me respondió, para marcharse inmediatamente de mi lado.
“Hereje. Eres un hereje”, me dijo. Y antes de desaparecer me hizo comprender de
qué asuntos hablaban aquellos atardeceres de oración y comprendí que aquellos
hombres habían dejado de ser mansos para convertirse en nuevos guerreros, pero
ahora ya no del mar sino en guerreros de la diosa Jemanjá.
Ayer
salí a cubierta y fui rodeado por toda la tripulación. Ya había presentido
aquel final, pues como digo, los ojos de los hombres no mienten. El guardia de
puente, que parecía haber tomado el mando de aquellos hombres, habló para
decirme que yo ya no era el capitán de la nave. No hubo lugar a réplica.
Intenté hablar y contarles todo lo que había descubierto, pero me taparon la
boca y me amordazaron. Decidieron no acabar conmigo, y me encerraron en mi
camarote, hasta nuevas noticias.
Hace dos días tendríamos que haber llegado a
tierra, pero la consigna del nuevo capitán es la de seguir en alta mar hasta
que Jemanjá nos dé nuevas indicaciones. Las provisiones se acaban y Jemanjá no
vuelve a hablar. Y ahora, en este estado tan penoso, cuando ya todo apunta al
fin, me maldigo, por haber quebrado la felicidad y haber matado la mansedumbre
de los hombres. Y hora tras hora, sigo dándole vueltas a la maldita caja, y le
pido por todos los santos, que me devuelva de nuevo la paz, aunque sea para
morir en medio del mar, a los ojos de Jemanjá.”
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