"Y cuando Dédalo, con toda su sabiduría e inteligencia, ufano de su gloriosa ciencia,
vio bajar el sol, descubrió su sombra, negra, aciaga, creciente, voluptuosa, y
entonces entendió que él también estaba allí."

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miércoles, 2 de octubre de 2013

EL ÚLTIMO DELIRIO DEL PRÍNCIPE




- ¡Qué casualidad! He encontrado el amor-dijo el príncipe entrando en la sala eufórico con una copa en la mano-. Cuánto tiempo lo he buscado por el mundo, entre las mujeres, entre los hombres, entre las noches, entre los crepúsculos, entre mil albas adormecidas por la mano fría de la montaña. Y por fin lo encontré, verdadero como la luz que flota bailando entre las olas, como el viento que nace del aleteo de la mariposa, arrasándome.

- Pero ¿acaso sabes tú qué es la casualidad, pobre muchacho? –apuntó el viejo- ¿Acaso llamas casualidad a tu mirada atenta, a tu palabra almibarada? ¿Acaso a tu gesto ingenuo, a tu certera propuesta, a tu silencio sosegado? Cuando todo esto confluye, tú hablas de casualidad, y entonces comienzas a pensar que hubo una mano divina tras los dados tan bien lanzados.

- Pero señor, no comprendo nada de lo que me decís. ¿No es la casualidad esa reina ciega del mundo que derrama sus lágrimas sobre nosotros sin saber quiénes somos ni dónde vivimos, que rocía su sonrisa como polvo mágico que el viento deriva hacia la multitud, esa fe ciega que se encuentra tan cerca de nosotros?

- ¿Tan cerca de nosotros? Diré yo algo muy superior a eso que dices: La casualidad está dentro de nosotros, pues así es como llamo yo a esos momentos en que aquello que ansiamos con nuestro deseo más profundo y desconocido llega a ser expresado por esas marionetas que somos.

-¿Queréis decir, maestro, que el amor no es más que el deseo que había dentro de mí y que he sido yo quien lo ha expresado? Es cosa rara esta idea que me sugerís.

-Es raro el hombre, es raro el amor, es raro el placer, mas no por ello deja de ser cierto que toda esa belleza que has encontrado ya estaba dentro de ti. Lo único que hiciste fue llamarla para que viniera afuera, y ya la has colocado sobre tu objeto. Ahora amas a ese objeto. Esa casualidad de la que hablas no fue más que el impetuoso viento que arrastró tu deseo y te hizo depositarlo sobre ese objeto. En realidad el hombre que ama ya llevaba el amor dentro de sí.

- Es todo esto demasiado complicado. Espero que lo entiendan mis consejeros.

- Sigo sin entender por qué los llamas “consejeros”. Llámalos tus “amos” y serás más certero. ¿O es que aún no te has percatado del engaño que es todo lo que te rodea? Todas las personas que te escuchan, que te hablan, que opinan sobre el mundo, sobre tus actos, no son sólo consejeros. Tú actúas según lo que ellos dicen, piensan o esperan. Eres por tanto su esclavo, un pobre preso de tu entorno. ¿Por qué los llamas consejeros? Cuando me hablas del amor verdadero y de la causalidad.... pregúntales a ellos y verás cómo te “aconsejan” contra tu deseo.

- Pero, anciano maestro, lo que dices es muy pernicioso para mí. ¿Cómo habré de actuar entonces si ellos niegan mi amor?

- En ese caso sólo te quedará dejar al animal que llevas dentro correr libre ante la verdadera casualidad. Y tendrás que abandonar la corte y prescindir de tus riquezas y tus consejeros.

- ¿Cómo, maestro? ¿Dejar mi fortuna y vivir en la miseria?

- Justo lo contrario, muchacho. Es la miseria la que has de abandonar en tu huida, y la fortuna la que te espera en una vida de amor verdadero.

- Pero, maestro, ¿Es necesario abandonarlo todo? ¿Y el futuro del reino? ¿Qué será de nosotros y de nuestro imperio si yo renuncio?

- Tu renuncia será un bien para todos, León Felipe. ¿No es acaso una buena cosa que el pueblo sea dirigido por gentes que no aman y por tanto no malgastan sus energías en un amor terrenal y perecedero que sólo les disiparía el entendimiento y el buen gobierno?

- En verdad es muy cierto lo que decís, maestro. Aunque no sé si ellos me dejarán hacerlo. Es tan difícil llevar a la práctica las verdades que predicáis.

- Más difícil es el gobierno cuando uno está embelesado por algún conato de enamoramiento. Mira tus consejeros, tus ministros, ¿acaso ves alguno que se halle en tal estado de arrobamiento? Todos han sucumbido al poder, al interés privado, a la avaricia desmedida, a la egolatría. El amor despierta unos sentimientos demasiados perjudiciales para el poder. Lleva en sí mismo la semilla de la humanidad, y eso es algo improductivo para la expansión y la prosperidad del reino.

- Hummm

- …

- Creo que estoy comprendiendo, maestro. Creo que voy encontrando una solución para este conflicto sobrevenido en nuestra conversación.

- Soy tu maestro, recuerda, León Felipe, así que no debes ocultarme tus iluminaciones.

- Acabo de comprender, maestro, que este reino no merece a estos consejeros que aconsejan contra el amor.

- No entiendo, León Felipe. Explícame mejor esas pretensiones.

- Digo que, si el poder necesita un gobierno que alimente el conflicto y rechace el amor, yo debo ir contra el poder y sus gobiernos. Lo he decidido, mi anciano maestro, desde este momento el reino será gobernado por el amor, y todos mis consejeros y ministros serán despedidos. Y aunque no sea lo mejor para el reino, aunque el pueblo necesite de un gobierno firme e implacable, y unos ministros que no tiemblen ante el sufrimiento y la necesidad de la plebe, he de reconocer que será lo mejor para mí.

- Me sorprendes, León Felipe.

- A partir de ahora, León Felipe instaurará el reino del amor, y desde este nuevo gobierno se anunciará un nuevo régimen de vida en el que sea obligatorio amar a los demás, a la naturaleza, a los hombres y mujeres, hermanos, amigos y desconocidos, a los animales, en el que los pájaros deberán amar a los insectos y los insectos a las personas y las personas a los animales de carga, en el que la belleza del mundo sea cantada por la poesía como único lenguaje del amor…

- Basta, basta, León Felipe. Detente, diablos. Eso es un auténtico desvarío, muchacho. No puedes hacer eso, no puedes ordenar ese gobierno que estás diciendo. Recuerda lo que hemos convenido, recuerda… la casualidad… necesitas la casualidad, sin ella no es posible el amor. Sin ella el mundo que vaticinas será un mundo inhumano que vencerá a tu amor.

- ¿…? No logro entender tus palabras, anciano.

- Recuerda que la casualidad es un viento que arrastra los deseos de los hombres. Pero los deseos han de ser cultivados en el hombre. Cuando se desea cultivar algo, lo primero que se necesita es la semilla que germine, y un buen riego, ¿comprendes? Y eso ya se ha probado a lo largo de la historia, ¿qué fue si no de los sacerdotes y de las religiones que sembraron el amor en sus inicios? ¿no abjuraron de sus principios y se convirtieron ellas mismas en inhumanas instancias de poder? Piénsalo por un momento y verás que todo eso ya se ha inventado.

- Oh, maestro, me desanimo ante este nudo gordiano que con tus palabras me atas, ¿realmente estoy atrapado por mi amor y las circunstancias? ¿Cómo hacer desaparecer este entramado opresivo que me aturde? ¿Dónde puedo ver una luz?

- La luz, la luz,… la única luz que te puede iluminar verdaderamente te dejará ciego, así que guárdate de buscarla si realmente quieres conservar tu condición.

- ¿Y seguir en la oscuridad? ¿Y seguir ocultando mi amor a los hombres? ¿No es eso indigno de un príncipe?

- Sí, ciertamente, es indigno.

- Entonces, maestro, deme una solución, usted es un gran sabio.

- El amor y el poder son incompatibles. Las religiones fracasaron. Sólo te queda huir.

- Pero eso significa el caos, la guerra, la anarquía o...

- Eso significa tu amor.

-… la república…

- ¿Laica?

- …laica...

- ¿Sin amor?

- …sin amor...

- ¿León Felipe?

- …

- ¿León Felipe?







martes, 9 de julio de 2013

COMO CAIDO DEL CIELO (Fábula)



Entre el juncal del lago había un pato enfermo. Los demás patos lo rodeaban y lo consolaban intentando animarlo, sin tener idea de cuál era el mal que lo afligía ni saber exactamente cómo hacer para curarlo. Le habían traído un par de peces del lago para que lo comiera, pero el enfermo había perdido el apetito; también le habían ofrecido una tisana que el pato abuelo había preparado como remedio infalible, pero el pobre patito medio desfallecido no podía abrir su pico, ya oscurecido y afeado por su enfermedad. Así que, ante tan trágico panorama, los patos se reunieron en consejo y tomaron una resolución: pedir ayuda a algún humano. Era una decisión arriesgada, si no suicida, que a algunos no gustó en absoluto, tanto más cuanto que sabían que el morador de la cabaña al otro lado de la montaña no era otro que uno de los cazadores que rondaban el lago las mañanas soleadas de domingo, día oficial de caza. Pero la voz del sabio abuelo se impuso sobremanera con su sentencia inapelable: el cazador ama a los patos tanto como ama derribarlos con su escopeta en su vuelo libre. De modo que cuatro patos fueron comisionados para acudir en busca de la esperada ayuda.
Cuando el cazador abrió la puerta y vio a tantos patos juntos en el umbral, tuvo la impresión de haber sido premiado por la Providencia gracias a la paciencia estéril que había depositado en la Fortuna durante los últimos meses, en los que su mujer había pasado no pocas dificultades para llenar la olla. Sin embargo, contra lo que cabía esperar en su estado de necesidad, no se le pasó por la cabeza aprovechar aquella ocasión para darse un festín de patos, sino que, como si de pronto hubiera penetrado en un sueño infantil, fijó su atención en aquellos animales, observando a través de sus ojos una tristeza que le traspasó. Aquel velo triste que recorría al grupo de patos le disuadió de su primer impulso paticida, y así el sentimiento del deber profesional se transformó como por arte de magia en un sentimiento de deber de auxilio. De modo que el hombre atendió al lamento de aquel enfermo lo mejor que pudo, olvidando las piezas de caza que tenía ante sus ojos. Lo colocó sobre su mesa, miró su cuello, destapó su tripa, palpándolo y examinándolo con detenimiento, y finalmente concluyó que la única causa de enfermedad de un pato en aquella zona era haber ingerido algún veneno de las fumigaciones que en la campiña al pie de las montañas habían lanzado las avionetas. Toda la tarde pasaron allí los patos esperando que el enfermo fuera purgado y reanimado, hasta que, al fin, poco antes de comenzar a caer la noche, el animal revivió. Fue en aquel preciso instante en que la euforia empezaba a recorrer al grupo de patos, cuando aparecieron por la puerta los dos hijos del cazador. Eran dos pequeñuelos famélicos que, al abrir la puerta, quedaron aturdidos ante tal escena. Uno de ellos exclamó: “¡Patos!” con una alegría inusitada. Pero al mirar a su padre se percató de que aquella escena no era, ni mucho menos, motivo de concordia familiar y celebración. El padre, adusto, los hizo entrar en la pieza de al lado. Poco después, los patos abandonaban la cabaña.
Y la normalidad volvió por fin al lago. Y llegó el domingo, día oficial de caza, y, como siempre, el nerviosismo se apoderó de los patos. El cazador se había apostado entre unos setos, esperando la ocasión. En un momento inesperado, una bandada de patos surgió de entre los juncos en dirección al cielo. En aquel instante el cazador debiera haber disparado los dos tiros de rigor, sin embargo, al ver los patos su mente se inundó de imágenes recientes: el pato enfermo, aquel corazón que latía a duras penas, aquellos patos condolientes,… y cayó en un pensamiento nefasto para su condición de cazador. Pensó que aquellos patos, con el espíritu solidario y sacrificado que habían demostrado, capaces de inmolar su vida por la de uno de los suyos, no se merecían morir tan despiadadamente a manos de un cazador hambriento y frívolo como él, que bien podía vivir de los alimentos de la tierra. Entonces apartó la escopeta y encendió un cigarro que acompañara aquel estado en que había quedado sumido, haciéndose valer como hombre, pero no como cazador.
Pero aquellos patos lo habían entendido todo. Supieron que, contra lo que todos los domingos ocurre, aquel día el cazador, en un gesto de piedad, no había querido matar a ninguno de ellos. No tardaron pues, como cabía esperar, en reunirse una vez más en asamblea para hablar de lo sucedido. Y de nuevo, se impuso la voz del pato más anciano que dijo: “Cuando el lago se seca, nosotros volamos hacia otro lugar, pero el hombre no vuela y se arraiga a la tierra, como los árboles. Sólo que un hombre no es un árbol. En conclusión: Hemos de actuar.” Un clamor apoyó finalmente aquella sabia sentencia.
Y a la semana siguiente, cuando ya la altura del sol anunciaba los días de la canícula, todos los patos de la zona se reunieron para sacrificar su plumaje y así rendir cuentas a la gratitud y al honor de ser patos antes que animales. Y todos ellos hicieron depósito sobre un gran saco blanco de diferentes plumas de cola de pato, reuniéndolas en una amalgama de plateado, verde, turquesa, blanco, lila y negro, de una belleza inaudita que envolvieron y quisieron ofrecer al cazador como valioso jergón. Inmediatamente partieron en un vuelo airoso, sosteniendo con sus picos el jergón bajo el cielo, en dirección a la cabaña. Al sobrevolar la morada del cazador, dejaron caer aquel regalo que fue a parar justo sobre los tendidos de ropa. Cuando al salir de la cabaña, la esposa del cazador se percató de aquel jergón, quedó anonadada, pues no podía entender cómo podía haber sucedido aquella maravilla. Entonces entró y, casi sin palabras, le dio la noticia a su marido: “Ha caído del cielo”, dijo. El marido no entendió nada, pero ella, entretanto, comenzó a echar cuentas y pensó en las ganancias que les podía reportar un jergón de plumón de pato, cuya hermosura sólo los príncipes y los señores acaudalados podrían pagar. Sin embargo, aquellas pretensiones se fueron al traste cuando el cazador vio aquello.
Y desde entonces el cazador duerme en un jergón de plumas de cola de pato, como un príncipe. Y tiene buenos sueños, pues una nube, hermana gemela del jergón de los patos allá arriba en los cielos, también regala todos los días su agua de lluvia a los árboles del huerto. Y los frutos y hortalizas con que el cazador sueña en su blanco jergón de pato son ahora reales, tan reales que ya hasta se ha olvidado de cazar patos los domingos, día oficial de caza.


domingo, 28 de abril de 2013

"La Soledad Era Esto"



Fue un soleado día de mayo. Después de desayunar, llegó al mar. Desde la cresta de la explanada podía contemplar aquella extensión de arena donde una tras otra las olas depositaban restos de vida de la otra orilla del mundo. El viento soplaba en forma de brisa húmeda y todo lo que tocaba con sus gigantes manos fibrosas quedaba impregnado de una acuosa viscosidad. En un primer plano se agolpaban cientos y cientos de personas, en un espacio ridículo, como si buscaran un resguardo mutuo. Hacia el sur, siguiendo la línea de costa, la masa se iba disipando hasta desaparecer justo antes de la horrenda visión de unos buques de guerra dibujados en lontananza.
Así que se alejó en aquella dirección, huyendo de la aglomeración, de tanto ser humano repetitivo, hasta que el murmullo de la gente se desvaneció. Entonces se detuvo, se tumbó en la arena y se puso a leer ”La soledad era esto”. Durante varias horas estuvo abstraído en la lectura, hasta que el reloj marcó la hora de la refección de mediodía. En aquel momento levantó la cabeza y observó a su alrededor. Unas chicas se divertían en la playa solitaria; tras ellas, unos muchachos se exhibían con bravuconadas. Y no sabe de qué manera, de repente, entre aquella escena percibió la soledad. Estaba allí. De tanto manosearla, de tanto rociarla por su almohada y sus libros, había aprendido a olerla. Pero sabía que no se mostraría, pues la soledad es tímida y se esconde de los ojos de los hombres. Así que continuó leyendo, ahora echando de vez en cuando una ojeada a aquellos jóvenes juguetones y ociosos. Unas veces veía entre ellos a un muchacho que saltaba las olas y se contemplaba a sí mismo a través de los ojos de su chica; otras veces, una parejita se retorcía en la arena ante sus ojos y así hacían desaparecer todos sus miedos.
El día fue pasando. Después del crepúsculo, la oscuridad fue adueñándose poco a poco del lugar. Las voces de los jóvenes fueron apagándose lentamente en la intimidad de la noche. A través de los últimos atisbos de luz había conseguido leer la última frase de su libro, tras lo cual había sido invadido por una inexplicable alegría: una sensación de libertad le había ido brotando a medida que leía aquel libro, a medida que miraba a aquellos jóvenes, y ahora era consciente de haber descubierto una nueva verdad definitiva: no hay soledad más dañina que la que inventa nuestra mente. Y para celebrar aquel entusiasmo, decidió darse un chapuzón en aquellas aguas gélidas.
Entre el agua oscura, comenzó a nadar y a retozar entre las olas. Entremezcladas con el olor a sal, de vez en cuando unas ráfagas de soledad llegaban a sus sentidos, ráfagas repletas de sufrimiento apagado e incierto que casi sin darse cuenta lo dejaron atolondrado. Los minutos lo envolvieron y en medio de aquel espectáculo nocturno, perdió la noción del tiempo. En un momento en que volvió la mirada hacia la enorme luna que aparecía por poniente, un bulto oscuro surgió ante sus ojos sobre el agua. De pronto se puso en alerta. Centró todos sus sentidos en aquello que se movía inerte con el vaivén de las olas, sin aparente voluntad. Se dirigió hacia él para comprobar de qué se trataba. Cuando se encontraba a escasos centímetros de él, lo miró ligeramente sin poder identificarlo; entonces alargó su mano y lo tocó, sin recibir ninguna respuesta. Luego lo sacudió y le gritó, pero tampoco hubo reacción. Alarmado ante lo que parecía una más que inminente fatal tragedia, con gran esfuerzo comenzó a arrastrarlo hacia la orilla. Cuando se encontraba a escasos metros de la orilla se sintió exhausto, y las fuerzas se le vinieron abajo de repente. En aquel momento pareció como si la luna de pronto brillara con toda su intensidad y su luz se derramó sobre el rostro de aquel cuerpo inerte, haciéndose perfectamente reconocible. Entonces él la tomó levantándola ligeramente, y la contempló aturdido por unos minutos, porque entendía que aquella era la última vez en su vida que la tendría entre sus manos. Era como si durante todo el día ella, sabiendo que él había decidido abandonarla, hubiera estado jugando con él, escondiéndose de su mirada y de su presencia. Tuvo un conato de tristeza al pensar los años que habían convivido juntos, pero rápidamente cobró ánimo de nuevo. Entonces volvió a dejarla sobre el agua, suponiendo que el mar se la tragaría de nuevo y que allí, en el fondo del mar, se desvanecería rápidamente entre algún banco de peces.  Luego se sacudió el pelo, caminó de nuevo por la arena lunar, y se sentó sobre su toalla contemplativo.  Sus ojos se posaron por casualidad en su libro: “La soledad era esto”, dijo. Y sonrió a la noche cómplice.

domingo, 14 de abril de 2013

LA HERMANDAD



Después de unos años, Ernesto no sólo recondujo el proyecto de hombre que era, sino que, además, se había convencido de que su alma ya no era la misma. Enterradas en un pasado impronunciable habían quedado las noches inagotables de parranda y las gélidas mañanas en que el alcohol lo conducía desarrapado e insensible a casa, aquellos momentos en que su estado de ebriedad lo sumía en un pozo de sueños donde se diluían las mujeres que había agarrado en la noche, las risas desatadas en la oscuridad, las porquerías ingeridas en el ardor de las luces, y las golferías sin nombre con que había recorrido la ciudad. Atrás quedaron también los quejidos de su madre, los desaires al pasar por delante del viejo, y todas las mentiras que lo justificaban. Fueron años ciegos, sembrados de ilusiones de inmoralidad y de un inútil desapego de todas las convenciones sociales, pero de aquello ya no quedaba nada. Ahora Ernesto sabía que todo aquello había sido la gran infamia de su vida, y procuraba no pensar en ello, pues en él había nacido otro hombre.
Y de alguna manera se había convertido en el hombre más abnegado y entregado de la Hermandad. La mirada de bondad que aún se le transparentaba en sus ojos ya no decía nada, pues Ernesto transmitía a los fieles respeto y temor. Le respetaban por su fe inquebrantable en sus principios, y le temían por su hostigamiento visceral hacia todo lo ajeno a su doctrina, hacia todo lo que viniera de fuera de la institución que él había creado y en la que era consciente del poder que ejercía.
Y sin embargo, como grabado a fuego en una memoria recurrente y maldita, cada vez que en el espejo de su habitación veía su cuello desnudo venía a su cabeza aquella cruz de madera que durante tantos  llevó colgada sobre su pecho, y entonces sentía una vergüenza insoportable, se obnubilaba y maldecía su pasado y aquella letanía pueril: “¿Verdad que no? ¿Verdad que no estoy solo? ¿Verdad que no? Gracias por estar ahí, Dios mío. Sé que no me abandonarás nunca. ¿Qué sería de mí sin ti aquí en esta oscuridad solitaria? Seguro que las alimañas, al saber que no estás tú, me atacarían. Pero ven esta cruz en mi pecho y huyen.” Y entonces, tras aquel recuerdo indeleble, de sus agallas brotaban unas infinitas ansias de venganza y casi instintivamente se golpeaba las sienes con violencia.
Aquella tarde había decidido la expulsión del segundo delegado de la Hermandad. Había sido un conflicto de principios, quizá una confusión, pero él había sido implacable. Cuando lo miró a los ojos con una mirada inquisitoria, no supo defenderse.  “Luchamos por lo mismo”, dijo el joven en tono resignado. Pero él le espetó con un grito:
- ¡No! ¡Ellos también tienen un dios: su dios es el Estado! Y nosotros no tenemos ningún dios, ¿aún no lo has entendido?
Pero ya todo había sido decidido y el primer delegado acompañó al muchacho hasta la puerta. Se miraron y, sin decir palabra, se entendieron.
Aquella noche Ernesto había vuelto a tener la misma pesadilla: Jugaba al fútbol en el jardín de su casa; la hierba de primavera, culminada por una capa de flores rojas, le llegaba a la cintura. Apoyada en el álamo se encontraba María. Gigantesca, con su cabeza a la altura de la copa, lo miraba en posición de espera. Nada de aquello le llamaba la atención. De pronto llegó Don Francisco con su ajada sotana, cogió el balón con las dos manos y le preguntó si había sido bueno. Él miró de pronto a María y esta le devolvió una mirada burlona. Entonces Don Francisco lo mandó a rezar a la iglesia. Pero ahora en la iglesia no había imágenes. No había nada. Y entonces él se sintió feliz.
Se despertó con una grata sensación, pero pronto olvidó el sueño. Poco después del desayuno recibió una visita inesperada. Era un viejo coche que conocía de sobra. Subía por la ladera levantando polvo. Era Don Francisco.
Hacía unos años que no lo veía, pero el viejo no había cambiado. Ya cuarenta años antes tenía el pelo gris. Sus ojos negros y opacos reflejaban la misma mirada, el mismo mensaje de siempre. Sus setenta y cinco años sólo habían hecho estragos sobre su piel, más arrugada y blanca, desteñida y sedosa. Aunque en aquel momento él lo denostara en su voluntad más férrea, el anciano ejercía sobre él una turbación notable, una mezcla entre el sentimiento de amor incondicional y apasionado de un padre a un hijo y una necesidad de transgredir la firme obediencia que aún lo subyugaba a sus palabras y su mirada.
- Sólo vengo a traerte un poco de memoria, Ernesto. Quizá has olvidado que dejaste una esposa y una pequeña de tres años que andan aún buscando tu rastro.
- Ya me despedí de ellos. Son parte de mi pasado. Y yo dejé el pasado allí en la ciudad, antes de partir hacia mi nueva vida. Sin olvido no puede haber ruptura, y yo he tenido que romper con todo. La desmemoria es lo único que podrá desatarnos de la moral. 
- Ya me hablaron de esta Hermandad. Reconozco que al principio no lo pude creer: tú, un triste ser amoral sometido a este ateísmo incongruente. Pero… ¿qué vida es esta Ernesto? No veo la felicidad en tus ojos.
- Padre, ya no soy aquel muchacho que usted conoció. Pasé media vida viviendo en el error, y ahora vivo la otra media rectificándolo. Déjeme ser. Es ley de vida. Sepa que lamento profundamente que ellos hayan sido también parte del error.
- No puedo creer lo que oigo. Pero… No es ya cuestión de moral, se trata de humanidad. Tú quieres vivir sin moral, sin dioses, y sin embargo, estás hiriendo a la humanidad, a esa humanidad de carne y hueso que está allí abajo. He ahí tu gran error: eres un mal ejemplo para tu doctrina. Tú, que eres un chico bueno, que fuiste el mejor, y supiste ganarlo todo siendo así. ¿Por qué lo tiras todo por la borda?
Los colores subieron en la cara de Ernesto para iluminar su vergüenza ante aquellas palabras del anciano.
- Padre Francisco, ya pasé diez años de mi vida en contacto con Dios, con vuestro Dios. ¿No le pareció suficiente? ¡Cuánta teología aprendí! ¡Cuánto engaño vi con mis ojos! Y todo para al final descubrir tristemente que el mayor enemigo de Cristo se encuentra en la misma Iglesia. Sí, cómo ha envenenado la Iglesia la moral de Cristo durante siglos y siglos de historia. Y los hijos de ese envenenamiento ahora están ahí haciéndole frente, grandes como dioses. El ateísmo, el socialismo: son los hijos del desengaño, padre. Y usted en el fondo lo sabe.
- No te reconozco, Ernesto. ¿De dónde sacaste ese odio?
- Tengo derecho al odio, ¿no cree? Después de haber desperdiciado tantos años de mi vida, después de ver cómo el instinto voraz del hombre manipulaba toda moral y la ponía al servicio de sus debilidades más míseras, después de ver cómo los jefes espirituales de la Iglesia se arrodillaban ante el dinero, implorando la mayor cuota de poder, después de ver cómo éramos engañados subrepticiamente por la Jerarquía, ¿cómo no me va a quedar odio? Ellos me destrozaron.
- Y tú has destrozado a dos seres. Estás apuntando mal, amigo.
- No, no lo puede ver usted así, padre. Yo he de despertar al mundo. Esa es mi misión en la Hermandad.
- Pero tú estás reproduciendo esa misma historia, ¿no te das cuenta? Aquí impones tu moral dentro de la Hermandad, y la utilizas como instrumento de poder para convertirte en el adalid de este absurdo. Despierta de este sueño, Ernesto.
- ¡Estos principios no son ninguna moral! ¡Es el ideal de la negación de la moral, de los dioses, …!
- Es el ideal de la nada.
- No, padre. Usted no puede entenderme. La gente llega a nosotros huyendo del engaño del catolicismo. Es gente buena, que ama al hombre por encima de todo y que ya ha dejado de creer en los dioses revenidos por el poder y el crimen, esos dioses que avalan el crimen de la humanidad. Esa es la gente que viene aquí. Porque aquí no tenemos dioses.
- Pero no te engañes, Ernesto. No es posible vivir sin moral. Aquellos años de locura cuando abandonaste el seminario fueron una venganza consciente, quisiste resarcir todo tu desengaño, y ahora volviste atrás. Fíjate cómo vives ahora: sometido a esa estricta moral de los ideales. No se pueden crear súbditos sin imponer un miedo. ¿No te das cuenta de que eso es lo que has creado tú también? ¿Quién fue tu última víctima?
- Mi última víctima ya había sido captada por los socialistas. También tienen su propio dios. Y se dicen ateos.
- Pero también en el socialismo hay gente buena. Tú lo sabes.
- Sí, pero ¿qué ha sido de ellos? Allí arribaron ellos después del gran naufragio de la Religión, con el alma en sus manos, buscando la salvación de la humanidad a través de lo colectivo y de la fraternidad. Llegaron y, al punto, le dijeron: debes odiar la propiedad, debes odiar a Dios, debes odiar a los otros, … y sólo amar nuestra causa. Y fueron obligados a inmolar toda la bondad con la que llegaron. De nuevo un fracaso. Parece como si el hombre no hiciera más que fracasar a lo largo de su historia.
- Es el mal el que nunca fracasa.
- Sí, fracasará, no le queda otro remedio. Pero no mientras el hombre ame a un dios.
Don Francisco comenzó a derramar cansancio por su mirada. La conversación se había elevado y las ganas de abrazar a su antiguo pupilo se habían quebrado con aquella confrontación.
- No se puede vivir sin creer en nada, Ernesto. El nihilismo se suicidó hace tiempo. No lo resucites. ¿Recuerdas a Calvero? Él se escondió tras las bambalinas y, con todas sus fuerzas, habló al dios en el que nunca había creído.
- Pero él no hablaba a nadie, sólo a su impotencia, a la impotencia del hombre, a su deseo. Él deseaba que en aquel momento Dios existiera, pero sabía que no era así. Por eso gritaba y lloraba.
- Ernesto, la gente necesita creer en algo que los conduzca en tiempos de sinrazón, necesita creer que sus muertos están en algún lugar, necesita darle forma a sus recuerdos. Y tú también algún día te arrojarás tristemente tras las bambalinas.
La defensa de Ernesto comenzaba su agotamiento. Arrastró la silla hacia atrás y se levantó. Volvió la espalda al padre Don Francisco, dirigiéndose hacia la ventana por la que los rayos de sol se proyectaban en la estancia, se metió las manos en los bolsillos, dio algunos pasos y se volvió de nuevo hacia él.
- No quiero salir de aquí, padre. Dígaselo a ella. Aún me queda mucho que hacer.
- Pero, ¿aún los quieres?
Ernesto tornó su rostro serio y miró al padre fijamente.
- El amor no es algo que entre en mis proyectos ahora mismo.
Era ya tarde, el cielo se había escondido tras la oscuridad. Una piedra enorme había quebrado un rodamiento delantero del viejo vehículo del padre. Ernesto se ofreció a acompañar a Don Francisco a la ciudad en su vehículo. Al llegar, el anciano puso la mano definitiva sobre su hombro.
- Nunca supiste mentir, muchacho. Vamos a casa.  

domingo, 7 de octubre de 2012

LA REINA DE LOS MARES

 José Antonio Nisa
Antes de sucumbir a la suerte del destino, cuando ya dos meses en altamar comenzaban a hacer real la posibilidad de morir por inanición, el capitán de la fragata Conrad se levantó de su cama con la decidida pretensión de escribir la historia que le había acontecido en aquellas últimas semanas. Tal fue la idea que le acechó durante el sueño de aquella noche. Allí, encerrado sin remedio en su camarote, comenzó a escribir la historia que años más tarde nos haría dudar de la plenitud de juicio de su autor, pero que, como paradigma de religiones, no podemos desmerecer.

“El viento del crepúsculo soplaba en la mar calma. Como acostumbraba hacer en los atardeceres en que me hallaba imbuido de una angustiosa melancolía, había salido a cubierta y me encontraba apoyado en el pretil de la borda; allí lloraba la ausencia de mis amantes, tantas, tan dispersas, y tan lejos, endulzando mis deseos impotentes con lágrimas negras de pirata malo, cuando, de repente, atisbé una especie de pez gigante que se movía delante de mis ojos, muy cerca de la superficie. Me incorporé y me puse en alerta. Sin embargo, de inmediato quedé hipnotizado por mis propios sentidos al no poder digerir aquello que veía: de la superficie del mar comenzó a brotar un ser celestial que enseguida reconocí. Era ella: la túnica turquesa, el cabello negro, los ojos azules, las delicadas manos, la estrella coronando la brillante diadema, sus piernas fundiéndose en el mar…, no había duda. “¡Jemanjá!”, grité. Y entonces ella, acercándose a mí, me ofreció su mano en la que portaba un pequeño cofre que entendí que debía tomar. Quedé completamente mudo, como si mi lengua hubiera quedado enredada en un nudo de perplejidad. Luego la mujer desapareció y yo quedé conmocionado con aquella aparición fugaz. Pasados unos minutos comencé a comprender que la reina de los mares había aparecido para hacerme un regalo. Yo había sido el ser elegido por la diosa, y en aquella caja habría un mensaje para los hombres, para los marineros, o tal vez para el mundo. Entonces, saliendo de aquel estupor, sin perder un segundo, me apresuré a abrir el pequeño cofre con una expectación nerviosa y unos dedos temblorosos que al principio no atinaban a encontrar el modo de destapar aquel objeto. Lo logré por fin, y con la misma rapidez que había deseado abrir la caja, toda mi ilusión se desvaneció de pronto. Aquella caja estaba vacía. En el fondo se veía un círculo negro del tamaño de una moneda, pero al tocarlo no distinguí en ningún modo su tacto del resto y me desentendí de él. Me quedé un rato pensativo, contemplando aquella caja de metal, en cuya lisa superficie no había incrustaciones, ni más ornamentación que aquel enigmático círculo negro de su interior. Y sin embargo, al momento comencé a sentir un estado de plenitud en mi interior que creo que nunca jamás había sentido. Quedé sumido en una especie de contento por la vida, por todo lo que me rodeaba, por mis circunstancias; miré al cielo y sentí una suerte de placer al contemplar la belleza de las escasas nubes que se deshacían con las luces del día. No podía explicarme lo que me ocurría, pero di la bienvenida a aquellas sensaciones que no sospechaba que iban a perdurar mucho más de aquellos escasos segundos en que conservé la caja abierta en mis manos.
Puedo decir que no concebí la magnitud del cambio que había surgido en mí hasta que no entablé contacto con los demás marineros. Sentí que todos ellos eran hermanos míos, amigos íntimos, todos ellos se convirtieron de repente en personas a las que yo comprendía, a las que amaba, con quienes nada podía enemistarme porque en mí había nacido el don del perdón. Y si bien al principio les oculté de dónde procedía la misma, aquellos sentimientos fraternales me hicieron ofrecerles la caja a todos ellos.
Me di cuenta de inmediato que el efecto que había producido la caja en toda la tripulación era exactamente el mismo que había producido en mí. En adelante, las relaciones entre los hombres que habitaban el barco fulguraron con una hermosa fraternidad, como si de una misma madre y por una misma idea todos nos reuniéramos, siendo guiados por la compasión, la tolerancia, la solidaridad, de una manera impensable días antes.
Cuando conté mi historia a los hombres, todos estuvieron de acuerdo en que debíamos dibujar la imagen que yo había descrito de Jemanjá y darle las gracias día y noche por la vida que nos había dado, por todo su amor, por la sonrisa que nos había hecho aflorar y por toda la gracia que había depositado en nosotros. Nos habíamos convertido de la noche a la mañana en devotos de la reina de los mares y como tales comenzamos a actuar.
Y si ahora cuento esto es porque la lógica y la misma naturaleza de las cosas me hicieron entender el cambio sustancial que aquella caja había causado en nosotros. Una mañana en que desperté antes del amanecer, abrí los ojos y con la tenue luz de la luna que entraba por el ojo de buey observé la caja encima de la cómoda. Entonces mis pensamientos regresaron a días antes de la aparición y comencé a recordar los deseos que me poseían, cómo por entonces una angustia colapsaba mi corazón ante el ardiente deseo de ver a mis amantes, cómo deseaba llegar a puerto, y me empleaba con rigor con la tripulación y la espoleaba y la obligaba a observar las normas del barco con severidad. Y, en aquel preciso instante, volví a pensar en mis amantes y sentí que no las deseaba con el ardor de antes, y tan sólo me sentía feliz por haberlas conocido, y las visiones que brotaban en mi cabeza en las que ellas eran poseídas por las manos desconocidas de otros marineros no sólo no me sublevaban el espíritu, sino que además me conformaban con una suerte de placidez. Entonces sentí el rumor del mar tras el silencio del barco y supe que ningún marinero había despertado aún porque la noche anterior se habían entregado a los placeres del juego y del vino, sin roces, sin peleas, todo en una balsa de hermanamiento. Entonces entendí que aquella caja había absorbido mis deseos y los deseos de toda la tripulación. Y aquello había sido el origen de una vida de paz y serenidad en que todos se habían entregado a la cordialidad, a la amistad y a la devoción de nuestra nueva deidad.
Sin embargo, aquel silencio y aquel rumor de las olas sobre el costado de mi camarote me trajeron asimismo un pensamiento fatal. Esperé la salida del sol, momento en que me incorporé, me vestí, salí del camarote y me dirigí a la cabina de mando. Extraje el sextante y medí. Efectivamente, justo como había sospechado, llevábamos varios días que apenas avanzábamos en el mar, y sin embargo, sabía que pronto las provisiones comenzarían a escasear, a pesar de la feliz inconsciencia de la tripulación, que parecía no haberse percatado de aquel hecho. En aquel instante descubrí que la situación nos obligaba a ponernos manos a la obra con urgencia. Y sin embargo, ¿cómo podría entusiasmar a una tripulación que llevaba diez días ensimismada en su propia complacencia, que había dejado de preocuparse por el rumbo que debíamos seguir y se entregaba a los placeres de la compañía, al sueño y a la sonrisa fatua?, pensaba.
Como si la razón de repente me hubiera despertado, bajé al camarote y volví a abrir la caja, dispuesto a buscar la forma de revertir el efecto tan nocivo que había producido la caja en la tripulación. De inmediato se me ocurrió una idea siniestra. Quizá impulsado por aquellas teorías taoístas de las dualidades que siempre me fascinaron, tomé una vela y coloqué la llama contra el enigmático punto negro del interior de la caja, del cual comenzó a gotear un viscoso líquido negro semejante al petróleo que cayó en el suelo. Si bien, al principio, no me percaté de ningún cambio, nada más subir a cubierta y ver a tres marineros sentados frente a la imagen de Jemanjá, un sentimiento de vergüenza me recorrió de arriba abajo. Entonces me di cuenta de que la tensión había vuelto a mi alma. Grité a aquellos hombres que se levantaran de allí y se pusieran manos a la obra. Había que desplegar velas, limpiar la cubierta, rehacer la estiba, y todas las tareas de las que nos habíamos desentendido en aquellos días. Me acerqué a ellos y noté que el brillo en sus ojos había desaparecido y, tal como yo me dirigí a ellos, sentí que, lejos de mirarme, volvían la mirada y se apresuraban a huir de mis órdenes, poniéndose manos a la obra cada uno en su tarea.
Aquel fue el comienzo del reencuentro con el estado normal de las cosas, la reposición del espíritu guerrero de los marineros, el regreso del fluir normal de la vida en nuestra nave. Y sin embargo, algo aún permanecía elevado sobre nuestras cabezas: nadie se atrevía a profanar a la reina de los mares eliminando aquella imagen. En los días siguientes observé cómo todos los atardeceres los marineros se congregaban en torno a la imagen y oraban. Tras la oración, hablaban entre ellos y algunas veces discutían sobre un asunto que yo no podía sospechar.
La mañana de hace tres días descubrí qué asunto era aquel que se traían entre manos tras aquellos momentos de oración. Acababa de subir de la bodega y uno de los guardias de puente me esperaba justo en la boca de las escaleras. Al subir y acercarme le pregunté si ocurría algo. Él me preguntó sin titubeos si yo ya no era devoto de Jemanjá, pues desde hacía unos días no me veían orar ni dirigirme a la diosa con el respeto que se merece. Verdaderamente no sabía qué había ocurrido en mi interior para que se produjera aquella transformación, pero no quise rehuir de una respuesta y, sin llegar a contarle lo que había hecho con la caja, le contesté que entendía que en aquel momento Jemanjá no me podía aportar ningún beneficio. El guardia me miró fijamente; yo percibí una mirada de desacato, al tiempo que sus ojos me herían con un odio mayor que las palabras con que me respondió, para marcharse inmediatamente de mi lado. “Hereje. Eres un hereje”, me dijo. Y antes de desaparecer me hizo comprender de qué asuntos hablaban aquellos atardeceres de oración y comprendí que aquellos hombres habían dejado de ser mansos para convertirse en nuevos guerreros, pero ahora ya no del mar sino en guerreros de la diosa Jemanjá.
Ayer salí a cubierta y fui rodeado por toda la tripulación. Ya había presentido aquel final, pues como digo, los ojos de los hombres no mienten. El guardia de puente, que parecía haber tomado el mando de aquellos hombres, habló para decirme que yo ya no era el capitán de la nave. No hubo lugar a réplica. Intenté hablar y contarles todo lo que había descubierto, pero me taparon la boca y me amordazaron. Decidieron no acabar conmigo, y me encerraron en mi camarote, hasta nuevas noticias.
Hace dos días tendríamos que haber llegado a tierra, pero la consigna del nuevo capitán es la de seguir en alta mar hasta que Jemanjá nos dé nuevas indicaciones. Las provisiones se acaban y Jemanjá no vuelve a hablar. Y ahora, en este estado tan penoso, cuando ya todo apunta al fin, me maldigo, por haber quebrado la felicidad y haber matado la mansedumbre de los hombres. Y hora tras hora, sigo dándole vueltas a la maldita caja, y le pido por todos los santos, que me devuelva de nuevo la paz, aunque sea para morir en medio del mar, a los ojos de Jemanjá.”

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