La volví a ver, con ese nombre de mujer envejecida envenenada a punto de deshacerse
entre el polvo blanco de la nada. Yo estaba en el vano de la puerta, y desde allí
en la estantería, tirante de un hilillo de luz que devolvía el lomo reluciente,
me ha llamado, como una Mesalina oculta entre velos sedosos que cosquillea el
aire con el dedo y tú la sientes cual ángel penetra entre tus infiernos
intestinos, antes de acudir hacia ella hipnotizado. Y allí la sacaba de su
historia: doquiera abres, doquiera lees, allí un encanto de Rayuela que
provoca, evoca y desboca los caballos:
“¿Por qué
stop? Por miedo de empezar las fabricaciones, son tan fáciles. Sacás una idea
de ahí, un sentimiento del otro estante, los atás con ayuda de palabras, perras
negras, y resulta que te quiero. Total parcial: te quiero. Total general: te
amo. Así viven muchos amigos míos, sin hablar de un tío y dos primos,
convencidos del amor-que-sienten-por-sus-esposas. De la palabra a los actos,
che; en general sin verba no hay res. Lo que mucha gente llama amar consiste en
elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto.
Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los
huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen
porque-la-aman, yo creo que es al verse. A Beatriz no se la elige, a Julieta no
se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando
salís de un concierto.”
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