Entre el juncal del lago había
un pato enfermo. Los demás patos lo rodeaban y lo consolaban intentando
animarlo, sin tener idea de cuál era el mal que lo afligía ni saber exactamente
cómo hacer para curarlo. Le habían traído un par de peces del lago para que lo
comiera, pero el enfermo había perdido el apetito; también le habían ofrecido
una tisana que el pato abuelo había preparado como remedio infalible, pero el
pobre patito medio desfallecido no podía abrir su pico, ya oscurecido y afeado
por su enfermedad. Así que, ante tan trágico panorama, los patos se reunieron
en consejo y tomaron una resolución: pedir ayuda a algún humano. Era una
decisión arriesgada, si no suicida, que a algunos no gustó en absoluto, tanto
más cuanto que sabían que el morador de la cabaña al otro lado de la montaña no
era otro que uno de los cazadores que rondaban el lago las mañanas soleadas de
domingo, día oficial de caza. Pero la voz del sabio abuelo se impuso
sobremanera con su sentencia inapelable: el cazador ama a los patos tanto como
ama derribarlos con su escopeta en su vuelo libre. De modo que cuatro patos
fueron comisionados para acudir en busca de la esperada ayuda.
Cuando el cazador abrió la
puerta y vio a tantos patos juntos en el umbral, tuvo la impresión de haber
sido premiado por la
Providencia gracias a la paciencia estéril que había
depositado en la Fortuna
durante los últimos meses, en los que su mujer había pasado no pocas
dificultades para llenar la olla. Sin embargo, contra lo que cabía esperar en
su estado de necesidad, no se le pasó por la cabeza aprovechar aquella ocasión
para darse un festín de patos, sino que, como si de pronto hubiera penetrado en
un sueño infantil, fijó su atención en aquellos animales, observando a través
de sus ojos una tristeza que le traspasó. Aquel velo triste que recorría al
grupo de patos le disuadió de su primer impulso paticida, y así el sentimiento
del deber profesional se transformó como por arte de magia en un sentimiento de
deber de auxilio. De modo que el hombre atendió al lamento de aquel enfermo lo
mejor que pudo, olvidando las piezas de caza que tenía ante sus ojos. Lo colocó
sobre su mesa, miró su cuello, destapó su tripa, palpándolo y examinándolo con
detenimiento, y finalmente concluyó que la única causa de enfermedad de un pato
en aquella zona era haber ingerido algún veneno de las fumigaciones que en la
campiña al pie de las montañas habían lanzado las avionetas. Toda la tarde
pasaron allí los patos esperando que el enfermo fuera purgado y reanimado,
hasta que, al fin, poco antes de comenzar a caer la noche, el animal revivió.
Fue en aquel preciso instante en que la euforia empezaba a recorrer al grupo de
patos, cuando aparecieron por la puerta los dos hijos del cazador. Eran dos
pequeñuelos famélicos que, al abrir la puerta, quedaron aturdidos ante tal
escena. Uno de ellos exclamó: “¡Patos!” con una alegría inusitada. Pero al
mirar a su padre se percató de que aquella escena no era, ni mucho menos,
motivo de concordia familiar y celebración. El padre, adusto, los hizo entrar
en la pieza de al lado. Poco después, los patos abandonaban la cabaña.
Y la normalidad volvió por fin
al lago. Y llegó el domingo, día oficial de caza, y, como siempre, el
nerviosismo se apoderó de los patos. El cazador se había apostado entre unos
setos, esperando la ocasión. En un momento inesperado, una bandada de patos
surgió de entre los juncos en dirección al cielo. En aquel instante el cazador
debiera haber disparado los dos tiros de rigor, sin embargo, al ver los patos
su mente se inundó de imágenes recientes: el pato enfermo, aquel corazón que
latía a duras penas, aquellos patos condolientes,… y cayó en un pensamiento
nefasto para su condición de cazador. Pensó que aquellos patos, con el espíritu
solidario y sacrificado que habían demostrado, capaces de inmolar su vida por
la de uno de los suyos, no se merecían morir tan despiadadamente a manos de un
cazador hambriento y frívolo como él, que bien podía vivir de los alimentos de
la tierra. Entonces apartó la escopeta y encendió un cigarro que acompañara
aquel estado en que había quedado sumido, haciéndose valer como hombre, pero no
como cazador.
Pero aquellos patos lo habían
entendido todo. Supieron que, contra lo que todos los domingos ocurre, aquel
día el cazador, en un gesto de piedad, no había querido matar a ninguno de
ellos. No tardaron pues, como cabía esperar, en reunirse una vez más en
asamblea para hablar de lo sucedido. Y de nuevo, se impuso la voz del pato más
anciano que dijo: “Cuando el lago se seca, nosotros volamos hacia otro lugar,
pero el hombre no vuela y se arraiga a la tierra, como los árboles. Sólo que un
hombre no es un árbol. En conclusión: Hemos de actuar.” Un clamor apoyó
finalmente aquella sabia sentencia.
Y a la semana siguiente, cuando
ya la altura del sol anunciaba los días de la canícula, todos los patos de la
zona se reunieron para sacrificar su plumaje y así rendir cuentas a la gratitud
y al honor de ser patos antes que animales. Y todos ellos hicieron depósito
sobre un gran saco blanco de diferentes plumas de cola de pato, reuniéndolas en
una amalgama de plateado, verde, turquesa, blanco, lila y negro, de una belleza
inaudita que envolvieron y quisieron ofrecer al cazador como valioso jergón. Inmediatamente
partieron en un vuelo airoso, sosteniendo con sus picos el jergón bajo el cielo,
en dirección a la cabaña. Al sobrevolar la morada del cazador, dejaron caer aquel
regalo que fue a parar justo sobre los tendidos de ropa. Cuando al salir de la
cabaña, la esposa del cazador se percató de aquel jergón, quedó anonadada, pues
no podía entender cómo podía haber sucedido aquella maravilla. Entonces entró y,
casi sin palabras, le dio la noticia a su marido: “Ha caído del cielo”, dijo. El
marido no entendió nada, pero ella, entretanto, comenzó a echar cuentas y pensó
en las ganancias que les podía reportar un jergón de plumón de pato, cuya
hermosura sólo los príncipes y los señores acaudalados podrían pagar. Sin
embargo, aquellas pretensiones se fueron al traste cuando el cazador vio
aquello.
Y desde entonces el cazador
duerme en un jergón de plumas de cola de pato, como un príncipe. Y tiene buenos
sueños, pues una nube, hermana gemela del jergón de los patos allá arriba en
los cielos, también regala todos los días su agua de lluvia a los árboles del
huerto. Y los frutos y hortalizas con que el cazador sueña en su blanco jergón
de pato son ahora reales, tan reales que ya hasta se ha olvidado de cazar patos
los domingos, día oficial de caza.
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