En el
silencio de la noche sonó una guitarra, y de repente pareció como si se rasgara
el velo oscuro que rodeaba su soledad en el huerto. Un acre olor a tierra se
apoderó de sus sentidos. Entonces corrió, como si alguien le llamara desde la
lejanía. Arrebatado por el desorden, por la desorientación de sus deseos, llegó
al lugar. La losa era pesada, pero por fin la deslizó, hasta oír las voces del
vacío, las voces de los que no existen, la multitud agolpada en las catacumbas,
la fuerza emergente del pasado.
En
aquel momento el galope de un caballo comenzó a retumbar en el suelo, y
entonces recordó cuántos días había pasado sin el fuerte pisotón de su jinete,
cuánto rebufo airado de su instinto asesino, cuánto buscar alocado el viento.
Pero él sabía que nada había de temer, pues hacía tiempo que su caballo ya
había abandonado su alma, desmelenada y sobria, y ahora vagaba sin estrella, e
iba y venía al albur de la noche.
Como si
no tuviera tiempo que perder, se deslizó hacia abajo. Al fondo de la gruta, una
luz le atrajo como un influjo inexorable, y entonces lo vio. El niño aprendía a
controlar su mente, a someter sus genes asesinos, posesivos e innatos; aprendía
la norma uno, la norma dos, la norma tres, tres mil normas al son del chasquido
de unos dedos negros y cuarteados. Y de repente el niño crecía, y se abría
sitio entre las estrechas paredes del hastío, haciendo honor a su nueva patria,
y veía sus brazos petaleados, sus manos almibaradas, sus cabellos dorados, su
sangre destilada, y tras ellos reconocía una voz que desde el fondo se consumía
en su regocijo: “qué bueno está el pequeño, que ni ríe ni mata ni llora”. Y
aquel hombre se erguía grande, pues lo había domado, pues lo había sometido a
su razón, a su dominio, y su grandeza aumentaba, hasta hacerle sombra. Entonces
dio un paso atrás y regresó a través del vacío, a través de voces lejanas que
ahora mutilaban los brazos de aquel espacio que le constreñía a avanzar, hacia
el exterior donde su indolente ausencia, donde ahora había logrado comprender
qué grande es el hombre, qué grande el
vacío tras la pesada losa, qué grande la noche silenciosa.
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